08 septiembre 2023

Ferrer Lerín. Poesía reunida


Francisco Ferrer Lerín.
Poesía reunida (1959-2022).
Edición de Aurelio Major.
Tusquets. Barcelona, 2023.

 Como “poeta, lexicógrafo, narrador, onirófago, propagador del arte casual y ornitólogo” define Aurelio Major a Francisco Ferrer Lerín (Barcelona,1942) en el epílogo a la edición de su Poesía reunida (1959-2022) que publica Tusquets.

La abre este poema, el que abría también su primer libro, De las condiciones humanas:

Que engaño al mundo
que nadie sabe la verdad de mi existencia 
y de las altas glorias que albergo.

Que mintiendo y transformando lo que por mí pasa 
agoto la esperanza de los zaheridos por mi lengua 
nublo el son de sus vidas
y la gruesa fruta resbala entre mis dedos 
aniquilándose.

Ya la rueda enorme camina sobresaltada 
sus radios disformes confundidos
y ella representa toda elocuencia
y disimulo de risas.

Ya la leña patente a cualquier ojo
crepita indemne a la fuerza de vuestras hoces 
vendida a mí
y a todo lo que represento.

También
es posible acabar con la cabeza aplastada
o con el latido fresco del potro vibrando en derredor
y también
notar en el estómago un tenue vacío
o una bala reluciente adherida a las capas más hondas.

Por lo tanto
prefiero desnudar mi gigantesca valía en presencia de los pueblos 
recibiendo así el tributo magistral
honra y prez a los grandes
y sus nemigas inocentes apuntalando mi huida.

Desde ese libro inicial, de 1964, hasta Grafo pez (2020), pasando por Cónsul, Fámulo, Hiela sangre o Libro de la confusión, se reúnen en este volumen los siete libros de poesía de Ferrer Lerín, a los que se suman cuatro textos inéditos.

En los anejos -Edad del insecto- se recogen textos escritos entre 1959 y 1989, laterales a los libros reunidos en esta edición que incorpora también algunos de los prólogos que los presentaron. Entre ellos, el de Gimferrer a Cónsul, donde destaca que “la poesía, ante todo, debe ser exploración y revelación.”

Poesía intuitiva, visionaria y provocadora que se instala en el territorio pantanoso de la postvanguardia, entre el experimentalismo y la intertextualidad, para construir desde la extrañeza una poética extrema y marginal, una escritura en libertad, heterodoxa y de condición radical, como se ha destacado en algún estudio sobre su obra. Como “un poeta del enigma, del desmán, del arcano, del rijo, del sindiós, del crimen y de la casquería” lo definió Félix de Azúa.

Con un largo periodo de silencio entre Cónsul (1987) y Fámulo (2009), la poesía de Ferrer Lerín va cambiando de tono de voz y emprende también a partir de ese libro un camino hacia la claridad. Poemas como este, del Libro de la confusión (2019) lo reflejan:

DEJAS ATRÁS

Dejas atrás la blusa de organdí con que excitabas a Infausto,
la orquesta de charanga principal en los festejos del Día de los Ángeles,
el revuelto de ajos tiernos que incomodaba a Gato Cero
y la macedonia de frutas tropicales
dedicada al recuento de las moscas de la carne.

También dejas atrás la lectura de Seferis,
la hormigonera de juguete comprada en el mercadillo de Parque Ministerios,
las bombillas fundidas del vestidor de los domingos
y el ruido endiablado del cambio de marchas de nuestro primer descapotable.

Te quiero Conchita tal como fuiste en los primeros años,
tal como fuiste en la época de esplendor que duró tan poco,
tal como fuiste en el griterío de la sordera y la escasa claridad,
tal como eres ahora blanca y sonriente en esta caja de pino.

Empujan los soldados corpulentos de uniforme verdoso,
parecen tener prisa en este trámite vulgar,
quizá teman que el calor y la humedad pudran la mano
que cuelga fuera intentando despedirse del mundo
o quizá agarrarse a la mía,
también colgante.

O este intenso ‘Término’, que cerraba su último Grafo pez:

Nada hay al otro lado 
que no haya sido dicho.

En busca sólo de alimento 
¿que mirar todavía?

Un viento amargo inunda la ciudad, 
las ciudades del sueño 
donde duerme 
la memoria del sueño.

Lenguas de fuego, dónde 
lo apenas entrevisto, 
lo casi 
no entredicho.

Y qué final.

Esta edición se propone -en palabras de Aurelio Major- “delinear una imagen posible, con todas las cautelas del caso, de un implícito texto y ritmo originales en la obra de Francisco Ferrer Lerín, habida cuenta de que se trata aquí de una poesía del riesgo, siempre inestable en el marco cambiante del verso, el poema en prosa, el caligrama, la cita, el guion, el cuento, el informe, el centón, el teatro; y de los propios restos biográficos, cuya carroña, conviene reiterarlo para circunscribir el equívoco y enterrarlo, es devorada, digerida y sobre todo tergiversada en sus poemas.”

Santos Domínguez 


06 septiembre 2023

Hernán Díaz. Fortuna


Hernán Díaz.
Fortuna.
Traducción de Javier Calvo.
Anagrama. Barcelona, 2023. 


Como desde su nacimiento había disfrutado de casi todas las ventajas posibles, uno de los pocos privilegios que le estaban vedados a Benjamin Rask era el del ascenso del héroe: la suya no era una historia de resiliencia y perseverancia, ni la crónica de una voluntad inquebrantable que le había forjado un destino del más noble de los metales a partir de poco más que escoria. Según la contraportada de la Biblia familiar de los Rask, en 1662 los antepasados de su padre migraron de Copenhague a Glasgow, donde empezaron a importar tabaco de las Colonias. Durante el siglo siguiente, su negocio prosperó y se expandió hasta el punto de que parte de la familia se trasladó a América para supervisar mejor a sus proveedores y controlar todos los aspectos de la producción. Tres generaciones más tarde, el padre de Benjamin, Solomon, compró las acciones de todos sus parientes y de los inversores externos. Dirigida ya solo por él, la compañía siguió floreciendo, y Solomon no tardó en convertirse en uno de los tratantes de tabaco más importantes de la Costa Este. Quizás fuera cierto que sus productos provenían de los mejores plantadores del continente, pero más que en la calidad de su mercancía, la clave del éxito de Solomon estaba en su capacidad para sacar partido de un hecho obvio: por supuesto, el tabaco tenía un lado epicúreo, pero la mayoría de los hombres fumaban para poder conversar con otros hombres. Solomon Rask, por consiguiente, no solo era proveedor de los mejores puros y mezclas para pipa, sino también (y por encima de todo) de excelentes conversaciones y conexiones políticas. Ascendió a la cumbre de su profesión y se afianzó allí gracias a su sociabilidad y a las amistades cultivadas en el salón de fumadores, donde a menudo se lo veía compartiendo uno de sus figurados con sus más distinguidos clientes, entre los cuales se contaban Grover Cleveland, William Zachary Irving y John Pierpont Morgan.
En el punto más alto de su éxito, Solomon se construyó una casa en la calle 17 Oeste, que estuvo terminada a tiempo para el nacimiento de Benjamin.

Así comienza Fortuna, una deslumbrante novela con la que Hernán Díaz ha obtenido el Premio Pulitzer de 2023.

Publicada por Anagrama con traducción de Javier Calvo, Fortuna está construida como un todo que resulta de la suma de sus cuatro partes, cada una puesta en una voz distinta. Porque ese fragmento inicial transcrito es en realidad, en la construcción narrativa de Fortuna, el comienzo de Obligaciones, una novela ficticia de 1937, a la que siguen en este puzzle literario Mi vida, las memorias de Andrew Bevel; los Recuerdos de unas memorias, de su secretaria Ida Partenza, y Futuros, los diarios de su mujer, Mildred Bevel.

Cuatro partes que contienen sendas construcciones textuales, cuatro documentos, cada uno con sus peculiaridades estilísticas y verbales, entre el realismo y la vanguardia:

Obligaciones (1937), escrita por Harold Vanner y centrada en la vida y la relación conflictiva entre Benjamin y Helen Rask, reflejo de Andrew y Mildred Bevel. Esa novela dentro de otra es la primera pieza del rompecabezas de una trama caleidoscópico, llena de sorpresas. Una novela sobre la construcción de su fortuna que recuerda a Henry James y a Edith Wharton.

