14 abril 2014

Escritos autobiográficos de María Zambrano



María Zambrano.
Obras Completas VI.
Escritos autobiográficos.
Delirios. Poemas.
Delirio y destino.
Edición dirigida por Jesús Moreno Sanz.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2014.

Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores acaba de publicar el sexto tomo de las Obras completas de María Zambrano, la pensadora que acuñó el transcendental concepto de razón poética.

Es la segunda entrega de un proyecto, tan ambicioso como imprescindible,  dirigido y coordinado por Jesús Moreno Sanz, el resultado de un trabajo en equipo que tiene como objetivo editar cuidadosamente y recuperar la totalidad de la obra de la figura más importante del pensamiento español en la segunda mitad del siglo XX.

Con una cantidad asombrosa de inéditos que en este tomo son más de doscientos textos y organizado en dos partes de cuya edición se ha responsabilizado Goretti Ramírez, este volumen reúne los escritos de carácter autobiográfico de María Zambrano, que transformó la razón vital de Ortega y Gasset, su maestro, en razón poética, en búsqueda de un territorio común a la filosofía, la poesía y el misticismo. Nadie ha reflexionado más lúcidamente que ella sobre los vínculos entre pensamiento y poesía, entre filosofía y creación, sobre las relaciones entre la razón y el conocimiento poético en la mística

Sobre la singularidad de este volumen en el contexto general de sus Obras completas escribe Jesús Moreno Sanz en la Nota introductoria a este amplísimo conjunto de textos que tienen en común su pertenencia al género de la confesión, entendido de la manera peculiar con que lo concibió María Zambrano: La confesión es una acción, la máxima acción que es dado ejecutar con la palabra.

En la presentación de la primera parte del volumen (Escritos autobiográficos. Delirios. Poemas) Goretti Ramírez explica el carácter transversal que tiene lo autobiográfico en el conjunto de la obra de María Zambrano. Diarios, textos personales, evocaciones de escritores o semblanzas de intelectuales son algunas de las variantes de esa escritura en la que lo más significativo es un tipo específico de textos que la autora escribió durante toda su trayectoria y denominó delirios, piezas decisivas en la construcción de la razón poética.

Fue en esos escritos autobiográficos, elaborados durante más de sesenta años –entre 1928 y 1990- donde María Zambrano encontró el método y la práctica de su razón poética a partir de lo que ella misma llamó “el saber de experiencia.” 

En varios de esos textos, la pensadora se identifica con la estirpe de Perséfone, con personajes como Antígona, Cordelia, Ofelia o Diotima, mujeres que representan la conciencia de la humanidad y el sueño de la fraternidad.

La segunda parte contiene Delirio y destino, un libro tan central en el pensamiento de María Zambrano como El hombre y lo divino, un libro que  Jesús Moreno definió como “imán, centro irradiante y eje invulnerable del pensamiento de María Zambrano,” que lo escribió casi al mismo tiempo que Delirio y destino, en torno a 1952.

Con la confesión personal de este y la confesión teórica del segundo, María Zambrano ingresa-desde una razón narrativa que aún le debe mucho a Ortega- en el espacio de la razón poética para ir sacando a la luz el sentir, el principio oscuro y confuso; ir llevando el sentir a la inteligencia.

Con espléndidos ejemplos de la más alta prosa poética a la que se acercó muchas veces María Zambrano, con muestras del estilo de una prosista deslumbrante, muchos de los capítulos de Delirio y destino contienen páginas fundamentales en el pensamiento filosófico y en la estética del siglo XX, se acercan a la penumbra desde la lucidez de la conciencia y las visiones de lo oculto, desde el centro inaccesible donde se funden la mística y el sueño, la poesía y la filosofía en un doble impulso que convoca lo órfico y lo prometeico a través de una palabra poética mediadora entre el hombre y lo sagrado.

Y al fondo de este libro y de decenas de textos de la primera parte, el exilio se convierte en el no-lugar, en el vacío desde el que escribe María Zambrano, fuera también del tiempo, expulsada de la historia, como todo exiliado, privada de su identidad social y cultural, relegada, como sabía también Jabès, al desierto, desde el que se funda el lugar de la palabra:

He perdido, tal vez para siempre, mi patria (...) He perdido mi vida, la vida que yo hubiera tenido en España, la de mis amigos, la de mis compañeros. He perdido, no más iniciada, lo que ni siquiera sabíamos si iba a ser una guerra civil. He perdido a gran parte de la gente de mi generación, a la que llamo la del toro por su sentido sacrificial, seres muy queridos, víctimas.

La calidad de su prosa y la sutileza de su pensamiento son constantes de una obra y una actividad intelectual que se prolongó durante más de sesenta años de indagación en las conexiones entre filosofía y lenguaje, entre razón y revelación, entre el misterio y el secreto, entre la palabra y la música a través de la labor rigurosa y constante de María Zambrano, de una actividad pensadora que se prolongó durante más de sesenta años y que refleja en estos textos la multiplicidad de temas que llamaron su atención, la lucidez con que los abordó y la alta prosa con que los expuso por ejemplo en Diotima (fragmentos), que -como explica Jesús Moreno Sanz- "es, propiamente, el primer escrito en el que Zambrano practica plenamente y sin fisuras su razón poética, que, entonces, hemos de decir que es la afloración de aquella raíz confesional de sus escritos autobiográficos y que se manifiesta ya realmente, y antes de que se le dé ese nombre (lo que sólo sucederá en 1971 en el apéndice a El sueño creador, ver en vol. III), como «La escala de la confesión». Y en realidad, esa escala es la que recorren, de principio a fin, estos escritos autobiográficos en todos sus diferentes géneros y registros, y siempre como una memoria viva y resistente ante las múltiples tragedias, de España, de Europa, del mundo, desde el primer tercio del pasado siglo veinte hasta casi su final, que hubo de sufrir tan directamente María Zambrano.
Santos Domínguez

13 abril 2014

Moritz Fritz. Hungría



Moritz Fritz.
Hungría. 
Ártese quien pueda. Madrid, 2014.

Porque, como Jabès, sabe que el escritor es un extranjero y le ha oído decir a Rilke que el poeta es un cazador de voces, la autora de los versos oraculares de Hungría ha tenido la impresión de escribirlos al dictado y ha preferido cederle la firma a Moritz Fritz, cuyo rastro se perdió en la Selva Negra en 1925.

Había nacido en Jena en 1887 y desde algún lugar habitado por palabras con tiempo ha dictado a su autora –quien acuda a los créditos editoriales podrá comprobar que es Lorena Esmorís Galán- los versos revelados de este intenso libro en el que, blanco sobre negro o negro sobre blanco, Mallarmé vuelve a lanzar los dados para reivindicar la libertad del azar frente a las cadenas del destino.

Elípticos y sincopados, cargados de sugerencias, los versos de Hungría navegan en silencio en un viaje clausural, no iniciático, por el tiempo y la memoria a bordo de un barco de palabras que van a dar a la mar en ese puerto final del libro que es el morir.

Estaba dicho desde la primera frase del libro, pero en esa navegación hacia el despojamiento y la disolución de la identidad, la voz poética que habla en este libro tiene tiempo de evocar el espacio mágico de Delos, con pájaros y oráculos, pero sin puertas:

no hay pan negro en Delos  
los pájaros vuelan en pequeños círculos
               [sin por ello atraer al presagio]

la expedición llega a su fin

no hay pan negro en Delos
ni siquiera muros donde colgar los almanaques

ahora que descansan las piedras

no hay mayor desconsuelo que asentir a la voz del oráculo


Santos Domínguez


11 abril 2014

Whitman. La extensión de mi cuerpo



Walt Whitman.
La extensión de mi cuerpo.
Edición bilingüe.
Traducción de Antonio Rivero Taravillo.
Ilustraciones de Kike de la Rubia.
Selección y presentación de Juan Marqués.
Nórdica Libros. Madrid, 2014.

