22 noviembre 2021

Canción del ocaso


Lewis Grassic Gibbon.
Canción del ocaso.
Traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez.
Trotalibros. Andorra, 2020


Las tierras de Kinraddie las ganó un joven noble normando, Cospatric de Gondeshil, en tiempos de Guillermo el León, cuando los grifos y otras bestias semejantes todavía recorrían la campiña escocesa y la gente se despertaba en sus camas al oír a los niños gritando porque un enorme lobo que había entrado por una ventana cubierta por un pellejo les estaba rajando el cuello. Una de esas bestias tenía su guarida en la cañada de Kinraddie, y de día se tumbaba en los bosques, y su asqueroso hedor se olía por todo el campo, y en el ocaso algún pastor lo veía con sus grandes alas medio plegadas sobre su enorme barriga, y su cabeza, que era como la de un gran gallo, pero con orejas de león, se asomaba vigilante por encima de un abeto. Y se comía ovejas, hombres y mujeres, y sembraba el terror, y entonces el rey dijo a sus heraldos que ofrecieran una recompensa a aquel caballero que acudiera y pusiese fin a las maldades de la bestia. 
Y así el noble normando, Cospatric, que era joven y sin tierras, valiente y con buena armadura, se montó en su caballo en la ciudad de Edimburgo, y desde esos lejanos lares del sur subió al norte atravesando el bosque de Fife, adentrándose en los pastos de Forfar y pasando por la Gran Piedra de Aberlemno, la que se erigió cuando los pictos derrotaron a los daneses; y en ella se detuvo y contempló las figuras, en su momento brillantes y entonces apenas desvaídas, de los caballos y las cargas, y la derrota aplastante de esos toscos extranjeros. Y tal vez rezara una breve oración ante esa piedra y luego siguiera hacia los Mearns, pero la historia no cuenta más de su recorrido a caballo, salvo que al final llegó a Kinraddie, un lugar atormentado, y le dijeron dónde dormía el grifo, allá abajo en la boscosa cañada de Kinraddie. 
 
 Así comienza el Preludio -El campo sin arar- de Canción del ocaso, la novela de Lewis Grassic Gibbon que publica Trotalibros Editorial con traducción de Miguel Ángel Pérez Pérez. 
 
Apareció en 1932 y es la primera parte de la Trilogía escocesa de James Leslie Mitchell (1901-1935), el escocés que publicaba con el seudónimo Grassic Gibbon y que -como escribe Jan Arimany en la nota inicial- “combinaba en sus historias el flujo de conciencia, el realismo social y un lirismo genuinamente escocés. Su Trilogía escocesa, de la que Canción del ocaso (1932) es la primera parte, se ha erigido en una obra cumbre de la literatura escocesa del siglo XX y fue elegida como el libro favorito de los escoceses en una encuesta de la BBC.” 
 
 La parte central de la novela, La Canción, está construida alrededor de la figura de su joven protagonista Chris Guthrie, y se organiza en cuatro fases cronológicas -La arada, La siembra, La germinación y La cosecha- que son el reflejo metafórico del proceso de formación, crecimiento y maduración de la protagonista, escindida entre sus intereses intelectuales y la atracción por la tierra, hasta ese ocaso que significó la Primera Guerra Mundial como fin de una época. 
 
Ambientada en la imaginaria comunidad rural de Kinraddie, es un compendio de tradiciones y paisajes escoceses con un fondo de relaciones conflictivas entre lo escocés y lo inglés, entre la vida rural y la intelectual, entre el catolicismo y el protestantismo, entre la tradición y la modernidad. 
 
 Con una mezcla de costumbrismo rural y de lirismo nostálgico, Grassic Gibbon la escribió lejos de Escocia, en Welwyn Garden City, “una tranquila ciudad jardín de Hertfordshire, Inglaterra -recuerda el editor en su amplia nota final-. Sin duda se inspiró en su infancia en la comunidad rural de Arbuthnott, en los Mearns, para crear Kinraddie, este pueblo que, como un Macondo escocés nacido entre la bruma de la leyenda, ya lo sentimos como propio, incluso antes de conocer a la protagonista de la historia. Desde una aburrida y bonita ciudad jardín, Gibbon escribió una historia inmortal, un clásico atemporal, el libro favorito de los escoceses.”


Santos Domínguez 



19 noviembre 2021

Francisco Brines. Donde muere la muerte


Francisco Brines.
Donde muere la muerte.
Tusquets. Barcelona, 2021.

“Lector, tú eliges tus poetas. Espero que tu sombra me aloje. Es sólo mi deseo, porque tan sólo así sabré saberme sido”, escribe Francisco Brines para cerrar su ‘Brevedad de la vida’, el poema en prosa que abre su póstumo Donde muere la muerte, que publica Tusquets en sus Nuevos textos sagrados. 

 Una despedida demorada durante el cuarto de siglo largo transcurrido desde que en 1995 apareció La última costa. Despedida y resumen, cifra en la que se compendian las claves temáticas de su poesía: la memoria familiar y espacial, vinculada a la casa de Elca, el sentimiento del tiempo, la soledad y la desolación, el temblor de la vida y la concepción de la poesía como forma de conocimiento: “Estimo particularmente, como poeta y lector -explicaba Brines- aquella poesía que se ejercita con afán de conocimiento, y aquella que hace revivir la pasión por la vida. La primera nos hace más lúcidos, la segunda, más intensos.”

Esas dos líneas en las que se cruzan la vida y la muerte, la memoria del tiempo fugaz y el amor más fugaz aún, el deseo y el abandono, conviven en la obra de Francisco Brines y quedan reflejadas en todos sus matices en este libro póstumo que resume una sólida poesía contemplativa marcada por un constante tono elegíaco, matizado a veces con algún acento hímnico o con impulsos epicúreos.

Esa actitud elegíaca recorre también este libro, que toma su título de este poema, ‘Donde muere la muerte’:

Donde muere la muerte,
porque en la vida tiene tan sólo su existencia. 
En ese punto oscuro de la nada
que nace en el cerebro,
cuando se acaba el aire que acariciaba el labio, 
ahora que la ceniza, como un cielo llagado, 
penetra en las costillas con silencio y dolor,
y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita hacia lo negro.
Beso tu carne aún tibia.

Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido en tus brazos,
un niño de pañales mira caer la luz,
sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,
que habrá de abandonarle.
Madre, devuélveme mi beso.

El paisaje y la fugacidad de la vida, la memoria y el amor, la soledad y el sentido de la existencia constituyen el centro espiritual de una poesía en la que hay un constante equilibrio entre lo físico y lo ético y que el poeta resumió así: “El conjunto de mi obra es una extensa elegía.”

Esas claves temáticas que atraviesan la poesía de Francisco Brines son también las predominantes en Donde muere la muerte, el libro en el que estuvo trabajando durante los últimos veinticinco años, como señalan en la nota final los editores, que añaden que “el autor no pudo llegar a corregir las pruebas del libro, así que la editorial ha decidido mantener de la forma más fiel posible el manuscrito como él lo dispuso.”      

Sometida a un proceso de despojamiento expresivo, la poesía de Brines se hace aún más intensa en este libro que recoge los frutos últimos de una de las voces poéticas imprescindibles en el último medio siglo. De esa depuración expresiva y esa intensidad da buena muestra este espléndido poema, ‘El vaso quebrado’, con el que se cierra el libro. Un texto que podría resumir la actitud vital, el universo temático y la tonalidad de toda la poesía de Brines:

Hay veces en que el alma
se quiebra como un vaso,
y antes de que se rompa
y muera (porque las cosas mueren
también), llénalo de agua
y bebe,
             quiero decir que dejes
las palabras gastadas, bien lavadas,
en el fondo quebrado
de tu alma,
y, que si pueden, canten.

Santos Domínguez

 

17 noviembre 2021

Ecos de una voz. JRJ y el 27

 


José Antonio Expósito
Ecos de una voz.
Linteo. Orense, 2021.

“Todos, algo; muchos, mucho; algunos, todo”, escribió Juan Ramón Jiménez en un aforismo titulado Deuda, en el que resumía lo que debían los poetas españoles a su poesía.

