23/3/22

James Joyce. Ulises. Edición del centenario





James Joyce.
Ulises.
Traducción de José María Valverde 
revisada por Andreu Jaume.
Prólogos de José María Valverde y Andreu Jaume.
Lumen. Barcelona, 2022.

Son la portada y el plano recortable y desplegable de Camille Vannier del Dublín del Ulises que acompaña la reedición de la novela centenaria en Lumen.

Una espléndida edición especial con la traducción que José María Valverde publicó en 1976 y actualizó en 1988, revisada por Andreu Jaume, que señala que “más de cuarenta años después de su primera edición, el excelente trabajo de José María Valverde necesitaba ser revisado y puesto al día. No hay ninguna traducción, por buena que sea, que no termine envejeciendo, pero la labor que hemos llevado a cabo ha sido más parecida a la restauración que a la corrección.”

Al prólogo original de Valverde se le antepone en esta edición otro de Andreu Jaume (‘El centenario de Ulises’), en el que recuerda que “el propio James Joyce dijo en más de una ocasión que había escrito su obra para mantener entretenidos a los especialistas durante trescientos años. Ahora que Ulises, publicado por primera vez en 1922, cumple un siglo, podemos constatar que esa profecía sigue haciéndose realidad, aunque sea de forma residual, en la industria de los estudios académicos, pero al mismo tiempo debemos reconocer que el aura mistérica que ha acompañado a la novela desde su aparición ha terminado por perjudicar su posteridad, convirtiéndola en una obra que todo el mundo conoce y pocos leen.”

La novela apareció el 2 de febrero de 1922, la fecha que Joyce acordó con la librería Shakespeare and Company de París para publicar una novela que cambiaría la historia de la literatura. Cumplía cuarenta años ese mismo día, cuando recibió de manos de su librera y editora Sylvia Beach el primero de los mil ejemplares que se editaron por suscripciones de ciento cincuenta francos, un precio considerable.

Ambientada en Dublín y centrada en una sola jornada, entre las ocho de la mañana y las dos de la madrugada del 16 de junio de 1904 -el Bloomsday-, es estructuralmente una parodia de la Odisea que Joyce diseñó siguiendo minuciosamente los episodios homéricos en relación con los vagabundeos dublineses del sofisticado Stephen Dedalus y de Leopold Bloom, un hombre vulgar. Su humor corrosivo -“no hay en él una sola línea en serio”, decía Joyce-, los constantes juegos narrativos y la reunión de temas y voces, de técnicas y registros lingüísticos producen un efecto desconcertante de integración y desintegraciones, de construcción y deconstrucciones de la tradición literaria, que Joyce transforma a través de un proceso de asimilación y metabolización en el que el lenguaje tiene un papel central.

A ese papel aludía José María Valverde en el final de su prólogo de 1976:

“El impacto más hondo y duradero de la lectura de Ulises, pues, quizá sea hacer que nos demos cuenta de que nuestra vida mental es, básicamente, un fluir de palabras, que a veces nos ruborizaría que quedara al descubierto, no tanto porque tenga algo que «no se deba decir», cuanto porque, si se lo deja solo, marcha tontamente a la deriva, en infantil automatismo, en «juego de palabras». Seguramente nos humilla reconocernos como «el animal de lenguaje» —la expresión es de George Steiner—; una toma de conciencia que puede incluso cohibirnos en nuestra relación con nosotros mismos si no tenemos la modestia necesaria para reírnos un poco de nuestro propio ser. Pero ahí radica precisamente el valor de Ulises.”

El Ulises, un libro capital en la literatura del siglo XX, tiene una inmerecida mala fama de hermetismo que no se corresponde con la realidad, aunque sí sería aplicable a su posterior Finnegans Wake. Cualquier lector atento de novelas puede superar la dificultad que plantea en la novela el uso del tiempo y el espacio para dar sensación de simultaneidad y ubicuidad. 

En la traducción de Valverde revisada por Jaume, este es su famoso comienzo:

Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, llevando un cuenco de espuma sobre el que descansaban cruzados un espejo y una navaja. La bata amarilla, suelta, se le alzaba levemente por detrás con la suave brisa de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:
—Introibo ad altare Dei.
Deteniéndose, escudriñó en lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
—¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!
Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Se volvió y bendijo tres veces con gravedad la torre, las tierras alrededor y las montañas que despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y dibujó rápidas cruces en el aire, balbuciendo y meneando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y soñoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente aquella cara agitada y balbuciente que le bendecía, equina por su longitud, y aquel suave pelo intonso, veteado y coloreado como de roble pálido.
Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con viveza.
—¡Vuelta al cuartel! —dijo severamente.
Y añadió, con tono de predicador:
—Porque esto, oh, amados carísimos, es lo genuinamente cristiano: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Hay algo que no marcha en estos glóbulos blancos. Silencio, todo el mundo.
Miró de reojo y lanzó un largo y lento silbido de llamada; luego se detuvo un rato en atención arrebatada, con sus dientes blancos e iguales brillando acá y allá en puntos de oro. Chrysóstomos. Dos fuertes silbidos estridentes respondieron a través de la calma.
—¡Gracias, viejo! —gritó con animación—. Así va estupendamente. Corta la corriente, ¿quieres?
Bajó de un salto de la plataforma de tiro y miró gravemente al que le observaba, recogiéndose en las piernas los pliegues flotantes de la bata. Su gruesa cara sombreada y su hosca mandíbula ovalada hacían pensar en un prelado, protector de las artes en la Edad Media. Una grata sonrisa irrumpió silenciosamente en sus labios.
—¡Qué broma! —dijo alegremente—. ¡Ese absurdo nombre tuyo, un griego antiguo!
Le apuntó con el dedo, en befa amistosa, y se fue hacia el parapeto, riendo para dentro. Stephen Dedalus, con su mismo paso, le acompañó cansadamente hasta medio camino y se sentó en el borde de la plataforma de tiro, sin dejar de observar cómo apoyaba el espejo en el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba mejillas y cuello.

Así arranca esta novela compleja, una obra monumental que entre esa escena inicial en la torre y el desbordante monólogo final de Molly Bloom (cincuenta páginas de un torrente de conciencia sin signos de puntuación) incorpora la tradición clásica y la popular y las funde metabolizadas en multitud de citas y guiños literarios y explora la complicada realidad histórica, cultural y social de Irlanda, la religión y la literatura inglesa, la crítica sobre Shakespeare, la música y la mitología, la astronomía y las flores, la cartomancia y la astrología en un portentoso edificio literario de una altura pocas veces lograda en la historia de la literatura.

Porque -afirma Andreu Jaume en su prólogo- Joyce, como Pound, como Eliot, “lejos de impugnar el canon, se preocupó sobre todo por desperezar la tradición, sacudiéndola desde sus cimientos e integrándola en su presente como si conformara un orden simultáneo, por utilizar una expresión memorable de Eliot. En ese sentido, Ulises sigue ofreciendo resistencia contra la domesticación de la literatura y la sumisión a nuevos dogmas.”

Esta edición especial mantiene, además del prólogo de José María Valverde, su orientador resumen de los dieciocho capítulos del Ulises y en el apéndice final el más complejo esquema Linati de interpretaciones, además de las adiciones y variantes del esquema Gilbert-Gorman.

Los dos esquemas, elaborados por el propio Joyce para facilitar a sus amigos la comprensión de la novela, son cartografías que ayudan a orientarse en un libro navegable con el que el lector ingresa en otro mundo literario, en otra dimensión de la lectura.

Santos Domínguez