17 junio 2020

El caso de los asesinatos del Obispo


S. S. Van Dine.
El caso de los asesinatos del Obispo.
Traducción de María Robledano.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

El príncipe de los detectives pedantes. Así definen María Robledano y Jesús Egido a Philo Vance, el sagaz detective creado por S. S. Van Dine, apócrifo de Willard Huntington Wright (Charlottesville, 1888 -Nueva York, 1939), en el prólogo -'Cuando Philo Vance instruyó a Sherlock Holmes'- que abre la edición de El caso de los asesinatos del Obispo, la cuarta entrega de la serie que publica Reino de Cordelia, con traducción de María Robledano.

En ese prólogo se explica que esta novela policíaca inspiró el clásico de Ágatha Christie Diez negritos

“El primer crimen se apoya, pues, en la canción de cuna ¿Quién mató a Cock Robin?, una fórmula que se irá repitiendo a lo largo del libro y que parece que tuvo éxito de público y de crítica, porque diez años más tarde, en 1939, Agatha Christie volvió a repetir el juego como argumento de su novela Diez negritos, que utilizaba una canción infantil más conocida en España como Yo tenía diez perritos: «Yo tenía diez perritos, / yo tenía diez perritos, / uno se perdió en la nieve. / No me quedan más que nueve. // De los nueve que quedaban, / de los nueve que quedaban, / uno se comió un bizcocho. ⁄ No me quedan más que ocho. // De los ocho que quedaban, / de los ocho que quedaban, / uno se metió en un brete. / No me quedan más que siete...». Y así, sucesivamente hasta quedarse sin ninguno, que es lo que va después de «no me queda más de uno».
La misma fórmula de la nana ¿Quién mató a Cock Robin? se repetirá en El caso de los asesinatos del Obispo con otras tonadillas de las Melodías de Mamá Oca: «Johnny Sprig», «Humpty Dumpty», «The Little Miss Muffet»...
Con la caída de cada perrito -negritos en el caso de Agatha Christie-, va muriendo un personaje en la novela de la dama del crimen, al igual que con cada nana de Mother Goose Nursery Rhyme van cayendo los de la novela de Van Dine. La Christie también copió otro elemento de la aventura de Philo Vance: todos los personajes son sospechosos, por lo que el asesino es incuestionablemente uno de ellos.”

Como las tres novelas anteriores que han aparecido en la misma editorial -El caso del asesinato de Benson, El caso del asesinato de La Canario y El caso de los asesinatos de los Greene-, fue llevada al cine en 1929, para aprovechar el enorme éxito de ventas de esos títulos en todo el mundo.

Refinado y cocainómano, Willard Huntington Wright ejerció como periodista, crítico literario y artístico. Se aficionó al género policial durante una cura de su adicción a la cocaína y escribió entre 1926 y 1939 una serie protagonizada por Philo Vance, un detective aficionado y diletante, erudito y coleccionista de arte, de mordacidad casi wildeana. Un millonario cínico e impertinente que es un trasunto parcial del autor. 

El narrador de la serie es Van Dine, asesor artístico y ayudante del detective, un atento observador que cumple aquí el mismo papel que Watson en las novelas de Sherlock Holmes. Y el inductor de las labores detectivescas de Vance es su amigo John Markham, fiscal del distrito de Nueva York, que le pone al corriente de una serie de crímenes rodeados de enigmas sin resolver, porque ni Markham ni el sargento de Homicidios Heath destacan por su sagacidad. 

El sofisticado trazado argumental en torno a misteriosos asesinatos, las referencias culturales, la agilidad narrativa y el eficiente manejo del diálogo están presentes ya como una seña de identidad en su primera novela policial, El caso del asesinato de Benson, que tuvo un éxito espectacular refrendado por las siguientes entregas, una por año hasta doce, que publicó Wright, siempre en torno a la figura del sofisticado Vance.

Además de un eficaz autor de novelas que renovaron esa narrativa policial, Wright es uno de los mejores teóricos del género. Aparte de con sus Veinte reglas para escribir historias policiacas, lo demostró con el estudio introductorio y las notas de la antología de Las más grandes historias de detectives del mundo (1928), que forman parte imprescindible del panorama crítico de la ficción de detectives.

Santos Domínguez


15 junio 2020

En las cumbres de la desesperación

   

Emil Cioran.
En las cumbres de la desesperación.
Traducción y prólogo de Christian Santacroce.
Hermida Editores. Madrid, 2020.


¿Por qué no podemos permanecer encerrados en nosotros mismos? ¿Por qué vamos tras la expresión y la forma, intentando vaciarnos de contenidos y sistematizar un proceso caótico y rebelde? ¿No sería más fecundo abandonarnos a nuestra interna fluidez, sin la idea de una objetivación, limitándonos a sorber con íntima voluptuosidad todos nuestros fervores y agitaciones interiores?

Así comienza 'Ser lírico', el primero de los breves epígrafes en los que se organiza En las cumbres de la desesperación, de Emil Cioran, que publica Hermida Editores con una nueva traducción directa e íntegra del rumano de Christian Santacroce, quien señala en su prólogo que “frente a la expurgada versión francesa publicada en 1990, de la cual deriva la traducción española conocida hasta el momento, la presente edición ofrece por primera vez a los electores de lengua hispana, en traducción directa del rumano, la versión íntegra de este texto originario que en sí mismo condensa todo lo que más tarde le seguirá.”

Cuando Cioran escribió este su primer libro en 1933, con veintidós años, estaba perfilando todo  su pensamiento posterior, contenido en germen en esta obra inicial que fue el resultado de su desazón existencial y de un insomnio desesperante que le impulsaba a transitar de madrugada las calles desiertas de Sibiu:

Para intensificar el proceso de interiorización y conversión hacia tu propio ser -escribe en el capítulo 'La pasión del absurdo'-, los paseos solitarios deben ser nocturnos para que sean fecundos, cuando nada de las seducciones habituales puede ya captar nuestro interés, cuando las revelaciones sobre el mundo van de la zona más profunda del espíritu, de allí donde éste se ha desprendido de la vida, de su herida. ¡Cuánta soledad es necesaria para tener espíritu! ¡Cuánta muerte en vida y cuántos fuegos íntimos!

En las cumbres de la desesperación fue la válvula de escape de su angustia y de sus obsesiones a través de una escritura apasionada y fragmentaria, densa y transparente que deja de lado definitivamente la metafísica especulativa y el pensamiento abstracto para convertirlos en expresión de una vivencia existencial.

Así lo expresaba en uno de los capítulos más breves e intensos del libro, 'No poder ya vivir':

El paroxismo de la interioridad y de la vivencia te lleva a esa región en la que el peligro es absoluto, pues la existencia que con tensa conciencia actualiza en la vivencia sus raíces no puede sino negarse a sí misma. La vida es demasiado limitada y fragmentaria para resistir las grandes tensiones. ¿No tuvieron todos los místicos, tras los grandes éxtasis, el sentimiento de no poder ya continuar viviendo? Y ¿qué pueden esperar aún de este mundo quienes sienten más allá de lo normal la vida, la soledad, la desesperación o la muerte?

