Héctor Rojas Herazo.
En noviembre llega el arzobispo.
Epílogo de Luis Rosales.
Carpe noctem. Madrid, 2013.
Caminaba bajo los árboles de mango, sin prisa, separando apenas los brazos de los muslos. Se inclinó al pasar y hundió el látigo en las tetas de la puerca parida, que gruñía en su lecho de fango. Después —totalmente erguido, con las piernas abiertas— arrancó una hoja al árbol de limón y empezó a morderla. El látigo, prensado entre el brazo y las costillas, se había apagado. Ahora el sol arañaba bruscamente sus polainas.
El gordo lo miraba hechizado. Inclinó su peso, varias veces, sobre una y otra pierna, con el temblor angustioso de un niño que tuviera urgencia de defecar, hasta que al fin disparó el alerta:
—¡Leonor, Leonor, ya llegó la gran bestia!
La mujer se asomó por la ventana del comedor, miró el patio —tranquilo, solitario, con sus follajes entristecidos por la luz— y dijo sin interés:
—No hay nadie Gerardo. Estate quieto.
Con una potencia verbal que no cede en ninguna página y una tensión narrativa que no decae en ningún momento desde ese momento inicial, se desarrolla En noviembre llega el arzobispo, la novela del colombiano Héctor Rojas Herazo (1921-2002) que acaba de publicar Carpe noctem en su colección Rescatados con un magnífico epílogo –La novela de una agonía- en el que Luis Rosales aborda algunas de las claves más significativas de esta obra magistral que se publicó en 1967 y que inexplicablemente no se editó en España hasta 1981, diez años después, por cierto y por desgracia, de su traducción al alemán.
En noviembre llega el arzobispo es una compleja y potente novela de dictador ambientada en Cedrón, un pueblo caribeño dominado por el cacique Leocadio Mendieta, un tirano moribundo que anticipa al que García Márquez trazó –aunque desde una perspectiva interior muy distinta- en El otoño del patriarca.
Entre el odio y el miedo al tirano transcurre la vida rutinaria de esta novela de la espera en la que la acumulación de voces, junto con el cruce de historias y personajes construyen una representación de la colectividad en una estructura abierta que, como señala Luis Rosales, parece reiniciar la novela en cada página.
La vida aletargada de los habitantes de Cedrón se narra con el método acumulativo del collage y con una técnica caleidoscópica aprendida del cine, cuya influencia en la novela es explícita desde la cita de Fellini que la abre: Sufrimos las consecuencias y ni siquiera podemos trazar su origen; así que el error continúa en la oscuridad.
Esas vidas desiertas y paradas transcurren sobre un paisaje desolador y espectral que recuerda a veces el páramo de la narrativa de Rulfo y que parece convertirse en una sucursal del infierno:
Sudaban duro los ocho hombres. Avanzaban aprisa, en un trote que les hacía subir y bajar desesperadamente las caderas. Sobre la tarima portátil venía Fabricio Vásquez, apenas con un trocito de sobrecama en mitad del torso, coronado con hojas de matarratón. El vientre, cubriéndole la base de los muslos delgados, mordiendo el flequillo de la tela, los ojos entornados por el sopor. Debajo de la tarima, oscilando como una campana de vidrio, la gran damajuana de ron. Al llegar frente a La Bodega, se detuvieron jadeando. Los cuatro centuriones avanzaron de espaldas, desenrollando una alfombra. Centelleaban sus armaduras escamosas.
—Ponle la escalera.
—Se quedó donde la niña Delina.
El césar estaba abotargado por el aburrimiento y el calor. Hizo un ademán confuso, señalando el mar con su cetro punteado por estrellitas de papel. Uno de sus ojos, contrario al otro casi apagado por el párpado, nadaba con lentitud de molusco en su órbita anaranjada. Un mulato, alzándose la visera del yelmo, gritó desesperadamente:
—¡Viva el emperador!
La calidad literaria de la prosa de Herazo, que es también la prosa cargada voltaje de un poeta, la minuciosidad de sus descripciones, la potencia semántica de sus frases, la precisión y la fuerza expresiva de sus páginas y su constante resplandor verbal hacen de esta obra una celebración de la palabra, pero no son nunca un puro ejercicio de gratuita brillantez neobarroca.
Esa potencia verbal expresada en las imágenes de un escritor que antes de narrar mira, se pone al servicio de un elemento narrativo que aquí es central: la creación de una atmósfera agobiante de bochorno, siesta y pesadilla en un tiempo que flota en el vacío sin transcurso ni esperanza de las vidas del pueblo.
Una novela imprescindible que justifica la existencia de un catálogo admirable como el de Carpe noctem.
Santos Domínguez