Editorial Taurus.
Madrid, 2006
Subtitulado Una nueva historia de las Américas antes de Colón, este libro escrito por Charles C. Mann, periodista especializado en temas científicos y colaborador asiduo de Science, pretende pasar revista a la situación del continente americano antes de la llegada de las naves de Colón.
Redactado con un estilo de divulgador científico muy al uso en Estados Unidos, el autor, quizás con la intención de motivar al lector, rebasa los límites del didactismo y por momentos se transforma en una especie de Indiana Jones pelmazo, con extensas digresiones sobre sus aventuras y contactos de primera mano con aborígenes, arqueólogos e historiadores.
Por lo demás es un libro muy interesante en el que se pretende cambiar la visión tradicional de la historia de América como un continente poco poblado y retrasado culturalmente antes de la llegada de los europeos.
Mann recorre la visión histórica que los europeos han ido teniendo de los nativos americanos en los últimos cinco siglos y así, si al principio los europeos vieron en las Indias un paraíso poblado por seres ingenuos (el mito del Buen Salvaje), luego han dominado los voces de quienes veían en los indios a unos seres perezosos y toscos incapaces de poblar el territorio y explotar sus recursos, hasta que con la llegada del siglo XX el movimiento ecologista quiso convertirlos en una especie de santos laicos permanentemente sintonizados con la madre tierra (el Buen Salvaje, segunda edición). Quizás el logro más conseguido del libro de Mann es el derribo de todas estas teorías: América estaba mucho más densamente poblada de lo que los primeros colonos europeos pensaron (y de lo que los historiadores decían hasta hace veinte o treinta años).
Mann afirma que la visión que transmiten los primeros cronistas castellanos del siglo XVI sobre el centro y sur de América, y las muy posteriores descripciones del norte de América, es la de un continente muy despoblado, sí, pero a causa de los propios colonos europeos, culpables de un genocidio que en algunas zonas supuso la desaparición de etnias completas y que para el conjunto de América pudo llegar a suponer un descenso de la población próximo al 90 %. Lo novedoso de esta explicación no es el genocidio (ya denunciado en pleno siglo XVI por Las Casas) sino su alcance y sus causas: no fueron los malos tratos típicos de un sistema esclavista (que provocaron miles de muertos), ni la tecnología de los conquistadores, que armados con espadas y armas de fuego, seguro que perpetraron sangrientas carnicerías; sino que los responsables principales de la despoblación de América fueron la viruela, la hepatitis, la gripe y el sarampión.
Según Mann, Pizarro y Cortés se enfrentaron a civilizaciones heridas de muerte por estas patologías, y aunque los primeros conquistadores llegaron a ver las últimas luces de los imperios inca y azteca, eran ya mundos en descomposición. Y cuando los colonos en Norteamérica se maravillaban de los extensos bosques y las gigantescas manadas de bisontes observaban un paisaje y una fauna “vírgenes” que no eran tales, sino el fruto de la desaparición de cientos de miles de nativos y del colapso de sus sociedades.
Dedica el autor también decenas de páginas a describir los logros culturales de estas civilizaciones, su avanzada tecnología agraria, sus amplios conocimientos astronómicos, su impresionante arquitectura, sus complejos y variados sistemas de escritura… Podemos estar de acuerdo con Mann: algunas de estas civilizaciones, como los mayas o los incas, deberían estar en los libros de historia al mismo nivel que otras civilizaciones del Viejo Mundo, como la egipcia o la china.
Bordeando la contradicción, dedica algún capítulo a tratar de convencernos desde la óptica de lo políticamente correcto, de que no debemos comparar unas civilizaciones con otras para decidir cuál es superior y cuál inferior. Podría habernos convencido si no fuese porque dedica varias páginas a “demostrar” que algunas civilizaciones americanas son superiores a las del Viejo Mundo en sus conocimientos astronómicos, en su desarrollo urbanístico, en el campo de las matemáticas…; permitiéndose afirmaciones que como poco parecen poco sólidas, como cuando sostiene que la admirable y compleja domesticación del maíz es el inicio de la ciencia biogenética o que la democracia en Estados Unidos surgió también por la inspiración que los colonos encontraron en algunas tribus indias vecinas en las que observaron una casi ausencia de jerarquías, un máximo de libertad individual y una gran armonía social.
Leyendo algunas de estas teorías de Mann, me temo que, partiendo de la corrección política, algunos estudiosos norteamericanos irán más allá de la justicia histórica que se les adeuda a los nativos americanos, y escribirán la enésima edición del mito del Buen Salvaje, tan ajustada a la verdad como todas las anteriores.
Jesús Tapia