Con su escritura venció las tentaciones suicidas y el tedio insufrible y puso en orden un torrente desordenado de pensamientos y emociones en un libro sombrío y abismático, intuitivo y lírico, atravesado por el miedo y el presentimiento de la locura, por el vacío existencial y el sinsentido de la vida, por la soledad y la conciencia de la muerte como rasgos característicos de la condición humana frente al animal. Lo resumió así en 'Dejar de ser hombre':

Sé lo que es ser hombre, tener ideales y vivir en la historia. ¿Qué puedo ya esperar de semejantes realidades? Es ciertamente algo tremendo ser hombre; padecer una de las más graves tragedias, un drama casi monumental, pues ser hombre es vivir en un orden de existencia totalmente inédito, más complejo y más dramático que el natural. 

Con esta traducción, que se publica cuando se cumple un cuarto de siglo de la muerte de Cioran, alcanza el centenar de títulos Hermida Editores, que ha ido elaborando estos últimos años un admirable catálogo en el que se combinan la calidad y la exigencia, la variedad y el esmero editorial.

Santos Domínguez

12 junio 2020

Poeta en Nueva York en Demipage


Federico García Lorca.
Poeta en Nueva York.
Ilustraciones de Jean Assémat.
Demipage. Madrid, 2020.

Ilustrada con diez espléndidas portadillas diseñadas por Jean Assémat para abrir cada una de las secciones de Poeta en Nueva York, Demipage publica una edición conmemorativa de los ochenta años de la primera edición del libro, que apareció en 1940.

Por una lamentable paradoja, Poeta en Nueva York es a la vez la obra mayor de García Lorca y el libro que tiene la historia textual más complicada de la literatura española contemporánea.

Escrito entre 1929 y 1930 durante el viaje de Lorca a Nueva York y Cuba, el poeta lo dio a conocer parcialmente en recitales y conferencias, se refirió a él en muchas entrevistas, lo corrigió insistentemente durante seis años, le cambió el título y pensó llamarlo -luego lo descartaría- Introducción a la muerte por sugerencia de Neruda, exageró sobre su tamaño y prometió trescientos poemas, desvinculó parte del material para integrarlo en otro proyecto que quería titular Tierra y luna, cambió la disposición de los textos, modificó el título de algunos poemas, dudó hasta última hora sobre su estructura y sobre los textos que incorporaría Poeta en Nueva York...

Finalmente, a principios de  julio de 1936, antes de irse a Granada, Lorca le dejó a Bergamín un complicado original, mecanografiado en parte y en parte manuscrito, con tachaduras y correcciones, para que lo publicara en Cruz y Raya.

Ese original, de 1935-36 no está ultimado, no es –ni de lejos- una entrega lista para la imprenta, ya que Lorca ni siquiera entrega el texto de algunos de los treinta y cinco poemas que deben formar parte de las diez secciones del libro, porque no dispone de su propio texto autógrafo ni de una copia, y se limita a indicar en dónde pueden ser localizados los textos manuscritos o impresos en alguna revista.

Para complicar más las cosas, a Lorca lo asesinan a mediados del mes siguiente, Bergamín se va con ese material al exilio y en 1940 se publican casi simultáneamente dos versiones distintas del libro: la edición Norton, en Nueva York, que preparó Rolfe Humphries, y la edición Séneca llevada a cabo por el propio Bergamín en México con una posible “intervención” de Emilio Prados sobre el texto.

Aunque poco importa al lector que haya dos secciones más o menos, que los poemas figuren en una o en otra, o que no haya secciones. Lo fundamental es que algunos de los textos de Poeta en Nueva York –El rey de Harlem, Norma y paraíso de los negros, Paisaje de la multitud que vomita, Poema doble del lago Eden, New York (Oficina y denuncia), Luna y panorama de los insectos, Grito hacia Roma, Oda a Walt Whitman, Pequeño vals vienés o Son de negros en Cuba- forman parte imprescindible de la poesía universal del siglo XX.

Así explica la oportunidad de esta reedición la nota editorial que abre el volumen: 

“Más que un rescate, como nos gusta llamar a los editores a aquellos textos que tuvieron su gloria o no pero quedaron relegados a las estanterías especializadas o a los cajones del olvido, es una refrescante actualización. En Demipage, nos gusta mimar nuestras publicaciones, no queríamos desperdiciar la oportunidad de alegrar nuestro catálogo con un poemario mítico, legendario y que se vale por sí mismo en esta gráfica pero sobria edición que proponemos, y que sugiere estas mismas reflexiones del poeta a las nuevas generaciones.
Son tiempos de pandemia, eran tiempos de depresión, recordemos que Lorca arribó a los Estados Unidos poco antes de producirse el Crack de 1929; el país se sumergió en un ambiente de crisis económica y de miseria social. A Lorca le impactó profundamente la sociedad norteamericana y sintió desde el inicio de su estancia una profunda aversión hacia el capitalismo y la industrialización de la sociedad moderna, al tiempo que repudiaba el trato dispensado a la minoría negra. Poeta en Nueva York fue para Lorca un grito de horror, de denuncia contra la injusticia y la discriminación, contra la deshumanización de la sociedad moderna y la alienación del ser humano, al tiempo que reclamaba una nueva dimensión humana donde predominase la libertad y la justicia, el amor y la belleza.”

Santos Domínguez

10 junio 2020

Thomas Wolfe. Cuentos



Thomas Wolfe. 
Cuentos
Traducción de Amalia Pérez de Villar.
Páginas de Espuma. Madrid, 2020.

Aquí está la Plaza que nunca cambia -pensó Robert-, aquí está Robert que tiene casi doce años y aquí está el Tiempo. Así se lo parecía a él: pequeño centro de su universo diminuto, accidental construcción de piedra que tardó veinte años, conglomerado azaroso del tiempo y los afanes interrumpidos, para él era el eje sobre el que pivotaba la tierra, el núcleo de granito de la inmutabilidad, la Plaza eterna a la que todas las cosas llegaban, por donde todas pasaban, la Plaza, que resistiría eternamente y que nunca cambiaría.

Esas líneas pertenecen a El muchacho perdido, una espléndida novela corta del narrador norteamericano Thomas Wolfe (1900-1938), a quien no se debe confundir con el Tom Wolfe que escribió La hoguera de las vanidades.

Es uno de los cincuenta y ocho relatos que Páginas de Espuma reúne por primera vez en español con traducción de Amalia Pérez de Villar. En El muchacho perdido, que es también uno de sus relatos más conocidos, Wolfe proyecta una profunda mirada elegiaca a la infancia a través de las cuatro voces y los cuatro momentos con los que se aborda la búsqueda del hermano muerto. Aparecen en ese texto algunas de las claves temáticas de la narrativa de Wolfe: el paso del tiempo, la soledad o las pérdidas.