A mí mismo me canto y me celebro, 
y eso que yo asumo asumiréis 
pues cada átomo mío también os pertenece.

Escribía Walt Whitman al comienzo del Canto de mí mismo, el núcleo duro de sus Hojas de hierba, su obra más ambiciosa y fecunda.

La primera de las nueve ediciones con las que ese libro fue creciendo como un organismo vivo que se abría al mundo apareció en 1855, casi a la vez que Baudelaire exploraba en Las flores del mal los límites de su territorio expresivo.

Desde la otra orilla del Atlántico la poesía auroral y profética de Whitman era un soplo de brisa fresca que acabó convirtiéndose en un maremoto que llegó a Europa para dejar su huella en poetas como León Felipe, Lorca o Cernuda. Whitman es uno de esos pocos poetas que mantienen una juventud perenne. Poderosa y auténtica, transparente y dulce, como él mismo decía de su alma y del mundo, su voz puso la semilla de la que surgen el verso libre y la materia poética americana de Pound a Eliot o de Williams a Neruda y a Ashbery.

La espléndida edición que Nórdica publica con el título La extensión de mi cuerpo, con ilustraciones de Kike de la Rubia, reúne una selección breve, pero intensa y significativa, de 26 poemas del Canto de mí mismo, presentada por Juan Marqués, que escribe: “Whitman inauguró un mundo ( ...) Lo que cantaba de sí mismo lo cantó de todos nosotros, lo que dijo de América lo extendía a todos los rincones del universo, lo que funcionó para él ( o, mejor, para el personaje literario que engendró) y para su comunidad valdrá siempre para todo aquel que lo lea.”

En el poema 24, que no podía faltar en esta selección, se perfila ese yo poético: 

Walt Whitman, un cosmos, de Manhattan hijo, 
turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y engendrador, 
que no es sentimental ni se alza sobre hombres y mujeres o se aparta de ellos, 
que no es más modesto que inmodesto.

Traducidos con rigor y sensibilidad por Antonio Rivero Taravillo, en los poemas del Canto de mí mismo habla un personaje poético dueño de una voz que nos viene de mañana, no de hace siglo y medio. 

Respira en estos textos la inagotable voz lírica de Whitman, sutil y llena de matices, la voz de la inocencia joven e instintiva de un poeta que no envejece porque, como dijo Nietzsche de Emerson, “no sabe lo viejo que es ni lo joven que será.”

Ecléctica y ambigua, proteica y visionaria, luminosa y hermética, la de Whitman es una poesía que habla –como todas- de la vida y de la muerte. Pero con su celebración del presente, que superpuso a la angustia ante el futuro e impuso sobre la melancolía por el pasado, trazó una frontera indeleble con la poesía vieja y dibujó su autorretrato literario, más cerca del deseo que de la realidad, con la compleja cartografía psíquica de la que habló Harold Bloom.

Místico y masturbador, religioso y pagano, extrovertido e introvertido, culto y coloquial, íntimo y patriótico, Whitman es más que un poeta, es un universo completo cuyas hojas de hierba siguen tan verdes y tan frescas como el primer día de la creación de este libro y del mundo.

Lo dejó escrito inmejorablemente en esta estrofa del poema 3:

Nunca hubo más comienzo que el de ahora, 
ni más juventud o vejez que las de ahora, 
y nunca habrá más perfección que la de ahora,
ni más cielo o infierno que los que hay ahora.

La calidez cromática y el empaste sólido de las ilustraciones de Kike de la Rubia traducen plásticamente la mezcla de delicadeza emocional y potencia física del mundo de Whitman.

Santos Domínguez

09 abril 2014

Goran Petrovic. Bajo el techo que se desmorona


Goran Petrovic.
Bajo el techo que se desmorona.
Traducción de Dubravka Sužnjević.
Narrativa Sexto Piso. Madrid, 2014.

En la Nota del escritor que cierra el volumen, el escritor serbio Goran Petrovic explica detalladamente el proceso de crecimiento casi biológico de Bajo el techo que se desmorona, la novela corta que publica Narrativa Sexto Piso con una traducción mejorable de Dubravka Sužnjević.

Lo que hoy es una espléndida novela corta empezó siendo, explica allí, “un pequeño cuento sobre la proyección de una película interrumpida el día en que murió Josip Broz Tito.”

Kraljevo a principios de mayo de 1980 en una sala de proyecciones del cine Uranija, que antes había sido un hotel de primera clase. Los treinta espectadores que asistían a aquella sesión de cine eran en el cuento un grupo sin individualizar y parecían pedir un papel propio en el relato, lo que aconsejó editar las setenta páginas que ya había alcanzado el texto como un libro autónomo y no como se había editado hasta entonces, como parte de una colección de cuentos titulada Diferencias.

Ese mismo proceso de crecimiento ininterrumpido permitió que el relato creciese otras cien páginas hasta llegar al volumen actual, una novela corta subtitulada Cine-relato.

En su versión definitiva, Bajo el techo que se desmorona hace de la mano del narrador un recorrido por las dieciocho filas del patio de butacas, pero es también un repaso por la historia de esa sociedad serbia del siglo XX a través de los personajes que están esa tarde en el cine y de aquellos que, aunque asiduos a aquel lugar, no llegaron a estar allí porque murieron antes que Tito, o lo visitaban esporádicamente o a ratos.

Pero esta novela es mucho más que una simple alegoría sobre el fin de una época. Es un relato en el que con admirable ritmo narrativo se suceden decenas de historias y de personajes: un dirigente caído en desgracia y un borracho local, un mendigo y dos gitanos, un profesor jubilado y un aspirante a artista, dos gamberros de doce años y un intermediario, un pastelero y un grupo de vándalos locales, un abogado defensor de casos difíciles y una maestra de música, un roquero y un demente, dos parejas amorosas y un mirón.

Y tras esas dieciocho filas, Svabić, un operador de cine que recorta las películas y reúne así materiales ajenos robados para montar su propio largometraje de ocho horas así como Goran Petrović usa este mosaico de vidas ajenas para construir una narración llena de humor y de ironía que tiene como uno de sus hilos conductores la historia del acomodador Simonóvic.

Una obra que recuerda mucho al lector las películas del neorrealismo italiano, a Fellini y a Tonino Guerra, a su mirada compasiva, nostálgica y documental sobre un mundo en blanco y negro que se deshace al final en una llovizna insistente de yeso que cae sobre los espectadores y los lectores.

Santos Domínguez

08 abril 2014

María República



Agustín Gómez Arcos.
María República.
Edición de Adoración Elvira Rodríguez.
Postfacio de Harry Vélez Quiñones.

Cabaret Voltaire. Barcelona, 2014.


Como una novela fascinante y terrible en la que la belleza se oculta tras la cruda violencia definía Claude Mauriac María República, la novela de Agustín Gómez Arcos que acaba de publicar Cabaret Voltaire.

Dedicada a la Tercera República Española, que llegará algún día aunque tenga que nacer del fuego y publicada en 1976, fue su segunda novela francesa, la escribió entre El cordero carnívoro (1975) y Ana No (1977) y forma con ellas una trilogía de la posguerra construida sobre el desarraigo, la tristeza, la opresión y el silencio.

Como otros personajes del inconfundible y potente mundo narrativo de Gómez Arcos, María República, su simbólico protagonista femenino sufre la represión posterior a la guerra civil encerrada en un convento en el que purga su pasado de prostituta y republicana. Pero ese terror opresivo, la dura realidad destructiva y esperpéntica de la posguerra no aniquila la identidad de la protagonista, sostenida sobre la memoria y armada de una invisible y poderosa resistencia que tiene su explosión definitiva en el inolvidable final incendiado de la novela. 

