Wilkie Collins.
La reina de corazones.
Traducción de Gabriela Díaz.
Grandes Clásicos Funambulista.
Madrid, 2006.
La reina de corazones.
Traducción de Gabriela Díaz.
Grandes Clásicos Funambulista.
Madrid, 2006.
La colección Grandes Clásicos Funambulista llega a su tercera entrega con la edición de La reina de corazones, un libro inédito en español de Wilkie Collins (1824-1889), el novelista amigo y colaborador de Dickens, con quien escribió en colaboración textos como la novela corta Los perezosos.
Opiómano ingenioso y doblemente amancebado, Wilkie Collins es el creador de la novela de detectives con La piedra lunar, elogiada por T.S. Eliot, que señalaba que no hay novelista contemporáneo que no pueda aprender de Collins el arte de interesar y emocionar al lector.
Si La dama de blanco (1860), una novela de intriga, era un mosaico de voces narrativas, el experimento de La reina de corazones (1859) consiste en integrar diez relatos de diez narradores distintos, en un diseño que los englobe con coherencia estructural en un modelo de muñecas rusas como Las 1001 noches, El Decamerón o de retahílas de cuentos como El Conde Lucanor.
Novela de novelas, repertorio de relatos organizados como cajas chinas, La reina de corazones es una de esas manifestaciones de habilidad, virtuosismo y oficio que tan frecuentes son en su literatura.
El planteamiento es sencillo y permite que las piezas se vayan encajando. Tres hermanos viejos, altos y solitarios, viven aislados en un castillo, The Glen Tower, al sur de Gales. Dos de ellos, un párroco y un médico, son solteros; el tercero, Griffith, el más joven, es abogado y viudo, escritor y albacea de una muchacha huérfana, Jessie, que pasa unas semanas con ellos y a la que debe retener diez días hasta que regrese su hijo.
Si Sherezade se jugaba cada noche la vida con sus relatos, los tres ancianos, que han vuelto a la vida con su huésped, se juegan, quizá sin saberlo, la resurrección, porque vuelven a vivir en cada uno de esos relatos que inventan. También por eso retienen a la muchacha contándole una historia diferente cada noche:
Supongo -dice la muchacha- que no estará tendiéndome una trampa. ¿No será esto una treta de tres astutos caballeros viejos para retenerme, verdad?
Desfallecí interiormente -confiesa el narrador principal, uno de los hermanos- cuando sus labios pronunciaron esa suposición tan cercana a la verdad.
Ese es el pretexto para los tres hermanos, pero es también el procedimiento para que el autor enhebre las diez narraciones, los diez ejercicios de ingenio en diez jornadas - como en Boccaccio- que abordan diversas modalidades, desde el relato de misterio al folletín, pasando por el cuento moral o humorístico, en una demostración de talento que llevó a Borges a definirle como el maestro de la vicisitud, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles.
Porque el lector tiene ante este libro la sospecha de que la novela se ha fabricado para incorporar en ese molde los diez relatos que Collins debía de tener escritos. Y, sorprendentemente, el truco, el recurso, la historia que une los diez cuentos en un Tomo Púrpura, acaba funcionando como un mecanismo de asombrosa precisión. Las figuras de esos tres viejos, que en principio no tenían más sentido que el de engarzar artificiosamente un material preexistente, acaban adueñándose del libro y ganándose la condición de inolvidables.
Si a eso se le añade la fluidez con la que se van sucediendo los hechos y los episodios se entenderá que el lector recorra esas páginas con interés y diversión. Wilkie Collins, admitámoslo si hace falta, es más un artesano que un artista de genio. En todo caso, es un artesano con mucho oficio y con momentos muy brillantes en sus veintiséis novelas y el medio centenar de relatos que compuso en su vida con la impagable ayuda del láudano, que le producía alucinaciones que inspiraron El loco Monkton, una de las diez historias de La reina de corazones.
Wilkie Collins es un novelista que disfruta contando historias por contarlas. Lo explica a través de esa víctima gozosa de los cuentos que es la señorita Jessie:
Me ponen enferma los arranques de elocuencia, la filantropía con amplitud de miras, las descripciones gráficas, la pródiga anatomía del corazón humano y todo ese tipo de cosas. Por Dios Santo, ¿no es la intención o el objetivo original (...) de una obra de ficción el distinguirse claramente de todo lo demás porque está contando una historia? ¿Y cuántos de estos libros, me gustaría saber, lo hacen? Porque, en lo que se refiere a contar una historia, la mayor parte de ellos podrían ser lo mismo sermones que novelas. ¡Madre mía! Lo que yo quiero es algo que logre captar mi interés, que me haga olvidar que ya es la hora de vestirse para la cena; algo que me haga leer, leer y leer, sin respiración, hasta llegar a descubrir el final.
Todo un manifiesto, como se ve, a favor de la diversión y del gusto por contar y por leer en plena época victoriana. Diversión que tiene asegurada quien se acerque a este libro para disfrutar del viejo placer y la vieja emoción de leer narraciones como la de la muchacha que defiende la Casa Negra del asedio de unos ladrones ruidosos e ineficientes que parecen los bisabuelos de los que hacen el ridículo en Solo en casa.