Mi vida, las memorias que el magnate escribe al año siguiente, en 1938, para desmentir gran parte de lo que refleja la novela (“pura porquería difamatoria”, según Bevel), para expresar así su discrepancia y dar otra versión de los hechos.

Recuerdos de unas memorias. Son los reveladores recuerdos de su secretaria, Ida Partenza, que evoca en los años 80, cumplidos ya los setenta años, el proceso de redacción de aquellas memorias, para las que Bevel le pidió colaboración, porque “no pienso permitir que esta invención llena de oprobios se convierta en la historia de mi vida, que esta vil fantasía ensucie el recuerdo de mi mujer.”

Futuros. Los diarios íntimos de Mildred, su mujer, robados por Ida Partenza de los papeles de Bevel.

Los cuatro relatos, disonantes entre sí, los elaboran cuatro voces que ofrecen versiones distintas de los hechos. Y lo hacen a través de cuatro moldes expresivos diversos para construir una monumental novela polifónica sobre la narrativa del dinero y la fragilidad de la realidad, moldeable por el poder económico, que la distorsiona, la manipula y finalmente la impone.

Con enorme calidad literaria, muy lejos del best seller que fue la novela ficticia de 1937 que recuerda en sus maneras a Henry James y Edith Warthon, Fortuna es una exploración en los mecanismos profundos del capitalismo en el Nueva York de los años 20 y de la Gran Depresión, una indagación en los mecanismos del poder y el dinero, en los comportamientos del individuo, en la ambición y la codicia, o en la fragilidad de la verdad.

Una construcción memorable sobre el carácter laberíntico de la realidad y sobre el potencial poliédrico de unos hechos cuestionados entre la verdad y la mentira, siempre dudosas y abiertas a interpretaciones cruzadas que ponen en duda la realidad de esos relatos, porque, como señala el padre anarquista de Ida Partenza, “la historia misma es una pura ficción; una ficción provista de ejército. ¿Y la realidad? La realidad es una ficción con presupuesto ilimitado. Nada más. ¿Y cómo se financia la realidad? Pues con otra ficción: el dinero.”

Santos Domínguez 


04 septiembre 2023

Juan Rulfo. Pedro Páramo


 Juan Rulfo. 
Pedro Páramo. 
Edición de José Carlos Gonzalez Boixo.
Cátedra Cinco décadas. Madrid, 2023.

Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Así de memorablemente empieza la bajada a los infiernos que es el eje narrativo de Pedro Páramo, la novela que publicó Juan Rulfo en 1955 y que reedita Cátedra en la colección conmemorativa Cinco décadas con edición y un espléndido estudio introductorio de José Carlos Gonzalez Boixo
 
Juan Preciado evoca así un viaje en busca del padre -“me trajo la ilusión”- como el de Telémaco en la Odisea, un descenso al inframundo que es crucial en todas las mitologías y en el que el protagonista va acompañado de un guía, el arriero Abundio Martínez, que cumple el mismo papel de embajador en el infierno que Caronte en la mitología clásica o Virgilio en la Divina Comedia.

Todo desmiente en la novela la fama de creador intuitivo que injustamente le atribuyó a Rulfo una parte de la crítica. Todo está medido en ella: desde la estructura caleidoscópica -aparentemente anárquica- que traba la novela y sostiene su construcción en una meticulosa organización circular, hasta el nombre del pueblo –que evoca el de la sartén sobre las brasas- o los nombres simbólicos de los personajes, habitantes de un territorio intermedio entre la vida y la muerte, de un espacio vacío y calcinado en un tiempo que es el de la ucronía, el no-tiempo del mito.

Pese a su brevedad, que la acerca al terreno de la novela corta, Pedro Páramo es un texto inagotable, en el que se suceden varios narradores: el inicial, Juan Preciado, que habla al principio de la novela, aunque no al lector, como parece en una primera lectura; un narrador omnisciente que usa la tercera persona y el estilo indirecto libre para adentrarnos en el interior de los personajes, y dos narradoras-testigo: Dorotea y Susana San Juan, desde la misma tumba de Juan Preciado y desde la contigua.

Personajes que forman un coro de sombras y de voces, de almas en pena traspasadas por el viento, acosadas por los recuerdos y los remordimientos, y perseguidas por los murmullos que estuvieron en el primer título pensado por Rulfo para la obra: “me mataron los murmullos”, recuerda Juan Preciado.

Y es que Pedro Páramo es una novela de fantasmas, anclada no en lo gótico sino en las tradiciones precolombinas, en la hondura telúrica de los pedregales estériles y desolados en los que no transcurre el tiempo ni se define la frontera entre los vivos y los muertos, que habitan un lugar de transición entre la vida y la muerte, desterrados del tiempo como sombras errantes.

En ese lugar sin árboles ni perros, de voces sin cuerpos y nombres sin rostro, en ese pueblo lleno de ecos y de sombras que se habían prefigurado en Luvina, giran los personajes presos de un tiempo circular, como los remolinos sobre el espacio de silencio erosionado de Comala:

No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia.

Y entre esas voces gastadas que arrastra el viento por aquel espacio de desolación, varios personajes se recortan con un perfil más definido sobre aquel desierto superpoblado de espectros.  Son ellos los que sostienen la trama narrativa de la novela: Juan Preciado, el primer narrador, un fantasma más, que ha muerto de miedo y gira sin salida en ese remolino del viento y de las voces. Narrador que no se dirige al lector, sino a Dorotea, su compañera de tumba.

Abundio Martínez, su hermanastro, hijo también de Pedro Páramo, el arriero que abre y cierra la trama narrativa circularmente, es la otra cara de Juan Preciado, porque es el ejecutor de la venganza y mata a su padre, que acaba desmoronándose en la última linea de la novela como si fuera  un montón de piedras.

Hay muertos anteriores, como Dolores Preciado, cuyo impulso nostálgico es el motor del viaje de su hijo Juan. O Susana San Juan, que enloquece soñando con el mar, el amor inaccesible cuya muerte acaba provocando la destrucción de Comala como venganza del cacique porque el pueblo no respetó el duelo. Y si Pedro Páramo es el causante de la ruina material de Comala, el padre Rentería es el responsable de su ruina moral por no enfrentarse al tirano y por haber traicionado al pueblo cediendo al soborno.

Y otros muertos como Miguel Páramo, otro hijo de Pedro Páramo, su sucesor desaforado y depredador, un pendenciero muerto prematuramente. Eduviges Dyada evoca su muerte en este pasaje portentoso:

—¿Qué pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?
—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.
—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.
—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.
—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.
Y cerré la ventana.
Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir:
—El patrón don Pedro le suplica. El niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.
—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?
—Sí, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.
—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré.

Y además de todo eso, que ya es mucho, una prosa cuyo sentido del ritmo y cuya capacidad de sugerencia y altura poética sitúan a Rulfo en el terreno de la mejor poesía mexicana del siglo XX, como ha señalado Juan Villoro. 

Decía el crítico Chris Powell que “se puede leer la breve pero densa obra de Rulfo en un par de días, aunque eso sólo significa dar el primer paso dentro de un territorio todavía por conocer. Su exploración es uno de los viajes más extraordinarios de la literatura.”

En esa misma idea incide José Carlos Gonzalez Boixo cuando señala en su introducción que “Pedro Páramo es una novela que por su complejidad y nivel de simbolismo necesita de varias lecturas.” Lo advirtió el propio Rulfo cuando decía que hasta después de tres o cuatro lecturas no se entendía Pedro Páramo, una novela inagotable cuya brevedad engañosa es otro –uno más- de los espejismos de la obra.

Santos Domínguez

01 septiembre 2023

Francisco Casavella. El día del Watusi

 

Francisco Casavella.
El día del Watusi.
Anagrama. Barcelona, 2023.

Cuando se cumplen veinte años de su aparición, Anagrama reedita la edición definitiva de El día del Watusi, de Francisco Casavella (Barcelona, 1963-2008).

La abren dos prólogos: “‘Corriendo tras el Watusi veloz. Meditaciones de un escritor a la sombra de Casavella, o un prefacio-aplauso”, de Kiko Amat, que califica a Casavella como “uno de los inalcanzables”, y “Watusi 2016”, de Carlos Zanón, que recuerda que “el 15 de agosto de 1971, es decir, el día que murió el Watusi, se hizo eterno para Fernando Atienza por fundacional del mismo modo que el momento en que por primera vez leímos a Casavella lo fue para nosotros […], porque sólo el mito perdura, sólo el mito nos proyecta más allá de la mirada al suelo, a la basura, nos endereza y nos hipnotiza con el Día de Mañana, nos hace percutores de la bala loca a los que no contamos en la Historia con mayúscula.”