Resistencia testimonial y fuerza expresiva que recorren la obra de Agustín Gómez Arcos (1933-1998)  que Cabaret Voltaire viene  recuperando desde 2006 cuando publicó El niño pan.

Como el de Blanco White, como el de Juan Goytisolo, el de Agustín Gómez Arcos es uno de esos casos de escritores trasterrados en quienes el exilio es mucho más que un mero alejamiento circunstancial del lugar en que nacieron o donde crecieron y se convierte en una actitud vital, en una forma de ser y de estar en el mundo, de habitar el margen de la sociedad.

Nacido en Almería y muerto en París, novelista reconocido en Francia y hasta hace unos años prácticamente inédito en España, él mismo se consideraba un autor fantasma. Empezó como poeta y como dramaturgo al que persiguió con insistencia la censura franquista y ya en el exilio en Francia reorientó su carrera literaria: empezó a escribir novelas en francés, a ser un escritor francés que hablaba del sur y la memoria. Como en el resto de su obra, la memoria, la España profunda, el protagonismo femenino, el fondo de miseria moral, pobreza y autoritarismo de la posguerra, quedan reflejados por la potente voz narrativa de Gómez Arcos.

Es la memoria viva, dolorosa y encendida -aquí más encendida que nunca- de un escritor desarraigado que cambió de país, de género literario y de lengua, porque Gómez Arcos pasó de ser un dramaturgo español a un novelista francés que hablaba de la realidad y del pasado con triple distancia: la geográfica, la existencial y la lingüística.

Quizá este sea el ejemplo más extremo de desarraigo: al cambio de país se suma el cambio de género literario y el de lengua: como Blanco White, que tuvo que pasar del español al inglés en sus Cartas de España (1822).

Ese es el cambio más radical: el del exilio lingüístico y la subversión de la lengua para hablar de la realidad y del pasado con un temperamento y una memoria enraizados en lo español y en la óptica distanciada de Goya, Buñuel o Valle:



Envueltas en la nube de humo de los puritos ofrecidos por La Reverenda señora duquesa, las cuatro monjas miran a la regenerada comiéndosela con los ojos. No con hambre carnal, sino espiritual. María, que cuando se puso el hábito por primera vez pensó que nunca más tendría que mostrar su cuerpo, deshace lentamente la maraña de imperdibles y deja resbalar hasta el suelo polvoriento, uno a uno, los harapos que mancillan la hermosura de su carne. Su cuerpo emerge, milagro blanco entre las sombras producidas por las lámparas de aceite del oratorio. Los ojos del Cristo salvaje, que mira a hurtadillas, se cierran bruscamente, mientras los de las religiosas se agrandan como si la admiración y el espanto quisieran escaparse al mismo tiempo por sus órbitas.
«El pecado es hermoso —grita el pensamiento descontrolado de las congregadas—. ¿Cómo podríamos amaestrarlo para incorporarlo a nuestras filas?

Por eso la mirada de Gómez Arcos es a menudo una mirada irónica o sarcástica. Es la memoria hecha literatura; no mero documento, sino narración elaborada que convierte la experiencia personal en testimonio y el texto en materia literaria y de denuncia. Ese sistema de transferencia de lo personal a lo social, de lo biográfico a lo literario caracteriza la obra narrativa de Gómez Arcos, que plantea un difícil equilibrio entre el arraigo de la memoria y la distancia literaria del desarraigo y el uso de una lengua ajena a esa memoria.

De la edición de María República se ha encargado Adoración Elvira Rodríguez, que tradujo El cordero carnívoro,  Ana no y La enmilagrada. Pero esta edición tiene como punto de partida el manuscrito incompleto de la traducción al español que el propio Gómez Arcos había preparado de esta su segunda novela en francés. Un manuscrito al que le faltan algunas páginas y que presenta en algunos pasajes solo un esbozo. 
Esas lagunas las ha tenido que suplir la editora tomando como base el texto francés para completar la edición de este "texto híbrido, a caballo entre el francés y el español," como escribe Harry Vélez en su postfacio. 

Pero en conjunto el resultado es homogéneo tiene una enorme fuerza expresiva, la que otorga la rabia como un don añadido a quien es el guardián de la memoria y el dueño de una prosa de altísima calidad, en la que junto con el dramatismo asfixiante de la situación hay abundantes muestras de humor y sarcasmo, como las tres fichas que elabora el Ángel Informático que no ha pensado en el fuego y que resumen el historial de tres personajes fundamentales:


DOÑA ELOÍSA BURGUESA
Sexo: Santa.
Clase social: Nueva rica.
Naturaleza: Burguesía franquista.
Ideología: Derechas (quizás extrema derecha).
Religión: Católica española.
Características: Entrada en carnes. Frente estrecha. Corazón pequeño. No sabe leer ni escribir. Sabe sumar. (Para firmar cheques, tomó clases particulares durante tres años. A pesar de la alta posición social de quienes poseen talonarios de cheques, los bancos no reconocen como firma la huella del pulgar. O la cruz.)

/.../

DON MODESTO CURA
Sexo: Sacerdote. 
Clase social: Vieja Iglesia.
Naturaleza: Recuperado del franquismo.
Ideología: Derechísimas (por miedo a su oscuro pasado). 
Religión: Católica española romana (un milagro de síntesis).
Características: Sin apariencia física, inteligente, ambicioso, sin corazón, sin agallas, sinuoso y útil como una serpiente (de las que la Iglesia amansa), don de lenguas, don de manos (para bendecir todo lo que convenga. Por ejemplo, a los huelguistas abatidos por la policía, una vez muertos). Enemigo acérrimo de las iglesias católicas regionales o paralelas. Diplomático.

/.../

MARÍA REPÚBLICA
Sexo: Sifilítica (en activo).
Clase social: Puta roja (fenómeno aparecido en los albores de 1940, que se desarrolló durante veinte años, hasta la promulgación de la Santa Ley).
Naturaleza: Hija ilegítima de padres ilegítimos. Hermana ilegítima de hermano legitimado por el Sistema.
Ideología: Izquierda indeterminada. (Sospechosa de anarquía.)
Religión: Sin.
Características: Desollada viva (metáfora que quizás se lleve a cabo).

Igual que en sus otros títulos, que más allá de la trilogía de la posguerra componen un retablo valleinclanesco de la avaricia, la lujuria y la muerte, lo que se pone en primer plano en María República es la función moral y la misión histórica del escritor como testigo. Pero eso no implica que se prescinda de otros niveles de significado del texto, que desde lo local se remonta a lo universal, desde la fuerza de lo concreto se eleva a un plano general y de la situación histórica pasa a una interpretación de la condición humana.

Santos Domínguez



07 abril 2014

Tolstói. Dos húsares


Lev Tolstói.
Dos húsares.
Traducción de Olga Korobenko.
Hermida Editores. Madrid, 2014.

Todo lo que escribió Tolstói es inconcebiblemente legible, porque el lector tiene siempre la impresión de que es la naturaleza la que se encarga de la escritura, señalaba Harold Bloom. 

Esa legibilidad que procede de la impresión de vida que transmiten sus obras es especialmente intensa en la narrativa breve del ruso, que dio una de sus primeras muestras de talento en Dos húsares, una novela corta que publicó en 1856 y que Italo Calvino señaló como un texto representativo de su mundo literario al incorporarlo a los títulos estudiados en Por qué leer a los clásicos.

Con una espléndida traducción de Olga Korobenko, Hermida Editores recupera esta obra cuidadosamente estructurada en 16 capítulos organizados en dos partes simétricas, en las que Tolstói contrasta la figura del conde Turbín con la de su hijo unas décadas después, cuando ya ha heredado el título de su padre.

