17/10/13

Kafka. El fogonero


Franz Kafka.
El fogonero.
Ilustraciones de Max.
Traducción de Juan Andrés García Román.
Nórdica. Madrid, 2013.

El conflicto entre la autoridad y el individuo, la opresión ambiental de un entorno hostil, la búsqueda de identidad, la desorientación ante la impenetrable maquinaria del poder que aniquila a la persona, la culpa y el castigo, la pérdida y la huida son algunos de los temas que permiten conectar tres relatos que Kafka escribió en la misma época, en el creativo otoño de 1912.

Tres relatos que concibió como una trilogía  que quería publicar en un solo tomo con el título Hijos porque mantenían una serie de vínculos más o menos explícitos: La condena, El fogonero y La metamorfosis, narrados con parecida distancia indiferente ante los hechos y los personajes y que comparten también ese tono casi notarial que es uno de sus rasgos más llamativos.

Animado por la facilidad con la que acababa de terminar La condena, Kafka escribió con rapidez exaltada El fogonero como primer capítulo de una novela que acabó malográndose. Iba a ser el primero de los seis capítulos de una novela muy crítica con las injustas relaciones laborales en el capitalismo norteamericano –El desaparecido- que dejó inconclusa y que su amigo Max Brod editó con un título póstumo y no autorizado: América.

Ese relato escrito en un estado de euforia le gustó mucho, pero los otros capítulos no mantenían ni su tensión narrativa ni su altura literaria, de manera que lo publicó al año siguiente como relato exento. 

Y para celebrar el centenario de su publicación, Nórdica ha preparado la espléndida edición ilustrada por Max de este relato que tiene un ritmo casi cinematográfico y transmite la imagen del mundo como un laberinto metaforizado en el interior intrincado del barco en el que llega a América el protagonista, un joven Karl Roßmann obligado por su familia a hacer ese viaje que lo aparta de su entorno para purgar su culpa:

Al entrar en el puerto de Nueva York a bordo de un barco que se iba deteniendo, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus padres pobres habían enviado a América por tener un hijo con una criada que lo había seducido, creyó ver la Estatua de la diosa Libertad, que divisaba desde hacía un buen rato, como si estuviera dentro de un rayo de sol que fulgurara de repente. El brazo con la espada parecía recién alzado y en torno a su silueta soplaban aires libres.
«Qué alta», se dijo.

Esa Estatua de la Libertad, que levanta llamativamente una espada en lugar de una antorcha, es un símbolo de lo que se va a encontrar el joven inmigrante: el castigo, el poder, la jerarquía, el abuso, la injusticia, la aniquilación del individuo en una degradante sociedad de masas al servicio de un sistema productivo jerárquico que funciona como una máquina de destrucción de la persona.

Santos Domínguez