9/3/09

Las mil y una historias de Pericón de Cádiz


José Luis Ortiz Nuevo.
Las mil y una historias
de Pericón de Cádiz.

Barataria. Sevilla, 2008.


Viste siempre de negro -todos los cantaores visten igual- como vestía la nobleza española en tiempo de los Austrias. Lleva camisa con chorreras y zapatos de tacón alto. En su atuendo muestra arcaísmo, señorío y un cierto dejo sacerdotal. Se mueve lento y parsimonioso y, al moverse, deja ver sus asomos de camisa en los puños. No hay compostura como la suya. No hay gravedad como la suya. Tanto es su señorío que únicamente al sentarse advertimos que es grueso. El señorío creo que estiliza un poco la figura. Tiene los ojos claros, impasibles, semientornados, y aunque le llaman -'Arsa, Pericón'- no mueve la cabeza, no gira el cuerpo; mueve los ojos solamente. Parece un Buda. Canta hierático, quietísimo y garboso, como si no moviera un solo músculo de la cara. Aun en su mismo silencio hay sorna y, desde luego, gracia. Tiene algo ritual pero condescendiente, y mueve las manos de una manera tan precisa, que nos encanta, y casi nos alegra, verle sacar el pañuelo. Quien hace ante nosotros un gesto delicado, parece regalarnos algo. Habría que darle las gracias. Luego cuando se sienta, se sienta completamente bien igual que el agua llena el vaso. 'Arsa, Pericón' y entonces, al levantar la mano para cantar, deja la mano quieta y alta, como si le doliera. Tiene un brillo perlado en la piel, y el sudor, no sabemos por qué razón, no le moja la cara. Canta magistralmente los cantes de Cádiz. De cante en cante, pestañea. Éste es su único movimiento. Al sentir que le aplauden, va quedándose cada vez más cabal, más apretado con el silencio. No se calla, se ajusta. Es como si el silencio lo fuera torneando. Si le llamas, no mueve la cabeza: mira hacia ti girando el cuerpo. No abre los ojos mucho. No mira demasiado. Dentro del mundo en que vivimos no existe compostura como la suya.


Luis Rosales dedicó esa espléndida semblanza a
Juan Martínez Vílchez, (Cádiz 1901-1980), que así se llamaba civilmente Pericón de Cádiz, protagonista y testigo de la evolución del flamenco y de la flamenquería, de los cambios en los cantes antiguos y en la consideración social de los cantaores.

Pericón, heredero de los cantes de Enrique el Mellizo, conoció el hambre y la época de los cantaores contratados por los señoritos para sus juergas en los reservados de las ventas y los cafés cantantes, participó luego en giras con Las calles de Cádiz,
llegó a oír a los viejos maestros y enriqueció esa herencia con aportaciones y matices personales, con un excepcional sentido de la medida y el compás. Dejó testimonio de ello en numerosas muestras grabadas en pizarra y vinilo. Pero eso forma parte de la discografía y la crítica musical.

Pericón representa también la memoria oral de una época brillante del flamenco y de los cantes de Cádiz. Y a perpetuar esa memoria hablada dedicó José Luis Ortiz Nuevo un libro,
Las mil y una historias de Pericón de Cádiz, que se publicó en 1975 y llevaba tiempo agotado, pese a que se ha convertido en uno de los títulos de referencia sobre la memoria contemporánea del flamenco.

Un título que es el resultado de muchas tardes de conversación y refleja directamente,
sin correcciones ni interpretaciones, la imagen de Pericón, dueño de un talento narrativo y una mezcla de memoria prodigiosa y capacidad de fabulación propia de Ignacio Ezpeleta.

Una muestra: un recuerdo de 1512, sobre un extraño cargamento que llegó al puerto de Cádiz. Lo cuenta Pericón como si hubiera sido testigo:

Y entonces fueron y rajaron el fardo y vieron que eran partituras flamencas. Alegres y sorprendidos, fueron cogiendo del fardo lo mejorcito, que se quedó en Cádiz. El resto lo volvieron a empaquetar y lo mandaron para Jerez. Y en Jerez pasó lo mismo, y lo que quedó lo mandaron para Sevilla. Y de Sevilla fue para arriba.
Por esto –decía Pericón- es por lo que en Cádiz se canta mejor que en ningún sitio de España y los mejores cantaores han salido de la Bahía.

Esa tendencia constante de Pericón a mezclar fantasía y realidad de forma natural la explicaba así Fernando Quiñones, que lo definió en De Cádiz y sus cantes como un tenor jondo:

Hay que aclarar con toda urgencia que, en un hombre como el que nos ocupa, imaginar no es nunca o casi nunca mentir. Jorge Luis Borges ha sugerido más de una vez la imposibilidad de diferenciar tajantemente la literatura realista de la literatura fantástica, ya que nada puede haber más fantástico, inesperado e inesperable que la vida misma, y que todo cuanto nos transita por la cabeza, el corazón o el sentimiento también forma parte de la vida, puesto que lo forma de la nuestra. La caudalosa, más bien torrencial, fantasía de Pericón, proveerá al lector de este libro, en numerosas ocasiones, de lances y pasajes más o menos difíciles de creer según los cánones –por otra parte, falibilísimos, como a diario podemos comprobar– que rigen nuestros razonamientos cotidianos. Pero no hay que olvidar que, así como en las leyendas más inverosímiles existe un fondo de realidad ocurrida y transformada por el tiempo, en los relatos y memorias de Pericón se mezclan indisolublemente lo que fue y lo que pudo ser, lo que para él fue así.

Lo acaba de reeditar Barataria en una cuidada edición ilustrada con viñetas para las letras capitulares que reproduce también el excelente prólogo (Pericón a dos vertientes) que escribió Fernando Quiñones y un epílogo (De la afición y del cante) en el que Pericón reflexiona sobre el flamenco y su mundo.

Santos Domínguez