“JRJ apadrinó y amamantó al 27 de Belleza y Poesía; y ya maduros, exigió mayor elevación a sus obras. Quiso revivir el 27 como revivía sus poemas y que se alejaran de lo accesorio, quiso llenarlos de espíritu y de poesía desnuda, pero al 27 le atraían la modernidad de los «ismos» y la poesía vestida, uniformada de sonetos y décimas.
Con su vida y su obra JRJ les dio ejemplo de entrega total a la poesía. Un día le recordó a la mejor generación de poetas: «Todos me debéis algo; muchos, mucho; algunos, todo». La voz, ideas, versos, revistas, diseño, proyectos, tipos, impresión, etc. El veintisiete varón renegó del hombre Juan Ramón Jiménez y menos del poeta JRJ. Lo apodaron maliciosamente «Miss Poesía» en nocturnas llamadas de teléfono. Junto a él no brillaban, sin él les faltaba luz de espíritu”, escribe José Antonio Expósito en el “Breve epílogo y justificación a tanto nuevo asunto largo” con el que cierra su Ecos de una voz, que publica Linteo en una espléndida edición con un espectacular despliegue de imágenes.

La amistad traicionada: Juan Ramón Jiménez y la generación del 27 es el significativo subtítulo de este volumen que aborda la relación problemática del maestro con sus discípulos. Una relación que podría resumirse en esta frase: Si al 98 le dolía España; al 27, JRJ.”

A modo de ejemplo, así evoca Expósito el conflicto con Pedro Salinas: 

La tarde en que JRJ leyó La voz a ti debida (1933), de Pedro Salinas, exclamó socarrón ante su amigo Juan Guerrero: «La voz a ti debida, ¡no! ¡La voz a mí debida!». Advertía en esa voz mucho sonido propio, le parecía todo demasiado conocido. JRJ llevaba años viendo cómo el Veintisiete se enjoyaba con sus versos. Esa generación era su eco mejor: a veces desarrollo, otras complemento y quizá, en algún caso, superación. Sí, el timbre y el tono del canto de Salinas sonaban suyos. Y las ideas y los recursos y qué sé yo cuánto más… Esta verdad de maldad juanramoniana circuló hasta el coro saliniano, que cantó una  ácida coplilla con música de Fray Luis y letra de Miguel Hernández en el restaurante en que brindaron por la publicación de Salinas: 

El aire se serena 
y Jota Barba Jota se suicida, 
Salinas, cuando suena 
La voz a ti debida. 

No era envidia o vanidad, sino desazón de JRJ tras comprobar cómo esos alevines salían de su domicilio y de su poesía cargados con prólogos, ayuda, consejos y versos en los bolsillos. Después, todo lo negaban.

Párrafos como estos, y epígrafes como “JRJ y las gallinas”, “Burradas y otras zarandajas de Buñuel, Dalí y Alberti” o “El ruiseñor y el canario: JRJ y Jorge Guillén” reflejan una combatividad no sólo innecesaria, sino seguramente también perjudicial, porque es el resultado de una toma de partido que carga las tintas de forma excesiva y destemplada contra el 27 y elude cualquier juicio crítico sobre la actitud tan frecuentemente intemperante de Juan Ramón. 

Esa única perspectiva se asume por parte de José Antonio Expósito en estas páginas como punto de vista excluyente para enfocar una realidad tan conflictiva como la de las relaciones entre poetas. Esa actitud la había descartado ya Juan Ramón en 1940, cuando envía una carta a Jorge Guillén en la que reconoce que él también tuvo alguna culpa en aquellos desencuentros: “yo no quiero ahora insistir en fealdades pasadas suyas y mías y tampoco deseo insistir en quien fue el primero.”

Y para defender esa parcialidad no parecen justificaciones convincentes, por inexactas, que hasta ahora se haya impuesto la versión de los poetas-profesores del 27 (“una crítica que otros dictaron a su antojo desde sus cátedras, cuando en España se dictaba todo, incluida la literatura en las aulas”) o que Juan Ramón actuase sólo en defensa propia. Ninguna de esas dos afirmaciones es totalmente cierta.

Y, por otro lado, tratar a los poetas del 27 como “alevines” en 1933, cuando Alberti, Lorca, Aleixandre o Guillén ya habían publicado algunos de los mejores libros de la poesía española del siglo XX, no parece un ejemplo admisible de precisión crítica. Es tan injusto como ese más que discutible título valorativo que asume la condición vicaria de los poetas del 27 y de otros que JRJ proyectaba reunir en un volumen.  Aquel proyecto (Mi eco mejor) lo resumió en una cuartilla que es poco más que un caprichoso memorial de agravios y deudas en prosa y verso de toda la literatura contemporánea, no sólo de los poetas del 27, con él. En ese proyectado índice figuran también Unamuno, Antonio y Manuel Machado o Gabriel Miró:

Rebajar a esos poetas -algunos de enorme altura- a la condición de “ecos” juanramonianos ni es asumible ni está justificado. Por supuesto que es indiscutible la influencia decisiva que tuvo sobre el 27 la poesía de Juan Ramón y su papel de guía generoso y protector desinteresado. Ya habló de esa influencia con ejemplos evidentes el propio José Antonio Expósito en el prólogo de su edición de Arte menor en esta misma editorial. 

Se suceden en estas páginas una serie de escenas, chocantes unas, divertidas otras, que trazan un curioso y significativo panorama de la vida literaria y las relaciones personales entre escritores: un Antonio Machado que, según Juan Ramón, “olía desde muy lejos, a metamorfosis”; un Azorín de “domingos plácidos entre misa de una y sesión de tarde con el Generalísimo en el Nodo; un Aleixandre “felino”, “discreto en sus amores bisexuales”, que “vivió como los gatos, enroscado alrededor de sus braseros, observando silente la existencia a través de sus pupilas azules”; un Cernuda que “vivió su morenería siempre ladeado” y al que “con el tiempo trasterrado de desdichas se le avinagró el trato, se acernudó”; un Emilio Prados enfermizo que “no hacía carrera pues abandonó Farmacia por Filosofía y esta por la nada”; “el tirachinas Alberti”, sobre el que anotó JRJ en el ejemplar de Cal y canto que le había enviado: “Labia. Labia maricona. Oropel”; el dúo de chismosos Salinas-Guillén: “ladino” “gacetillero del grupo”, “sufragista encaprichada” el primero; “un obispo que va con la lira en la mano paseando por sus jardines” el segundo; un Lorca desnortado que al parecer le copió a Juan Ramón hasta el sombrero y la bata; un Gerardo Diego calculador y avariento, “pregonero del grupo”, que “no pasó nunca de meritorio banderillero”; un Dámaso Alonso que “archivaba a mano entre los estantes de su luminosa biblioteca su retranca de coñac o ginebra con hielo filológico”o la “delgada presencia” de Bergamín, “perito en pesetas”, con “su sintáctica pólvora mojada”, un “Judas poético” que le besaba los versos a JRJ, que le reprochaba que “en sus escritos no acertaba con la tercera palabra nunca.”

Pero todo este complejo entramado de relaciones literarias y personales, de resentimientos y envidias, no se puede reducir a una cuestión de lealtades y deslealtades. Porque quizá no hubo entre Juan Ramón y el 27 tanto como amistad, quizá no se pueda hablar de una traición, sino de un demorado y a veces vergonzante rito de ejecución del padre, que a su vez se resiste a aceptar la emancipación de sus indudables descendientes, sobre los que quiso seguir ejerciendo una tutoría a destiempo. Porque, como escribe Expósito, “JRJ fue para muchos el referente y la diana. La diana por ser referente”. “Tras varios desencuentros, JRJ se sintió solo y traicionado por estos veintisietes a quienes aupó en sus inicios como relevo generacional”.