El 15 de agosto de 1971 es el día más importante de mi vida. El día del Watusi. El arco que se tiende sobre la madrugada en que Pepito y yo, resguardados de la lluvia por un plástico azul, pescamos sobre un dique derrumbado, y acaba sin gloria el amanecer también lluvioso del día siguiente. Los sucesos nos han devuelto al mismo lugar. Allá abajo, sólo un vaivén entre dos aguas, se mece un cuerpo con cadencia eterna.

El 15 de agosto de 1971. Ese es el día del Watusi. Celebrado por algunos de sus lectores al nivel de un Bloomsday joyceano, es el día en que suceden los hechos narrados en ‘Los juegos feroces’, la primera de las tres partes de la novela, hechos que recorren la obra entera y que se aclararán en las páginas finales de la tercera parte, ‘El idioma imposible’.

El narrador-protagonista, Fernando Atienza, un trepa charnego, y su amigo Pepito el Yeyé inician ese día un viaje iniciático por la ciudad para avisar del peligro que corre al Watusi, un macarra de barrio que debe su apodo a una canción del cubano Ray Barretto:

Con mi débil francés, pude descifrar el texto redactado por un sabio en la carpeta de cartón: «Aquel que haya visto West Side Story sabe que en el East Harlem (Spanish Harlem) y sus calles calientes, en “El Barrio”, palpita un corazón de sístole cubana y diástole puertorriqueña. Un gueto salvaje, triste y alegre, de colores chillones, guirnaldas que envuelven retratos de estrellas del cine y de la canción latinas, vírgenes y santos. Allí, la segunda generación de emigrantes de las dos islas y de algún otro punto del Caribe, mezcla los sonidos tradicionales de la guaracha, el son montuno y el cha-cha-chá con la moda de los bailes sueltos, el jazz, el soul y el rock & roll. Ray Barretto, formado en la orquesta de Tito Puente, consigue un gran éxito en el año sesenta y uno con el tema “El Watusi”, que aquí les presentamos, e impone en Estados Unidos un nuevo ritmo… ¡el Boogaloo! Disfrútenlo». Jacques Tutupá.
Recapitulé, mientras escuchaba la canción por décima vez. Un gran éxito en Estados Unidos. Un marino negro, un nativo del dichoso Spanish Harlem, supuse, le enseña la canción a un muchacho en el puerto de Barcelona. El muchacho entusiasmado no deja de cantar y de bailar esa canción. Unos amigos y compañeros de farra y delincuencia que dan en llamar Watusi al chaval. El Watusi se convierte en asesino. Todos dicen que es listo, guapo, feroz, que piensa y dice cosas extrañas. Yo que, envuelto en una ceremoniosa intensidad, me lo creo. Todo lo que concierne a ese fragmento de música se convierte de algún modo en lo que dota a mi vida de un sentido completo, la posible bisagra entre la maravilla y los accidentes de la realidad. Pero la canción no se refiere a nada de todo eso; ni de lo que me habían dicho, ni de lo que había alcanzado a imaginar.
¿Cómo resumir la canción? No la transcribiré. El verdadero gancho es el ritmo contagioso, la alegría musical. Pero eso ya lo conocía. Lo inquietante, por ridículo, era el contenido, las frases que yo había estado buscando durante tantos años esperando un complemento, palabras para algo que sentía. Organizando la información que se nos brinda, diré que el Watusi, el de la canción, es un mulato que mide «siete pies» y pesa «ciento sesenta y nueve libras». Es un matón y muy tonto. Una especie de Superman, el de mi barrio. Durante toda la canción, el narrador pretende que no le tengamos miedo al Watusi, porque mucho tipo y mucho cuento, pero se encoge a la que uno le planta cara. Ése, desde luego, no era mi Watusi. Eso no era nada. ¿Cómo era posible que alguien como el Watusi barcelonés, muy superior al Watusi de la canción, se hiciera llamar así? Las W, las frases, la locura del baile, el conocimiento…

El cadáver que aparece flotando ese 15 de agosto en el puerto de Barcelona, descalzo y sin pantalones, podría ser el del Watusi, a quien le atribuían la violación y el asesinato de una joven, y a cuya sombra se mueve una tropa marginal de matones de suburbio (el Topoyiyo, el Soplagaitas, el Emiliano, el Supermán, el Rasputín, el Galleta…).

Porque el Watusi es una sombra huidiza y desde ese día hasta el agosto de 1995 el lector asiste al caos alucinante de la ciudad, a la desmesura de la realidad y las drogas, al disparatado asalto al Banco Central, a la realidad más turbia y escandalosa de la transición, que es el centro de la segunda parte, ‘Viento y joyas’, y al ascenso social transitorio de Atienza, un personaje de la antigua estirpe de Lázaro de Tormes, desde las chabolas de Montjuich hasta los palacetes de Pedralbes y el mundo de la banca y la política que se relata en la tercera parte de la novela, ‘El idioma imposible’. 

Con la distancia de la ironía y el sarcasmo, o con un humor desbordante y desengañado, con la calidad de su prosa, Casavella aborda con mirada crítica una ciudad -una Barcelona esperpéntica- y una época -la transición en la Cataluña corrupta del 3%- que no se pueden entender en profundidad sin leer esta obra imprescindible, en la que aparecen párrafos como este:

Han convencido a los ciudadanos con su auténtica mediocridad después de años de burlarles con abracadabras. Y digo ciudadanos por decir algo... Porque hoy en día , quienes cuentan a efectos electorales, los jefes, son los rústicos de los pueblos de diez mil habitantes. Y los que se aprovechan de la denuncia indiscriminada de la situación, los agoreros de turno que ven con malos ojos la corrupción, pero no que esa misma corrupción, adornada con errores e invenciones, se transforme en ventas de libritos, caché en las tertulias radiofónicas y en favores que más tarde se habrán de pagar. Dicen lo que cualquier consumidor de chatos de vino quiere oír con el resultado de una desmoralización, de la pérdida de confianza en el sistema. Como si estuvieran fusilando a la gente en las tapias de las iglesias. Como si no fuera hasta cierto punto saludable que alguien meta mano en la caja alguna vez en tiempos de prosperidad general.

Con la voz interpuesta del arribista Atienza, El día del Watusi desmenuza una realidad social compleja, descarnada y contradictoria y radiografía las identidades problemáticas de los personajes que la construyen y la destruyen en el juego de la verdad y la ficción, de la memoria y la invención:

O a lo mejor no me acuerdo, sino que me lo estoy inventando ahora. Porque uno a veces parece que se acuerde de las cosas, pero se las está inventando. […] Ahora mismo que lo estoy contando, hasta yo pienso que no me pasó y que me lo invento. Y eso hace que sea como más que acordarse de algo, porque no me pasa por la cabeza como una película, sino que forma parte de mí, como esta mano, o este brazo. Y a veces me siento como envuelto en una capa de luz que sólo me pertenece a mí. Que sé algo que los demás no saben. No es que me chulee, es que me pasa. Y no puedo dejar de bailar. Es como si un imán jugara conmigo. Un imán que yo pienso que lo debe aguantar una mano invisible. Y ese baile que bailo me hace sentir como si estuviera solo en el mundo.

El día del Watusi es un prodigioso artefacto narrativo en el que Atienza, un Lazarillo contemporáneo, relata el caso muy por extenso en el Informe Confidencial sobre José Felipe Neyra que articula la novela, una construcción sometida al movimiento continuo de su ritmo vertiginoso y de las tramas superpuestas que se entrelazan en su desarrollo. 

Un desarrollo narrativo caleidoscópico que remite a la referencia constante de aquel tormentoso 15 de agosto y a la figura mítica del Watusi, asesino y bailarín, un personaje legendario y fascinante que para los lectores de la novela ha traspasado los límites de la ficción, como explica Carlos Zanón en su prólogo:  “El Watusi gana su guerra a la realidad, pues se sustenta social e individualmente en lo imaginado, en la verdad de las mentiras.”