También en torno al número cuatro se organiza La muerte, ese hermano orgulloso, cuyo eje son cuatro muertes absurdas y anónimas en Nueva York. Una desolada aproximación a la precariedad de la vida y una bajada a los infiernos que comienza así:

Tres veces ya había visto la cara a la muerte en la ciudad, y aquella primavera iba a ser la siguiente. Una noche, una de esas noches caleidoscópicas de locura, borrachera y furia que conocí aquel año, mientras merodeaba por la enorme calle oscura, de luz en luz, de la medianoche a la mañana, cuando el mundo entero daba vueltas a mi alrededor con su danza gigantesca y demenciada... vi morir a un hombre en el metro.

El número cuatro y la muerte reaparecen en Sólo los muertos conocen Brooklyn, con sus cuatro personajes en diálogo, y en No hay puerta, una estupenda novela corta organizada en cuatro partes que responden a cuatro momentos de enorme intensidad emocional y lírica sobre la memoria y la identidad, sobre la presencia del pasado en el presente.

En un juicio “tan generoso como dudoso”, al decir de Harold Bloom, Faulkner lo calificó en 1958 como el mejor novelista norteamericano del siglo XX. En todo caso es un narrador irrepetible cuya muerte prematura a los 37 años no impidió que se le reconociera como uno de los narradores más importantes de la generación perdida de Faulkner, Steinbeck, Scott Fitzgerald, Dos Passos o Hemingway. En la generación siguiente, Jack Kerouac, en quien ejerció una notable influencia, decía que aspiraba a escribir alguna vez un relato con la altura literaria y la fuerza poética de El muchacho perdido.

Con el telón de fondo de una América rural o urbana y una escritura desbordante, con una base fundamentalmente autobiográfica, su narrativa se mueve entre la nostalgia y el desarraigo, entre el lirismo y una profundidad vertiginosa que le convierten en un lúcido espectador de la América anterior a la Gran Depresión y de una Europa a la que viajó en seis ocasiones y en la que ambientó algunos relatos, como En lo oscuro del bosque, extraño como el tiempo.

A su personalidad y a sus circunstancias biográficas se aproximó la película El editor de libros, que dirigió Michael Grandage en 2016 sobre un guión basado en uno de sus relatos, El Viejo Rivers. 

De esas circunstancias decisivas en la narrativa de Thomas Wolfe habla Amelia Pérez de Villar en su prólogo, donde señala que “todos los detalles que he incluido en este resumen biográfico se encuentran en los cuentos que van a continuación, algunos de ellos varias veces, dado que se ofrecen desde distintos puntos de vista, lugares o momentos.”

De su capacidad de observación, de su mirada al paisaje y su prosa desbordante dan ejemplo descripciones como esta, que se lee en No hay puerta. Una historia sobre el tiempo y el viajero:

Camina la tarántula por el roble podrido, la víbora sisea contra el pecho y caen los cálices. Pero la tierra vivirá para siempre. Las flores del amor viven en lo salvaje, y la raíz del olmo se entrelaza con los huesos de los amantes enterrados. 

La lengua muerta se marchita y el corazón muerto se pudre; las bocas ciegas se arrastran como insectos por túneles que excavan en la carne enterrada, pero la tierra vivirá para siempre. El vello crece como abril en el pecho enterrado y de las cuencas del cerebro brotarán las flores de la muerte y no se agostarán.   

Santos Domínguez




08 junio 2020

La Cripta de los Capuchinos


Joseph Roth.
La Cripta de los Capuchinos.
Edición y traducción de David Pérez Blázquez.
Biblioteca Cátedra del siglo XX. Madrid, 2020.


Nos llamamos Trotta. Nuestra estirpe procede de Sipolje, en Eslovenia. Digo esto porque no somos una familia. Sipolje ya no existe, desde hace mucho. Hoy forma, junto con varios municipios aledaños, una gran población. Es, como se sabe, el signo de estos tiempos. Las personas no son capaces de estar solas y se congregan en absurdos grupos. Luego, las aldeas tampoco saben estar solas, y entonces surgen agrupaciones absurdas. Los campesinos se marchan a toda prisa a las ciudades, y hasta las aldeas quieren convertirse enseguida en urbes.

Así comienza La Cripta de los Capuchinos, de Joseph Roth, en la estupenda traducción de David Pérez Blázquez que edita Cátedra en su colección Biblioteca del siglo XX.

Publicada en 1938, seis meses antes de la muerte de Roth, lo que la convierte casi en un testamento,  y escrita en una situación personal desesperada, ya al borde del abismo, es su última gran obra, el complemento indispensable de La marcha Radetzky y una mirada desolada a un mundo que se desmorona definitivamente con el final de una estirpe simbolizada en esa cripta vienesa donde están enterrados los Habsburgo. Una mirada que se resume en la frase final del narrador cuando se encuentra cerrada la Cripta:

Y yo, un Trotta, ¿adónde voy a ir yo ahora?...

Como en La marcha Radetzky, donde utilizó la narración en tercera persona, Roth construye aquí un relato de forma autobiográfica sobre la peripecia personal del disoluto narrador-protagonista, Franz Ferdinand Trotta, último también de su estirpe, para ofrecer una imagen que refleja la disolución de la realidad histórica, social y cultural del Imperio Austrohúngaro:

No soy hijo de estos tiempos; de hecho, me resulta difícil no declararme abiertamente su enemigo. Y no es que no los entienda, como he afirmado a menudo. Eso es tan solo una excusa piadosa. Sencillamente, por pura comodidad, no quiero parecer grosero o resentido, y entonces digo que no los comprendo, cuando en realidad debería decir que los odio o que los desprecio.

Entre abril de 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial que acabaría disolviendo el Imperio Austrohúngaro, y marzo de 1938, cuando Austria se incorporaba al Tercer Reich y las esvásticas ondeaban en las calles vienesas, transcurre un relato en el que la ironía cáustica disimula la profunda nostalgia de un Roth desarraigado de lo que Zweig definió como El mundo de ayer, sepultado en la Cripta de los Capuchinos con la dinastía habsbúrguica que lo representa.

La frivolidad del protagonista cuando joven en una Viena deslumbrante, su experiencia de la guerra en Galitzia, el cautiverio en Siberia o la Viena decadente del periodo de entreguerras son el telón de fondo sobre el que el narrador proyecta un mosaico de personajes y ambientes que representan la demolición del mundo de los Trotta o del propio Roth: el primo gorrón Branco, el judío Reisiger, el conde Chojnicki o el señor Von Stettenheim son algunas de las creaciones inolvidables de un novelista dueño en esos estertores creativos de un potente universo narrativo y crepuscular. 

Anotada con imprescindibles aclaraciones que iluminan las referencias históricas sobre las que se sostiene la novela, esta edición va precedida además de un amplio estudio introductorio en el que David Pérez Blázquez recorre la vida y la obra de Roth antes de centrarse en el estudio de La Cripta de los Capuchinos, sobre la que afirma que “no es simplemente una secuela menor de La marcha Radetzky, ni una mera evocación del mundo idealizado de los Habsburgo, ni una condena a los acontecimientos de los años treinta, sino que también continúa desarrollando, con mayor intensidad si cabe, el diálogo entre el pasado y el presente comenzado con su obra maestra.”