Quizá eso fuera todo y quizá de ahí surgieran unas desavenencias éticas y estéticas que se enconaron en las dos direcciones. En todo caso, Ecos de una voz es un libro valioso, imprescindible para conocer, aunque sea desde una perspectiva parcial, la intrahistoria de una parte fundamental de la poesía española, y constituye una importante aportación de documentos verbales y gráficos -algunos inéditos- en torno a aquel “solo por voluntad y por destino” que parafrasea el endecasílabo de Lope (“ciego por voluntad y por destino”), a aquel Juan Ramón desengañado y cansado de su nombre que incluía en su Guerra en España esta agria ‘Respuesta jeneral’:

Cuando un maleante, deficiente, un canalla nos difama o nos calumnia, ¿qué solución podemos encontrar?
¿La pelea animal a la española, o el desacreditado duelo social? Venza el difamador o el difamado ¿cambiará en nada la condición de cada uno?
Los tribunales públicos. Hay jueces dignos y jueces indignos. El difamante buscará y pagará a un indigno. Todo será pérdida de tiempo, de dinero y de paciencia. Y todo quedará al fin peor que antes. 
Al calumniado no le queda más que un recurso posible: alejarse. Y esperar el juicio de la investigación particular. Si a alguien le importa hacerlo, que suele no importarle. 
Entonces solo tenemos una solución: Alejarnos… de todos. Por eso yo soy un alejado.

Santos Domínguez 


15 noviembre 2021

Peter Kingsley. Realidad

 

Peter Kingsley. 
Realidad.
Traducción de Paula Kuffer.
Atalanta. Gerona, 2021. 

Los escritos de Parménides y de otra gente como él han sobrevivido en fragmentos. Los académicos han jugado todo tipo de juegos con ellos. Durante siglos han experimentado distorsionándolos y torturándolos hasta hacerlos decir exactamente lo opuesto a su significado original. Luego se han dedicado a destacar su relevancia y a exhibirlos como piezas de museo.
Pero nadie entiende la importancia que tienen. Aunque sólo hayan perdurado en fragmentos, son mucho menos fragmentarios que nosotros. Y son mucho más que palabras muertas. Son como el tesoro mitológico: un objeto de valor inestimable, perdido y en desuso que debe ser redescubierto a toda costa.
Parménides debe su reputación como inventor de la lógica a un poema que escribió. Aquí ya hay algo extraño. No tenía ninguna necesidad de escribir poesía. En su lugar, bien podría haber optado por una árida prosa.
Es cierto que durante mucho tiempo se lo ha despreciado por ser un mal poeta. Pero esta opinión se basa en el puro prejuicio. Se remonta a una vieja creencia, formulada por primera vez con cierta claridad por Aristóteles, según la cual la lógica y la poesía no tienen nada en común... y si a alguien comprometido a encontrar la verdad se le pasa por la cabeza convertirse en poeta, el resultado será un desastre.
El hecho es que el poema de Parménides no es ningún desastre. Unos pocos académicos contemporáneos han intentado acercarse a sus escritos con una mirada nueva y han comprendido que contienen algunos de los versos más hermosos y sutiles jamás escritos en cualquier lengua, incluida la griega. Es más, el desprecio que ha merecido Parménides como poeta se basa en el supuesto de que la mayor aspiración de la poesía es entretener. Como iremos viendo, el poema de Parménides servía a un propósito muy distinto.


Con esos párrafos anticipa Peter Kingsley una de las líneas vertebrales de Realidad, su brillante y apasionado ensayo que publica Atalanta en su colección Memoria mundi con traducción de Paula Kuffer.

Organizado en dos partes, Realidad es un viaje a las fuentes de la sabiduría y la civilización a través de los fragmentos poéticos de Parménides en la primera parte (El viaje final) y de Empédocles en la segunda (Sembradores de eternidad), presentados por Kingsley 
a la luz de una nueva hermenéutica: no sólo como filósofos presocráticos y protofísicos, sino como guías espirituales y como fundadores de una tradición que indaga en el conocimiento esotérico de la realidad exterior y en la conciencia personal.

En capítulos breves de prosa intensa, Kingsley interpreta minuciosamente en la primera parte el poema de Parménides sobre el encuentro con Perséfone como una experiencia de inmovilidad, como un viaje estático al más allá del que vuelve transformado y dueño de otra consciencia.

En la segunda parte el eje es el poema en el que Empédocles guía hacia el conocimiento a su discípulo Pausanias con una combinación de ciencia y mística para entender lo que somos.

Brillante continuador de Jung y Campbell, Kingsley, que dedicó dos espléndidos libros a analizar
el contenido sapiencial  del enigmático poema de Parménides y a vincular a Empédocles con la tradición pitagórica, publicados también por Atalanta, reivindica en este potente ensayo el sentido iniciático del nacimiento de la filosofía occidental con los presocráticos, el componente místico y religioso de sus textos sagrados o su mirada a la realidad física y a la conciencia espiritual.

Porque el territorio de estos dos autores es el de la poesía, la leyenda y el esoterismo. Por eso, la triple relación filosofía-mito-magia es la clave desde la que Kingsley propone una reinterpretación de Parménides y Empédocles, cuyas obras han sido tergiversadas por el pensamiento racionalista aristotélico.

Santos Domínguez

12 noviembre 2021

William Wordsworth. Antología poética


William Wordsworth.
Antología poética.
Edición de Antonio Ballesteros González.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2021.
 
 
Para buscarte, deambulé con frecuencia
a través de los bosques y los prados;
¡y tú eras una esperanza, un ser amado,
nunca percibido y todavía anhelado!
Y aún puedo escucharte;
puedo yacer en la llanura
y escuchar, hasta que vuelvo a engendrar
aquellos tiempos dorados.
¡Oh, Pájaro bendito! La tierra sobre la que caminamos
de nuevo parece ser
un lugar etéreo, feérico;
¡he aquí el hogar adecuado para Ti!

Así termina, en la traducción de Antonio Ballesteros González que acaba de llegar a las librerías publicada por Cátedra Letras Universales, Al cuco, un poema que William Wordsworth (1770-1850) escribió entre marzo y junio de 1802.

Wordsworth, poeta de la naturaleza y del sentimiento, de la nostalgia y la sensibilidad, de la emoción recordada en la tranquilidad, de la evocación que ilumina la persistencia del pasado en el presente, es un poeta imprescindible del que en esta edición se da una generosa muestra poética: además de las Baladas líricas, otros cuatro apartados con poemas narrativos, poemas meditativos, sonetos y odas como los Indicios de inmortalidad a través de los recuerdos de la edad temprana, un extenso poema en once partes que cierran estos magníficos versos:

Gracias al humano corazón que nos hace vivir,
gracias a su ternura, sus gozos, sus temores,
la flor más humilde que alardea puede proporcionarme
pensamientos que a menudo yacen demasiado profundos para las lágrimas.


En el Prefacio a la primera edición de las Baladas líricas William Wordsworth dejó fijada una de las definiciones más perdurables de la poesía -“La emoción recordada en tranquilidad”- y junto con Coleridge, el otro poeta de los lagos, fundó el movimiento romántico inglés con la publicación de ese libro escrito entre los dos.

A ese volumen pertenecían los Versos compuestos unas millas más arriba de la abadía de Tintern Abbey, un poema entre panteísta e incestuoso que Worsdworth fechó el 13 de julio de 1798 tras un segundo viaje a ese lugar emblemático del sur de Gales. Decidió añadir ese texto para cerrar la edición que se estaba preparando de las Baladas líricas, que aparecerían ese mismo año y que contenían veinte poemas suyos y cuatro de Coleridge.

Desde entonces, junto con El preludio, esos versos se han consolidado como la mejor composición de Worsdworth y como uno de los poemas canónicos de la poesía inglesa. A ese texto pertenecen estos versos:

                                               …Pues he aprendido
a mirar a la naturaleza, no como en la hora
de la irreflexiva juventud, sino escuchando a menudo
la queda, triste música de la humanidad,
ni discordante ni áspera…

Esta amplia selección contiene no sólo lo fundamental de la obra de Wordswort, sino también las claves líricas y temáticas de la poesía romántica: las ruinas medievales, la conciencia del tiempo, el sentimiento de la naturaleza, el sueño y el ensueño, el impulso visionario y la crisis del racionalismo, la proyección de los estados de ánimo en el paisaje. Un paisaje mental que refleja la relación problemática del poeta con el mundo, su soledad o la distancia entre la naturaleza y su propia conciencia.