De hecho, en sus diarios anotaba a mediados de abril de 1856 como título provisional de esta novela corta Padre e hijo. Frente a la grandeza salvaje del militar aristocrático que representa a toda una época, la de Alejandro I, Tolstói coloca la mediocridad de la vida de su hijo, en la época de Nicolás I.

Dos oficiales, dos vidas, dos épocas, dos días y una misma ciudad, K. Y separándolos, un eje central, 1848, un año crucial en la historia europea:

Pasaron unos veinte años. había corrido mucho agua bajo el puente, mucha gente había muerto, mucha había nacido, mucha había crecido y se había hecho vieja, y todavía más numerosas eran las ideas que habían nacido y muerto; muchas cosas bellas y muchas malas de lo viejo habían perecido, muchas cosas jóvenes y feas o inmaduras habían visto la luz.

Veinte años después el hijo pasa por la misma ciudad en la que se nos había mostrado a su padre en los ocho primeros capítulos, se encuentra con los mismos personajes, ya envejecidos, o con sus descendientes. Y esa técnica la usa el narrador para corroborar esa inversión de la realidad en la imagen que devuelve el espejo. 

Es el progreso como lo concibe Tolstói, como una forma de decadencia. Porque su indisimulada simpatía por la aristocracia, que va siempre unos pasos más allá de la indulgencia, le permite ensalzar la figura del húsar padre, jugador, mujeriego y bebedor, como la de un superhombre nieztscheano, brutal  y poderoso, dotado de un vitalismo activista que está por encima de la moral, más allá del bien y del mal.

Frente a la brutalidad salvaje de un poderoso que es también seductor y generoso, su hijo es el reflejo de un mundo degradado en el que persiste una maldad heredada pero carente de la grandeza que había tenido en su padre.

Concebida con una estructura especular que devuelve una imagen inversa de las dos épocas, las dos vidas y los dos caracteres, Dos húsares es una expresión de la nostalgia de Tolstói ante un mundo que sabe definitivamente clausurado, una celebración del exceso del húsar padre frente a lo que veinte años después es solo degradación, mezquindad y pequeñez en su hijo.

Unos años después, en Guerra y paz, Tolstói volvería sobre estas mismas ideas y exploraría las claves históricas y sociales de la caída de aquel mundo idealizado y salvaje que echaba de menos.

Santos Domínguez

05 abril 2014

José Antonio Zambrano. Lo que dejó la lluvia


José Antonio Zambrano.
Lo que dejó la lluvia.
Calambur. Madrid, 2014.

Así, por obra del azar, soy y miro, escribió Wislawa Szymborska en un verso que José Antonio Zambrano ha puesto al frente de una de las cuatro secciones de Lo que dejó la lluvia, el libro que publica Calambur con un iluminador prólogo –Un hombre es lo que cuenta- de Ramón Pérez Parejo.

Y eso es lo que cuenta en estos poemas, un hombre que vive y mira y escribe en un terreno neutral en el que no entra el gusano corrosivo de la tristeza ni se le cede asiento tampoco a la presencia invertebrada de la alegría estéril.

Porque el poeta dialoga en este libro con lo más cercano, y por eso su tono es el de la complicidad de la voz baja que reúne el presente y la memoria (lo que importa es vivir y no haber vivido) en una poesía intimista y reflexiva, sensorial y emocionada, intensa en su precisión verbal.

Y es que en los poemas de de Lo que dejó la lluvia cada palabra tiene el tamaño exacto de su desnudez verdadera, el peso y la consistencia que el poeta parece haber calibrado pacientemente con la magia del alquimista en el crisol de las destilaciones, en el taller verbal del que pule un diamante hecho de la materia fugaz del corazón en la tarde lenta del tiempo:

Todo para decir 
que esta invención celebra el canto de un hombre
que ha pactado con su sombra
lo que dejó la lluvia.

Santos Domínguez

04 abril 2014

John Clare. Antología poética


John Clare.
Antología poética.
Traducción, introducción y notas 
de Eduardo Sánchez Fernández.
Linteo Poesía. Orense, 2014.

Este es el mes en que el ruiseñor de color tierra 
canta entre las ramas umbrosas de los bosques; 
este es el tiempo en que en aquel herboso valle
la doncella escucha promesas vespertinas de su amante. 
Tiempo en que la niebla azul que envuelve a las pacientes vacas
se levanta espesa de la hierba y medio oculta
sus cuerpos moteados. Yo escucho al ruiseñor 
que, desde los finos tallos espinosos del endrino 
hasta el viejo seto de avellanos que bordea el valle, 
aunque invisible, salmodia su dulce son. El labrador, 
mientras camina, siente su música atrayente 
e imita y escucha -y, cuando los campos 
pierden sus senderos y le extravían al llegar la noche, 
el ruiseñor sigue ofreciendo su dulce y melodioso canto.


Ese poema, El ruiseñor, traducido por Eduardo Sánchez Fernández, es uno de los que forman parte de la Antología poética de John Clare (1793-1864) que ha preparado para la imprescindible colección de poesía de Linteo

Campesino y pobre, loco ingenioso y bebedor enfermizo, John Clare es un poeta menor, muy olvidado hasta que reivindicaron su obra y su figura Dylan Thomas o Ted Hughes. Conocido entre nosotros por su presencia ligera en antologías de poesía inglesa, Leopoldo María Panero hizo una traducción muy polémica de I am, uno de sus poemas más conocidos.

Como Hölderlin, Clare pasó las últimas décadas de su vida encerrado y demente. Pero ahí acaban las semejanzas entre dos poetas muy diferentes en ambición y en transcendencia. Carente de la potencia verbal de Keats, de la imaginación de Shelley o de la honda delicadeza de Wordsworth, Clare se nutrió de la musa rural que dio título a uno de sus libros. 

Esa fuente de inspiración se proyecta en una detallada descripción del paisaje, en un conocimiento directo y certero de las aves y la vegetación  (Me encontré los poemas en los campos / y sólo tuve que ponerlos por escrito), en una naturaleza en la que refleja un sostenido impulso elegiaco como el que expresó en El reyezuelo, el pájaro más pequeño de Europa:

¿Por qué preferimos la melodía del cuco
y la rica canción del ruiseñor, tan alabadas
en los versos del poeta? ¿No existen otros pájaros
con un arte natural, que hayan elevado
el corazón de uno hasta el éxtasis y el regocijo?
No juzgo cómo adquieren el gusto otros:
en el mío caben más pájaros portadores de música
cuyos trinos evocan multitud de recuerdos felices,
como el petirrojo del bosque que canta en el valle
y el pequeño reyezuelo que a menudo se refugia
de la lluvia en chozas que yo, inquilino de la llanura,
habito al comienzo de la primavera,
mientras cuido mis ovejas.
Y aún vienen para contarme de nuevo
historias felices de un tiempo pasado.

De esa felicidad de un tiempo pasado, de la pérdida del paraíso de la infancia y la añoranza del paisaje asociado al pasado habla la poesía humilde de John Clare.

Y todo ese pequeño mundo poético y personal, simbolizado en ese pájaro pequeño, se muestra en su voz elegiaca a través de un paisaje detallado que atraviesan el sentimiento y el recuerdo idealizado, el platonismo amoroso del amante desdeñado.

En torno a esos tres ejes, la nostalgia de la naturaleza, el amor y la poesía se organiza esta antología temática cuyo referente constante y unificador es la emoción del poeta, la voz de la memoria que recorre su poesía, escrita contra la destrucción del tiempo y del olvido, su verso que, apacible y suave, /habla de los campos verdes y el cielo abierto.

