12/3/14

Abelardo Castillo. El que tiene sed


Abelardo Castillo.
El que tiene sed.
Carpe noctem. Madrid, 2013.


La colección Narrativa de la editorial Carpe noctem -Literatura de calidad para lectores exigentes- tiene como objetivo la edición de textos esenciales inéditos hasta ahora en España. 

La inaugura Abelardo Castillo, que describió en El que tiene sed una bajada a los infiernos del alcoholismo. Con su prosa potente y cruda, es el portentoso relato de una autodestrucción a través de la figura lúcida y ebria de Esteban Espósito, de su deterioro y su vivencia de la adicción, con un enfoque distante y humorístico que evita el patetismo.

Escrita con la tensión estilística de la poesía y con un terror transitivo a la autodestrucción, El que tiene sed –eso es lo que significa literalmente el término griego dipsómano- fue la primera novela de Abelardo Castillo, que la publicó en 1985 e incorporó en ella como segundo capítulo de la primera parte un estupendo cuento anterior que de alguna manera es su germen: El cruce del Aqueronte.

En esa experiencia de límites el narrador-protagonista, Esteban Espósito, tiene su Virgilio particular en la inolvidable figura de Jacobo Fiksler, que le acompaña en ese viaje a los infiernos de la locura a través del neuropsiquiátrico en que se ambienta la segunda parte tras su ingreso en un manicomio.

Chocante en su disolución de las fronteras entre la crudeza y el humor, entre unos géneros y otros, entre la realidad y la alucinación, el paralelismo entre la degradación física y el deterioro mental está magistralmente narrado desde dentro, desde el interior de un personaje cuya identidad se va haciendo progresivamente borrosa desde el intenso arranque de la novela:

“No deberías seguir tomando", escuché, aunque sin que la historia cambiara demasiado podría escribir escuchó, ya que ignoro si estas cosas me están ocurriendo realmente a mí, o a otro, y hasta algo peor: ni siquiera entonces, ni siquiera en el momento de oír la voz apagada de la muchacha, habría podido jurar que el destinatario era yo. No es fácil de explicar. Yo estaba ahí, sí, en esa mesa junto a la ventana, en el bar Nilo, y la muchacha era Mara y me hablaba a mí, hablaba en voz baja, sin mirarme y en el tono casual con que uno se dirige a un sujeto peligroso o a un chico trepado a una cornisa; pero yo estaba como a un metro de mí mismo y lo veía beber. Y el que se emborrachaba por mí, o más exactamente por los dos y hasta por el mundo en general, era el otro. Otro con mi nombre y mi cara. Esteban Espósito. Él. Con mi cara y mi nombre y, sobre todo, con mi edad. Mi trigésimo primer año al cielo. Y él, a quien desde un alto otoño con lentas aves acuáticas le sonríe ahora Dylan Thomas agradeciéndole la paráfrasis, que en realidad es una cita equivocada, él brindó amistosamente con el aire, bebió de golpe su tercer whisky y, no sin cierta repentina urgencia, buscó con la mirada al mozo.

A partir de ahí el lector entra sin la menor pausa en las dos partes de una novela de tensión sostenida en un ritmo portentoso y en una febril prosa que integra sin tregua un potente torbellino de elementos, registros estilísticos y niveles narrativos.

Siempre en la frontera confusa entre la lucidez y la locura, además de un cuervo que dice Tengo sed, como Cristo en su agonía, pueblan estas páginas la ebriedad de Dylan Thomas en una escena dramática, las figuras de Poe, Malcolm Lowry o Jacobo Fijman o la evocación del suicidio de Gérard de Nerval:

Vino a caer, entre las dos y tres de la madrugada, en una cloaca inmunda, hundida en tierra a la altura del piso, y situada entre los muelles de la calle Rivoli, cerca de la Plaza del Châtelet. Se le llamaba la calle de la Vieja Linterna. No hay palabras para pintar el horror de ese lugar infecto, donde un paraviento hacía la noche en pleno día. Se descendía a ella por una escalera oblicua y empinada, sobre la cual un cuervo domesticado repetía de la mañana a la noche: "¡Tengo sed!" Al descender, bajo el paraviento de una ancha boca de alcantarilla, cerrada por una reja, chupaba un arroyo de inmundicias, a pocos pasos de un cabaret, que, al mismo tiempo, era una posada de dos sueldos la noche. Había que haber perdido toda razón o todo respeto hacia la muerte y hacia sí mismo, para pensar en morir en la calle de la Vieja Linterna, y sin embargo, es allí donde, el 26 de enero de 1855, al alba, se encontró el cadáver de uno de los seres más extraños a toda acción villana que jamás haya hollado esta tierra. Gérard de Nerval se había ahorcado con el cordón de un delantal. Estaba suspendido del barrote de una ventana situada bajo el pavimento. El cuervo revoloteaba en torno a él.

De una manera o de otra, como el propio Espósito, todos ellos padecen una sed insaciable, una sed que no la quita el alcohol porque no es el alcohol el que la provoca: es el resultado de las ilusiones rotas, de las frustraciones y la insatisfacción que deja la distancia insalvable que separa la realidad del deseo. Por eso alguien dice en la novela que emborracharse es una claudicación y el  síntoma de una voluntad enferma. 

Inexplicablemente inédita en España, aunque circuló por aquí entre iniciados la edición de Emecé, El que tiene sed es una novela monumental por su intensidad literaria, por su temperatura existencial, por su despliegue narrativo. 

Santos Domínguez