Santos Domínguez 


05 junio 2020

Los deslumbramientos. Recapitulaciones




Ángel Guinda.
Los  deslumbramientos 
seguido de Recapitulaciones.
Olifante. Zaragoza, 2020. 

  ¡Aunque sea sobre agua escribe fuego!

Ese es el último verso del poema que abre Los deslumbramientos, el primero de los dos libros de Ángel Guinda que Olifante reúne en un volumen junto con Recapitulaciones en una espléndida edición conmemorativa del XLI aniversario de la creación de Olifante  Ediciones de poesía.

Un conjunto de casi medio centenar de poemas breves escritos entre 2014 y 2020, recorridos por la serenidad meditativa, la depuración minimalista y un tono que combina lo elegíaco y lo alucinatorio en un intenso libro de interiores nocturnos en donde brilla a veces una luz sagrada.

Alejados de todo patetismo, Los deslumbramientos y Recapitulaciones completan un inventario de pérdidas, un recuento de ausencias atravesado por el tiempo y la memoria, por la mirada a un pasado contemplado no solo como pérdida, sino también como ganancia.

Como ganancia, por ejemplo, de la serenidad estoica ante la muerte presentida en unos poemas de interiores construidos desde una mirada hacia dentro, desde la calma de su impulso rememorativo, desde una voluntad depuradora de la conciencia ética antes del adiós:

Perdido el horizonte,
perdidas ya las pérdidas, 
cuanto aún le quedaba eran ganancias.

Los temas tradicionales de la poesía -el amor y el dolor, la memoria y la muerte, los sueños perdidos- se conjugan aquí con la aceptación del silencio definitivo y de un mañana que ha pasado antes de llegar.  

“La memoria es una llave maestra”, “un cementerio vivo llama en mi cabeza”, ”¿Oyes la voz del cementerio?” son algunos de los versos con los que Ángel Guinda elabora una despedida de sí mismo desde las premoniciones y la oscuridad, desde el desengaño de quien “nada espera de nada ni de nadie”, de quien asume la fugacidad  (“por las grietas del humo se me escapa la vida”) con serenidad, porque sabe que

La serenidad es un estado del ánimo, 
conciencia de viajar a uno mismo despacio. 
Y haber llegado ya es alcanzarse.

Dos libros compuestos desde una mirada casi póstuma en su distanciamiento y con una palabra que ordena la realidad personal con la actitud de aceptación que refleja el verso final del libro, casi un epitafio:

 ¡Fui amanecer. Soy ocaso!

Santos Domínguez 

03 junio 2020

Ortega y Gasset. Meditaciones


Ortega y Gasset.
Meditaciones.
Edición de Francisco Fuster.
Hermida Editores. Madrid, 2020.

“La empresa más extraordinaria de las por él acometidas es, a mi juicio, la publicación de los ocho volúmenes que conforman El Espectador, entre 1916 y 1934. Y lo es no sólo por el resultado, cuya calidad no creo que ofrezca dudas, sino por el espíritu que lo animó. En 1916, Ortega tomó conciencia de que era tal la magnitud de su capacidad creativa y el deseo de poner por escrito el desbordante caudal de su pensamiento que urgía un mecanismo para dar rienda suelta a esa omnímoda necesidad de trasladarnos sus reflexiones sobre el porqué de las cosas”, escribe Francisco Fuster en el prólogo de Meditaciones, la antología de El Espectador de Ortega y Gasset que ha preparado para Hermida Editores.

El Espectador era el título de la revista unipersonal que José Ortega y Gasset proyectó con una periodicidad bimestral que no pudo cumplir y de la que finalmente publicó ocho tomos entre 1916 y 1934. 

En el Prospecto de El Espectador que fechó en El Escorial el 1 de enero de 1916 Ortega resumía así su proyecto de publicación:

Hablaré en ella de sentimientos y de pensamientos, de arte y filosofía, de política y de historia, de los viajes que hago y de los libros que leo. [...] No pretendo tener otra virtud que esta de arder ante las cosas.

Está en estas Meditaciones el mejor Ortega desde el punto de vista literario, el prosista brillante que, más allá del descuido barojiano o del esquematismo casi telegráfico de Azorín, da constantes muestras de una prosa de largo aliento, elaborada, clara y tersa que alcanza en estos textos sus manifestaciones más altas.

Son las páginas de Ortega que han soportado y seguramente soportarán mejor el paso del tiempo por la consistencia estilística de una prosa en la que conviven el matiz y la limpidez, la levedad fluida de la frase y la precisión luminosa de sus imágenes.

A esa calidad literaria se refiere también el antólogo cuando destaca “la exquisitez de ese estilo orteguiano, lleno de imágenes visuales y de hallazgos verbales.”

Y aunque en todos ellos está el pensador profundo, estos no son textos estrictamente filosóficos, sino manifestaciones de la curiosidad intelectual de un observador perspicaz, de ese espectador atento dispuesto a “arder ante las cosas”. Su variedad los sitúa cerca del libro de viajes, de la crítica literaria, de los apuntes sobre pintura, arquitectura o música, de la reflexión sobre política y sociedad. 

Con la meditación sobre España al fondo, son ensayos de ética y estética, textos en los que el extraordinario prosista que fue Ortega dejó la impronta de su voluntad de estilo, de su intuición y su inteligencia, de su capacidad para la sutileza, para la metáfora o la sugerencia impresionista. Así lo destaca Francisco Fuster:

“Ese extremado celo se nota en el contenido de los ocho volúmenes que integran El Espectador, pero también en la forma: en la brillantez de una prosa excelsa y sensual, llena de metáforas sugerentes y de un vocabulario riquísimo, exuberante. Que en Ortega fondo y forma van necesariamente unidos es algo que ya saben sus lectores, acostumbrados desde la primera página al personalísimo estilo de su autor.”

Observación, descripción y meditación se suceden en estas páginas, en las que la mirada profunda al paisaje y a su carga histórica sirve como palanca de reflexiones sobre política y sociedad, meditaciones sobre filosofía y cultura, antropología y psicología o crítica literaria y reflexiones como esta, de una de las Notas de andar y ver:

No se crea por esto que soy de temperamento conservador y tradicionalista. Soy un hombre que ama verdaderamente el pasado. Los tradicionalistas, en cambio, no le aman: quieren que no sea pasado, sino presente. Amar el pasado es congratularse de que efectivamente haya pasado, y de que las cosas, perdiendo esa rudeza con que al hallarse presente arañan nuestros ojos, nuestros oídos y nuestras manos, asciendan a la vida más pura y esencial que llevan en la reminiscencia.

