Una historia ridícula. Así se titula la última novela de Luis Landero, que publica Tusquets. Comienza con este párrafo en el que se concentran algunas de las magias verbales y de las estrategias narrativas que Landero ha ido depurando desde su inicial y prodigiosa Juegos de la edad tardía:
No creo pecar de orgullo, como demostraré a lo largo de mi exposición, si comienzo diciendo que soy un hombre con ciertas cualidades. Quizá no resulte especialmente llamativo, pero sí educado, discreto, concienzudo, culto y buen conversador. Todos cuantos me conocen saben, o deberían saber, de mi honradez y rectitud. En otros tiempos tuve un buen puesto de trabajo y un piso en propiedad. ¿Mi visión del mundo y de la vida? Trágica y trascendente. ¿Mi historia? De amor, de odio, de venganzas, de burlas y de ofensas. Me llamo Marcial Pérez Armel, resido en Madrid, y tengo en muy alta estima el viejo concepto del honor.
Desde ese párrafo inicial empieza a perfilarse y autodefinirse en primera persona la figura de Marcial, un desclasado propenso al odio, a la simulación y a la impostura que, como Lázaro a aquella Vuestra Merced anónima y superior, decide escribir a instancias de un tercero, el doctor Gómez, “la historia de mi vida a la vez que un ensayo sobre mí mismo.”
Y lo hace con la pretenciosidad del acomplejado sin estudios, que tiene un oscuro empleo en un matadero y que conoce de oídas la alta cultura, en fragmentos como este, donde reivindica su grotesca formación académica:
En cuanto a mí, antes que letras o ciencias, opté por la formación profesional. Como siempre me ha gustado la naturaleza, el mundo animal y los bellos entornos, cursé un ciclo de Comercialización de productos alimentarios, que culminé con éxito. Luego para ampliar estudios, y siguiendo lo que era ya una vocación, hice algunos módulos y másteres sobre Producción agropecuaria y Elaboración de productos cárnicos y lácteos. Esto, en cuanto a mi formación académica.
Pendiente de proyectar una buena imagen ante la opinión ajena, proclive a la impostura de inventarse unas cualidades que no tiene, propenso a la verbosidad banal de la oratoria y a las digresiones de lo que él llama “la disertación filosófica”, Marcial es un resentido mediocre con mirada trágica, víctima de ofensas y humillaciones desde niño, un activista del odio a primera vista por flechazo, que va desgranando en los breves capítulos de Una historia ridícula sus enfadosas divagaciones logorreicas.
Y así como Gregorio Olías no era un impostor, sino un personaje cercano y deslumbrante cuando se reinventaba con imaginación quijotesca, en Augusto Faroni en Juegos de la edad tardía, con otra tertulia por medio, este Marcial que rondaba la cabeza de Landero desde hace décadas al parecer, es insuperablemente antipático y despreciable cuando se reinventa penosamente a sí mismo en un puro ejercicio de impostación pretenciosa y sin grandeza que no admite ni siquiera la coartada del heterónimo.
Este que el narrador protagonista llama “informe o documento narrativo” es el demoledor autorretrato de un simulador insoportable, pagado de sí mismo, autodefinido como “artista y filósofo”. Un autorretrato trazado por Landero con distancia esperpentizadora y con verosimilitud cervantina, porque todos conocemos personas reales como este patético Marcial, pedantes y redichos, empinados sin garbo sobre el inestable pedestal de su vanidad y sus limitaciones, siempre temerosos de que los desnmascaren.
A diferencia de lo que se cuenta en el Lazarillo -el proceso de degradación del narrador protagonista y víctima de un vergonzoso caso-, lo que se cuenta aquí es esa ridícula historia de amor y odio que se anuncia en el título: un lance amoroso que proyecta las pretensiones de Marcial hacia Pepita Núñez de Ayala, una mujer superior que representa todo aquello que él no es: culta, refinada, segura de sí misma.
Y porque, “en el fondo, tanto las historias de odio como las de amor están expuestas por igual a los desafueros de la imaginación y la locura”, lo demás que lo averigüe el lector. Merece la pena el paseo por esta historia ridícula, entre el orgullo y la cobardía, entre lo cómico y lo trágico, entre la angustia y el rencor que culmina en el discurso Asalto a la casa de la mujer amada, hasta el desenlace con Gil López Navarrete, “el cuarentón ingenioso y el simio ilustrado”, “malabarista de palabras e ilustre comediante” en una tragicómica mezcla de gazpacho y de sangre.
Santos Domínguez