Santos Domínguez

 

03 abril 2014

La muchacha indecible


Giorgio Agamben.
Monica Ferrando.
La muchacha indecible. 
Mito y misterio de Kore.
Traducción de Ernesto Kavi.
Ensayo Sexto Piso. Madrid, 2014.

La colaboración de la palabra medida y serena del filósofo Giorgio Agamben y las magníficas ilustraciones en pastel o al óleo con las que Monica Ferrando ilumina La muchacha indecible da lugar al espléndido libro que acaba de publicar Sexto Piso con traducción de Ernesto Kavi.

Mito y misterio de Kore es el subtítulo de esta aproximación literaria y plástica a los misterios de Eleusis a través de la figura de Kore-Perséfone, la muchacha indecible a la que Eurípides citó en uno de los versos de Helena.

En torno a la belleza y al secreto de esa muchacha indecible –un arquetipo psicológico femenino que comentó Jung- se organizan las tres partes de un libro que aborda ese mito y el viaje iniciático desde la sombra a la luz, desde la tierra sin flores y sin frutos a la fertilidad que inspiraba aquel culto ritual y secreto que representa, como escribió Erwin Rohde, "la historia sagrada del secuestro de Kore, de la errancia de Deméter y del reencuentro de las dos diosas."

Raptada por Hades cuando es una muchacha, Kore se convierte en metáfora de la vida– explica Agamben-, de la iniciación suprema y de la consumación de la filosofía.

A partir de la dimensión visual del misterio, que equipara conocimiento y visión y convierte al iniciado en un espectador de escenas, gestos, palabras y objetos, Agamben explica el nexo imprescindible entre el misterio y su más adecuado método expresivo, la pintura.

Ese vínculo justifica la fusión de palabra e imagen en este libro, la presencia de decenas de ilustraciones de la pintora Monica Ferrando, que ha elaborado un corpus temático de referencias a Kore en las fuentes antiguas -de los himnos homéricos a Ovidio, de Eurípides a Platón- y ha escrito además las dos páginas de la segunda parte -A la musa de la pintura-, el momento de más intensidad literaria del libro, donde la pintora define a Kore, esa muchacha indecible, la Proserpina romana, como musa de la pintura:

Kore –escribe la pintora- es la pintura que emerge de la oscuridad del Hades /.../ impulsada por su propia fuerza germinadora.

Quien entra en este libro reconstruye, aunque sea de manera vicaria, un proceso iniciático que Aristóteles equiparó al conocimiento filosófico y en el que, como la diosa infernal y solar, va de la sombra a la luz y aspira a la revelación del conocimiento supremo. 

Así lo matiza Giorgio Agamben:

Vivir la vida como una iniciación. Pero ¿a qué? No a una doctrina, sino a la vida misma y a su ausencia de misterio. Eso hemos aprendido, que no hay ningún misterio, sólo una muchacha indecible. 


Santos Domínguez

02 abril 2014

Monterroso. Cuentos


Augusto Monterroso.
Cuentos.
El libro de bolsillo. 
Alianza Editorial. Madrid, 2014.

Mis libros son ya antologías de cuanto he escrito /…/ convertir aquéllos en dos líneas o en ninguna, será siempre por dicha en beneficio de la literatura y del lector, escribía Augusto Monterroso en 1975 en el prólogo de su Antología personal.

Por eso, un breve volumen como el que publica El libro de bolsillo de Alianza Editorial contiene treinta de sus cuentos más representativos que resumen todo un universo literario deslumbrante.

Monterroso es uno de los narradores más personales y potentes de los últimos cincuenta años, un Cervantes centroamericano y superrealista, un Esopo contemporáneo, un escritor irrepetible que escribió libros tan memorables como Obras completas (y otros cuentos), Movimiento perpetuo o La palabra mágica, los tres libros de donde proceden los cuentos de esta selección.

Como su temperamento, sus relatos pasan sin transición literatura del humor a la tristeza, de la anécdota a la reflexión profunda, de la ironía al homenaje, del realismo a la alegoría, de la seriedad al juego en un constante ejercicio de precisión narrativa y exigencia estilística.

Un volumen que se cierra no por casualidad con un texto titulado La brevedad, escrito con esa ironía narrativa tan inimitable  de Monterroso:

Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve, dos veces bueno.

Sin embargo, en la sátira 1, I, Horacio se pregunta, o hace como que le pregunta a Mecenas, por qué nadie está contento con su condición, y el mercader envidia al soldado y el soldado al mercader. Recuerdan, ¿verdad?

Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto.

A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio.

Con ese texto se cierra esta muestra significativa de una imprescindible obra mayor de la literatura hispánica contemporánea, de la escritura gigante de aquel hombre tan bajito que, como decía él mismo, no le cabía la menor duda, así como en este breve volumen de menos de doscientas páginas caben un dinosaurio que no acaba de irse nunca y una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni le editara sus obras completas, las ilusiones perdidas,  Leopoldo y sus trabajos, el paraíso y un eclipse memorable.


Santos Domínguez

31 marzo 2014

En noviembre llega el arzobispo


Héctor Rojas Herazo.
En noviembre llega el arzobispo.
Epílogo de Luis Rosales.
Carpe noctem. Madrid, 2013.

Caminaba bajo los árboles de mango, sin prisa, separando apenas los brazos de los muslos. Se inclinó al pasar y hundió el látigo en las tetas de la puerca parida, que gruñía en su lecho de fango. Después —totalmente erguido, con las piernas abiertas— arrancó una hoja al árbol de limón y empezó a morderla. El látigo, prensado entre el brazo y las costillas, se había apagado. Ahora el sol arañaba bruscamente sus polainas. 

El gordo lo miraba hechizado. Inclinó su peso, varias veces, sobre una y otra pierna, con el temblor angustioso de un niño que tuviera urgencia de defecar, hasta que al fin disparó el alerta:
—¡Leonor, Leonor, ya llegó la gran bestia!
La mujer se asomó por la ventana del comedor, miró el patio —tranquilo, solitario, con sus follajes entristecidos por la luz— y dijo sin interés:
—No hay nadie Gerardo. Estate quieto.

Con una potencia verbal que no cede en ninguna página y una tensión narrativa que no decae en ningún momento desde ese momento inicial, se desarrolla En noviembre llega el arzobispo, la novela del colombiano Héctor Rojas Herazo (1921-2002) que acaba de publicar Carpe noctem en su colección Rescatados con un magnífico epílogo –La novela de una agonía- en el que Luis Rosales aborda algunas de las claves más significativas de esta obra magistral que se publicó en 1967 y que inexplicablemente no se editó en España hasta 1981, diez años después, por cierto y por desgracia, de su traducción al alemán.

En noviembre llega el arzobispo es una compleja y potente novela de dictador ambientada en Cedrón, un pueblo caribeño dominado por el cacique Leocadio Mendieta, un tirano moribundo que anticipa al que García Márquez trazó –aunque desde una perspectiva interior muy distinta- en El otoño del patriarca. 

Entre el odio y el miedo al tirano transcurre la vida rutinaria de esta novela de la espera en la que la acumulación de voces, junto con el cruce de historias y personajes construyen una representación de la colectividad en una estructura abierta que, como señala Luis Rosales, parece reiniciar la novela en cada página.

La vida aletargada de los habitantes de Cedrón se narra con el método acumulativo del collage y con una técnica caleidoscópica aprendida del cine, cuya influencia en la novela es explícita desde la cita de Fellini que la abre: Sufrimos las consecuencias y  ni siquiera podemos trazar su origen; así que el error continúa en la oscuridad.

