16/1/23

Barojiana




Pío Baroja.
Familia, infancia y juventud.
Edición de Pío Caro Baroja.
Cátedra. Madrid, 2022.

Canciones del suburbio.
Edición de Manuel García.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2022. 


El 28 de diciembre de 1872 nació Baroja. Así lo refiere él mismo en Familia, infancia y juventud:

He nacido en San Sebastián el 28 de diciembre de 1872, en la casa número 6 de la calle de Oquendo, casa que había construido mi abuela doña Concepción Zornoza.
No sé por qué me figuraba que había nacido en la calle de Poyuelo, calle donde viví después, del pueblo viejo, oscura y húmeda, y que luego han tenido el mal gusto de llamarla calle de Don Fermín Calbetón, que era un político mostrenco y vulgar.
Al decirle a mi madre que no era un lugar bonito donde yo había nacido, me contestó que no; que había nacido en una hermosa casa de lo que antes se llamaba el paseo de la Zurriola, que estaba enfrente del mar, y que ahora no lo está porque han hecho un teatro y unos hoteles delante.
El haber nacido junto al mar me gusta; me ha parecido siempre como un augurio de libertad y de cambio.
Yo era el tercer hijo de la casa. Esto parece que no tiene importancia; pero siempre tiene alguna, porque la tercera decisión para hacer cualquier cosa siempre es una repetición, a veces aburrida.

Para celebrar el 150 aniversario del nacimiento de Pío Baroja, Cátedra publica una muy cuidada edición conmemorativa de Familia, infancia y juventud, preparada por Pío Caro Baroja, y una edición crítica de sus Canciones del suburbio en Letras Hispánicas a cargo de Manuel García, que aborda en su amplio estudio introductorio cuestiones como la estructura, la intención, la temática o las circunstancias vitales de las que surgen estos versos y señala que “aunque el libro es un extenso romancero, por la variedad de estrofas que se utilizan, se nota que Baroja quiso experimentar o aprender. Hay mucho de Bildungsroman en este libro, lo cual sorprende, teniendo en cuenta las circunstancias en las que Baroja lo escribió y su edad.”

En Familia, infancia y juventud, el segundo y quizá el mejor tomo de sus memorias, Desde la última vuelta del camino, que se enriquece en esta edición con magníficas ilustraciones y un prólogo de Pío Caro Baroja, el novelista rememora unos años decisivos en la formación de su personalidad, en su educación literaria y sentimental y en el rumbo literario que le dio a su vida. Y todos esos episodios que modelaron su biografía y su carácter se evocan sobre el telón de fondo de la España convulsa, la sociedad invertebrada y el desastroso panorama cultural de las últimas décadas del siglo XIX. 

“Familia, infancia y juventud -escribe Pío Caro Baroja en su prólogoresulta una buena manera de adentrarse de lleno en Baroja y su mundo literario y también de rematar las lecturas de sus novelas y escritos de otro género. Un viaje de ida para unos y otro de regreso para sus lectores más fieles con el que ir perfilando más el retrato humano de don Pío y las circunstancias vitales que dieron en las ideas que alimentaron sus obras.”

Especialmente interesante a partir de la segunda de las siete partes del libro, el de Familia, infancia y juventud es un autorretrato retrospectivo que rememora su infancia y juventud en San Sebastián, Madrid y Pamplona, sus años de estudiante de Medicina en Madrid, su efímero ejercicio profesional de médico rural en Cestona y su experiencia como industrial panadero de Viena Capellanes. 

(Una anotación al margen: fue entonces cuando Rubén Darío comentó maliciosamente en una tertulia que las novelas de Baroja tenían mucha miga, que se notaba que era panadero. No sé si antes o después, en provocación o en respuesta, Baroja dejó caer que Rubén tenía buena pluma, que se veía en seguida que era indio.)

El autorretrato barojiano empieza fijando esta imagen del escritor: 

Yo soy un hombre que ha salido de su casa por el camino, sin objeto, con la chaqueta al hombro, al amanecer, cuando los gallos lanzan al aire su cacareo estridente como un grito de guerra, y las alondras levantan su vuelo sobre los sembrados.