Enfocados con una actitud profundamente subjetiva, todos esos temas vertebran una poesía que apenas trata de nada más que de una mirada transcendida sobre la naturaleza. Una poesía en la que se funden el paisaje y la autobiografía en la exploración de la memoria. En ella la imaginación coexiste con la experiencia, la reflexión se une a la sensorialidad y el sentimiento se convierte en motor del pensamiento.

La de Wordsworth es una naturaleza telúrica en la que el poeta busca la emoción y las revelaciones, el descubrimiento de su yo más profundo:
                              
                             … Y he experimentado
una presencia que me perturba con el júbilo
de elevados pensamientos; un sentido sublime
de algo mucho más profundamente entremezclado,
cuyo hogar es la luz de soles en el poniente,
y el redondo océano y el aire viviente,
y el cielo azul, y del hombre la mente:
un movimiento y un espíritu que impele
todo lo pensante, todo objeto y todo pensamiento,
y que se desliza a través de todo lo existente.

Abre esta magnífica antología de la poesía de Wordsworth -“la más completa antología bilingüe en edición crítica que se ha llevado a cabo en lengua española hasta la fecha”- un amplio estudio introductorio en el que Antonio Ballesteros González revela las claves poéticas de la poesía de Wordsworth, de la que destaca que “es un todo coherente en el que su gran poema épico  [El preludio o La evolución de la mente de un poeta]  adquiere una posición central que contribuye a que consideremos a su autor como uno de los más ilustres artífices de la creación literaria de todos los tiempos. Estaba convencido de que la poesía podía y debía cambiar el mundo, alcanzando un valor sempiterno que va más allá de la religión, la filosofía y la ciencia en su reflejo profundo del sentimiento y de la capacidad de establecer vínculos místicos con la realidad, entre el mundo visible y el invisible. La gloria y el sueño de su fulgor visionario acompañarán siempre a las mentes imaginativas y meditabundas de quienes se deleitan en la trascendencia de lo que nos hace humanos.”



10 noviembre 2021

Pérez Reverte. El italiano


Arturo Pérez Reverte.
El italiano.
Alfaguara. Madrid, 2021. 

El perro lo descubrió primero. Corrió hacia la orilla y se quedó olfateando y moviendo el rabo mientras gruñía con suavidad junto al bulto negro, inmóvil entre la arena y el agua color de nácar que reflejaba la primera claridad del día. El sol no sobrepasaba aún la sombra oscura del Peñón, proyectándola en la superficie de la bahía silenciosa y quieta como un espejo, salpicada por los barcos fondeados que apuntaban sus proas hacia el sur. El cielo era azul pálido, sin una nube, sólo marcado por la columna de humo que ascendía cerca de la embocadura del puerto; allí donde un barco, alcanzado durante la noche por un submarino o un ataque aéreo, había estado ardiendo toda la madrugada.
 —¡Argos!… ¡Ven aquí, Argos! 
 Era un hombre. Lo comprobó mientras se acercaba, con el perro correteando ahora entre ella y el bulto inmóvil, como si la invitase gozoso a compartir el hallazgo. Un hombre vestido de caucho negro mojado y reluciente. Estaba tumbado de bruces en la orilla, el rostro y el torso en la arena y las piernas todavía en el agua, cual si se hubiera arrastrado hasta allí o lo hubiera depositado la marea. En la cintura llevaba sujeto con correas un cuchillo, en la muñeca izquierda, dos extraños y grandes relojes, y en la derecha un tercero. Las agujas de uno de ellos marcaban las 7 y 43.

 Ese es el punto de partida de El italiano, la última novela de Arturo Pérez Reverte que acaba de publicar Alfaguara.  Ese náufrago que aparece al amanecer en la orilla del mar en Puente Mayorga, en la bahía de Algeciras, junto a La Línea y muy cerca de Gibraltar, se llama Teseo Lombardo y pertenece a la “Marina de guerra italiana, sin duda. Venido del mar, seguramente de un submarino, para atacar los barcos anclados en el puerto de Gibraltar y en la parte norte de la bahía. Un hombre rana. Un buceador de combate.”

 Porque, como explica la nota inicial, “entre 1942 y 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, buzos de combate italianos hundieron o dañaron catorce barcos aliados en Gibraltar y la bahía de Algeciras. Esta novela está inspirada en esos hechos reales. Sólo los personajes y algunas situaciones son imaginarios.” 

 El origen de la novela, como recuerda el narrador, está en un enigma que le sale al paso en la librería veneciana Olterra, en 1981: 

Por entonces no era novelista, ni pretendía serlo. Sólo un periodista joven, reportero entre continuos viajes, al que le gustaban las historias del mar y los marinos. Y me hallaba de vacaciones. No sospeché que lo que entonces leía era el principio de otros muchos libros y largas conversaciones. El comienzo de una compleja indagación sobre personajes y sucesos dramáticos, la resolución de un misterio y el germen de una novela que tardaría cuarenta años en escribir.

 Elena Arbués es la dueña de esa librería veneciana cuyo nombre -Olterra- homenajea al buque desde el que partían en el puerto de Algeciras aquellos buceadores de combate italianos. Formaban parte de la Decima Flottiglia MAS, la unidad de buzos italianos que entre 1942 y 1943 atacaron y destruyeron en misiones nocturnas con sus torpedos tripulados con cabezas explosivas, los maiali, más de una docena de buques de guerra y petroleros anclados en la base naval británica en el Peñón. 

 Elena Arbués, uno de los mejores personajes femeninos creados por Pérez Reverte, es la misma mujer que, como Nausícaa con el náufrago Ulises en la playa de los feacios, rescata al italiano en esa escena inicial. No es el único guiño a la Odisea: también el perro de Ulises se llama Argos, también es el primero que lo descubre a su regreso a Ítaca. Y la librería que Elena Arbués, viuda joven de un oficial de la marina mercante muerto en un ataque inglés, tiene en la calle Real de La Línea se llama Circe, como la diosa que se enamora de Ulises. Y así como Circe transformaba a los hombres, Elena transforma con su mirada a Teseo, un humilde artesano, constructor de góndolas, en un héroe sobre el que proyecta tres milenios de memoria cultural del Mediterráneo y el mundo clásico, aquel “extraño Ulises salido del mar, vestido de caucho negro, sangrando por la nariz y los oídos: cuerpo duro y musculoso, pelo mojado, perfil masculino clásico, bien cortado, sobre el que encajaría con naturalidad el bronce de un antiguo yelmo griego.” Ya sus nombres evocadores -Elena, Teseo- remiten de forma explícita a ese territorio mitológico y clásico de la guerra de Troya y del laberinto del minotauro. 

Crónica y novela, investigación e imaginación, ficción y realidad se dan cita en esta historia de amor y guerra, de espionaje y sabotaje, cuyo personaje principal es una mujer. Como en otras obras del autor, valores como el honor y la amistad, la camaradería y el valor individual, el heroísmo, la audacia y el instinto de supervivencia guían una acción trepidante que en su conjunto constituye una nueva variación sobre el tema del héroe, tan ambiguo y complejo como en el resto de sus novelas.

En su memorable final se reúnen en una escena casi cinematográfica los tres personajes centrales de la trama: Elena Arbués, Teseo Lombardo y el contradictorio policía gibraltareño Harry Campello que investiga los sabotajes: 

 En ese momento, liberándose con brusco desafío de la mano que le sujeta un brazo, Elena Arbués va al encuentro de Teseo Lombardo, se detiene ante él, y oprimiendo el mecanismo del encendedor le ofrece fuego para el cigarrillo que lleva colgando de los labios. Y Harry Campello, apretados los puños con tanta fuerza que le duelen los nudillos, ve impotente cómo el italiano inclina el rostro, acerca el cigarrillo a la llama que ilumina y aclara sus iris verdes, aspira la primera bocanada de humo y sigue adelante impasible, inexpresivo, sin dar las gracias ni mirar en ningún momento a la mujer. Dejándola a salvo con su silencio. 