Han pasado veinte años desde aquella primera edición de El día del Watusi en tres tomos publicados entre 2002 y 2003. La W se ha convertido en estas dos décadas en un guiño y en un icono para  iniciados. Y parece que fue ayer cuando el lector se asomó por primera vez a estas líneas:

me puse a rememorar fríamente lo que recordaba del día del Watusi: el cadáver de Julia ante la mirada fría de Emiliano, el baile de Pepito el Yeyé frente a dos policías comprados, el miedo del Superman, la banda del Soplagaitas, el relato del Topoyiyo, el muelle barrido por la lluvia, y otra vez la lluvia, las putas y la lluvia, la Francesa y la lluvia, el arreglo y la lluvia, el sonido del misterioso baile entre las chabolas, la otra cara del ritmo, la W entre las sombras, los gritos en la noche, mi madre y la lluvia. La lluvia. Dos chavales aplastados por la Historia en un basurero de ficciones. Un muerto flotando entre dos aguas. Y otra vez la lluvia.

Porque veinte años no es nada para una novela monumental, para un clásico contemporáneo que no envejece, para “un libro tan GRANDE en intención y ambición y resultados que es para dejarlo (lo de escribir; no lo de leer)” -escribe Kiko Amat-, para una obra de culto que tiene en este espléndido volumen su edición definitiva.

La cierra un epílogo (“Todos los redobles entran con el Watusi”) en el que Miqui Otero evoca el funeral de Casavella para afirmar “que miraba en los márgenes habitados tanto por los políticos de poltrona como por los jóvenes de portales” y concluye  que “los buenos libros son como esa radio que viaja por diferentes países pero que sabe hablar la lengua del país del destino. Por eso es tan crucial la reedición que sostiene el lector como la renovación de ese Lector al que va dirigido El día del Watusi. Ese lector que vibra y se enciende y se teme lo peor (lo de siempre) y, a pesar de ello, lo pasa la mar de bien (como nunca).”

Por ejemplo cuando vuelve a leer esa inolvidable pintura en la pared: 

BATUSI TETAN BUCANDO  
Y a su lado, con goterones de pintura reciente, dos W enormes. Una negra y otra roja. La famosa W.

Santos Domínguez 

30 junio 2023

Sylvain Tesson. Un verano con Rimbaud


Sylvain Tesson.
Un verano con Rimbaud.
Traducción de Juan Vivanco Gefaell.
Taurus. Barcelona, 2023.

En octubre de 1870, a los dieciséis años, Rimbaud se fugó de la casa familiar en Charleville por segunda vez en pocos meses. Iba a Bruselas y huía de su madre tiránica y asfixiante (“la boca de sombra” la llamó en un poema), en un acto de rebeldía y afirmación, porque hasta entonces había sido un niño obediente y sumiso. Era uno de los primeros episodios viajeros de aquel dromómano en fuga y en movimiento perpetuo. Tenía esa edad cuando escribió en un poema:

En las tardes azules de verano yo iré, 
picado por los trigos, a hollar hierba madura.
[…]
Al andar no hablaré, no pensaré en nada.

Siglo y medio después, Sylvain Tesson, que ya pasó un verano con Homero, hizo un viaje de cuatro días con el que repetía el itinerario de la fuga de Rimbaud desde Charleville a Bruselas. El resultado es el inagotable Un verano con Rimbaud, que publica Taurus con traducción de Juan Vivanco Gefaell.

“Leer a Rimbaud te condena a echar a andar un buen día. En el poeta de Iluminaciones y Una temporada en el infierno, toda la vida es puro movimiento. Huye de la Ardena, se escapa a la noche parisina, corre en pos del amor en Bélgica, se pasea por Londres y luego se aventura a muerte por los caminos de África.
La poesía es el movimiento de las cosas. Rimbaud se desplaza sin descanso, cambia el punto de vista. Sus poemas son proyectiles. Ciento cincuenta años después todavía nos alcanzan.”

‘El canto de la aurora’, ‘El canto del verbo’ y ‘El canto de los caminos’ son las tres partes en las que Tesson organiza esta ágil y honda incursión en la vida y la obra del mejor poeta del siglo XIX, una experiencia intensa de lectura que revisita el perturbador mundo poético y personal de Rimbaud y su vértigo vital y literario:

Todo va deprisa. El genio es un reguero de pólvora. Solo Hugo logró ser Hugo hasta el final de sus días. En Rimbaud la nitroglicerina explota y se volatiliza. No durará, se hundirá en sí mismo. ¡Supernova!
 […]
A los diecinueve años, después de publicar Una temporada en el infierno y escribir Iluminaciones, se retira para siempre y se calla: ya no volveremos a recuperarlo. Ha dicho lo que tenía que decir, basta con eso para los tiempos venideros.

Iluminado por abundantes citas de sus versos, este libro es un intenso recorrido desde la juventud provocadora del muchacho bárbaro y alucinado hasta el cáncer del dolor en la rodilla, desde el autor precoz y prodigioso de Una temporada en el infierno y las Iluminaciones hasta su actividad como traficante de armas en Adén (Yemen) o en Harar (Abisinia) o como buscador de oro en el desierto. 

Un verano con Rimbaud es un elogio del vagabundeo, el silencio y el misterio inaccesible de la palabra, porque “cada verso es, a la vez, un misterio y la clave que lo explica. Cada uno rasga el velo de la lengua francesa y se asoma a visiones nuevas.”

Rimbaud entendió la vida y la poesía como movimiento y viaje, como escapada y correría vertiginosa: así transitó desde la inocencia del colegial ejemplar, primer premio de todo, a la eclosión del genio tumultuoso y febril, creador de imágenes puras que sabe que  “el poeta es realmente ladrón de fuego.”

Y desde este astro luminoso, deslumbrante y fugaz que brilla durante tres años, al vidente y al tunante del que habla Tesson, al hombre que se saqueó a sí mismo y abandonó Francia huyendo de sus fantasmas para hacerse rico con el tráfico de armas y sufrir desde entonces una suma de catástrofes que lo devolvieron casi moribundo a Marsella, porque “diez años de fracasos en forma de dolor, aburrimiento y aceptación conducen a una cama de hospital en Marsella.”

Quedaban muy lejos versos como estos:

Ya está aquí otra vez. 
¿Qué? La eternidad. 
Es el mar mezclado 
con el sol.

O el testamento poético que resumió en Una temporada en el infierno:

¡Inventé el color de las vocales! -A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde-. Ajusté la forma y el movimiento de cada consonante y, con ritmos instintivos, me jacté de inventar, un verbo poético accesible, cualquier día, para todos los sentidos. Me reservé su traducción.
Al principio fue un estudio. Escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.

Santos Domínguez 



28 junio 2023

Colin Jones. La caída de Robespierre



 Colin Jones.
La caída de Robespierre.
24 horas en el París revolucionario.
Traducción de David León.
Editorial Crítica. Barcelona, 2023.


Junto con el 14 de julio de 1789, el 27 y 28 de julio de 1794 (el 9 y 10 de termidor del año II, según el calendario republicano) fueron los días más agitados de la Revolución Francesa.

Robespierre, el Incorruptible, el arquitecto del Terror, fue declarado fuera de la ley. Sus últimas veinticuatro horas de vida y los acontecimientos que provocaron su ejecución en la guillotina tras dos días frenéticos y violentos, de conspiraciones y contraconspiraciones, hicieron que todo cambiara en la Francia revolucionaria.  

Todo se había vuelto en sus últimas horas en contra de un Robespierre huido y puesto en busca y captura bajo la acusación de conspirar contra la República. Detenido y liberado momentáneamente, acorralado y herido por un disparo que le destrozó la mandíbula, fue apresado y ejecutado sumariamente el 10 de termidor en la simbólica Plaza de la Revolución.

Colin Jones, profesor en la universidad de Queen Mary de Londres, reconstruye con un vivo relato aquellas jornadas en La caída de Robespierre. 24 horas en el París revolucionario, un libro portentoso que acaba de publicar Editorial Crítica con traducción de David León.

Faltaba mucho aún para el 18 de brumario (9 de noviembre) de 1799, en que Napoleón puso fin al proceso revolucionario, pero ya nada volvería a ser como antes de la muerte de Robespierre, el revolucionario que degeneró en tirano, el que “defendió y justificó las masacres por considerarlas expresión de la voluntad popular y hasta aseguró (con una imprecisión descorazonadora) que solo había muerto en ellas un patriota.”

Planteado como una crónica cercana, dramatizada y casi cinematográfica que sigue al minuto y en sus diversos espacios “la escenografía del drama” y los acontecimientos que desembocaron en la caída de Robespierre, así comienza su primera secuencia, en la medianoche del 9 de termidor en el domicilio de Robespierre, Rue Saint-Honoré, 366: “Robespierre está hablando con su casero, el maestro ebanista Maurice Duplay, en sus aposentos del número 366 de la Rue Saint-Honoré. Últimamente se ha estado acostando temprano. Esta noche es imposible.”

Con una sólida base documental, con admirable agilidad narrativa y un eficaz uso del presente para actualizar los hechos y darle fuerza al relato, La caída de Robespierre reconstruye en primeros planos unos hechos que transcurren en el Comité de salvación pública o en las dependencias municipales de la Maison Commune, y lleva al lector desde las Tullerías a las calles de París, desde las prisiones a la plaza del Panthéon, del Tribunal revolucionario a la Convención Nacional, desde las dependencias municipales de la Maison Commune a la Île de la Cité.

Organizado en cinco partes, subdivididas en escenas, La caída de Robespierre transcurre entre la medianoche del 9 y la del 10 de termidor, con un ritmo narrativo cada vez más rápido que se consigue con la sucesión de secuencias cada vez más breves que reconstruyen aquellos hechos cruciales que tuvieron como referente a Robespierre, al que describe Colin Jones en estos términos: 

Robespierre era un desconocido abogado de Arrás cuando, en 1789, fue elegido como diputado de los Estados Generales por la provincia de Artois. Tanto en la nueva Asamblea Nacional Constituyente como, después, en el Club de los Jacobinos, se granjeó una sólida reputación de defensor inquebrantable de las clases populares y de la soberanía del pueblo. Los enemigos de la derecha se referían a él desdeñosamente como ‘el diputado populómano’ y ‘el Don Quijote de la plebe’. Pero él jamás se retrajo de arrojar pullas a las figuras prominentes del nuevo régimen que, en su opinión, estaban embaucando al pueblo. […]
En sus mejores momentos, es capaz de hechizar a los oyentes de uno y otro sexo permitiéndoles vislumbrar un mundo mejor y más justo. Cuando se suelta, su retórica posee un poder hipnotizante y casi mágico que ningún otro político puede igualar. [...] Aun así, y pese a que algunos diputados siguen mofándose de él por considerarlo un visionario utópico, continúa creyendo que la Revolución ofrece a la humanidad la oportunidad para regenerarse y acceder a un destino noble, que él concibe como la República de la virtud en la que se han apoyado sus sensacionales discursos durante el último año. […]
Un amplio sector de los parisinos lo admira, e incluso lo reverencia, por los principios que rigen su política y por su obstinada defensa de lo que considera la causa del pueblo. Además, la gente lo reconoce por la calle (al menos en la burbuja política que rodea las Tullerías) y, para colmo, incluso las personas que no lo conocen se sienten unidas a él por una relación estrecha y afectuosa. Es un hombre famoso, y también querido por ser famoso.

Robespierre se sintió víctima de confabulaciones que preparaban un golpe de estado contrarrevolucionario. No parece que esa suposición tenga una base real. Las claves de lo que ocurrió quizá estén en la creciente hostilidad que el Incorruptible había generado contra sí mismo por su ejercicio implacable del terror, por los excesos del creciente radicalismo del estado policiaco que había diseñado y que había multiplicado el número de ejecuciones, que superaban en aquellos momentos a las que se habían producido desde julio de 1789.

Con su discurso del 8 de termidor, en el que pedía más purgas, Robespierre llevó la situación de la República al límite. Así de claramente lo explica Colin Jones:

El 9 de termidor, de hecho, […] los parisinos se mostraron reacios a asumir riesgos y, negándose a seguir a un solo individuo que no sabían bien adónde querría llevarlos, depositaron su fe en las instituciones republicanas. Fiarse de la popularidad era tomar una senda peligrosa, como, de hecho, les había dicho siempre el Incorruptible. En cierto modo, la caída de Robespierre fue provocada por él mismo y constituyó su mayor contribución a la democracia.

El hilo conductor del libro y una de sus fuentes principales es Louis-Sébastien Mercier, escritor y diputado que había sido encarcelado en 1793 y liberado el 9 de termidor. Así evocaba años después el sentido de aquellos hechos: “El 14 de julio (de 1789) y el 9 de termidor fueron dos días en los que las intenciones de los franceses y las francesas para con su Revolución fueron unánimes. En ambos días el pueblo ha sido uno ... y su soberanía se ha mostrado palpable y decisiva ... Si el 14 de julio el pueblo francés dijo: ‘Quiero ser libre’, el 9 de termidor aseveró: ‘Quiero ser justo’.”

Con una mirada muy cercana y atenta a los detalles, con un eficaz uso del presente actualizador que da viveza al relato, Colin Jones explora las claves de aquellos acontecimientos en los que el caos provocó constantes improvisaciones. Y el resultado es un potente relato que ofrece nuevas perspectivas y una nueva narrativa que da una dimensión trágica a aquellas 24 horas en el París revolucionario a las que se alude en el subtítulo de este magnífico libro que se lee como una novela trepidante y como una imprescindible crónica intrahistórica que se cierra con este párrafo:

El 9 de termidor merece conservar su condición de hito decisivo en la historia de la Revolución. Con todo, a la postre, el “Terror” solo se vio derrocado por el mismo régimen termidoriano que acuñó el término. Al aplastar lo que ellos mismos habían bautizado con este nombre, los termidorianos destruyeron también buena parte de la promesa democrática y de las medidas socioeconómicas que habían caracterizado el período de Gobierno revolucionario anterior al 9 de termidor. La principal paradoja fue que la persona que, durante la primera parte de su trayectoria política, expresó de forma más luminosa —y de un modo que nos interpela todavía— su fe en dichos valores fue Maximilien de Robespierre, el gran perdedor del 9 de termidor.


Santos Domínguez 

 

26 junio 2023

Virginia Woolf. De viaje

 

Virginia Woolf.
De viaje.
Edición y traducción de Patricia Díaz Pereda.
Nórdicalibros. Madrid, 2023.

“Virginia Wolf nunca fue una escritora de viajes, fue una escritora a quien le gustaba viajar y disfrutaba con ello, como cualquiera de nosotros viajamos en nuestro tiempo libre y gustamos de observar y sentir todo aquello que es diferente a lo que estamos acostumbrados, ya sea en nuestro país o fuera de él. Virginia nunca escribió un libro de viajes y sentía cierta desconfianza por este género literario: no quería aburrirse con el relato ni aburrir a sus corresponsales. Pero, cuando estaba de viaje, escribía su diario y también cartas a su hermana y amigos”, explica Patricia Díaz Pereda en ‘Antes del viaje’, el prólogo a su espléndida edición de De viaje, que acaba de publicar Nórdicalibros y que “reúne, por primera vez en español, los textos que Virginia Woolf escribió cuando estaba de viaje, tanto en su diario como en sus cartas, y ofrece al lector mucho material que no ha sido traducido previamente a nuestro idioma.”

Precedidas de breves e iluminadoras introducciones que fijan año por año las circunstancias cambiantes en las que surgen, estas anotaciones se organizan en dos secciones: Virginia Stephen (1882-1912), que se abre con una anotación en su diario el miércoles 28 de julio de 1897- y Virginia Woolf (1912-1939), que recoge las posteriores a su matrimonio con Leonard Woolf. El primer texto de esa sección es una carta del 1 de septiembre desde Tarragona a su amigo Lytton Strachey. La última carta, dirigida a su amiga compositora Ethel Smyth, el 18 de junio de 1939, termina con estas líneas:

Pero va haciendo más frío y estoy medio dormida, después de haber estado en Caen y haber hecho todo tipo de cosas emocionantes. ¿Qué? Bueno, no voy a empezar a escribir una guía de viajes mientras estoy achispada.

Italia, España, Grecia, Francia, o los viajes domésticos por Gran Bretaña son los destinos de una Virginia Wolf viajera y cercana que observa a la gente y sus costumbres con agudeza intuitiva y describe el paisaje con la sensibilidad de su mirada de escritora.

Salisbury, Stonehenge, Venecia, Florencia, la costa española desde el barco que le lleva a Oporto: “Nos despertamos para ver la costa de España, una costa magnífica, romántica, heroica, como una nariz muy aquilina. La hemos recorrido todo el día, bastante cerca, tanto que podíamos ver las casas y los riachuelos.”

Lisboa, Sevilla, Granada, Cornualles: “Para el caminante que prefiere la variedad y las incidencias del campo abierto a la precisión ortodoxa de una carretera principal, no hay terreno como este.”

Los templos de Apolo y Hermes en Olimpia, el,golfo y las uvas de Corinto, Atenas, el Partenón y las estatuas, que “tienen un aspecto que no se ve en las caras vivas, o rara vez, de serena imperturbabilidad, es un tipo tan perdurable como la tierra, mejor dicho, sobrevivirá a todo lo vivo, porque tal belleza es inmortal en esencia. Y la expresión de una cara que es, por otra parte, joven y tersa, te hace respirar un aire superior. Es como el beso del amanecer.”

Eleusis y Nauplia, los perros amarillos de Constantinopla, una procesión en Madrid el viernes santo de 1923 y una visita a Gerald Brenan en las Alpujarras: “hemos estado con un inglés loco que no hace nada, salvo leer en francés y comer uvas.”

Siena y Perugia, San Gimignano y la Toscana: “ayer fuimos a un sitio donde quiero que me entierren.” Roma y otra vez Florencia: “Casas de color ceniza con puertas verdes. El olor del café tostándose.”

A veces aparecen pensiones sucias, hoteles sin calefacción o con baños compartidos, el mal tiempo, la lluvia y el frío, la comida mala y otros inconvenientes de los viajes. Pero en otras ocasiones, Virginia Woolf deja en estos textos un entusiasmo nómada y un hedonismo que desmiente su imagen de mujer atormentada, como cuando escribe desde Granada a su hermana, Vanesa Bell: “Es tan grande el éxtasis de tener buen tiempo y color, sensatez y buen humor general.”

El conjunto refleja sus cambios anímicos, sus distintos tonos -desde el más familiar de las cartas al más cuidado de los cuadernos de viaje- e incluso su evolución personal y literaria. Así lo resume Patricia Díaz Pereda en su introducción: “El lector de estas páginas asistirá a la evolución tanto de la mujer como de la escritora, a través de una variedad de estilos, desde las descripciones detalladas a las notas lacónicas, casi taquigráficas, de algunos de sus diarios de viaje en los últimos años de su vida.”

Un útil anexo aclara los nombres de los familiares y amigos a los que dirige sus cartas, que presentan al lector “la voz en español de la Virginia viajera, esa voz íntima y vivaz, que vibra y resuena a través de los años con la frescura del agua viva.”

Santos Domínguez

 

23 junio 2023

Luz que se escapa


Rafael-José Díaz.
Luz que se escapa. 
 RIL Editores. Barcelona, 2023

Como una suma de autobiografía, poesía y narrativa. Así se presenta Luz que se escapa, el espléndido e inclasificable libro de Rafael-José Díaz que publica RIL Editores.

Está construido como “un único párrafo que como el torrente que busca su cauce va cavando en la página y haciendo arqueología, desenterrando luz, la luz que se escapa al volver a lo que fuimos.”

Con un sutil equilibrio entre la distancia de la tercera persona omnisciente y el pulso interior de lo vivido, Luz que se escapa es el resultado de una potente excavación en la memoria, de una incursión sin tregua en el subsuelo de la identidad y la existencia de un personaje que “olvida y recupera, recobra y pierde, sale y busca, encuentra y regresa, abandona y espera, cae y se levanta, se levanta y cae, olvida y pierde para siempre.”

Una excavación sin concesiones en la que las palabras iluminan, con la potencia verbal propia de la poesía, la oscuridad de mina de la conciencia para ordenar el recuerdo, los sueños y la experiencia en un exorcismo de fantasmas y pesadillas a lo largo de un intenso párrafo continuo.

Los laberintos de la memoria insomne y la liberación de la palabra analítica y confesional se dan cita en este libro, propio del ejercicio de ahondamiento del poeta en la realidad y en sí mismo, más que de la labor de albañilería del narrador que es también Rafael-José Díaz. Porque aquí el impulso rememorativo se dirige no hacia lo alto, sino hacia lo hondo, en una inmersión en la profundidad vertiginosa del ser, de sus inseguridades y sus frustraciones, de su incomunicación y sus silencios:

Nada de lo que veía parecía afectarle demasiado en el instante mismo en que lo contemplaba, pero luego, por la noche, sus sueños, en ocasiones, recogían, transformados, fragmentos de aquellas realidades. Por la mañana los olvidaba. Olvidaba tantas cosas que se había convertido en un experto deshollinador de la memoria: sin darse cuenta, a cada instante, estaba introduciéndose en los vericuetos de su propio pasado para borrar lo sucio, lo incompleto, lo abandonado, lo enfermo, lo desgastado, lo podrido, lo muerto, es decir, prácticamente todo lo que allí encontraba. Llegaba a decirse que aquello con lo que no pudiera, bien porque se resistiera a sus raspados ansiosos o bien porque ni siquiera pudiera encontrarlo de tan adentro como estaba, era justamente lo único que merecía salvarse. Sólo mucho más tarde supo lo equivocado que estaba.

Además de una admirable construcción literaria, Luz que se escapa es un ajuste de cuentas para romper con el pasado abolido (“tomó la decisión de marcharse” es la frase final) y, como dijo Cela de su Oficio de tinieblas 5, una purga del corazón y la memoria.

Santos Domínguez 


21 junio 2023

Gabriel Miró. La novela de Oleza


Gabriel Miró.
La novela de Oleza,
(Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso)
Introducción de Ángel Luis Prieto de Paula
Drácena. Madrid, 2023.


“En las circunstancias civiles de su existencia, varias de ellas tocantes a la literatura, Gabriel Miró fue un recolector de pequeños fracasos: opositó sin éxito dos veces a la judicatura, fue aspirante rechazado a la Real Academia Española (a la que tras el primer rechazo, rehusó volver a presentarse cuando lo empujaron a ello), algunas de sus obras optaron en distintas ocasiones y siempre con resultado negativo al premio Fastenrath de la misma institución, escribió demorada y denodadamente sus libros atado a sucesivos empleos burocráticos de magro sueldo para subvenir a las necesidades familiares… Cuando murió, apenas pisada la raya del medio siglo, había coronado el propósito que alentó siempre: no tener biografía”, escribe Ángel Luis Prieto de Paula en la introducción de La novela de Oleza, el volumen en el que Drácena reúne dos obras de Gabriel Miró: Nuestro Padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926), concebidas como un todo narrativo articulado en esas dos entregas.

Y aunque “posiblemente no haya cumbres más elevadas en la prosa castellana de su tiempo”, como afirma Prieto de Paula, tampoco literariamente ha tenido suerte Gabriel Miró, creador de un mundo narrativo inconfundible y artífice de una de las mejores prosas del siglo XX que sin embargo ha sido relegado injustamente a un rincón oscuro de la fama al que se le ha desplazado para dejar sitio a escritores mediocres o irrelevantes, muy inferiores a un Miró al que en alguna ocasión se le definió como el Proust español. Sin duda, una de las razones de su oscurecimiento -hay otras varias- es la que señala el prologuista cuando recuerda que “su determinación artística lo llevó a no plegarse a requerimientos de índole social ajenos a lo intrínsecamente literario, lo que lo situó fuera de foco.”
 
Nuestro Padre San Daniel y El obispo leproso, las dos obras mayores reunidas en este volumen, transcurren en la misma ciudad, Oleza, una transposición literaria de la Orihuela de finales del siglo XIX, donde Gabriel Miró vivió cinco años de su infancia como interno en el colegio de jesuitas que será el centro de El obispo leproso.
 
Oleza acaba asumiendo en el conjunto un papel no sólo de escenario, sino incluso de protagonista. Porque ese lugar de provincias, paralizado en una atmósfera irrespirable de religiosidad morbosa e invasora de la intimidad y la identidad, es el crisol donde se funden las vidas a contraluz de los personajes que habitan las dos obras.

Novela de capellanes y devotos es el significativo subtítulo de Nuestro Padre San Daniel. Porque el catolicismo rigurosamente integrista de la levítica Oleza se convierte en el marco opresivo que asfixia la discrepancia ideológica o religiosa y las soterradas pasiones amorosas de sus habitantes: la poderosa familia Egea, encabezada por el hidalgo viudo don Daniel y su hija Paulina, que se casa con el carlista don Álvaro Galindo, su hijo, Pablo; el benevolente y pasivo obispo Francisco de Paula Céspedes y su ayudante, el párroco don Magín, refinado y acogedor; el intransigente padre Bellod, el penitenciario don Amancio Espuch o el repulsivo Cara-rajada. 

