Gregor Von Rezzori.
La gran trilogía.
Introducción de Claudio Magris.
Traducciones de Daniel Najmías,
Juan Villoro y Joan Parra Contreras
Anagrama. Barcelona, 2009.
La gran trilogía.
Introducción de Claudio Magris.
Traducciones de Daniel Najmías,
Juan Villoro y Joan Parra Contreras
Anagrama. Barcelona, 2009.
Austríaco, rumano, apátrida y políglota como sus personajes, Gregor von Rezzori (1914-1998) nació en Chernovitz, en la Bukovina, una región del imperio austrohúngaro, una Babel fecunda y ambigua en la que convivían rusos, judíos, alemanes, rumanos y comunidades de gitanos.
Tengo la Babel de esta fabulosa tierra en mis oídos: rumano, ucraniano, alemán, yídish, polaco, magiar, armenio..., diría Von Rezzori de aquella ciudad que inspiró la Chernopol en la que situó la primera de las tres novelas que forman La gran trilogía, una obra monumental integrada por Un armiño en Chernopol (1958), Memorias de un antisemita (1979) y Flores en la nieve (1979).
Acaba de publicarla Anagrama con una introducción espléndida de Claudio Magris, que ya había hablado del autor y su mundo en El Danubio.
Como un extranjero profesional define Magris a Von Rezzori, epígono y precursor que evoca y recrea un mundo que había desaparecido con el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Con una enorme calidad en su prosa, con una mezcla magistral de tensión narrativa y fuerza documental, a medio camino entre la nostalgia y la ironía crítica, la ambivalencia del autor se proyecta en un género como la novela, que entiende y practica como perfección de la autobiografía. El narrador, distante y cercano, escribe desde la ambigüedad de una voz impostada que es también la voz de la memoria personal de su autor, matizada por el tiempo y afectada por la fabulación. De ahí la peculiar mezcla de estilos y enfoques, de épica y lírica, de objetividad y subjetividad, de mirada interior y exterior que recorre la trilogía.
Un armiño en Chernopol, una novela magrebina dedicada a la memoria de su padre, es una reconstrucción de su infancia y adolescencia en Chernovitz, un rincón del sudeste de Europa dejado de la mano de Dios. La fenomenología de esa ciudad, la materia y el espíritu de su paisaje y sus habitantes, el transcurso y el cruce de sus vidas vulgares e irrepetibles son el centro y la periferia de una panorámica de Chernopol con personajes como la señora Morar y su vocación narrativa, el prefecto Tarangolian, indolente y melancólico, o Ephraim Perko, políglota y vividor, las palomas urbanas, estables y burguesas, los Feuer o el viejo Pashkano, figuras de un caleidoscopio narrativo complejo y deslumbrante.
Intensas e inolvidables, las dos primeras páginas fijan el tono de la novela. Esa obertura termina con estos párrafos en los que ningún adjetivo es superfluo:
Nadie hace jamás otra cosa que ir al encuentro de la propia muerte. Y por eso tampoco oye el reclamo quejumbroso y nostálgico de los trenes lejanos que abandonan Chernopol para lanzarse, en una tierra perdida, hacia otra realidad, perdida y solitaria también, soberana y anhelante. Pues todos están perdidos en su soledad, los hombres y las ciudades.
Chernovitz, Viena y Roma son los espacios urbanos en los que transcurren las Memorias de un antisemita, atribuidas a un narrador afectado de skuchno, una palabra rusa difícil de traducir. Significa algo más que un intenso aburrimiento: un vacío espiritual, un anhelo que atrae como una vorágine imprecisa y vehemente.
Obsesionado con la caza y el sexo, ese narrador dibuja en cinco cuadros un panorama del Tercer Reich antes de la Segunda Guerra Mundial, un régimen marcado por un antisemitismo rutinario y doméstico:
Mi padre odiaba a todos los judíos, incluidos los ancianos humildes. Era un odio antiquísimo, tradicional, inveterado, para el que ya no necesitaba hallar una causa. Cualquier motivación, aun la más absurda, lo justificaba. Ya nadie creía que los judíos trataban de conquistar el mundo que les había sido prometido por sus profetas, a pesar de que cada vez fueran más ricos y poderosos, sobre todo en América, según se decía. De cualquier forma, las historias de una conspiración maligna (como la que supuestamente se describía en Los protocolos de los sabios de Sión) eran tomadas como meras habladurías, lo mismo que las historias de robos de hostias y asesinatos rituales de niños inocentes, por más que siguiera siendo inexplicable la desaparición de la pequeña Esther Solymossian. Estos eran embustes que se contaba a las sirvientas cada vez que decían que ya no soportaban estar con nosotros y amenazaban con irse con una familia judía que las trataría mejor y les pagaría más.
Flores en la nieve lleva como subtítulo Retratos para una autobiografía que nunca escribiré. Y de eso se trata, de retratos domésticos que completan un mosaico breve e intenso de personajes del entorno de su infancia. La melancolía recorre estas páginas introducidas por imágenes del álbum familiar: Kassandra, la nodriza primitiva y turbadora, el padre antisemita y cazador, burlón y vitalista; la hermana, muerta a los 22 años y evocada cincuenta y seis años después, o Strausserl, la vieja institutriz familiar, sabia y clarividente.