Esas vidas desiertas y paradas transcurren sobre un paisaje desolador y espectral que recuerda a veces el páramo de la narrativa de Rulfo y que parece convertirse en una sucursal del infierno:

Sudaban duro los ocho hombres. Avanzaban aprisa, en un trote que les hacía subir y bajar desesperadamente las caderas. Sobre la tarima portátil venía Fabricio Vásquez, apenas con un trocito de sobrecama en mitad del torso, coronado con hojas de matarratón. El vientre, cubriéndole la base de los muslos delgados, mordiendo el flequillo de la tela, los ojos entornados por el sopor. Debajo de la tarima, oscilando como una campana de vidrio, la gran damajuana de ron. Al llegar frente a La Bodega, se detuvieron jadeando. Los cuatro centuriones avanzaron de espaldas, desenrollando una alfombra. Centelleaban sus armaduras escamosas.
—Ponle la escalera.
—Se quedó donde la niña Delina.
El césar estaba abotargado por el aburrimiento y el calor. Hizo un ademán confuso, señalando el mar con su cetro punteado por estrellitas de papel. Uno de sus ojos, contrario al otro casi apagado por el párpado, nadaba con lentitud de molusco en su órbita anaranjada. Un mulato, alzándose la visera del yelmo, gritó desesperadamente:
—¡Viva el emperador!

La calidad literaria de la prosa de Herazo, que es también la prosa cargada voltaje de un poeta, la minuciosidad de sus descripciones, la potencia semántica de sus frases, la precisión y la fuerza expresiva de sus páginas y su constante resplandor verbal hacen de esta obra una celebración de la palabra, pero no son nunca un puro ejercicio de gratuita brillantez neobarroca. 

Esa potencia verbal expresada en las imágenes de un escritor que antes de narrar mira, se pone al servicio de un elemento narrativo que aquí es central: la creación de una atmósfera agobiante de bochorno, siesta y pesadilla en un tiempo que flota en el vacío sin transcurso ni esperanza de las vidas del pueblo. 

Una novela imprescindible que justifica la existencia de un catálogo admirable como el de Carpe noctem. 

Santos Domínguez

28 marzo 2014

Rimbaud. Una temporada en el infierno. Iluminaciones


Arthur Rimbaud.
Una temporada en el infierno. 
Iluminaciones.
Edición bilingüe.
Traducción de Julia Escobar.
Alianza Editorial. Madrid, 2014.

Llamé a los verdugos para morder, mientras perecía, la culata de sus fusiles. Invoqué a las plagas para ahogarme en la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me tendí en el barro. Me sequé al aire del crimen. Y me burlé de la locura a lo grande. 

Y la primavera me trajo la risa espantosa del idiota.

Nadie baja impunemente a los abismos de la poesía de Rimbaud. El lector que traspasa esa frontera y va más allá de la superficie de sus libros sabe que no hay posibilidad de marcha atrás en la poesía posterior a Una estación en el infierno o a Iluminaciones.

Baudelaire había puesto la primera piedra, pero fueron Lautréamont, Mallarmé y sobre todo Rimbaud quienes establecieron una nueva tonalidad para la poesía, una relación nueva entre la palabra y su referente, entre la forma y la sustancia del poema, porque también era nueva la relación entre el sujeto y el objeto, entre el yo lírico y el mundo.

A partir de esos poetas, que convirtieron a Poe y a Blake en profetas de lo contemporáneo, la poesía deja de ser literatura y se convierte en forma de conocimiento, en iluminación de una realidad irreproducible por opaca:

¿Sigo conociendo a la naturaleza? –escribe Rimbaud-. ¿Me conozco? No más palabras.

Habrá aún lectores que se pregunten por el mensaje de esa poesía. Son los que aún no saben que la poesía no se hace con ideas, sino con palabras, como explicó Mallarmé; quienes aún no han comprendido que, como en otras expresiones artísticas contemporáneas, el medio es el mensaje y la forma, un método autónomo de acceso al conocimiento de la realidad.

Rimbaud, que dejó de escribir a los diecinueve años, la edad en la que muchos empiezan, fue el poeta más experimental de su época, alguien que en cuatro años cambió el rumbo de la poesía del XIX y dejó puestas las bases de la poesía contemporánea.

Aquel genio perverso y adolescente renunció a la poesía cuando dejó de ser para él la imagen de la verdad absoluta. Entonces posiblemente pensó que ya no tenía nada que decir. Y esa es la clave de su última obra, Una estación en el infierno, un texto atravesado por la angustia de quien reniega a partir de entonces de su medio de expresión y de la poesía visionaria.

Pero antes de llegar a ese punto final, con El barco ebrio comenzó la travesía por un mar desconocido lleno de potentes imágenes visionarias. Ese poema por sí solo hubiera bastado para que Rimbaud pudiera ser definido como lo hizo su biógrafo Edmund White, como “ el poeta que sigue eludiéndonos, el que corre por delante de nosotros, justo fuera de nuestro alcance, con sus suelas al viento.”

Pero fue mucho más allá: transformado en ese barco ebrio que surca las aguas revueltas de los ríos, empezó a escribir Una temporada en el infierno en Roche, en un paréntesis de su tormentosa relación londinense con Verlaine en 1873. Y la terminó ese mismo año después de la despedida a  mano armada en Bruselas. Ese mismo año, Verlaine recibió en la cárcel un ejemplar de aquel libro en el que pudo reconocerse en la virgen necia que se dirige al esposo infernal en el más memorable de los poemas del libro.

A esas alturas, trazada ya su autobiografía moral en ese volumen, Rimbaud había disuelto las fronteras de la prosa y el verso, del bien y del mal, había expresado el desorden de los sentidos y había borrado los límites de la propia identidad: Yo es otro.

Por iniciativa de Verlaine, en 1886, cuando Rimbaud andaba en Somalia y Etiopía traficando con armas y esclavos, se publicaron sus Iluminaciones, que abría Después del Diluvio: 

En cuanto la idea del Diluvio remitió (...) las caravanas partieron.

Destructivo y renovador, este es su libro más radical y hermético, el que abre nuevas vías expresivas, mira de una manera inédita la realidad e inaugura una tonalidad lírica desconocida hasta entonces, hace que el poema cree su propia realidad con una trama tejida con palabras e imágenes, con palabras y sonidos que evocan –como en este poema- el paraíso perdido de la infancia:

En el bosque hay un pájaro, su canto os detiene y os ruboriza.
Hay un reloj que no suena.
Hay una hondonada con un nido de animales blancos.
Hay una catedral que desciende y un lago que sube.
Hay un cochecito abandonado en la maleza, o que baja el sendero corriendo, todo encintado.
Hay una tropa de faranduleros trajeados, divisados en la carretera a través del lindero del bosque.
Hay, por último, cuando se tiene hambre y sed, alguien que te expulsa.

En 1892, un año después de su muerte, de nuevo a instancias de Verlaine se reunieron en un volumen estos dos libros en los que la libertad expresiva había prescindido de las ataduras estróficas, de rima o de ritmo, para concretarse en la emancipación formal del poema en prosa, en dos cimas que Alianza publica en El libro de bolsillo en una cuidada edición bilingüe con versión de Julia Escobar.

Dos títulos que contienen las claves literarias y estéticas de la poesía de un  Rimbaud potente y precoz, precursor de la escritura automática, audaz y escandaloso que explora los límites del lenguaje, de la corrección política, de la moral tradicional y del buen gusto. 

Precoz y procaz, aquel adolescente rebelde, aquel ángel infernal del exceso que entre la alucinación y la iluminación cambió la poesía europea en cuatro años de escritura deslumbrante y visionaria que sigue corriendo delante de nosotros y enseñándonos las suelas.

Porque desde el Simbolismo a las vanguardias históricas y el  Superrealismo la poesía contemporánea se propone como objetivo la iluminación de la realidad bajo una nueva luz que está más cerca de lo visionario y de la alucinación que de la razón:

Y la Reina, la Bruja que enciende su brasa en la olla de barro, no querrá jamás contarnos lo que ella sabe, y que nosotros ignoramos.