Es un Baroja de prosa ágil y vivaz por la que ha pasado bien el tiempo, un Baroja que escribe estas páginas (la “entrega más íntima y perfilada” de sus memorias, en palabras del prologuista) en los años cuarenta, cuando compone también los muy distintos textos rimados de Canciones del suburbio, un libro tan extravagante en su trayectoria, tan fuera de sus caminos literarios, que Baroja se sintió obligado a anteponerle cuando se publicó en 1944 una ‘Explicación’ que comienza así:

Casi todos los escritores, buenos y malos, han hecho algunos versos en su juventud. Yo no los he hecho en la juventud; pero, en cambio, los he escrito en la vejez.
¿Por qué se me ocurrió una idea tan lejana a mis gustos? Se me ocurrió por aburrimiento. Estaba en París en el verano y el otoño del 39 y en el invierno y la primavera del 40. El pueblo se iba poniendo cada vez más triste y sombrío. La gente conocida, en su mayor parte, se había ido marchando.
¿A qué podía uno dedicarse? ¿A un trabajo manual? Imposible. ¿A un trabajo de erudición? Era muy difícil.

Con un constante fondo autobiográfico, la nostalgia y el pesimismo, los recuerdos del Madrid de la juventud o del París de comienzos del XX, los viajes por la España negra, y las divagaciones melancólicas y nihilistas recorren estas Canciones del suburbio, una curiosidad que forma parte del mundo barojiano y que mantiene abundantes conexiones con sus memorias. Suenan a versos de cordel, a romances de ciego, y son, si se quiere con algún toque de esperpentismo añadido, un anacronismo literario más cercano a Espronceda o a Zorrilla que a la poesía del siglo XX.

De su escasa calidad literaria era consciente el propio Baroja, que los consideraba fruto del aburrimiento y “defectuosos, productos de vejez y de neurastenia”, según confiesa en su introducción explicativa:

Luego he comenzado a leer estos versos, y no he comprendido si vale la pena de publicarlos, aunque sea para un corto número de amigos. Me parecen todos ellos decadentes y, al mismo tiempo, defectuosos, productos de vejez y de neurastenia.
Si yo pudiera corregirlos —he intentado hacerlo sin éxito—, lo haría; pero no tengo norma clara para ello. Si intento mejorarlos, pierden su carácter y se vuelven afectados, y si los dejo tal como están, quedan toscos.
Este es el pequeño problema que no sé resolver.

Así comienza uno de esos textos, que lleva ya en el título un discutible uso del régimen verbal:

EL CHICO QUE VE PASAR UN CONDENADO A MUERTE

En el balcón de una calle
de una ciudad de provincias, 
al comenzar la mañana,
y al primer albor del día,
un chico pálido y rubio, 
dilatada la pupila, 
contempla lleno de espanto 
la terrible comitiva
que pasa delante de él
y le perturba la vida.

Con toda el alma en sus ojos 
y en lo que asombrado mira, 
cada detalle que observa
le hace en el alma una herida, 
que le quedará sangrando, 
como una llaga maligna, 
durante lustros y lustros
en su existencia mezquina.

Va al frente una procesión, 
en dos dilatadas filas,
de disciplinantes negros 
con sus velas encendidas. 
Después avanza un carrito 
con una mula cansina,
en el que van cuatro clérigos 
confortando a un homicida 
que degolló a tres personas 
por barbarie primitiva.
Viste el reo una amplia hopa 
entre parda y amarilla,
y lleva un rojo birrete
de acusada forma antigua.

Ese texto forma parte de una sección del libro titulada ‘Juventud’. En la que se titula ‘Adolescencia’ en Familia, infancia y juventud recuerda Baroja la impresión duradera que le dejó aquel episodio:

Una de las impresiones más grandes que recibí en Pamplona fue la de ver pasar por delante de mi casa, en la calle Nueva, a un reo de muerte, a quien llevaban a ejecutar a la Vuelta del Castillo, ante un baluarte de la muralla próxima a la Puerta de la Taconera. El reo se llamaba Toribio Eguía, y había matado a un cura y a su sobrina en Aoiz. Iba el reo en un carro, vestido con una ropa amarilla con manchas rojas y un gorro redondo en la cabeza. Marchaba abrazado por varios curas, uno de los cuales le presentaba la cruz; el carro iba entre varias filas de disciplinantes con sus cirios amarillos en la mano. Cantaban éstos responsos, mientras el verdugo caminaba a pie, detrás del carro, y tocaban a muerto las campanas de todas las iglesias de la ciudad.
Luego, por la tarde, lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado estaba todavía en el patíbulo, fui solo a verle, y estuve de cerca contemplándole. Parecía un fantasma horroroso, vestido de negro y manchado de sangre. Tenía las alpargatas sin meter en los pies. Al volver a casa no pude dormir por la impresión, y el recuerdo me duró largo tiempo.

Santos Domínguez