Es una nueva demostración de la solvencia narrativa de Pérez Reverte, de su talento para tejer tramas novelísticas, de su gusto a la hora de contar historias y de su capacidad para crear personajes inolvidables y creíbles en torno a un triángulo de temas -la guerra, el mar, el amor- en  los que ha basado algunas de sus mejores novelas, desde El oro del rey a El asedio, desde La carta esférica a la reciente Línea de fuego.

Santos Domínguez 




08 noviembre 2021

Macedonio Fernández. Una novela que comienza


Macedonio Fernández.
 Una novela que comienza.
 Prólogo de Alicia Borinsky.
Epílogo de Gastón Segura.
Drácena Editores. Madrid, 2021. 
 
Como “un escritor amante del fragmento, descuidado y prolífico” define a Macedonio Fernández Alicia Borinsky en el prólogo a la edición de Una novela que comienza, que publica Drácena en su colección Singulares.

Macedonio Fernández y la literatura de antesala se titula significativamente ese prólogo en el que añade que “a Macedonio no le importaba el libro como objeto terminado. Era, más bien, una plataforma para dar un salto epistemológico. Todo parecía un borrador, un anuncio de que cada papelito anunciaba su futura escritura.”

Y es que “la idea del borrador, de la obra en constante revisión” parece presidir toda la escritura de Macedonio Fernández, que tuvo en Borges su máximo valedor y su mejor lector, fascinado por un personaje y una escritura que dejó también una marcada influencia en la poesía de Oliverio Girondo y en la narrativa de Cortázar: hay en Rayuela y en 62, Modelo para armar abundantes huellas del influjo de Macedonio y su concepción de la escritura como juego adulto que implica al lector para exigirle una actitud cómplice, colaboradora y creativa.

Inclasificables e híbridos, ajenos a toda convención genérica, los textos de Una novela que comienza, el único libro que Macedonio Fernández publicó en vida, en 1941, son una muestra de la vanguardia radical y metafísica, conceptual y humorística que practicó su autor, muestras de una escritura libre, fragmentaria y delirante que se va elaborando a medida que el lector avanza y habla con su lectura.

Además del que le da título, el volumen contiene otra media docena de textos diversos -relatos, fragmentos y poemas-, desde el breve Prólogo para el lector de comienzos hasta un Poema de trabajos de estudio de las estéticas de la siesta, que termina con estos párrafos:

Para mí la Siesta es el Llamado al Camino de la Evidencialidad Mística, y está en el ángulo de Oscuridad y Deslumbramiento, lo oscuro por reverberación, la claridad del darse del Ser por supresión de la Figura y Rumbo que se nos antoja imposible.
El mundo en Siesta no marcha; a la Noche las estrellas le ponen direcciones múltiples. Por ello la Inteligencia prospera en la Siesta y no en la Noche.
(Pero esto ha de ser dado en versión, es decir, en metáfora, no en definición. Quien tenga la metáfora de la Siesta, la dé. Yo se la pediré al gallo insomne de la Noche de la Siesta.
Hay que hacerle arte al místico, a la Pasión, pero no a lo Real, a la pasión de vivir).


Y relatos como Tantalia, al que pertenece este párrafo:

Tentar y no dar… El mundo es una mesa tendida de la Tentación con infinitos embarazos interpuestos y no menor variedad de estorbos que de cosas brindadas. El mundo es de inspiración tantálica: despliegue de un inmenso hacerse desear que se llama Cosmos, o mejor: la Tentación. Todo lo que desea un trébol y todo lo que desea un hombre le es brindado y negado. Yo también pensé: tienta y niega. Mi consigna interior, mi tantalismo, era buscar las exquisitas condiciones máximas de sufrimiento sin tocar a la vida, procurando al contrario la vida más plena, la sensibilidad más viva y excitada para el padecer. Y logré que en esto el dolor de privación tantálica la estremeciera. Mas no podía mirarla ni tocarla; me vencía de repulsión mi propia obra; (cuando la arranqué, en aquella noche tan negra a mi espíritu, no miré hacia donde estaba y su contacto me fue por demás odioso). El rumor de lluvia sin alcanzarle su húmedo frescor hacíala retorcerse. ¡Vergüenza!


Cierra la edición un amplio epílogo -Macedonio Fernández y el colapso del relato- en el que Gastón Segura, tras reivindicar la importancia de un autor “cuya obra literaria germina en el seno de la vanguardia creacionista y ultraísta bonaerense” y vincularlo en sus provocaciones y experimentos literarios con Gómez de la Serna, señala que “publicar en estos días una novela que comienza es una verdadera provocación”, porque “aun descartándolo como escritor, en absoluto me atrevería a hacerlo como literato -desde su faceta de luminoso teórico-, e incluso añadiría que lo considero un eximio esteta, pues contribuyó como muy pocos a cambiar la concepción de la ficción en la literatura mundial, lo que se mire como se quiera mirar, es merecedor de todo encomio; por tanto, ¿cómo no va a estar más que justificada su publicación y divulgación?
 
Santos Domínguez

05 noviembre 2021

Catulo. Poesías

 

Catulo. 
Poesías. 
Introducción, traducción y comentario de
Antonio Ramírez de Verger.
Alianza Editorial. Madrid, 2021.

Cuando se asume el reto de traducir a un poeta como Catulo (84-54 a.C), que vivió hace dos mil cien años, se corre un doble riesgo: o mantener los textos en la sagrada frialdad filológica de los sarcófagos y los columbarios o excederse en la actualización y hacer de un clásico un transeúnte de expresión trivial y pasajera.

Ambos escollos los evita Antonio Ramírez de Verger en su traducción de la poesía completa de Catulo en una versión en español de los ciento trece poemas del Catulli Veronensis Liber que mantiene “la forma externa del verso latino, aunque la traducción no sea en verso”, como señala en el prefacio de esta edición en El libro de bolsillo de Alianza Editorial.

Como todos los clásicos, el veronés Catulo está por encima de los estragos con que el tiempo pasa factura incluso a los poetas vivos. Su poesía ha burlado también los repetidos intentos de censura o de oscurecimiento de la persecución religiosa o la razón moral.

La poesía amorosa de Catulo, dedicada a mujeres como Lesbia o a muchachos como Juvencio, es una poesía de la experiencia que va de la calma a la exaltación, del placer a la separación, de la bronca a la reconciliación. Con ella se inaugura una línea fructífera en la poesía occidental: la de los amores extramatrimoniales en los que habrían de incurrir Tibulo y Ovidio y mucho después los poetas provenzales, algún poeta cortesano como Macías en la Castilla del XV, Garcilaso o el Salinas de La voz a ti debida.

Pero Catulo no es sólo un poeta del amor carnal o sentimental, homoerótico o heterosexual. Hay en sus textos una diversidad de tonos poéticos con los que construyó una obra variada en temas y en registros estilísticos, como corresponde a quien gustó de la variedad en sus tendencias sexuales y alimentó su poesía del rumor de la calle y de la materia agridulce de la vida.

Por eso señala Antonio Ramírez de Verger sobre su traducción: “He intentado recoger las diferentes tonalidades de las poesías de Catulo y no he dudado en evitar los eufemismos de casi todas las traducciones al uso. La censura en la traducción constituiría una traición más al propio Catulo y un insulto a los lectores.”

Porque Catulo es también el poeta que llora el recuerdo de su hermano muerto, enterrado en Asia Menor, el que critica con agresividad a los malos poetas en las Saturnales, el que con violentas invectivas personales denuncia a los políticos corruptos o desprecia a los alcahuetes o los delatores:

Si tu canosa vejez, Cominio, manchada con impuras
costumbres muriera por decisión del pueblo,
no tengo dudas de que primeramente tu lengua, enemiga de los buenos,
te sería cortada y entregada a un buitre voraz,
un cuervo de negro pico devoraría tus ojos vaciados,
tus tripas los perros y el resto los lobos.

Un poeta desgarrado entre la seriedad y la burla, entre la ternura y la obscenidad, un radical irreductible, un francotirador. Un poeta poliédrico: epigramático, lírico, épico, satírico, autor de largos epitalamios y narraciones mitológicas, que tiene que ajustar su tono y su lenguaje a los diversos temas que abarca su poesía.