Esta última novela de la trilogía se cierra con un Epílogo en el que Von Rezzori resume las claves de la obra: desde el papel esencial de la ciudad a la arbitrariedad de la memoria selectiva. Termina así:
Mi Chernopol, la imagen irreal de la realidad de Chernovitz, pertenecía al reino de lo increíble, al país fabuloso de las imaginaciones quiméricas. La realidad que había encontrado en Chernovtsi amenazaba con destruir incluso eso. Tenía que marcharme de allí lo antes posible. No hay que entregarse a la búsqueda del tiempo perdido con espíritu de turismo nostálgico.
Tengo la Babel de esta fabulosa tierra en mis oídos: rumano, ucraniano, alemán, yídish, polaco, magiar, armenio..., diría Von Rezzori de aquella ciudad que inspiró la Chernopol en la que situó la primera de las tres novelas que forman La gran trilogía, una obra monumental integrada por Un armiño en Chernopol (1958), Memorias de un antisemita (1979) y Flores en la nieve (1979).
Acaba de publicarla Anagrama con una introducción espléndida de Claudio Magris, que ya había hablado del autor y su mundo en El Danubio.
Como un extranjero profesional define Magris a Von Rezzori, epígono y precursor que evoca y recrea un mundo que había desaparecido con el nazismo y la Segunda Guerra Mundial. Con una enorme calidad en su prosa, con una mezcla magistral de tensión narrativa y fuerza documental, a medio camino entre la nostalgia y la ironía crítica, la ambivalencia del autor se proyecta en un género como la novela, que entiende y practica como perfección de la autobiografía. El narrador, distante y cercano, escribe desde la ambigüedad de una voz impostada que es también la voz de la memoria personal de su autor, matizada por el tiempo y afectada por la fabulación. De ahí la peculiar mezcla de estilos y enfoques, de épica y lírica, de objetividad y subjetividad, de mirada interior y exterior que recorre la trilogía.
Un armiño en Chernopol, una novela magrebina dedicada a la memoria de su padre, es una reconstrucción de su infancia y adolescencia en Chernovitz, un rincón del sudeste de Europa dejado de la mano de Dios. La fenomenología de esa ciudad, la materia y el espíritu de su paisaje y sus habitantes, el transcurso y el cruce de sus vidas vulgares e irrepetibles son el centro y la periferia de una panorámica de Chernopol con personajes como la señora Morar y su vocación narrativa, el prefecto Tarangolian, indolente y melancólico, o Ephraim Perko, políglota y vividor, las palomas urbanas, estables y burguesas, los Feuer o el viejo Pashkano, figuras de un caleidoscopio narrativo complejo y deslumbrante.
Intensas e inolvidables, las dos primeras páginas fijan el tono de la novela. Esa obertura termina con estos párrafos en los que ningún adjetivo es superfluo:
Nadie hace jamás otra cosa que ir al encuentro de la propia muerte. Y por eso tampoco oye el reclamo quejumbroso y nostálgico de los trenes lejanos que abandonan Chernopol para lanzarse, en una tierra perdida, hacia otra realidad, perdida y solitaria también, soberana y anhelante. Pues todos están perdidos en su soledad, los hombres y las ciudades.
Chernovitz, Viena y Roma son los espacios urbanos en los que transcurren las Memorias de un antisemita, atribuidas a un narrador afectado de skuchno, una palabra rusa difícil de traducir. Significa algo más que un intenso aburrimiento: un vacío espiritual, un anhelo que atrae como una vorágine imprecisa y vehemente.
Obsesionado con la caza y el sexo, ese narrador dibuja en cinco cuadros un panorama del Tercer Reich antes de la Segunda Guerra Mundial, un régimen marcado por un antisemitismo rutinario y doméstico:
Mi padre odiaba a todos los judíos, incluidos los ancianos humildes. Era un odio antiquísimo, tradicional, inveterado, para el que ya no necesitaba hallar una causa. Cualquier motivación, aun la más absurda, lo justificaba. Ya nadie creía que los judíos trataban de conquistar el mundo que les había sido prometido por sus profetas, a pesar de que cada vez fueran más ricos y poderosos, sobre todo en América, según se decía. De cualquier forma, las historias de una conspiración maligna (como la que supuestamente se describía en Los protocolos de los sabios de Sión) eran tomadas como meras habladurías, lo mismo que las historias de robos de hostias y asesinatos rituales de niños inocentes, por más que siguiera siendo inexplicable la desaparición de la pequeña Esther Solymossian. Estos eran embustes que se contaba a las sirvientas cada vez que decían que ya no soportaban estar con nosotros y amenazaban con irse con una familia judía que las trataría mejor y les pagaría más.
Flores en la nieve lleva como subtítulo Retratos para una autobiografía que nunca escribiré. Y de eso se trata, de retratos domésticos que completan un mosaico breve e intenso de personajes del entorno de su infancia. La melancolía recorre estas páginas introducidas por imágenes del álbum familiar: Kassandra, la nodriza primitiva y turbadora, el padre antisemita y cazador, burlón y vitalista; la hermana, muerta a los 22 años y evocada cincuenta y seis años después, o Strausserl, la vieja institutriz familiar, sabia y clarividente.
Esta última novela de la trilogía se cierra con un Epílogo en el que Von Rezzori resume las claves de la obra: desde el papel esencial de la ciudad a la arbitrariedad de la memoria selectiva. Termina así:
Mi Chernopol, la imagen irreal de la realidad de Chernovitz, pertenecía al reino de lo increíble, al país fabuloso de las imaginaciones quiméricas. La realidad que había encontrado en Chernovtsi amenazaba con destruir incluso eso. Tenía que marcharme de allí lo antes posible. No hay que entregarse a la búsqueda del tiempo perdido con espíritu de turismo nostálgico.
Santos Domínguez