El contraste entre la fealdad y la belleza, entre el amor y el odio, entre la crueldad y la benevolencia conforman la realidad poliédrica y compleja de un universo humano retratado por la prosa deslumbrante de Miró, que une hondura meditativa y sensualidad emocional para reflexionar sobre la condición humana y sobre las tensiones entre la tradición y la modernidad, entre el inmovilismo y el progreso, entre la libertad y la autoridad o entre el individuo y la sociedad con una densidad de pensamiento y una poética verbal muy depurada que se encuentra en muy pocos escritores.

Un ejemplo, el párrafo que cierra El obispo leproso y el ciclo de Oleza:

El tren arremolinaba la hojarasca de las cunetas. De cada cruce de vereda, de cada barraca se alzaba un vocerío en seguida remoto. Un rugido de agua. Calma y silencio. Carretas de bueyes. Senderos entre maizales. Humos de ribazos. Pozas y agramaderas de cáñamo. El paso a nivel de la carretera con sus olmos corpulentos. Dos jesuitas que miraban el correo y después siguieron su vuelta a «Jesús». Ruedas de menadores en un camino hondo de tapias. Más silencio. Más pequeña Oleza, recortándose toda en las ascuas de poniente. Racimos de campanarios, de cúpulas, de espadañas —ruecas y husos de piedra— en medio de lienzos verdes, de barbechos tostados, de hazas encarnadas, de cuadros de sembradura. Palmeras. Olivar. Todo giraba y retrocedía bajo la comba del azul descolorido. Cipreses y cruces entre paredones. El Segral solitario. Lo último de Oleza: la torre de Nuestro Padre; el cerro de San Ginés… Se adelantó un monte con las faldas ensangrentadas de pimentón. Nieblas y cañares. Y se quedó sola en el campo una colina húmeda con una ermita infantil. Encima temblaba la gota de un lucero…

Santos Domínguez 


19 junio 2023

Alfredo Rodríguez. Dias del indomable

  


Alfredo Rodríguez.
Dias del indomable. 
Diario de un poeta (2010-2011)
Los papeles de Brighton. 


“Aún hay algo peor que creerse muy inteligente y no serlo, o peor que creerse muy guapo y no serlo. Y es creerse buen poeta, estar convencido de ello por activa y pasiva, y no serlo de ningún modo. Al contrario, ser un muermo, un paquete contra reembolso, un cazo escribiendo versos.
A veces uno se cansa ya de mentir y se dice a sí mismo que basta. Basta ya de bailarle el agua a la gente del mundillo poético. Hay que ser capaz de decir las cosas claras en este terreno tan pantanoso de la poesía. Al pan, pan, y al vino, vino.
Y si uno mismo tiene que dejar de escribir, porque sus poemas son en verdad un castañazo, pues deja y ya está.
Que no pasa nada por dejar de escribir poesía. Nadie se ha muerto por eso. Uno se dedica a otra cosa en que pueda hacerlo mejor y santas pascuas. Algo habrá por ahí…”, escribe Alfredo Rodríguez en Dias del indomable. Diario de un poeta (2010-2011), un dietario sin fechas que publica Los papeles de Brighton.

Un diario intenso y lúcido, apasionado y divertido por el que desfilan maestros y amigos (José María Álvarez, Antonio Colinas, Martinez Mesanza, Miguel Ángel Velasco, Luis Alberto de Cuenca, Brines o Mestre) a los que rinden homenaje la palabra y la mirada de alguien como Alfredo Rodríguez, que se siente poeta por voluntad y por destino y ha hecho de la poesía su apasionada razón de vida como lector y como escritor, porque sabe que “la poesía o se tiene dentro -impronta indeleble- o no se tiene.”

Miguel Sánchez-Ostiz señala en su prólogo que “Días del indomable es un devocionario (laico y muy literario) porque de devociones trata: gente, momentos, libros, lugares… devociones y entusiasmos de un indomable. Poeta en marcha Alfredo Rodríguez, incansable a lo que se ve, en pos de vivir para la poesía y por ella, y por un ideal de belleza épica en una época que de épica tiene más bien poco.”

La vida y la literatura, las lecturas y los viajes, las notas de lectura y el cine. París y Venecia, la música de Albinoni y la de Héroes del silencio, Museo de cera y los Tratados de armonía, Europa y Noche más allá de la noche comparten estas páginas con las evocaciones íntimas, con las conversaciones y la experiencia paradójicamente sanadora de la enfermedad, con las reflexiones sobre la poesía o la ironía ante la cucaña de los poetas y la pequeñez del turbio mundillo literario local, igual en todas partes y superpoblado por “pretendidos poetas, escribidores de poesía doméstica y ramplona, licántropos de la literatura.”

Y se indigna cuando denuncia que “lo malo de la poesía es que cualquiera -cualquier gañán- emborrona diez o doce frases juntas, más o menos conexas o, mejor, inconexas -quiero decir, que no siguen un discurso racional lógico (sí, eso vende mucho)- y ya se cree poeta. Ya se cree a sí mismo capacitado para salir ahí a la arena del circo a dar cauce a su burda emotividad y decir que es poeta y que desde siempre lo ha sido. Grandeza innata la suya. Ejem…”

Porque “las vanidades exacerbadas y ciegas, negras envidias y podredumbres del alma, los rencores y venganzas, zancadillas y sucias jugarretas campan por sus respetos entre poetas y vanos escribidores de versos que juegan a ser poetas”, afirma Alfredo Rodríguez, un poeta verdadero que conoce esas cuevas poéticas por dentro y añade desde fuera, con mirada distante y comprensiva:

“Ya sabemos que la vanidad es una enfermedad profesional de los poetas […] Pero eso no es malo. Al contrario, es bueno, es normal que así sea. La vanidad es congénita al hecho de la creación poética y artística”, 

 No es cuestión de desmentirle. Así que dejo aquí este capítulo en el que incorpora las mías a su brillante lista de iniciales de poetas maestros y amigos cuando evoca “el nombre de un poeta amigo, ya un maestro, SD -el autor de Las provincias del frío o En un bosque extranjero- que tiene la amabilidad de enviarme una plaquette con los poemas de una lectura en Alcobendas bajo el título De la lengua al ojo.
Porque los versos de SD tienen el colorido de la obra maestra. Se perciben a través de los sentidos y tienen efecto inmediato sobre la conciencia. Se lo dije el otro día a él personalmente: «qué elegancia, qué clase tienen tus poemas, amigo. Respiran hondura y pureza a partes iguales. Qué pena no tener por aquí, por esta tierra, un poeta de tu altura, para poder beber de ti desde más cerca». Con esa manera suya de concebir la poesía, esa experiencia tan intensa. Y su línea de belleza, balaustrada de oro. Empaparnos ahí bien. Sentirla bien cerca.”

Santos Domínguez 

16 junio 2023

Rafael Cadenas. Florecemos en un abismo


 

Rafael Cadenas.
Florecemos en un abismo.
Prólogo de Arturo Gutiérrez Plaza.
Biblioteca Premios Cervantes.
Fondo de Cultura Económica. Universidad de Alcalá. 
Madrid, 2023.


Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor. Pero mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben —o lo suponen— quienes se ocupan en leer signos no expresamente manifestados, que su austeridad tenía carácter proverbial.

Este es el comienzo de Los cuadernos del destierro (1960), de Rafael Cadenas: un subyugante poema narrativo dotado de una magia que no está sólo en las palabras, sino en una tonalidad en la que lo mágico y lo sobrehumano se expresan en un tono de exorcismo aterrador por medio de una voz que no es sólo la voz personal del poeta, sino la de un mundo que se expresa a través de él.

Con motivo de la concesión del Premio Cervantes a Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930), el Fondo de Cultura Económica reúne en un cuidado volumen una amplia muestra de su poesía, con la que ha explorado verbalmente el misterio del mundo y del hombre durante más de seis décadas.

Florecemos en un abismo es el título de esta antología, seleccionada por él mismo, que recopila lo más significativo de su poesía, entre los inéditos del inicial Poemas de Trinidad (1954) y el último En torno a Basho y otros asuntos. 

La abre un prólogo en el que Arturo Gutiérrez Plaza hace un recorrido apasionado por la vida y la obra de Cadenas y destaca que “esta es la primera antología en la que Cadenas participa de modo activo en el escogimiento de poemas a incluir y lo ha hecho, además, junto con su hija Paula, por lo cual se trata de una antología no solo personal, sino también familiar. En ella podemos apreciar la valoración que el mismo poeta ha efectuado de su obra, como saldo de cuentas de una vida dedicada a la escritura de poesía.”