Santos Domínguez 

01 junio 2020

Como si fuera un fantasma


Felipe Alcaraz. 
Como si fuera un fantasma.
Atrapasueños. Andalucía, 2020

Son tumbas de las cuales puede alzarse un Fantasma glorioso que ilumine nuestros tiempos convulsos

Esa cita de Inglaterra, 1829, un memorable poema de Percy Shelley, encabeza y es el núcleo de sentido de Como si fuera un fantasma, el último libro de poesía de Felipe Alcaraz que publica Atrapasueños.

Y esa misma cita se recupera, actualizada en las circunstancias del presente casi dos siglos después- al final del libro como cierre del último y largo poema -El fantasma cansado- que es la culminación, la cifra y el resumen del conjunto:

Y regresas a tu casa, vencido el día, 
por la avenida de las estatuas rotas, 
recordando al Shelley de 1829. 
¿Cuándo se elevará 
de entre las tumbas 
el glorioso Fantasma 
que nos salve de estos 
tiempos convulsos 
y sea posible el amor?

Ese fantasma libertador que Shelley invocaba en Inglaterra, 1829 es el que recorrió Europa en 1848 en el encabezamiento del Manifiesto comunista de Marx y Engels y el que se reivindica también en estos poemas críticos e irónicos que desarrollan lo que Felipe Alcaraz ha denominado “una lírica de lo común” para construir un conjunto de lenta elaboración y depurada escritura, un “libro de resistencia, no de decadencia”, una “experiencia de rebelión”, como señala Manuel Ruiz Amezcua en su prólogo, “La poesía y sus circunstancias”.

Sus poemas surgen de la conciencia histórica y la ideología, de la fuerza conjunta del amor y la política, de lo íntimo y lo civil para reivindicar no solo la presencia libertaria de ese fantasma, sino también la lentitud como “ternura del tiempo”. 

Organizado en cinco partes sabiamente analizadas por Ana Moreno Soriano en el epílogo, Como si fuera un fantasma tiene en su parte central -A la viva muerte de un poeta- un espléndido poema: Panorama de Sevilla el día que murió Cernuda, en el que se leen estos tres versos:  

Ya no eras de Sevilla 
ni de ningún otro lugar, 
ni nunca lo habías sido. 

Y ese sentimiento de desarraigo lo comparten también el poeta y el fantasma -“Tú y yo somos extranjeros”- con Javier Egea al que se dedica también una emocionada evocación en Paseo por el amor y la muerte, que remata este verso:

Un águila lejana sobrevuela las derrotas.

Como si fuera un fantasma es, en palabras de Ana Moreno, “una obra poblada de fantasmas y silencio, de muertes imposibles, de banderas, de caminos y de espejos, de seres de carne y hueso con conciencia que no se rinden, que saben que no hay más historia que la que nos derrota y se sienten extranjeros en un mundo donde todo existe a extrañas escalas, pero saben que "hay un amor que nos espera a pesar de todo."

Poesía para tiempos convulsos, eso es la invocación al fantasma que hace la voz poética de Felipe Alcaraz, una voz fiel a la nueva sentimentalidad que tergiversó la poesía de la experiencia y de la que dejo aquí como muestra este intenso Deja que hable el fantasma:

El silencio es nuestro punto fuerte.
Palpita entre nosotros el eco consabido
de batallas con espadas de madera,
perros compartidos
y ciruelos cuajados de frutos durísimos.
Mi hermano Javier y yo
nos sentamos frente al mar
y callamos.
Sabemos que no es posible el amor,
aunque una mujer nos espere entre las aguas.
Somos una conversación pendiente
y comprendemos que ahí está la clave
para una gestión soportable del pánico.
Lo sabemos
y por eso no resultaba tan duro el silencio,
no es tan absurda la espera.
Está siempre con nosotros
el fantasma de Shelley,
que Marx paseó por media Europa.
Quizá todo consista
en dejar que hable el fantasma.

Tarde o temprano madurarán las ciruelas.


Santos Domínguez 

29 mayo 2020

Giacomo Casanova. Historia de mi vida




Giacomo Casanova.
Historia de mi vida. 
Traducción y notas de Mauro Armiño.
Prólogo de Félix de Azúa.
Atalanta. Memoria mundi. Gerona, 2009.

En 1767 una lettre de cachet de Luis XV expulsaba de Francia al abate Giacomo Casanova (1725-1798). En casi toda Europa le había ocurrido lo mismo a aquel veneciano que ya se había convertido en la imagen tópica del libertino.

Pero esta vez era peor. Casanova había entrado en una edad en la que la Fortuna desprecia a los hombres. Tenía 42 años y la saturación de experiencias de una vida vertiginosa. Llevaba a sus espaldas la tristeza por la muerte de algunos amigos y protectores, la muerte reciente de su bella amiga Charlotte. Y solo le quedaban por visitar sin prohibiciones dos países excéntricos, España y Portugal.

Con ese equipaje de malos augurios y muertes recientes inicia el viaje y atraviesa en mulo los Pirineos. No había malos caminos. No había caminos. Las penosas comunicaciones de las que hablan otros viajeros de la Ilustración no le importan demasiado. Las asume como una prolongación de su decadencia, como una proyección de su desgracia.

Y pasa sus días madrileños con ilustrados de la corte de Carlos III, con libertinos ibéricos ajenos a todo refinamiento. Fue una víctima indirecta de aquel vergonzoso motín de Esquilache en el que unieron sus fuerzas (no era la primera vez y no sería la última) la delincuencia común y el clero.

Ha perdido el abate energía sexual y ya no le hacen demasiado caso las mujeres. Las conquistas son cada vez más escasas y penosas. Con amarga ironía reconoce Casanova que alguna mujer ha hecho en la cama lo que ha querido y él lo que ha podido. Así es que en España se dedica sobre todo a hacer informes reformistas, a pretender un cargo y a reunirse con librepensadores. La última (o la penúltima) aventura de un Casanova para el que el mundo no es ya más que un recuerdo en el que se confunden las luces y las sombras.

Como una obra maestra literaria, un relato que conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza y excita tanto la lujuria como el raciocinio define Félix de Azúa la Historia de mi vida de Giacomo Casanova en el prólogo que ha escrito para la espléndida edición que publica Atalanta en su colección Memoria mundi con traducción y notas de Mauro Armiño. Hasta la edición alemana de 1960, sólo se publicó en versiones mutiladas y esta es la primera vez que se publica en versión íntegra en español, en dos volúmenes anotados y con un imprescindible índice de nombres y lugares.

Redactada en francés, su segunda lengua, en un francés oral y cercano, casi actual, la Histoire de ma vie, que convirtió a Casanova en uno de los autores más leídos del XVIII, dedica una parte sustantiva a ese viaje a España que lo llevó de Madrid a Valencia y luego a Barcelona para dar con sus ajetreados huesos en la cárcel de la Ciudadela.