Santos Domínguez


27 marzo 2014

Aullido de licántropo

Carlos Álvarez.
Aullido de licántropo.
Prólogo de Manuel Rico.
Bartleby Editores. Madrid, 2014.

No hay lugar para mí. Lo tiene el hombre
común entre los hombres, como el lobo
lo tiene en su camada.

Casi cuarenta años después de su primera edición –tuvo varias desde 1975, aunque llevaba tiempo descatalogado-, Bartleby Editores recupera Aullido de licántropo, una obra excepcional de un poeta excepcional como Carlos Álvarez (Jerez de la Frontera, 1933).

Aparece en su colección de poesía con un prólogo en el que Manuel Rico aborda algunas de las claves de este libro: "un alegato contra la perversión de la condición humana, las convenciones sociales, las normas y costumbres dominantes y contra cualquier tendencia al conformismo."

Un libro sorprendente, de una frescura que el tiempo no ha dañado en versos como estos:

Ya lo sabes, amor: al plenilunio,
cuando derrama su embriaguez perfecta
sobre la oscura paz de los caminos
la bailarina esclava de la tierra,
fruto soy de una alquimia indeseada
que me convierte en lobo, y en mí deja
cuchillos como fúnebres cipreses
y el ansia de clavarlos como empresa.

Casi cuarenta años después de aquella primera edición, eso sí, el tiempo ha convertido lo que era una clave fácil en su dedicatoria –A la Momia, gran ausente de la galería de monstruos que aquí cobran nueva vida -, su palmario guiño evidente en una clave secreta para muchos lectores a los que habría que empezar por explicar que esa Momia –así, con mayúsculas y nada ausente, por cierto, en el libro- moriría ese mismo año.

Organizada en dos partes y articulada sobre un conocido artificio narrativo –el del manuscrito hallado-, su eje es Lawrence (Larry)  Talbot, un licántropo inglés en quien el plenilunio convoca al hombre que asesina y al lobo de mirada inocente en una escisión irreparable.

Un hombre-lobo cuyos escritos -poemas terminados en la primera parte o borradores tentativos en la segunda- han llegado a un anónimo traductor que los da a conocer seguidos de las glosas en los que un comentarista sin nombre anota sus impresiones críticas.

Todos esos personajes –cada cual con su mirada distinta y su tono propio- son máscaras del autor, claro, pero cumplen un papel más importante que ese: marcan una distancia irónica –la que proyecta el traductor sobre los versos de Talbot y sobre el comentarista anónimo que los glosa con su propia ironía añadida- y permiten un enfoque alejado de vínculos sentimentales.

Lo deja claro el traductor cuando denuncia los defectos del original que él ha renunciado a corregir o cuando reprocha al glosador su escasa inteligencia por confundir el cine con la vida o por su uso de un lenguaje “innecesariamente coloquial.” Así concluye su Advertencia:

Que el conjunto literario adolezca de tantas anomalías me hace ver que no solo Mr. Talbot: también su comentarista necesitaba los urgentes servicios de un psiquiatra.”

Con esa distancia, el objetivo del receptor que decide editar el manuscrito del licántropo está claro:

A través de sus poemas /.../ podía también intentar una aproximación a su biografía interna; descubrir, y descubrirles a ustedes, de paso, qué era lo que en realidad pensaba Talbot de sí mismo; cómo incidían en su espíritu aquellas periódicas y nocturnas vacilaciones de la ley natural que acabaron llevándolo a... Cuáles eran, para decirlo de una vez, el timbre y el tono de su aullido./.../

En definitiva, el hombre con quien podemos tropezarnos en nuestro cotidiano deambular por las calles, sin sospechar que las mareas de su sangre adquieren una borrascosa agresividad bestial cuando termina su transformación, siempre puntualísima, la ingenua, inofensiva luna de Tagore. 

Junto con la evocación de Ginsberg en el título, la parodia recorre estos poemas que a veces son las silvas de un reo de muerte y a veces emulan los sonetos de Pemán o los de Gerardo Diego. 

Juan Ramón, Garcilaso, Miguel Hernández, Rubén Darío también son devorados en noches de luna llena por el hombre-lobo poeta, que evoca así el asesinato de una muchacha:

Mirad la luna, atenta, atentamente
mirad la luna. Brilla. Está colgada
de un árbol que conozco...
—una mujer, un hombre, una serpiente—
...el equilibrio a punto de ser roto,
la cuerda floja encima del abismo,
y un mundo muy extraño bajo el pozo.
Bastará que algo brille,
que la sangre se agolpe, poco a poco,
que pase una gacela,
que traiga el viento carne hasta mi olfato
de lobo...
              manos de vello negro,
              dientes de aguda garra
              entre mis poros,        
              garras de diente agudo,
              gritos en que se afila
              mi alborozo...
              la caricia el zarpazo,
              la palabra el aullido.
              Canto y corro.

Podría ser la misma muchacha tierna a la que acababa de devorar en Hyde Park cuando fue a confesar –explica el comentarista- a un sacerdote católico con el que inició un diálogo parecido a este:

-Padre, me acuso de ser licántropo.
-¿Y qué más, hijo mío, y qué mas?

Momento en el que, según relató a quien esto transcribe, lamentó que faltara todo un largo mes para que su tendencia volviera a manifestarse.

Ese humor negro es otra de las manifestaciones de la distancia emocional con la que se enfoca una realidad brutal que coronan las balas de plata de un pelotón de fusilamiento que lo ejecuta un amanecer.

Antes había dejado escritas Larry Talbot las páginas olvidadas que aparecen en la segunda parte. Entre ellas, esta parábola contemporánea con estructura de romance que Luis Pastor convirtió en canción:

Se llamaba Frank Stein.
Nació pobre; como un árbol,
sembrado estuvo en la tierra...
después lo desarraigaron
para hacer de su madera
la jaula donde encerrarlo.
Vino el niño Frank al mundo
para ser precio barato
cuando pusiera a la venta
su fatiga en el mercado;
mas, como creció tan recio
y eran de acero sus brazos,
los que con él traficaban
supieron utilizarlo
también como vigilante
del sudor de sus hermanos.

Por eso, cuando contemplan
desde arriba lo de abajo,
se hacen guiños los planetas
y bailan alborozados
al ver cómo en las ciudades,
sobre la mar y en los campos,
hay un orden inmutable
para siempre asegurado,
pues tiene Frank la herramienta
y Stein un rifle en la mano.

Pero en este mundo de monstruos no todos son iguales. Los vampiros son los vampiros, como explica el comentarista a propósito de uno de ellos, Lacuard, anagrama de Drácula:

Los caballeros de su especie tienen una marcada tendencia a ir acomodando sus costumbres a la necesidad de procurarse sin riesgos el más confortable reposo. Mientras el sol nos ciega a los Larry que por el mundo andamos, perfectamente sometidos a la disciplina de nuestro traje gris, el cotidiano temor a llegar tarde a la oficina, la honorabilidad sin tacha de un mediocre pasar, los vampiros se limitan a poner en juego un simple mecanismo de seguridad: les basta para ello la rutina. Cuando me transformo en lobo, claro, la cosa cambia: abren los ojos de par en par; la frialdad de sus venas se acentúa hasta producirles un insomnio absoluto, y la tensión de sus músculos (obsérvense con especial atención en tales momentos los dedos) revela que también ellos están dispuestos a transformar el potencial de su capacidad agresiva hasta sobrepasar el límite de lo mitológico. Y si eso les ocurre cuando soy yo quien merodea al inundarse de plenilunios la ancestral mansión, imaginad lo que sucede cuando el encolerizado que se aproxima es Frank. Traduciéndolo a un lenguaje que pronto se pondrá de moda, lo diré con una imagen poética tomada de la literatura política. No les basta el estado de excepción: declaran el de guerra.

