27/3/14

Aullido de licántropo

Carlos Álvarez.
Aullido de licántropo.
Prólogo de Manuel Rico.
Bartleby Editores. Madrid, 2014.

No hay lugar para mí. Lo tiene el hombre
común entre los hombres, como el lobo
lo tiene en su camada.

Casi cuarenta años después de su primera edición –tuvo varias desde 1975, aunque llevaba tiempo descatalogado-, Bartleby Editores recupera Aullido de licántropo, una obra excepcional de un poeta excepcional como Carlos Álvarez (Jerez de la Frontera, 1933).

Aparece en su colección de poesía con un prólogo en el que Manuel Rico aborda algunas de las claves de este libro: "un alegato contra la perversión de la condición humana, las convenciones sociales, las normas y costumbres dominantes y contra cualquier tendencia al conformismo."

Un libro sorprendente, de una frescura que el tiempo no ha dañado en versos como estos:

Ya lo sabes, amor: al plenilunio,
cuando derrama su embriaguez perfecta
sobre la oscura paz de los caminos
la bailarina esclava de la tierra,
fruto soy de una alquimia indeseada
que me convierte en lobo, y en mí deja
cuchillos como fúnebres cipreses
y el ansia de clavarlos como empresa.

Casi cuarenta años después de aquella primera edición, eso sí, el tiempo ha convertido lo que era una clave fácil en su dedicatoria –A la Momia, gran ausente de la galería de monstruos que aquí cobran nueva vida -, su palmario guiño evidente en una clave secreta para muchos lectores a los que habría que empezar por explicar que esa Momia –así, con mayúsculas y nada ausente, por cierto, en el libro- moriría ese mismo año.

Organizada en dos partes y articulada sobre un conocido artificio narrativo –el del manuscrito hallado-, su eje es Lawrence (Larry)  Talbot, un licántropo inglés en quien el plenilunio convoca al hombre que asesina y al lobo de mirada inocente en una escisión irreparable.

Un hombre-lobo cuyos escritos -poemas terminados en la primera parte o borradores tentativos en la segunda- han llegado a un anónimo traductor que los da a conocer seguidos de las glosas en los que un comentarista sin nombre anota sus impresiones críticas.

Todos esos personajes –cada cual con su mirada distinta y su tono propio- son máscaras del autor, claro, pero cumplen un papel más importante que ese: marcan una distancia irónica –la que proyecta el traductor sobre los versos de Talbot y sobre el comentarista anónimo que los glosa con su propia ironía añadida- y permiten un enfoque alejado de vínculos sentimentales.

Lo deja claro el traductor cuando denuncia los defectos del original que él ha renunciado a corregir o cuando reprocha al glosador su escasa inteligencia por confundir el cine con la vida o por su uso de un lenguaje “innecesariamente coloquial.” Así concluye su Advertencia:

Que el conjunto literario adolezca de tantas anomalías me hace ver que no solo Mr. Talbot: también su comentarista necesitaba los urgentes servicios de un psiquiatra.”

Con esa distancia, el objetivo del receptor que decide editar el manuscrito del licántropo está claro:

A través de sus poemas /.../ podía también intentar una aproximación a su biografía interna; descubrir, y descubrirles a ustedes, de paso, qué era lo que en realidad pensaba Talbot de sí mismo; cómo incidían en su espíritu aquellas periódicas y nocturnas vacilaciones de la ley natural que acabaron llevándolo a... Cuáles eran, para decirlo de una vez, el timbre y el tono de su aullido./.../

En definitiva, el hombre con quien podemos tropezarnos en nuestro cotidiano deambular por las calles, sin sospechar que las mareas de su sangre adquieren una borrascosa agresividad bestial cuando termina su transformación, siempre puntualísima, la ingenua, inofensiva luna de Tagore. 

Junto con la evocación de Ginsberg en el título, la parodia recorre estos poemas que a veces son las silvas de un reo de muerte y a veces emulan los sonetos de Pemán o los de Gerardo Diego. 