Giacomo Casanova, el libertino ilustrado, el intelectual vitalista y masón encarcelado por el Santo Oficio veneciano, escapó de la cárcel en 1755 y recorrió las principales ciudades de Europa. De Venecia a París, de Praga a Dresde o Viena, introdujo la lotería en Francia, se relacionó con Rousseau, discutió con Voltaire y colaboró con Mozart. Fue un anti-Don Juan, como explica Félix de Azúa en el prólogo, frecuentó la alta sociedad, pero también a aventureros, depravados o marginales como él.

Violinista discreto y poeta ocasional, seminarista escéptico y militar a tiempo parcial, alquimista y espía, el Casanova que rememora su vida no tenía nada más que tiempo y memoria de las tabernas y las cárceles, de los palacios y los burdeles. Munich, Constantinopla, Barcelona o Madrid fueron algunas de las estaciones de paso de una vida errante y errática antes de quedarse como bibliotecario en el castillo del conde de Waldstein, en Bohemia. Allí escribió estas memorias a lo largo de siete años, entre 1791 y 1798, para recuperar lo que se había llevado el tiempo: Al acordarme de los placeres que he experimentado, los revivo y gozo con ellos por segunda vez, y me río de las penas que ya he sufrido y que ya no siento.
Unas memorias que contienen una detallada descripción de la Europa anterior a la Revolución Francesa, además de la memoria personal de un hombre contradictorio y cínico, apasionado y racional, vitalista y autodestructivo a un tiempo. Como un clásico incómodo definió Ángel Crespo a aquel hombre múltiple y crucial para entender el siglo de las luces, que resume en Casanova sus propias contradicciones.

Aquel ser refinado y grosero, superficial y lúcido que no quiso ser nada ni nadie escribió estas memorias desde el fondo de la desolación, pero sin renunciar a la provocación ni al descaro como última venganza ante un mundo que ya no era el suyo.

He sido, durante toda mi vida, víctima de mis sentidos. Me he complacido en descarriarme - escribe en el prefacio. Y esa arrogancia con la que se ufana de sus aventuras está en las antípodas de la actitud confesional de Rousseau. No son estas las confesiones de un penitente arrepentido. Están escritas con la distancia satírica de quien ya no se reconoce sino como personaje que vive en el pasado y en la literatura.

Tras la lumbre apagada del conquistador, quedaba el rescoldo del recuerdo. Y a esa luz construye Casanova el simulacro de la realidad en la memoria, en un intento inútil de reavivar la llama en el siglo de las luces que se han ido apagando. Declaró que no le gustaban las novelas, pero esta narración de su vida, un relato que mezcla verdades y ficciones, es probablemente la mejor novela del siglo XVIII.


Santos Domínguez

27 mayo 2020

Kenneth Clark. Civilización


Kenneth Clark.
Civilización.
El libro de bolsillo.
Alianza Editorial. Madrid, 2013.

Estoy en el Pont des Arts de París. A un lado del Sena se alza la armoniosa y razonable fachada del Instituto de Francia, construido como colegio universitario alrededor de 1670. En la otra orilla, el Louvre, construido sin interrupción desde la Edad Media hasta el siglo XIX: la arquitectura clásica en su forma más espléndida y serena. Apenas visible río arriba está la catedral de Nôtre Dame, quizá no la más atractiva de las catedrales, pero sí la fachada más rigurosamente intelectual de todo el arte gótico. Las casas que bordean las orillas del río constituyen también una solución humanizada y razonable de lo que la arquitectura urbana debería ser, y frente a ellas, bajo los árboles, están los puestos de libros donde generaciones de estudiantes han encontrado alimento espiritual y generaciones de bibliófilos han cultivado su civilizado pasatiempo. Por este puente, a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, los estudiantes de las escuelas de arte de París han corrido al Louvre para estudiar las obras que contiene, y luego de vuelta a sus estudios para charlar y soñar con hacer algo digno de la gran tradición. Y cuántos peregrinos de América, de Henry James para abajo, se habrán detenido en este puente para aspirar el aroma de una cultura de muchos siglos, y se habrán sentido en el corazón mismo de la civilización.(...)  ¿Qué es la civilización? No lo sé. No soy capaz de definirla en términos abstractos... todavía... Pero creo que sé reconocerla cuando la veo; y en estos momentos la estoy viendo.

Así comienza el primero de los trece capítulos que sirvieron de guión para Civilisation: A Personal View by Kenneth Clark, la monumental serie que dirigió el historiador de la cultura Kenneth Clark (1903-1983) en la BBC en 1969 y cuya traducción reedita El libro de bolsillo de Alianza Editorial, en una edición profusamente ilustrada, es un espléndido panorama que refleja la visión personal de Clark de la cultura occidental, desde la caída del Imperio Romano hasta mediados del siglo XX.

Una visión global que integra las artes plásticas, la música, la arquitectura, la literatura, filosofía e ingeniería, en una lectura profunda y a la vez divulgativa que abre perspectivas y relaciona épocas, actitudes, manifestaciones artísticas y presupuestos ideológicos. Y, sobre todo, propone una interpretación que une la evolución social a la evolución cultural, de manera que el paisaje urbano, por ejemplo, suscita una interpretación del hombre y de su historia, como revelan afirmaciones como esta: Si yo tuviera que decidir quién dice la verdad sobre una sociedad, si el discurso de un ministro de la vivienda o los edificios efectivamente construidos en su época, me fiaría de los edificios.

Santos Domínguez 

25 mayo 2020

Pedro Páramo


Juan Rulfo. 
Pedro Páramo. 
Edición del centenario.
Editorial RM - Fundación Juan Rulfo.
México, 2016.


Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte». Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.

Así de memorablemente empieza la bajada a los infiernos que es el eje narrativo de Pedro Páramo, la novela que publicó Juan Rulfo en 1955 y que reedita la Editorial RM en el marco de las actividades con las que se conmemora el centenario del autor.

Juan Preciado evoca así un viaje en busca del padre -“me trajo la ilusión”- como el de Telémaco en la Odisea, un descenso al inframundo que es crucial en todas las mitologías y en el que el protagonista va acompañado de un guía, el arriero Abundio Martínez, que cumple el mismo papel de embajador en el infierno que Caronte en la mitología clásica o Virgilio en la Divina Comedia.

Todo desmiente en la novela la fama de creador intuitivo que injustamente le atribuyó a Rulfo una parte de la crítica. Todo está medido en ella: desde la estructura caleidoscópica -aparentemente anárquica- que traba la novela y sostiene su construcción en una meticulosa organización circular, hasta el nombre del pueblo -que evoca el de la sartén sobre las brasas- o los nombres simbólicos de los personajes, habitantes de un territorio intermedio entre la vida y la muerte, de un espacio vacío y calcinado en un tiempo que es el de la ucronía, el no-tiempo del mito.

Pese a su brevedad, que la acerca al terreno de la novela corta, Pedro Páramo es un texto inagotable, en el que se suceden varios narradores: el inicial, Juan Preciado, que habla al principio de la novela, aunque no al lector, como parece en una primera lectura; un narrador omnisciente que usa la tercera persona y el estilo indirecto libre para adentrarnos en el interior de los personajes, y dos narradoras-testigo: Dorotea y Susana San Juan, desde la misma tumba de Juan Preciado y desde la contigua.