Hay un Catulo refinado y sensible y un Catulo brutal y grosero, un hombre a veces cáustico y a veces reflexivo ante el paisaje, un poeta vitalista a veces y otras al borde del desengaño, como en Lucha interior, un dolorido texto que para muchos críticos es el mejor poema de la literatura latina. Comienza con estos versos:

Si el hombre encuentra algún placer al recordar las buenas
acciones del pasado, cuando cree ser una persona leal,
y no haber violado el sagrado compromiso ni en pacto alguno
haber tomado en mano el número de los dioses para engañar a los hombres,
muchas alegrías te están reservadas, Catulo,
para el resto de tu vida de ese amor no correspondido.

Y es también el amante despechado que dice de su antigua amante Lesbia, a la que tiempo atrás había dirigido sus poemas más delicados y con la que se reconciliaría luego, pese a versos como estos:

Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia,
la Lesbia aquella, a la que sólo Catulo
quiso más que a sí mismo y que a todos los suyos,
ahora en las esquinas y callejuelas
descapulla a los magnánimos nietos de Remo.

El trabajo del traductor, que habrá sido arduo y a ratos divertido también, se ve compensado en un resultado que reescribe en español esos registros, de lo ligero a lo solemne, y que halla sus equivalencias en la lengua actual para proponernos una poesía viva y aún joven y la imagen cercana y fiel de un Catulo que seguramente es el más contemporáneo de los poetas antiguos. Quizá no el mejor, pero desde luego el que menos, por no decir casi nada, ha envejecido.

Lo subraya en su Introducción Ramírez de Verger: “El Catulo sencillo de las poesías breves se convierte en un orfebre de la forma en las poesías largas. El arte por el arte, pero lleno de vida. [...] Son como poemas sinfónicos, pinturas barrocas o relieves escultóricos, en los que hay que aguzar bien el oído, dirigir bien la lista y dejar libre la imaginación para meternos en las obras de arte.”

Pensada para el lector de poesía, esta cuarta edición revisa y corrige la traducción anterior, actualiza la bibliografía sobre Catulo y su obra e incorpora en su segunda mitad unos comentarios esclarecedores de los textos y aclaraciones sobre algunos versos, lo que facilita una lectura exenta del texto, sin la enfadosa perturbación de las llamadas a pie de página.

Cierran el volumen varios apéndices: una somera cronología, un útil índice de términos literarios y otro oportuno índice de nombres propios aludidos en las poesías de Catulo.
 Santos Domínguez

03 noviembre 2021

Virgil Tanase. Dostoievski


Virgil Tanase. 
Dostoievski.
 Traducción de Laura Claravall. 
Ediciones del Subsuelo. Barcelona, 2021.

El joven Fiódor Dostoievski es detenido el 23 de abril de 1849. Lo juzgan y lo condenan el 13 de noviembre de ese mismo año. El 22 de diciembre, a las siete de la mañana, es conducido ante el pelotón de ejecución.
Si la hubiera escrito él mismo, a su manera, su biografía podría pasar, para aquellos que no la conocen, por una de sus novelas. Hasta ese punto el protagonista, contradictorio y de actos sorprendentes, está atrapado en un torbellino de historias tan inverosímiles que parecen inventadas. 
No lo son. 
Lo someten a unas pruebas terribles que, para sobrevivir, lo obligan a sumergirse en esos rincones normalmente ocultos de la personalidad donde se alojan los mecanismos de nuestras conductas. Conduciéndonos hasta allí, Dostoievski nos descubre a sus personajes. No debe sorprender que estos se le parezcan, tan profundamente asombrosos cuando rozan el misterio de la existencia, tan ordinarios en la vida cotidiana, en la que son, al igual que él, un ser como cualquiera de nosotros. 

 Con esas líneas comienza Virgil Tanase la biografía de Dostoievski que publica Ediciones del Subsuelo con una estupenda traducción de Laura Claravall. 

Con un enfoque equilibrado entre lo biográfico, lo histórico y lo literario, Tanase aborda la vida y obra de Dostoievski en relación con sus circunstancias biográficas y las inserta en el contexto sociocultural e ideológico de la Rusia de la segunda mitad del XIX. 

Se exploran así las situaciones personales, sociales y políticas en las que el novelista escribe una obra compleja, amplia y exigente, precursora del existencialismo del siglo XX y de la conciencia angustiada del hombre contemporáneo. 

 Dostoievski era hijo de un médico alcoholizado y colérico que apareció muerto en el campo, probablemente asesinado por sus siervos en circunstancias oscuras. Ese hecho y el simulacro de fusilamiento al que se alude en el párrafo inicial marcaron decisivamente la biografía del escritor, moldearon su personalidad y perfilaron la visión de la vida que reflejaría en sus novelas: la precariedad existencial del hombre moderno en un submundo de dolor y sufrimiento. 

 Los diez años de prisión en Siberia, los problemas económicos y su adicción al juego, su irritabilidad y su angustia existencial, la soledad, el trabajo febril, la enfermedad o sus relaciones amorosas perfilaron definitivamente su mundo literario en torno a la esperanza, la libertad de espíritu y la furia contra el nihilismo revolucionario que culminó en Los demonios y en Los hermanos Karamázov. 

 Todo ese proceso que une la biografía y la escritura del novelista lo rastrea meticulosamente Virgil Tanase en esta espléndida edición ilustrada, que se enmarca en una doble conmemoración: la del bicentenario del nacimiento del autor de las Memorias del subsuelo y los diez años de existencia de la editorial, en cuyo cuidado catálogo tienen una presencia fundamental la narrativa centroeuropea y el ensayo literario y cuyo nombre es un homenaje explícito a Dostoievski y su potente mundo literario.

Santos Domínguez 


01 noviembre 2021

Luis García Jambrina. Muertos S. A.

 


Luis García Jambrina.  
Muertos S. A.
Reino de Cordelia. Madrid, 2021.
 
Me llamo Luis y soy escritor de cuentos. Si ahora me atrevo a confesarlo de forma abierta ante ustedes, es porque, después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que tal vez mi experiencia pueda servirle a alguien. La verdad es que desengancharse no es nada fácil. A lo largo de mi vida he intentado dejarlo muchas veces, pero la necesidad de escribir cuentos era mucho más fuerte que yo. Era como una terrible enfermedad crónica, como la peor adicción que ustedes puedan imaginar. Lo de menos es que tus cuentos tengan calidad o encontrar un editor que quiera publicártelos. Cuando uno se hace adicto a esto, escribe porque sí, sin importarle nada todo lo demás. Escribir cuentos se convierte entonces en una necesidad vital; como alguien dijo, «lo que escribo me escribe y, al dar existencia a otros, me la estoy dando también a mí, aunque para ello tenga que aniquilarme lentamente». Terrible cita, es cierto, pera llena de verdad. «Esta tinta enlutada es mi sangre; tomad y bebed todos de ella», suelo decirles, medio en serio medio en broma, a mis personajes cada vez que saco un nuevo cuento de la impresora.
 
Así comienza Una confesión (a manera de prólogo), el texto inicial de Muertos S. A., de Luis García Jambrina que publica Reino de Cordelia.

Usando como hilo conductor la coexistencia con los muertos y los fantasmas y enmarcados entre dos confesiones, esa que les sirve de prólogo y otra que funciona como epílogo, son un conjunto de dieciocho cuentos organizados en dos partes. Nueve de ellos, los de la primera parte, se publicaron en un volumen en 2005 y los otros nueve han ido apareciendo en diversas revistas y se reúnen ahora por primera vez en esta nueva edición corregida, aumentada e ilustrada:
 
Hace cosa de unos años, después de un tropiezo con una de mis novelas, volví a recaer en la escritura de cuentos; primero de forma furtiva y vergonzante y luego de manera abierta y decidida. Al principio me engañaba diciéndome que solo iba a revisar algunos cuentos antiguos para reeditarlos, pero pronto empecé a añadir otros nuevos. Y aquí está el resultado.

