“No hay mejor forma de bendecir el día si no es bebiendo, digo yo; no hay mejor forma de bendecir el día si no es rezando, dice Agripina; dice y bendice y mientras tanto me maldice: méndigo, zángano, gusano, guiñapo del vicio… Reza, reza, le digo yo, sigue rezando, que Dios no cumple antojos ni endereza jorobados, como dices tú; reza y llórame, báñate de lágrimas por mí, mientras yo mojo mis tripas en aguardiente, agua de las verdes matas, tú me hieres, tú me matas, tú me haces andar a gatas… Reza y escúchame rezar también: derrámese tu llanto pero nunca el licor, tírese mi sangre pero jamás el alcohol; alcohol nuestro de cada día, no nos desampares ni de noche ni de día, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad, no nos libres de la tentación…”, se lee en el texto que abre Sandunga, la novela de Mateo Miguel (México, 1960) que publica Drácena Ediciones.
Su acción comienza en septiembre de 1947 en Veracruz, con Sandunga borracho bajo un ciclón que lo acribilla con ráfagas de arena antes de llegar a su cuartucho inundado de agua salada. A partir de ahí se va desarrollando una poderosa novela de absorbente lectura, sostenida con la potencia verbal de su magnífica prosa y con la capacidad narrativa del autor para construir la acción a partir de las voces de los personajes, del uso magistral del estilo indirecto libre y de la mirada del narrador, que cede la voz a sus dos personajes centrales, Juan Viloria (Sandunga) y Agripina, y a sus familiares para que proyecten sus miradas masculinas o femeninas sobre los acontecimientos, porque “el pasado no es lo sucedido, sino lo que podemos recordar.”
Los torrenciales monólogos de los personajes, las alucinaciones etílicas, la coexistencia de los vivos y los muertos en un tiempo detenido o circular en que se mezclan el presente y el pasado, la continuidad confusa del sueño y la vigilia, la fragmentación de la realidad, la niebla y los cerros, la música de las cumbias y los corridos, las recetas de comidas o el cruce de perspectivas, delirios y voces fantasmales se suceden en la construcción de la sólida arquitectura de la novela, organizada en doce capítulos que, entre la urbana Veracruz costera y la rural Montelobos del interior, evocan un mundo narrativo parecido al de los escenarios físicos y humanos que Rulfo creó en Pedro Páramo y en El gallo de oro.
La sucesión de voces y tiempos, de vivos y muertos, de frases que van y vuelven, de huapangos y rancheras, de acontecimientos y sueños va trabando un potente entramado narrativo de ese mundo que “entonces no era tan ancho y redondo”, hasta llegar al momento culminante en el que la voz del protagonista, fundida con la del narrador, concluye la novela en un capítulo que recopila sus temas y sus motivos: