Franz Kafka.
Cartas a Felice
Traducción de Pablo Sorozábal.
Nórdica. Madrid, 2019.
Elias Canetti.
El otro proceso.
Las cartas de Kafka a Felice.
Traducción de Carlos Fortea,
Nórdica. Madrid, 2019.
“Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas sería mi único paseo. Acto seguido regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de nuevo a escribir. ¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la concentración extrema no sabe lo que es el esfuerzo. ¡No retrocedas ante el habitante de la cueva!”, escribía Franz Kafka el 14 de enero de 1913.
Y el 26 de junio de 1913 no sólo se reafirmaba en esa actitud, sino que la defendía de una manera aún más radical: “Para escribir necesito apartarme, no ‘como un ermitaño’, eso no sería suficiente, sino como un muerto. En este sentido escribir es un sueño profundo, es decir: muerte, y de igual modo que a un muerto no se le saca ni se le puede sacar de su tumba, tampoco a mí de mi escritorio durante la noche.”
Son dos fragmentos de las muchas cartas que Kafka envió a Felice Bauer desde que el 20 de septiembre de 1912 le dirigió la primera, con el membrete de la compañía de seguros del reino de Bohemia donde trabajaba.
Con esa joven berlinesa mantendría Kafka una intensa relación epistolar que se prolongó hasta el 16 de octubre de 1917, en que está fechada la última carta. La había conocido en Praga la tarde del 13 de agosto en la casa familiar de Max Brod, un encuentro que evocaría detalladamente dos meses y medio después en la carta del 27 de octubre. Dos días después, el 15 de agosto, Kafka anotaba en su diario: “He pensado mucho en -qué apuro me da escribir nombres- F.B.”
También dos días después de aquella primera carta, la noche del 22 al 23 de septiembre, Kafka escribió de un tirón uno de sus textos fundamentales, El proceso, con el que abría un periodo extraordinariamente creativo del que forman parte La metamorfosis y El fogonero.
El volumen de más de ochocientas páginas que publica Nórdica con traducción de Pablo Sorozábal es el reflejo de una relación turbulenta a través de cartas casi diarias en algunas épocas -a veces hasta tres o cuatro en un día. Cartas que dan cuenta de cinco años de tortura de un Kafka joven, enfermo y solitario, inseguro consigo mismo y con su obra incipiente: “La verdad es que no soy nada, lo que se dice nada”, le escribía a Felice el 16 de junio de 1913. Y añadía que su incapacidad para la vida le hacía tener la impresión de que “no hubiera vivido nada.”
Fue una relación compleja y rara, llena de altibajos, de encuentros y separaciones, de periodos áridos, de discusiones, rupturas y reconciliaciones. Una relación problemática en la que, como ocurriría años después con Milena, un Kafka remiso a la relación directa o al compromiso matrimonial veía en Felice más que a una persona, una realidad verbal, un interlocutor, un destinatario de sus confesiones y sus meditaciones.
Por eso estas cartas no hablan sólo de esa relación sentimental, sino que reflejan el día a día del escritor, sus reflexiones sobre la literatura y la vida, su concepción del mundo y su percepción de sí mismo, sus obsesiones y sus miedos, su inadaptación social o su insomnio, su dedicación febril a la escritura, las dudas y contradicciones de quien se ve como “un hombre enfermo, débil, insociable, taciturno, triste, rígido, casi desprovisto de toda esperanza, cuya tal vez única virtud consiste en que te quiere.”
Muchas de esas cartas son un repertorio de quejas (por su delgadez y su estado físico, por sus inseguridades vitales, sociales y creativas, por sus indecisiones afectivas y sus inhibiciones...), parecen escritas a la defensiva desde la aversión al matrimonio y a la familia. Y por eso reflejan también las vicisitudes de una relación que se concretó en un compromiso matrimonial que un huidizo Kafka rompió en junio de 1914, antes de que se materializara.
A partir de esa ruptura las cartas son más distantes en tono y menos frecuentes en periodicidad, hasta que en esta, penúltima y escrita del 30 de septiembre al 1 de octubre de 1917, hay una despedida tras unos días felices compartidos en Marienbad: “Que en mi interior hay dos seres que combaten, es cosa que ya sabes. Que el mejor de ambos combatientes te pertenece, es algo que en estos últimos días he dudado menos que nunca. Sobre las vicisitudes de la lucha has sido informada a lo largo de cinco años mediante la palabra y el silencio y mediante sus entremezcladuras, por lo general para tu tormento. Caso de que me preguntes si ha habido siempre veracidad, solo te puedo decir que jamás hacia ninguna otra persona me he abstenido tan enérgicamente de decir mentiras conscientes, o para ser aún más exacto, más enérgicamente, que hacia ti. Disimulos ha habido algunos, mentiras muy pocas, suponiendo que, de por sí, sea posible eso de que haya ‘muy pocas’ mentiras. Soy un ser mentiroso, de otra manera no sé conservar el equilibrio, mi barca es muy frágil”.
En 1955 Felice vendió esa correspondencia en un gesto no siempre bien comprendido, pero que contribuyó a iluminar una parte fundamental de la biografía de Kafka cuando se publicaron por primera vez estas cartas en 1967.
Sólo un año más tarde, apareció El otro proceso, un ensayo de Elias Canetti que, medio siglo después de su escritura, sigue siendo no sólo la mejor aproximación que se ha escrito sobre las cartas a Felice: es además una honda indagación que va más allá de ese material epistolar y lo conecta con el universo literario kafkiano.
Con buen criterio, Nórdica publica a la vez que las Cartas a Felice, El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice, con traducción de Carlos Fortea, que se abre con estos párrafos:
Así que ahora están publicadas, esas cartas que narran cinco años de tortura, en un volumen de setecientas cincuenta páginas, y el nombre de su prometida, discretamente indicado durante muchos años con una F y un punto, como K., de modo que durante mucho tiempo ni siquiera se sabía cuál era ese nombre -a menudo se cavilaba acerca de él, y entre todos los nombres que se sopesaban jamás se daba con el correcto, habría sido imposible dar con él-, figura en grandes caracteres en la cubierta del libro. La mujer a la que iban dirigidas esas cartas lleva ocho años muerta. Cinco años antes de morir las vendió al editor de Kafka y, se piense lo que se piense, la que Kafka llamaba su «más querida mujer de negocios» demostró al final su capacidad, que significaba mucho para él, e incluso lo movía a la ternura.
Es cierto que él llevaba ya muerto cuarenta y tres años cuando esas cartas aparecieron, y sin embargo la primera reacción que se hizo notar -se le debía respeto, a él y a su desgracia- fue de embarazo y de vergüenza. Conozco personas cuya vergüenza aumentó al leer las cartas, personas que no se libraban de la sensación de que no debían entrar precisamente allí.
Las respeto mucho por eso, pero no me encuentro entre ellas. He leído esas cartas con una emoción que no experimentaba desde hacía muchos años con ninguna obra literaria. Ahora esas cartas se han sumado a la serie de esas memorias, autobiografías, correspondencias inigualables de las que el propio Kafka se alimentaba. Él, cuya suprema cualidad era el respeto, no temió leer una y otra vez las cartas de Kleist, de Flaubert, de Hebbel. En uno de los momentos más angustiosos de su vida, se agarró al hecho de que Grillparzer ya no sentía nada al tener en su regazo a Kathi Fröhlich. Solo hay un consuelo para el horror de la vida, del que por suerte la mayoría solo son conscientes a veces, pero del que algunos, erigidos por potencias interiores en testigos, lo son constantemente, y es sumarse al horror de los testigos anteriores. Así que realmente hay que estar agradecido a Felice Bauer por haber conservado y salvado las cartas de Kafka, aunque se haya atrevido a venderlas.
[...]
Por mi parte solo puedo decir que esas cartas han penetrado en mí como una verdadera vida, y ahora me resultan tan enigmáticas y tan familiares como si me pertenecieran desde siempre.
Organizado en dos partes, el ensayo de Elias Canetti toma como eje el momento crítico de la ruptura del compromiso matrimonial entre Kafka y Felice en julio de 1914.
En la primera parte, en la que aborda la mayor parte de la correspondencia, que a partir de entonces se fue espaciando, Canetti destaca que Kafka buscaba en Felice “una seguridad lejana, una fuente de energía que no sumiera su sensibilidad en la confusión a causa de un contacto demasiado próximo, una mujer que estuviera a su alcance sin esperar otra cosa que sus palabras.”
Así resume Canetti el significado de este conjunto epistolar al que denomina “diario ampliado”:
No existe un relato comparable de una persona dubitativa, ninguna exposición pública de semejante fidelidad. Una persona primitiva difícilmente podría leer esta correspondencia, tendría que parecerle el espectáculo desvergonzado de una impotencia emocional; porque todo lo que esta supone reaparece una y otra vez: indecisión, miedo, frialdad, falta de amor descrita con todo detalle, un desvalimiento de tales dimensiones que solo la extrema exactitud de la descripción lo hace creíble. Pero todo está hecho de tal modo que se convierte ipso facto en ley y conocimiento.
La segunda parte, además de seguir la peripecia sentimental posterior a la ruptura, la conecta con su transfiguración literaria en El proceso, escrito en esos meses:
Dos acontecimientos decisivos en la vida de Kafka, que conforme a su modo de ser había deseado especialmente privados, se habían desarrollado en la más embarazosa publicidad: el compromiso oficial en casa de la familia Bauer, el 1 de junio, y seis semanas después, el 12 de julio de 1914, el “tribunal” en el Askanischer Hof, que llevó a la ruptura de dicho compromiso. Se puede demostrar que el contenido emocional de ambos acontecimientos entra directamente en El proceso, cuya escritura empezó en agosto. El compromiso se ha convertido en la detención del primer capítulo; el “tribunal” se encuentra, en forma de ejecución, en el último.
Porque esa es la mejor aportación del ensayo de Canetti sobre las cartas a Felice: su capacidad para conectar esa escritura aparentemente privada e íntima con el conjunto de la obra narrativa de Kafka:
Sin duda se siente vergüenza cuando se empieza a penetrar en la intimidad de estas cartas. Pero son ellas mismas las que le quitan la vergüenza a uno. Porque al leerlas se advierte que un relato como La metamorfosis es todavía más íntimo que ellas, y se acaba sabiendo qué es lo que lo hace distinto a cualquier otro relato.
Santos Domínguez