La vida, la muerte y la literatura se cruzan en estas historias de muertos, fantasmas y aparecidos que son signos de la incursión de lo fantástico en lo real.  Y en torno al eje temático de la muerte, estos relatos tienden una red de relaciones para elaborar un divertimento metaliterario, para vincular el tema de la muerte a la literatura como lugar de encuentro entre los vivos y los muertos o para indagar en el misterio sobre la autoría de obras como el Lazarillo o el Quijote.

La relación del plagio con el asesinato; la revelación de la autoría del Quijote en un Toledo nocturno, subterráneo y secreto; o la del Lazarillo en una sesión de espiritismo; los muertos que vuelven porque en el Purgatorio no cabe ni un alma más o para desvelar el misterio de un oscuro crimen rural; los objetos con memoria y biografía, como el cáliz de cristal romano que fue depositario de un veneno por orden de Calígula en un asesinato frustrado, a diferencia de lo que ocurre con Unamuno, envenenado con un terrón de azúcar en su último café; la investigación de una fosa de la guerra civil que oculta una venganza reciente y una cadena de asesinatos; un narrador pardillo al que endosan un crimen tras un agitado viaje en tren; el secreto del amor que rejuvenece y mata; una alucinación en Venecia con Wagner, el Grial y Parsifal o tres encuentros dialogados con la muerte son algunos de los argumentos de estos relatos intensos, desarrollados con agilidad y resueltos con soltura y eficacia.

Su variedad tonal, entre la seriedad y la ironía, entre el humor y la erudición, y su diversidad de enfoques, desde el relato de misterio a la trama detectivesca pasando por el cuento gótico, es un constante homenaje a la literatura en sus temas, en sus alusiones o en sus guiños literarios al lector, en la presencia constante de libros y bibliotecas.
 
Santos Domínguez

29 octubre 2021

Miguel Sánchez Gatell. El umbral insalvable

Miguel Sánchez Gatell.
El umbral insalvable.
Bartleby Editores. Madrid, 2021.


Cuando el ángel se muestre, 
tan pocos y tan puros, 
los elementos tendrán que absolver 
a quien blande la palabra. 
La historia, en cambio, lo habrá olvidado todo. 

Como si no doliera, miro el mundo.
Y el silencio me toma de la mano.

Con esos versos se cierra el último de los poemas de El umbral insalvable de Miguel Sánchez Gatell, que publica Bartleby Editores, un espléndido tríptico que se abre con un conjunto de poemas en los que conviven la celebración de la luz y el color, con Goethe al fondo, en poemas ecfrásticos que dialogan con cuadros de Cézanne y Munch, de Kandinsky y Gauguin. 

La bien afinada palabra de Sánchez Gatell explora en esos textos los caminos de ida y vuelta que unen la palabra y la mirada, la poesía y la pintura en una afirmación de la vida y la memoria, en una meditación sobre la identidad y el paso del tiempo que culmina en la sinestésica serie ‘Doce colores’, inspirada en un cuarteto de cuerda de Schönberg, donde se leen versos como estos, del poema ‘Blanco’: 

La espera cabe, nunca la esperanza.
El futuro se toca, pero es sueño o es humo.
Ya no va a amanecer: todo es inútil. 
Lo único que sucede es un tiempo vacío 
en que la nada nombra, vanamente, las cosas.
Nada de lo que fluye 
puede alzarse en promesa o en mañana. 
Debería nacer, pero no nace.

Con ilustraciones de Lucía Sánchez Flores, la segunda parte es un homenaje al pintor expresionista austríaco Egon Schiele, una indagación en los límites de la expresión pictórica y verbal desde la perplejidad y el asombro, una reflexión sobre la creación artística desde la angustiada incertidumbre que recorre sus pinturas más representativas:

Viena es una hojarasca que el Danubio medita. 
La casa está vacía: solo queda el amor 
atónito de ausencia. Todo el tiempo fue arte.
Todo arte es umbral, todo límite es vano.

La Viena de comienzos del XX, el Hofmannsthal de la Carta de Lord Chandos, la poesía de Rilke y de Trakl o la filosofía de Wittgenstein son el telón de fondo de la tercera parte, recorrida por el mar de los mitos y la noche de las revelaciones y la conciencia de los límites del lenguaje en la crisis de la modernidad, como en este espléndido poema:

Queda la luz del mundo como un pan prometido, 
luz del norte que sueña los montes azulados, 
incendio del ocaso que derrama en el hielo 
lo que el lenguaje oculta con su lazo de sombra.

Palabras que concluyen en su propia distancia 
pues son pozos de sí, espejos de sus rostros.
Encendida presencia que se quema por dentro, 
que el verbo no concede si no se piensa puro. 

Solo tu desnudez te salva para siempre 
y tu sexo en la rocas gime pájaros altos.
Morir es transitorio; lo eterno es el vivir, 
lo dado es la certeza; creer es lo improbable.

Cierra el conjunto un epílogo (‘Apología del silencio’) que contiene doce aproximaciones al sentido de la poesía, el lugar del poema y el papel del poeta con versos como estos, en los que conviven, como en todo el libro, la lucidez y la limpieza expresiva, el cuidado de la palabra y la hondura meditativa:

En el poema, el lenguaje nos implica 
como si en la escena del crimen 
descubriéramos pálidos 
un revólver caliente en nuestras manos.
No importa 
ese mundo ignorante que yace en las palabras: 
es el poeta quien vela -no el lenguaje- 
el tahúr 
que gana o pierde la partida.

El verbo comparece para ser interrogado.
El poema es la pregunta.

Santos Domínguez 

27 octubre 2021

Martín Garzo. El árbol de los sueños


Gustavo Martín Garzo.
El árbol de los sueños.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.

Empecé a escribir por las noches. Me sentaba a la mesa y escribía sin descanso hasta terminar agotado. A menudo me acordaba de aquel árbol cuyos frutos Yavé había prohibido tocar, el árbol de los sueños. Estaba situado en el centro del paraíso, y Yavé había prohibido a Eva y a Adán acercarse a él y probar sus frutos, porque eso les haría como él. Recibir lo que no se espera, eso era la belleza. Todos querían que los sueños se hicieran reales, pero ¿por qué no seguir el camino inverso y devolver las cosas reales a los sueños de donde procedían?, escribe el narrador al final de El árbol de los sueños, de Gustavo Martín Garzo, un libro que es una celebración de la vida y el relato, un frondoso árbol de historias que cuenta cada noche una madre a sus dos hijos.

En las admirables páginas de este portentoso edificio narrativo con el que rinde homenaje a uno de los modelos de referencia de su literatura, Las mil y una noches, se convocan la realidad y la imaginación en la búsqueda de la belleza, se invocan el sueño y la vigilia y se evocan los arquetipos narrativos de diversas tradiciones orientales y occidentales para construir un espléndido libro que de alguna manera supone, a la vez que un homenaje a sus cimientos, la culminación de la obra de Gustavo Martín Garzo como un narrador de raza que disfruta del placer y la magia de contar, como alternativa a la muerte y a las pérdidas.

Y así va creciendo un árbol de palabras, un entramado de relatos que transforman la vida en palabras y las palabras en vida, reivindican la imaginación como memoria de lo olvidado y transfiguran la realidad oscura en sueño luminoso, en un mundo de revelaciones y descubrimientos que hacen de la literatura una forma de vida más alta y más intensa, un lugar habitable en el que, como defendió el propio Martín Garzo en su ensayo Elogio de la fragilidad, contar es vivir y soñar.

Están en estos relatos que hablan del amor y de la muerte, de ángeles y metamorfosis, los héroes griegos y los faraones egipcios, los misterios de Eleusis y la esclava de Abraham, la Casa de la Vida y las ciudades de las mujeres, Fiammeta y Sara, Jerusalén y Florencia.

El volumen está dedicado a Pier Paolo Pasolini, que puso como pórtico a su adaptación de Las mil y una noches esta frase, que podría suscribir Martín Garzo:La verdad no se encuentra en un sueño, sino en muchos sueños’.

