Raymond Chandler.
El sueño eterno.
Traducciones de José Luis López Muñoz
y Juan Manuel Ibeas.
Debolsillo. Barcelona, 2013.
Raymond Chandler.
Adiós, muñeca.
Traducciones de César Aira
y Juan Manuel Ibeas.
Debolsillo. Barcelona, 2013.
Raymond Chandler.
A mis mejores amigos no los he visto nunca.
Cartas y ensayos selectos.
Traducciones de César Aira
y Juan Manuel Ibeas.
Debolsillo. Barcelona, 2013.
Triste, solitario y final. En la enumeración de esos tres adjetivos definitorios que luego utilizaría Osvaldo Soriano para titular una novela se confunden un Philip Marlowe cínico y sentimental, y su creador, Raymond Chandler, un hombre solitario y desengañado.
Alcohólicos y escépticos, de vuelta de todo, Chandler y Marlowe parecen recién salidos de un cuadro de Hopper y de un mundo habitado por la codicia y la mentira, por el amor y la violencia, por la corrupción y la hipocresía.
En esa intersección ambigua del personaje y el escritor se configura gran parte de la sensibilidad contemporánea, heredera de Poe y Baudelaire, que halló su cauce en el cine negro y en novelas y películas tan memorables como El sueño eterno o Adiós, muñeca, que son las primeras entregas de la recién inaugurada Biblioteca Raymond Chandler en DeBolsillo.
Dos excelentes ediciones de las dos novelas que iniciaron la serie de Marlowe, con traducción de José Luis López Muñoz y Juan Manuel Ibeas Delgado (El sueño eterno, de 1939) y de César Aira y Juan Manuel Ibeas (Adiós, muñeca, de 1940), vuelven a reivindicar a Chandler y a algunos de sus textos para situarlos muy por encima del efímero papel amarillento de la literatura pulp.
Porque Chandler, amargado y consciente de estar malgastando su talento, avergonzado de escribir con brillantez, deseoso siempre de ocultar su capacidad estilística, un culto oculto –como dijo de él Alfredo Arias en su edición de El largo adiós- es un novelista de técnica ejemplar, un modelo menor si se quiere pero absolutamente canónico, y un creador de diálogos memorables que dio a la novela negra una altura literaria que nadie más ha alcanzado en ese género.
Su uso de la voz narrativa y de la perspectiva -porque las cosas a menudo no son lo que parecen ser-, su trazado de personajes poliédricos -porque la realidad suele ser más complicada de lo que sugiere una mirada superficial-, su economía ejemplar en la descripción significativa de ambientes deberían ser virtudes suficientes para convertirle en lectura obligatoria en cualquier escuela de escritores.
Como Dashiell Hammett con Sam Spade, Chandler trazó con la figura compleja de Philip Marlowe– punzante y soltero porque no le gustan las mujeres de los policías, idealista y desengañado, cínico y sentimental, con un agudo sentido del humor y una ironía distanciada- una frontera moral en la perspectiva del personaje y su mirada al mundo y creó un nuevo prototipo de detective que marcaría la transición de la novela policial a la novela negra y dejaría una larga secuela de herederos. Ninguno llegó al nivel de un Marlowe que trabaja por 25 dólares diarios más gastos y reconoce que si no fuera duro no estaría vivo y si no fuera sentimental no merecería estarlo.
De El sueño eterno –que comienza con una visita a “cuatro millones de dólares”- se dijo que tiene una intriga tan enmarañada que cuando se adaptó al cine en 1946 en una espléndida versión dirigida por Howard Hawks, ni Faulkner –que había escrito el guión de la película- ni el director sabían quién era el asesino de Owen Taylor, el chófer de Sternwood. Algunos van más allá y dicen que tampoco Chandler lo sabía.
Como la anterior, la segunda entrega de la serie -Adiós, muñeca- se llevó al cine en 1945 en una película que se tituló Murder, my sweet y que aquí se tradujo como Historia de un detective. En Adiós, muñeca, la sordidez de los ambientes que dibujan un mundo turbio, la ambigüedad de los personajes, las ramificaciones de la acción y la acumulación de historias que construyen un laberinto opaco y exigente vuelven a mostrarnos las claves narrativas del mejor Chandler.
Los dos volúmenes recogen no solo esas dos novelas, sino algunos relatos breves e intensos como Asesino bajo la lluvia o El hombre que amaba a los perros.
Además de esas dos novelas esenciales, un tercer volumen -A mis mejores amigos no los he visto nunca-, introducido por su biógrafo Tom Hiney, recoge en una recopilación inédita una amplia selección de las cartas de Chandler y de sus ensayos y artículos periodísticos, que revelan a un autor consciente que reflexiona sobre la narrativa, sobre su relación con el cine o se confiesa al borde del abismo personal.
Y si las cartas -que el novelista dictaba por la noche entre las brumas del alcohol a un magnetófono- trazan la autobiografía y perfilan el rostro del Chandler más íntimo -quizá no el más verdadero, los ensayos, que se editan en una cantidad sin precedentes en español, reflejan al Chnadler más lúcido y cáustico cuando habla del mundo literario, de Hollywood o de un mundo que -como Marlowe- contempla con amarga ironía.
Quedan fuera de este tomo otros dos ensayos que se reservan como introducción a las próximas ediciones de nuevos volúmenes de sus novelas y relatos en esta misma colección.
Paul Auster habló de la importancia de Chandler como iniciador de una nueva manera de mirar la realidad de los Estados Unidos. Y entre nosotros, autores tan dispares como Vázquez Montalbán o Javier Marías lo tienen por un autor imprescindible para entender la narrativa del siglo XX.
Santos Domínguez