Personajes que forman un coro de sombras y de voces, de almas en pena traspasadas por el viento, acosadas por los recuerdos y los remordimientos, y perseguidas por los murmullos que estuvieron en el primer título pensado por Rulfo para la obra: “me mataron los murmullos, recuerda Juan Preciado.

Y es que Pedro Páramo es una novela de fantasmas, anclada no en lo gótico sino en las tradiciones precolombinas, en la hondura telúrica de los pedregales estériles y desolados en los que no transcurre el tiempo ni se define la frontera entre los vivos y los muertos, que habitan un lugar de transición entre la vida y la muerte, desterrados del tiempo como sombras errantes.

En ese lugar sin árboles ni perros, de voces sin cuerpos y nombres sin rostro, en ese pueblo lleno de ecos y de sombras que se habían prefigurado en Luvina, giran los personajes presos de un tiempo circular, como los remolinos sobre el espacio de silencio erosionado de Comala:

No, no era posible calcular la hondura del silencio que produjo aquel grito. Como si la tierra se hubiera vaciado de su aire. Ningún sonido; ni el del resuello, ni el del latir del corazón; como si se detuviera el mismo ruido de la conciencia.

Y entre esas voces gastadas que arrastra el viento por aquel espacio de desolación, varios personajes se recortan con un perfil más definido sobre aquel desierto superpoblado de espectros. Son ellos los que sostienen la trama narrativa de la novela: Juan Preciado, el primer narrador, un fantasma más, que ha muerto de miedo y gira sin salida en ese remolino del viento y de las voces. Un narrador que no se dirige al lector, sino a Dorotea, su compañera de tumba.

Abundio Martínez, su hermanastro, hijo también de Pedro Páramo, el arriero que abre y cierra la trama narrativa circularmente, es la otra cara de Juan Preciado, porque es el ejecutor de la venganza y mata a su padre, que acaba desmoronándose en la última linea de la novela como si fuera  un montón de piedras.

Hay muertos anteriores, como Dolores Preciado, cuyo impulso nostálgico es el motor del viaje de su hijo Juan. O Susana San Juan, que enloquece soñando con el mar, el amor inaccesible cuya muerte acaba provocando la destrucción de Comala como venganza del cacique porque el pueblo no respetó el duelo. Y si Pedro Páramo es el causante de la ruina material de Comala, el padre Rentería es el responsable de su ruina moral por no enfrentarse al tirano y haber traicionado al pueblo cediendo al soborno.

Y muertos como Miguel Páramo, otro hijo de Pedro Páramo, su sucesor desaforado y depredador, un pendenciero muerto prematuramente. Eduviges Dyada evoca su muerte en este pasaje portentoso:

»—¿Qué pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?

»—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.

»—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.

»—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.

»—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.

»Y cerré la ventana.

»Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir:

»—El patrón don Pedro le suplica. El niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.

»—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?

»—Sí, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.

»—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré.

Y además de todo eso, que ya es mucho, una prosa cuyo sentido del ritmo y cuya capacidad de sugerencia y altura poética sitúan a Rulfo en el terreno de la mejor poesía mexicana del siglo XX, como ha señalado Juan Villoro. 

Decía el crítico Chris Powell que “se puede leer la breve pero densa obra de Rulfo en un par de días, aunque eso sólo significa dar el primer paso dentro de un territorio todavía por conocer. Su exploración es uno de los viajes más extraordinarios de la literatura.”

Lo advirtió el propio Rulfo cuando decía que hasta después de tres o cuatro lecturas no se entendía Pedro Páramo, una novela inagotable cuya brevedad engañosa es otro –uno más- de los espejismos de la obra, que en esta edición lleva como portada el dibujo a tinta de Ricardo Martínez que aparecía en la última página de la primera edición de la novela, que se terminó de imprimir el 19 de marzo de 1955.

Santos Domínguez

22 mayo 2020

Antología de Lope



Lope de Vega.
Poesía selecta.
Edición de Antonio Carreño.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2013.

El asombroso talento de Lope de Vega para conectar con el gusto del público se concretó en una extensa obra teatral que a menudo ensombrece su enorme altura de poeta, comparabale sólo a la de Góngora o Quevedo, aunque más entroncada que estos con los lectores de su tiempo.

Porque a diferencia de ellos dos, póstumos editorialmente, aunque sus versos circularan manuscritos, Lope publicó su poesía con rapidez y constancia, y con un éxito del que hablan las muchas reediciones de sus libros en el siglo XVII.

De esa poesía torrencial, variada en registros y ligada a la biografía ajetreada del vitalista incansable que la escribía para celebrar la alegría de vivir o para conjurar sus diversas catástrofes familiares, acaba de aparecer una antología amplia y representativa preparada por Antonio Carreño, acreditado y solvente editor también de la poesía de Góngora.

Lope, y lo vuelve a poner de manifiesto esta edición de su Poesía selecta por si alguien lo olvidaba o lo desconocía, es uno de esos pocos escritores totales que resumen ellos solos toda una época literaria. Como Cervantes, como Góngora, como Quevedo, Lope es una amplia provincia de la literatura.

Y, como parte de su teatro, su poesía tiene la rara virtud de permanecer joven, de parecer reciente. Ese don de la eterna juventud, por cierto y paradójicamente, no lo manifiestan sus textos más juveniles, sino los de su vejez, cuando inventa a su heterónimo Tomé de Burguillos, aquel presbítero desastrado de aspecto, enamorado de una lavandera del Manzanares y poeta de repente en el que hizo su propia caricatura y la del poeta petrarquista.

Antes había inventado Lope otras máscaras como la de Belardo, pero Burguillos es ya más que un seudónimo: es el primer heterónimo de la literatura española, con el que su autor se anticipa en casi tres siglos a la modernidad de los heterónimos de Pessoa y a los complementarios de Machado. 

Humano y divino, culto y popular, serio y risueño, asceta a ratos y hedonista habitual, tan caudaloso en sus versos como en su agitada vida sentimental, Lope fue, como señala Antonio Carreño en el excelente estudio que prologa su edición en Cátedra Letras Hispánicas“el gran púlpito de sí mismo.”

Y desde ese púlpito Lope habló de Elena Osorio (Filis), de Isabel de Urbina (Belisa), de Micaela Luján (Camila Luscinda) y de Marta de Nevares (Amarilis), nombres que reflejan que Lope vivió y escribió con una intensidad de la que dejó huellas –como en una larga confesión- en sus Rimas, que el propio poeta adjetivó más tarde como humanas para contrastarlas con las Rimas sacras, su segundo título esencial en el conjunto de una obra que culminarían las Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos.

Cuando publicó, ya a finales de 1634, este que es sin duda su libro más genial y uno de los más memorables del Siglo de Oro, Lope de Vega tenía a sus espaldas setenta y tres años de una bien aprovechada existencia de escritor y amante.