Lo publica Galaxia Gutenberg en una muy cuidada edición que llega hoy a las librerías como uno de los libros imprescindibles de este último trimestre de 2021. Comienza con este párrafo, que atrapa al lector para no darle tregua en adelante:

 Mi madre solía decirnos que en la vida abunda esa sustancia inasible que constituye la felicidad y que lo único que hace falta para encontrarla es enfrentarse a las cosas muertas que la deshonran. Y le gustaba citar la frase de un antiguo profeta: Haz dulce tu camino y recibirás una melodía. Era la dulzura de las melodías que se cantan mientras dura el camino de la vida lo único que debía importarnos y no el éxito o la consideración que pudiéramos obtener de los demás.

Santos Domínguez 

25 octubre 2021

Auster. La llama inmortal de Stephen Crane

 


Paul Auster.

La llama inmortal de Stephen Crane.

Traducción de Benito Gómez Ibáñez.

Seix Barral. Barcelona, 2021.

Nacido el Día de los Difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo XX, deshecho por la tuberculosis antes de haber tenido ocasión de conducir un automóvil o contemplar un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio, un personaje del mundo del caballo y la calesa que se perdió el futuro que aguardaba a sus pares, no solo la creación de aquellas máquinas e inventos milagrosos, sino los horrores de la época también, incluida la aniquilación de decenas de millones de vidas en las dos guerras mundiales. Fueron sus contemporáneos Henri Matisse (veintidós meses más que él), Vladímir Lenin (diecisiete meses mayor), Marcel Proust (cuatro meses más), y escritores norteamericanos tales como W. E. B. Du Bois, Theodore Dreiser, Willa Cather, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert Frost, todos los cuales vivieron hasta bien entrado el nuevo siglo. Pero la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.

Con ese párrafo comienza La llama inmortal de Stephen Crane, que ha escrito Paul Auster. Burning Boy. The Life and Work of Stephen Crane es el título original de esta monumental biografía del autor de La roja insignia del valor, que acaba de publicar Seix Barral con traducción de Benito Gómez Ibáñez. Así explica Auster el título:

Muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta, constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido. Ciento veinte años después de su muerte, Stephen Crane sigue ardiendo.

Y así resume el método de su estudio y la razón de su entusiasmo admirativo:

No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven. Después de pasar los dos últimos años enfrascado en cada una de las obras de Crane, habiendo leído hasta la última de sus cartas publicadas, tras apoderarme de hasta el más pequeño detalle biográfico que caía en mis manos, me encontré tan fascinado por la frenética y contradictoria vida de Crane como por la obra que nos dejó. Fue una vida extraña y singular, llena de riesgos impulsivos, marcada con frecuencia por una demoledora falta de dinero así como por una empecinada e incorregible entrega a su vocación de escritor, que lo arrojaba de una situación inverosímil y peligrosa a otra —un controvertido artículo escrito a los veinte años que perturbó el desarrollo de la campaña presidencial de 1892; una batalla pública contra el cuerpo de policía de Nueva York, que de hecho lo exilió de la ciudad en 1896; un naufragio frente a las costas de Florida en el que casi muere ahogado en 1897; un concubinato con la propietaria del burdel más elegante de Jacksonville, el Hotel de Dreme; un trabajo como corresponsal durante la guerra hispanonorteamericana en Cuba (donde repetidamente se encontró frente a la línea de fuego enemiga); y luego sus últimos años en Inglaterra, donde Joseph Conrad fue su amigo más cercano y Henry James lloró su temprana muerte—, y ese escritor, más conocido por sus crónicas de guerra, también abarcó muchos otros temas, manejándolos todos con inmensa destreza y originalidad, desde relatos sobre la infancia y artistas bohemios en apuros hasta descripciones de primera mano de los fumaderos de opio de Nueva York, las condiciones de trabajo en una mina de carbón en Pensilvania más una devastadora sequía en Nebraska, y de forma muy parecida a Edgar Allan Poe, con frecuencia erróneamente identificado como un lúgubre proveedor de horrores y misterios cuando en realidad era un humorista magistral, el sombrío y pesimista Crane también podía ser increíblemente divertido cuando quería. Y debajo de la montaña de su prosa, o quizá en la cumbre, están sus poemas, algo que pocas personas, dentro y fuera del mundo académico, han sabido tratar, unos poemas tan alejados de las normas tradicionales decimonónicas de la composición poética —incluidas las desviaciones para romper moldes de Whitman y Dickinson— que apenas parecen contar como poesía y, sin embargo, permanecen en la memoria con más persistencia que la mayoría de los poemas norteamericanos que me vienen a la cabeza.

Dos años de trabajo que se resumen en ese párrafo en el que Auster, desde su perspectiva de “viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven”, sintetiza esta obra maestra, síntesis de biografía y crítica literaria, en la que se funden la atención a la vida efímera y a la obra imperecedera de Stephen Crane (1879-1900), uno de los fundadores de la novela norteamericana, admirado por sus contemporáneos Conrad y James.

Lo biográfico y lo literario se combinan equilibradamente en la escritura contundente y la lectura perspicaz, con un enfoque en el que pesa de manera determinante la condición de novelista de Auster, que hace una iluminadora lectura de la obra de Crane desde la perspectiva de un narrador que suma a su bien conocido oficio la perspicacia crítica y su clarividencia de lector privilegiado para levantar esta obra monumental que combina la investigación biográfica y la evocación del contexto histórico con el análisis literario.

Más de mil páginas entusiastas escritas con la espléndida prosa de Auster, un narrador que habla de otro al que admira sin reservas y sobre el que construye una biografía que se apoya en muchos textos de Crane, autor de una obra maestra como La roja insignia del valor, de dos novelas cortas, de más de treinta relatos, dos colecciones de poemas y dos centenares largos de artículos periodísticos. Así resume Auster la breve trayectoria de aquel “muchacho fogoso de rara precocidad a quien se le cerró el paso antes de alcanzar la plenitud de la edad adulta”:

El 28 de septiembre [de 1886], a solo unas manzanas de donde pronto viviría Crane en Manhattan, murió Herman Melville, sin lectores y casi olvidado. El 10 de noviembre, a miles de kilómetros, en Francia, al este de Marsella, moría Arthur Rimbaud a los treinta y siete años. Veintisiete días después, la madre de Crane moría de cáncer a los sesenta y cuatro años. Al escritor en ciernes solo le quedaban ocho años y medio de vida, pero en ese breve tiempo produjo una obra maestra en forma de novela (La roja insignia del valor), dos novelas cortas exquisitas y audazmente concebidas (Maggie: una chica de la calle y El monstruo), cerca de tres docenas de relatos de irreprochable brillantez (entre ellos «El bote abierto» y «El hotel azul»), dos recopilaciones de algunos de los poemas más extraños y feroces del siglo XIX (Los jinetes negros y War is Kind [«La guerra es buena»]), y más de doscientos artículos periodísticos, muchos de ellos tan buenos que están a la altura de su obra literaria.

A ese Crane que “ciento veinte años después de su muerte, sigue ardiendo” lo define Auster como “el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita”, porque “constituye la respuesta norteamericana a Keats y Shelley, a Schubert y Mozart, y si hoy continúa tan vivo como ellos, es porque su obra no ha envejecido”.

Un Crane que evoca y reivindica Auster en estas líneas al final de su libro:

No era nadie. Y luego fue alguien. Muchos lo adoraban, muchos lo despreciaban, y luego desapareció. Lo olvidaron. Volvieron a recordarlo. De nuevo lo olvidaron. Otra vez lo recordaron, y ahora, mientras escribo las últimas palabras de este libro en los primeros días de 2020, sus obras se han vuelto a olvidar. Es una época oscura para Estados Unidos, sombría en todas partes, y como ocurren tantas cosas que erosionan nuestras certezas sobre quiénes somos y a dónde nos dirigimos, tal vez haya llegado el momento de sacar de su tumba al muchacho fogoso y empezar a recordarlo de nuevo. La prosa aún restalla, la mirada sigue traspasando, la obra todavía escuece. ¿Nos importa eso aún? En caso afirmativo, y solo cabe esperar que sí, debe prestarse atención.

Santos Domínguez