4/6/21

Eugenio Montejo. Poesía completa


Eugenio Montejo. 
Obra completa. 
I Poesía. 
Edición al cuidado de 
Antonio López Ortega, Miguel Gomes 
y Graciela Yáñez Vicentini.
Pre-Textos. Valencia, 2021.

 

TERREDAD
 
Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.
 
Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables,
livianos en otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena,
aunque las migas sean amargas.

Es uno de los poemas más significativos de Eugenio Montejo (Caracas, 1938-Valencia, Venezuela, 2008), uno de los poetas imprescindibles de la lengua española en los últimos años.

Con esa afirmación del aquí y el ahora que vertebra ese poema central en su obra, Terredad da título también a uno de sus libros más representativos, que apareció en 1978 y que, junto con el resto de su obra poética, forma parte de la magnífica edición en Pre-Textos de la totalidad de su poesía, primer volumen de su Obra Completa, preparada por Antonio López Ortega, Miguel Gomes y Graciela Yáñez Vicentini en la canónica Biblioteca de Clásicos Contemporáneos.

Abre el volumen, que reúne cuarenta años de escritura poética entre Élegos (1967) y Fábula del escriba (2006), un espléndido estudio introductorio de Antonio López Ortega y Miguel Gomes, que a propósito de ese libro subrayan “el tenor ‘cósmico’ de la voz de Montejo. Nada lo condensa mejor que el neologismo terredad: nos habla, por supuesto, de la condición del ser terrestre, habitante de un planeta; nos habla de los elementos que nos contienen: aire, agua, luz, fuego; nos habla también del campo anímico: sentimientos, nostalgia, flaquezas; y también de las vidas que nos acompañan o sobrepasan: la de los árboles centenarios que nos saludan sin saberlo, la de las ballenas con sus resoplidos incesantes, la de las hormigas con sus sobras del día. La condición de la existencia como una cornucopia en la que todo coincide, incluso lo que no podemos imaginar; la concentración máxima de sentido, armoniosa pero también incomprensible, pues en sí también lleva su dosis de autodestrucción. La vida, pues, como un verdadero milagro, pero también como el mayor de los enigmas.”

La memoria elegíaca de Élegos, la suma de impulso órfico y meditación moral de Muerte y memoria y la mirada abierta al mundo de Algunas palabras recorren los tres libros que forman la primera época de la poesía de Eugenio Montejo, que en esos tres títulos pone los cimientos de toda su obra posterior. Esa primera etapa -señalan los prologuistas y editores- “fija las primeras nociones, intuiciones o dimensiones de lo que finalmente será toda una poética.”

La meditación sutil sobre el misterio de la existencia, la concepción de la poesía como último reducto de lo sagrado, la afirmación de la luz, la fusión de naturaleza y emoción, de reflexión y paisaje, la contemplación serena de la vida, la indagación en el lenguaje como herramienta de desciframiento de la realidad interior y exterior, la utilización de la palabra como instrumento de revelación del mundo en su continuidad circular son algunas de las claves de libros como Terredad, Trópico absoluto o Alfabeto del mundo, libros que -explican Antonio López Ortega y Miguel Gomes- constituyen una “secuencia que sin duda constituye el arco más prominente de su obra poética.”

Tras la transición de Adiós al siglo XX, Montejo entra en una segunda madurez caracterizada por una mayor depuración estilística y por una agudización de su conciencia de la temporalidad proyectada en la suma de pasión amorosa y verbal de Papiros amorosos, en el equilibrio de lenguaje y experiencia de Partitura de la cigarra o en la transitividad de la escritura temporal y transparente de Fábula del escriba, su último libro, publicado dos años antes de su muerte.

En esas tres obras finales se funden ejemplarmente la reflexión y la emoción, cuando la incertidumbre se abre a la paradoja y se armonizan la mirada y el recuerdo. Y a la vez la naturaleza se compagina con la memoria de las ausencias para dar una lección de vida y muerte, como en esta Pavana para una dama egipcia:

Yo sé que un día aquí sobre la tierra
no estaré nunca más. Habré partido
como los viejos árboles del bosque
cuando los llama el viento. Y esto que escribo
no me lo dicta apenas una idea
pues ya se ha hecho sangre de mis venas.
    
También sin meditar suelen los árboles
tener claro su fin. Como toda materia
guarda memoria de su nada póstuma.
No es preciso pensar para decirse
-cada quien a sí mismo- adiós por dentro.
Con ver las hojas en otoño basta;
con ver la tierra allá a lo lejos, roja,
flotando en el abismo, sin nosotros,
se aprende casi todo...

 “La poesía es la última religión que nos queda”, afirmaba Montejo, creador de una obra intensa y transparente en la que conviven la serenidad meditativa y la hondura emocional con la búsqueda de la palabra como medio de revelación del mundo. Poesía de la conciencia y la celebración que, en sus propias palabras, aspira a “nombrar la condición tan extraña del hombre en la tierra, de saberse aquí entre dos nadas, la que nos precede y la que nos sigue.” 

Un ejemplo memorable, también de Terredad, un libro central en su trayectoria poética, es esta Duración, una serena meditación sobre la fugacidad que se ha convertido en uno de sus poemas más conocidos:

Dura menos un hombre que una vela
pero la tierra prefiere su lumbre
para seguir el paso de los astros.
Dura menos que un árbol,
que una piedra,
se anochece ante el viento más leve,
con un soplo se apaga.
Dura menos que un pájaro,
que un pez fuera del agua,
casi no tiene tiempo de nacer,
da unas vueltas al sol y se borra
entre las sombras de las horas
hasta que sus huesos en el polvo
se mezclan con el viento,
y sin embargo, cuando parte
siempre deja la tierra más clara.

Santos Domínguez