Fabulador de su ajetreada biografía, inventor de máscaras previas, poeta de sorprendente modernidad, Lope se convierte en ese momento en un poeta casi contemporáneo en su tono a través de Burguillos, una genialidad nacida en sábado. Tal vez por eso, porque se adelantaba a su tiempo, fue el libro menos valorado en su época y aún hoy sigue encontrando carencias interpretativas en la crítica más neoclásica y académica.

Este es su libro menos confesional y el más interesante desde el punto de vista de su lirismo, porque Burguillos es Lope y no es Lope, es el poeta irónico y distanciado ante los poderosos a los que halagó y que le defraudaron,desengañado ante el amor e indiferente al tiempo, estoico y humorístico, cristiano y pagano, despectivo y dolido, escindido entre la realidad y el deseo, contradictorio y dual como todo lo barroco.

Si en los sonetos de las Rimas había utilizado Lope la máscara conceptista y mitológica como antes la morisca o pastoril de sus romances para trazar una poética de la experiencia amorosa, del asedio y la conquista, en las Rimas sacrasla voz lírica sacerdotal proyectaba su conceptismo religioso en una ascética del arrepentimiento.

Pero el Burguillos es algo más complejo y más brillante: es un paródico juego de espejos, un ejercicio de ventriloquía y de virtuosismo literario que completa una poética del contraste muy del gusto barroco y a la vez muy moderna. Entre lo autorreferencial y lo extraño, ya quedan muy lejos Filis, Belisa, Camila Luscinda y Amarilis. La tosca lavandera que se llama Juana es ahora el objeto del deseo y del verso de Burguillos, en las antípodas del enamorado petrarquista. 

A través de Burguillos, Lope establece un diálogo conflictivo con la tradición poética: por un lado reivindica la herencia petrarquista; por otro, realiza una parodia que ridiculiza o mira con ironía esa poética idealista en la que había sustentado gran parte de su obra. Y así puede describir un monte sin qué ni para qué y terminar diciendo:

Y en este monte y líquida laguna,
para decir verdad como hombre honrado,
jamás me sucedió cosa ninguna.

La homogeneidad de su tono paródico, la unidad temática en torno a las relaciones entre Burguillos y Juana, la lavandera del Manzanares; la armonía estilística entroncada con la elegante naturalidad renacentista sobrepasada ya entonces, son la creación deslumbrante de un Lope desengañado, más barroco que nunca y a la vez más moderno que ninguno de sus contemporáneos.

Un Lope de asombrosa juventud en su desolada vejez, que ponía en la pluma del Conde Claros –otra máscara- este terceto en elogio de Burguillos:

Viva vuestra merced, señor Burguillos, 
que más quiere aceitunas que laureles,
y siempre se corona de tomillos.

Pero hay más: en estos textos del Lope final se produce una de las primeras y más originales muestras de intertextualidad en la literatura española. Escindido ya en su título, este libro genial, distante y desengañado culminaba una trayectoria poética fecundísima que en este volumen se organiza en cuatro apartados (Romances, Rimas, poesía religiosa y el ciclo de senectute) y en dos apéndices que recogen textos extraídos de sus obras dramáticas: uno con su poesía de corte tradicional y otro con sonetos.

Híbridos de lo culto y lo popular en tono, en enfoque lírico y en esquemas métricos, como toda la lírica áurea desde Cervantes, hay en los poemas de Lope un maridaje barroco de tendencias que no existía ni en Garcilaso ni en Herrera, aunque asomaba ya en San Juan de la Cruz, y que se convierte, junto con el ejemplo de Góngora y de Quevedo, en un precedente ejemplar de las poéticas del 27 y su síntesis de tendencias.

La edición se completa con varios índices –de primeros versos, de notas, de referencias onomásticas- que facilitan la consulta y la localización rápida de cada uno de los doscientos poemas que contiene el volumen. 

Santos Domínguez

20 mayo 2020

Héctor y Patroclo




Homero.
Héctor.
Traducción de Luis Segalá. 
Los secretos de Diotima.
Guillermo Escolar Editor. Madrid, 2020.



Homero.
Patroclo.
Traducción de Luis Segalá. 
Los secretos de Diotima.
Guillermo Escolar Editor. Madrid, 2020.

El esclarecido Héctor y su hermano Paris traspusieron las puertas, con el ánimo impaciente por combatir y pelear. Como cuando un dios envía próspero viento a navegantes que lo anhelan porque están cansados de romper las olas, batiendo los pulidos remos, y tienen relajados los miembros a causa de la fatiga, así, tan deseados, aparecieron estos a los troyanos.

Así comienza el Desafío de Héctor, el episodio de la Ilíada que publica Guillermo Escolar en la colección Los secretos de Diotima, con traducción de Luis Segalá. 

Prudente, heroico y valiente, Héctor, el príncipe troyano de broncíneo casco es una víctima del destino cruzado con las peleas de los dioses. Zeus, Apolo, Poseidón y Atenea andan siempre involucrados con los aqueos o los troyanos.

Héctor, el domador de caballos, tiene un papel decisivo en el poema homérico: furioso y protegido por Zeus y por Apolo, que le quitan la armadura y el casco al impulsivo Patroclo, (el que “tres veces mató nueve hombres”), matará al joven amigo de Aquiles, que había usado su armadura y caerá en el combate, indómito y perplejo. Sus honras fúnebres, los juegos y sacrificios en su memoria contienen algunos de los mejores momentos de la Iliada:

Primero apagaron con negro vino la parte de la pira a que alcanzó la llama, y la ceniza cayó en abundancia; después recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira, echaron los cimientos, e inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y, erigido el túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que vencieren en los juegos en honor de Patroclo, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura y luciente hierro.

Héctor, que despojó su cadáver, desatará así la segunda y definitiva cólera de Aquiles, el de los pies ligeros, que había perdido con Patroclo a alguien que era más que un amigo. Aquiles retrasa los funerales de Patroclo hasta volver con el cadáver de Héctor, que caerá derrotado, en huida y suplicante, junto a las murallas de Troya para que Aquiles muestre su lado más despiadado cuando arrastre con una crueldad gratuita el cadáver de Héctor atado a su carro, aunque el lector se reconciliará con él al descubrir su vertiente más compasiva cuando se conmueva ante el rey Príamo, que se humilla ante él para recuperar el cadáver de su hijo y enterrarlo con el acompañamiento del llanto de Hécuba y Andrómaca.

Con el anuncio de once días de tregua para los funerales de Héctor, los mismos que se dedican a las honras fúnebres de Patroclo, termina la Ilíada, de la que se publica en esta misma colección un volumen complementario centrado en la figura de Patroclo con la versión ya citada de Luis Segalá.

Tanto Héctor como Patroclo, impulsivos y cegados por sus victorias provisionales, no alcanzan a entender que sólo son piezas que forman parte de un plan de Zeus que incluye su camino hacia la muerte. 

Santos Domínguez