Juan Ramón, Garcilaso, Miguel Hernández, Rubén Darío también son devorados en noches de luna llena por el hombre-lobo poeta, que evoca así el asesinato de una muchacha:

Mirad la luna, atenta, atentamente
mirad la luna. Brilla. Está colgada
de un árbol que conozco...
—una mujer, un hombre, una serpiente—
...el equilibrio a punto de ser roto,
la cuerda floja encima del abismo,
y un mundo muy extraño bajo el pozo.
Bastará que algo brille,
que la sangre se agolpe, poco a poco,
que pase una gacela,
que traiga el viento carne hasta mi olfato
de lobo...
              manos de vello negro,
              dientes de aguda garra
              entre mis poros,        
              garras de diente agudo,
              gritos en que se afila
              mi alborozo...
              la caricia el zarpazo,
              la palabra el aullido.
              Canto y corro.

Podría ser la misma muchacha tierna a la que acababa de devorar en Hyde Park cuando fue a confesar –explica el comentarista- a un sacerdote católico con el que inició un diálogo parecido a este:

-Padre, me acuso de ser licántropo.
-¿Y qué más, hijo mío, y qué mas?

Momento en el que, según relató a quien esto transcribe, lamentó que faltara todo un largo mes para que su tendencia volviera a manifestarse.

Ese humor negro es otra de las manifestaciones de la distancia emocional con la que se enfoca una realidad brutal que coronan las balas de plata de un pelotón de fusilamiento que lo ejecuta un amanecer.

Antes había dejado escritas Larry Talbot las páginas olvidadas que aparecen en la segunda parte. Entre ellas, esta parábola contemporánea con estructura de romance que Luis Pastor convirtió en canción:

Se llamaba Frank Stein.
Nació pobre; como un árbol,
sembrado estuvo en la tierra...
después lo desarraigaron
para hacer de su madera
la jaula donde encerrarlo.
Vino el niño Frank al mundo
para ser precio barato
cuando pusiera a la venta
su fatiga en el mercado;
mas, como creció tan recio
y eran de acero sus brazos,
los que con él traficaban
supieron utilizarlo
también como vigilante
del sudor de sus hermanos.

Por eso, cuando contemplan
desde arriba lo de abajo,
se hacen guiños los planetas
y bailan alborozados
al ver cómo en las ciudades,
sobre la mar y en los campos,
hay un orden inmutable
para siempre asegurado,
pues tiene Frank la herramienta
y Stein un rifle en la mano.

Pero en este mundo de monstruos no todos son iguales. Los vampiros son los vampiros, como explica el comentarista a propósito de uno de ellos, Lacuard, anagrama de Drácula:

Los caballeros de su especie tienen una marcada tendencia a ir acomodando sus costumbres a la necesidad de procurarse sin riesgos el más confortable reposo. Mientras el sol nos ciega a los Larry que por el mundo andamos, perfectamente sometidos a la disciplina de nuestro traje gris, el cotidiano temor a llegar tarde a la oficina, la honorabilidad sin tacha de un mediocre pasar, los vampiros se limitan a poner en juego un simple mecanismo de seguridad: les basta para ello la rutina. Cuando me transformo en lobo, claro, la cosa cambia: abren los ojos de par en par; la frialdad de sus venas se acentúa hasta producirles un insomnio absoluto, y la tensión de sus músculos (obsérvense con especial atención en tales momentos los dedos) revela que también ellos están dispuestos a transformar el potencial de su capacidad agresiva hasta sobrepasar el límite de lo mitológico. Y si eso les ocurre cuando soy yo quien merodea al inundarse de plenilunios la ancestral mansión, imaginad lo que sucede cuando el encolerizado que se aproxima es Frank. Traduciéndolo a un lenguaje que pronto se pondrá de moda, lo diré con una imagen poética tomada de la literatura política. No les basta el estado de excepción: declaran el de guerra.

También esos vampiros escriben parábolas como esta, otro romance, atribuido ahora al vampiro Lacuard, que exalta así la bondad del tirano:

Érase una vez –contaron
a mi niñez sin problemas-
un señor muy bondadoso
que era el amo de esta tierra.
Todo le pertenecía:
las  hormigas, las estrellas,
los trigales y los hombres,
sus vidas y sus haciendas.
Y el señor era tan bueno,
y era tanta la obediencia
de los que a sus pies vivían,
que nunca usó de su fuerza
contra su pueblo, ni nunca
bebió más sangre de aquélla
que estrictamente calmara
la sed que con él naciera.

Enorme acierto editorial el de recuperar un libro tan excepcional en todos los sentidos. Tan excepcional como la situación en la que lo escribió Carlos Álvarez, en la que –señala el comentarista- no les basta el estado de excepción: declaran el de guerra.

Santos Domínguez