En esa trayectoria, tras Falsas maniobras se produjo una modificación sustancial del tono en la poesía de Rafael Cadenas, que pasó de la incursión en lo telúrico, lo mágico y lo desconocido ( “Ya el delirio no me solicita”, escribió en Intemperie) a la claridad del aire, a la transparencia del estilo y a un cambio en el sujeto lírico: del hechicero al hombre corriente y al inadaptado, como en estos versos de Gestiones, que junto con Memorial, es el libro del que Cadenas ha seleccionado más poemas para esta antología:

Soy 
apenas 
un hombre que trata de respirar 
por los poros del lenguaje.
Un estigma, 
a veces un intruso, 
en todo caso alguien fuera de papel.

Con Intemperie se iniciaba la evolución de Rafael Cadenas hacia una disolución del yo que se convierte en desistimiento en estos versos:

Vida,
arrásame, 
barre todo, 
que sólo quede 
la cáscara vacía, para no llenarla más, 
limpia, limpia sin escrúpulo 
y cuanto sostuviste deja caer 
sin guardar nada.

Florecemos en un abismo es la espléndida reconstrucción de un itinerario poético que se concreta en la actitud humana y verbal de Rafael Cadenas ante el mundo, ante el lenguaje y ante sí mismo. Una actitud que queda resumida en este poema:

 ARS POETICA

Que cada palabra lleve lo que dice.
Que sea como el temblor que la sostiene.
Que se mantenga como un latido.

No he de proferir adornada falsedad ni poner tinta dudosa ni 
añadir brillos a lo que es.        
Esto me obliga a oírme. Pero estamos aquí para decir la verdad. 
Seamos reales.
Quiero exactitudes aterradoras. 
Tiemblo cuando creo que me falsifico. Debo llevar en peso mis
palabras. Me poseen tanto como yo a ellas.

Si no veo bien, dime tú, tú que me conoces, mi mentira, señálame
la impostura, restrégame la estafa. Te lo agradeceré, en serio. 
Enloquezco por corresponderme.
Sé mi ojo, espérame en la noche y divísame, escrútame, sacúdeme.


Santos Domínguez 




14 junio 2023

Mary Beard y John Henderson. El mundo clásico









Mary Beard y John Henderson.
El mundo clásico. 
Una breve introducción.
Traducción de Manuel Cuesta.
Alianza Editorial. Madrid, 2023. 


Esa imagen del único manuscrito conservado de los libros XI-XVI de los Anales de Tácito ilustra este brillante párrafo de El mundo clásico, de Mary Beard y John Henderson, que publica el libro de bolsillo de Alianza Editorial con traducción de Manuel Cuesta:

Nuestro conocimiento de la literatura clásica pende de un hilo sutilísimo, y que algo caiga dentro de lo que conocemos o de lo que no conocemos se debe puramente al azar; que valga como ejemplo el que unos arqueólogos quisieran excavar exactamente aquella fosa de desperdicios —no otra— de aquel campamento romano concreto y, al hacerlo, hallaran la única muestra que tenemos de la poesía de Galo; o el que a un monje medieval pudiera vertérsele el vino encima de un manuscrito que se disponía a trasladar, y con ello, se cerrase la puerta a la pervivencia de una obra clásica de la que aquella resultase ser la última copia. Semejante indefensión de los textos antiguos ante posibles accidentes o negligencias ha dado lugar lo mismo a malos pensamientos que a innumerables obras de ficción. Pensemos en las novelas de Robert Graves Yo, Claudio y Claudio el dios y su esposa Mesalina, que recrean la autobiografía perdida de este emperador romano, o en El nombre de la rosa, donde Umberto Eco imagina una versión todavía más siniestra: un monje que acaba, incendiándola, con la biblioteca de su monasterio, y junto a ella, con la única copia del tratado que Aristóteles dedicara a la comedia.

Con una visita al Museo Británico comienza el primer capítulo del libro. En la sala 6 de la planta baja están los frisos griegos de Basas: “Estos relieves —nos informan— en otro tiempo constituían el friso, esculpido hacia finales del siglo V a. C., del habitáculo interior del templo del dios Apolo que había en un lugar llamado Basas, en la Arcadia, región recóndita del extremo suroccidental de Grecia.”

Esos frisos representan en sus veintitrés piezas dos batallas en las que intervienen los guerreros griegos: una contra los Centauros y otra -capitaneados por Heracles- contra las Amazonas. Pero igual que hay un abismo de dos mil quinientos años entre aquel tiempo histórico y el presente, hay un abismo entre la situación en el templo y la que se ofrece al visitante del museo, que ofrece una representación del pasado, no una reproducción exacta.

Y ahí empiezan a surgir las preguntas: “¿Es que nadie iba a visitarlo, en lugar de como pío peregrino, como turista, por su interés? De entre los visitantes de la Antigüedad, ¿ninguno quería que le explicasen alguna de las escenas representadas, apenas visibles a siete metros de altura? ¿En qué medida su visita era distinta de la nuestra al museo? ¿En qué medida podemos calibrar, dicho de otro modo, el mencionado abismo que nos separa de ellos, lo que tenemos en común con quienes visitasen en el siglo V a. C. este templo (peregrinos, turistas, devotos…) y lo que nos aleja?”

A partir de ese momento, Mary Beard y John Henderson se cuestionan el abismo que nos separa a nosotros de los griegos o los romanos y establecen la conciencia de ese abismo como punto de partida para estudiar nuestra relación con el mundo clásico.

Una relación que está distorsionada en primer lugar por las imágenes idealizadas que nos transmiten el arte, la literatura o el cine, y además porque lo que conocemos del mundo clásico es un débil reflejo de una realidad que nos ha llegado filtrada por ejemplo por la mirada selectiva de los monjes que conservaron algunas obras con sus copias en los monasterios medievales:

El estudio del mundo clásico se da, precisamente, en ese abismo que se interpone entre nosotros y los antiguos griegos y romanos; plantea preguntas derivadas tanto de nuestra distancia con respecto a «su» mundo como de nuestra cercanía a él, del carácter familiar de su mundo en el nuestro (en nuestros museos y en nuestra literatura, pero también en nuestras lenguas, culturas y maneras de pensar). El estudio del mundo clásico no solo apunta a descubrir o desvelar el mundo antiguo (aunque ese es igualmente su fin, como dejan ver el redescubrimiento de Basas o la excavación de las avanzadillas más extremas del Imperio romano en la frontera escocesa); su objetivo consiste, además, en determinar y debatir nuestra relación con dicho mundo.

Y por eso, “las cuestiones que saca a relucir Basas nos permiten enfrentarnos al mundo clásico —y a su estudio— desde la perspectiva más amplia posible, porque enfrentarse al mundo clásico trasciende, por supuesto, el estudio de los restos físicos de la antigua Grecia y la antigua Roma (la arquitectura, la escultura, la cerámica y la pintura); implica aproximarse, por no citar sino unos pocos ejemplos, asimismo a la poesía, el teatro, la filosofía, la ciencia y la historia escritas en la Antigüedad, que hoy seguimos leyendo y discutiendo como parte de nuestra cultura. Sin embargo, también en estos casos se nos plantean cuestiones comparables, interrogantes sobre cómo se supone que hemos de leer una literatura con más de dos mil años de historia, escrita en una sociedad muy alejada y diferente de la nuestra.”

Con esa perspectiva, los diez capítulos del libro utilizan los frisos del templo de Basas como hilo conductor para abordar la impronta del mundo clásico en la posteridad y la construcción de su imagen cultural: desde la Oda a una urna griega de Keats a Astérix, desde el mito de la Arcadia en la obra de Virgilio a Ben-Hur, desde el turismo a la lectura de los textos antiguos, desde la reconstrucción arqueológica a la tragedia griega o la invención de la filosofía.

Y en definitiva, para “transmitir con estas páginas lo difícil que sería para el arte, la literatura y la filosofía de Occidente —así como para el resto de nuestra herencia cultural— hablar a nuestras vidas sin, al menos, una Introducción al mundo clásico.”

Aunque más que una introducción como la que anuncia el título del volumen, este es un ensayo de interpretación y un acercamiento al mundo clásico grecolatino y a su realidad histórica, literaria, cultural, social y económica.

Santos Domínguez