También esos vampiros escriben parábolas como esta, otro romance, atribuido ahora al vampiro Lacuard, que exalta así la bondad del tirano:

Érase una vez –contaron
a mi niñez sin problemas-
un señor muy bondadoso
que era el amo de esta tierra.
Todo le pertenecía:
las  hormigas, las estrellas,
los trigales y los hombres,
sus vidas y sus haciendas.
Y el señor era tan bueno,
y era tanta la obediencia
de los que a sus pies vivían,
que nunca usó de su fuerza
contra su pueblo, ni nunca
bebió más sangre de aquélla
que estrictamente calmara
la sed que con él naciera.

Enorme acierto editorial el de recuperar un libro tan excepcional en todos los sentidos. Tan excepcional como la situación en la que lo escribió Carlos Álvarez, en la que –señala el comentarista- no les basta el estado de excepción: declaran el de guerra.

Santos Domínguez

26 marzo 2014

Gil-Albert. Breviarium vitae



Juan Gil-Albert.
Breviarium vitae.
Pre-Textos. Instituto de Cultura Juan Gil-Albert.
Valencia, 1999.

Hablaba desde una tradición marginal y a la vez esencial en la cultura de Occidente: la tradición del talento, escribió Fernando Ortiz a propósito de Juan Gil-Albert en la introducción -Genio y figura- de Breviarium vitae, el volumen que reúne las anotaciones en prosa que Gil-Albert empezó a escribir durante su exilio y que continuó acumulando  a lo largo de tres décadas de silencio y exilio interior.

Suma de dietario y libro de aforismos, estos textos fragmentarios titulados de manera provisional y sucesiva Juicios de un indolente y luego Cantos rodados, se publicaron con su título definitivo en 1979 y, como señaló César Simón, constituyen un conjunto imprescindible para conocer el fondo literario y vital de Gil-Albert, que los planteó como un ejercicio de reflexión y conocimiento, como una manera de calarse a sí mismo, como señalaba él mismo.

En su escritura de esbozos y fragmentos en libertad se cruzan ejemplarmente la vida y la literatura, el arte y la naturaleza, el mito y el paisaje, la historia y la cultura a través de la mirada panorámica y comprensiva  que Gil-Albert proyecta en una realidad compleja y plural:

En primer lugar: tengamos en cuenta que yo soy un intuitivo. Y que lo que voy a decir es de mi cosecha propia. No es, por tanto, que yo sepa sobre lo que os digo todo lo que se sabe y que se escribió. No soy un sabio ni un profesor, mucho menos un erudito; soy un poeta. Existen, claro, profesores poetas, y hasta poetas profesores. Son respetables. Un poeta nunca es respetable, es vital. Su don no ha conseguido ser atrapado en la red de las conveniencias. Ya Platón, que era un gran poeta metido a redentor, expulsó a los poetas de la República porque sabía bien que eran los únicos ciudadanos que, como excepciones que son, podían desarticularle sus inflexibles esquemas. Excepciones a toda regla, ya que ellos llevan en sí, constitutivamente, una regla propia, esotérica y fatal; seres sin utilidad ni provecho, dentro del fariseísmo que caracteriza las sociedades humanas, van pregonando, desde su intimidad, los proyectos eternos: la libertad y la belleza y, con ellas, como encarnaciones, su conspicuo cortejo terrenal, el Amor, la Felicidad, el Arrebato, la Rebeldía y la Muerte.

Desiguales en extensión y diversos en temas, en tonos y en alcance, en su condición reflexiva y fragmentaria se reconocía Gil-Albert cuando escribía: en ese encabalgamiento de temas y posturas estoy yo; como el escritor que soy.

Ética y estética se equilibran en estos textos que constituyen un sostenido esfuerzo de meditación sobre sí mismo y sobre los demás, sobre el mundo y el tiempo con una prosa en la que conviven la densidad y los matices para construir una literatura que -como dijo Gil-Albert de otro autor- no es de las que deslumbran, es de las que dan luz.

El mundo se me aparece como una noria ruinosa de la cual el hombre, dando vueltas de eternidad con los ojos vendados, va extrayendo el agua viva de la existencia.

O como este otro:

De no existir la muerte la vida no sería vida, sería otra cosa; lo que hace que la vida sea lo que es, tal como la vivimos, la gozamos y la sufrimos es, precisamente, la muerte, su presencia efectiva. La muerte no es una negación; es, por así decirlo, una propiedad de la vida que si no le da el ser, en cambio sí el sentido, el drama del ser. Suprimid la muerte de nuestro horizonte y la sensación de un vacío insoportable nos sobrecoge; reponedla en su lugar y cada segundo se nos llena, de nuevo, de angustia; de angustia, de placer, de deseo. En una palabra, de vida.

Textos como esos, tan frecuentes en Breviarium vitae, explican por qué Jaime Gil de Biedma lo definía como un español que razona en un breve artículo que incluyó en El pie de la letra. 

Escribía allí estas palabras que resumen la actitud vital y la obra entera de Gil-Albert: "Es la comprensión ética y estética de la propia vida lo que su razonamiento nos propone."

Santos Domínguez

24 marzo 2014

Bonnefoy. El territorio interior


Yves Bonnefoy. 
El territorio interior.
Traducción de Ernesto Kavi.
Sexto Piso. Madrid, 2014.

Creo en la luz, escribe Yves Bonnefoy en El territorio interior, un ensayo poético que apareció en 1972 y que acaba de publicar en español, con traducción de Ernesto Kavi, la editorial Sexto Piso.

Un viaje iniciático por un territorio interior de encrucijadas de luz y de sombra a partir de la pintura toscana del Renacimiento, que se convierte en la metáfora del mundo a través de una ensoñación que surge también de una encrucijada de géneros y enfoques que van de lo autobiográfico a lo poético, del relato al ensayo. 

Piero Della Francesca, Ucello, Masaccio, Giotto, Boticelli son algunos de los jalones de ese territorio interior en el que dialogan el poeta y el mundo, la palabra y la mirada en un itinerario por el gran arte. Piero Della Francesca pintando la Resurrección de Borgo San Sepolcro, o Giovanni Bellini concibiendo su Transfiguración del Museo de Nápoles, o Caravaggio su Resurrección de Lázaro. Y junto a ellos, que han levantado en esos cuadros la lápida de la imaginación, gran arte también esa tumba, los otros que de sí mismos se separan, que se desalientan tanto como se obstinan, no sin ese dolor del que Baudelaire dijo ser “el ilustre compañero” de la belleza que tanto amó.

Bonnefoy es un poeta fundamental de la poesía europea de este último medio siglo y este es un libro clave para entender su obra, su mirada al paisaje y al interior de sí mismo y su método creativo, siempre en busca de la armonía y de un territorio luminoso que aquí se convierte en eje y meta de la escritura.

Una intensa escritura de encrucijada en la que se unen el lugar y el momento, el aquí y el ahora fugaz e irrepetible, lo cercano y lo remoto, lo exterior y lo interior, la luz y la sombra en un presente que es el tiempo de la lírica, el instante en el que confluyen la mirada y el paisaje:

Es verdad que el mar favorece mi ensoñación, porque asegura la distancia, y significa, para los sentidos, la plenitud vacante; pero ocurre de una forma no específica, y veo que los grandes desiertos, o la trama, desierta también, de las rutas de un continente, pueden ocupar la misma función, que es la de permitirnos errar, aplazando por mucho tiempo la mirada que a todo abraza, y renuncia. /.../ Pero es así como olvidamos los límites, que son la potencia, sin embargo, de nuestro ser en el mundo.

Santos Domínguez