O la conmovedora historia del tío George, un cadáver en el armario familiar. O la de la mujer del sueño, rubia y con cuchillo de terror profético que anuncia siete años antes el día y la hora de un asesinato.
La inquietante peripecia, novela corta más que cuento, del loco Monkton, con misterios tardorrománticos, apariciones y secretos. Un relato que podría haber escrito el mejor Poe.
Mientras permanece abducido y retenido, él también, por los tres ancianos contadores de cuentos, tiene el lector la impresión de que muchas de estas escenas las ha visto en películas de los años 40 y 50, cuando los guionistas entraron a saco en este material narrativo de portentosa fuerza visual, como La mano muerta, una historia -todavía- espeluznante y que deja al lector cavilando en medio del escalofrío. O el relato del párroco que se casa con una falsa viuda que oculta un pasado vidrioso.
Los informes policiales con los que se construye El cazador cazado anticipan, en la figura de un descerebrado aprendiz de detective, la grotesca ineficacia del inspector Clouseau.
Opiómano ingenioso y doblemente amancebado, Wilkie Collins es el creador de la novela de detectives con La piedra lunar, elogiada por T.S. Eliot, que señalaba que no hay novelista contemporáneo que no pueda aprender de Collins el arte de interesar y emocionar al lector.
Si La dama de blanco (1860), una novela de intriga, era un mosaico de voces narrativas, el experimento de La reina de corazones (1859) consiste en integrar diez relatos de diez narradores distintos, en un diseño que los englobe con coherencia estructural en un modelo de muñecas rusas como Las 1001 noches, El Decamerón o de retahílas de cuentos como El Conde Lucanor.
Novela de novelas, repertorio de relatos organizados como cajas chinas, La reina de corazones es una de esas manifestaciones de habilidad, virtuosismo y oficio que tan frecuentes son en su literatura.
El planteamiento es sencillo y permite que las piezas se vayan encajando. Tres hermanos viejos, altos y solitarios, viven aislados en un castillo, The Glen Tower, al sur de Gales. Dos de ellos, un párroco y un médico, son solteros; el tercero, Griffith, el más joven, es abogado y viudo, escritor y albacea de una muchacha huérfana, Jessie, que pasa unas semanas con ellos y a la que debe retener diez días hasta que regrese su hijo.
Si Sherezade se jugaba cada noche la vida con sus relatos, los tres ancianos, que han vuelto a la vida con su huésped, se juegan, quizá sin saberlo, la resurrección, porque vuelven a vivir en cada uno de esos relatos que inventan. También por eso retienen a la muchacha contándole una historia diferente cada noche:
Supongo -dice la muchacha- que no estará tendiéndome una trampa. ¿No será esto una treta de tres astutos caballeros viejos para retenerme, verdad?
Desfallecí interiormente -confiesa el narrador principal, uno de los hermanos- cuando sus labios pronunciaron esa suposición tan cercana a la verdad.
Ese es el pretexto para los tres hermanos, pero es también el procedimiento para que el autor enhebre las diez narraciones, los diez ejercicios de ingenio en diez jornadas - como en Boccaccio- que abordan diversas modalidades, desde el relato de misterio al folletín, pasando por el cuento moral o humorístico, en una demostración de talento que llevó a Borges a definirle como el maestro de la vicisitud, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles.
Porque el lector tiene ante este libro la sospecha de que la novela se ha fabricado para incorporar en ese molde los diez relatos que Collins debía de tener escritos. Y, sorprendentemente, el truco, el recurso, la historia que une los diez cuentos en un Tomo Púrpura, acaba funcionando como un mecanismo de asombrosa precisión. Las figuras de esos tres viejos, que en principio no tenían más sentido que el de engarzar artificiosamente un material preexistente, acaban adueñándose del libro y ganándose la condición de inolvidables.
Si a eso se le añade la fluidez con la que se van sucediendo los hechos y los episodios se entenderá que el lector recorra esas páginas con interés y diversión. Wilkie Collins, admitámoslo si hace falta, es más un artesano que un artista de genio. En todo caso, es un artesano con mucho oficio y con momentos muy brillantes en sus veintiséis novelas y el medio centenar de relatos que compuso en su vida con la impagable ayuda del láudano, que le producía alucinaciones que inspiraron El loco Monkton, una de las diez historias de La reina de corazones.
Wilkie Collins es un novelista que disfruta contando historias por contarlas. Lo explica a través de esa víctima gozosa de los cuentos que es la señorita Jessie:
Me ponen enferma los arranques de elocuencia, la filantropía con amplitud de miras, las descripciones gráficas, la pródiga anatomía del corazón humano y todo ese tipo de cosas. Por Dios Santo, ¿no es la intención o el objetivo original (...) de una obra de ficción el distinguirse claramente de todo lo demás porque está contando una historia? ¿Y cuántos de estos libros, me gustaría saber, lo hacen? Porque, en lo que se refiere a contar una historia, la mayor parte de ellos podrían ser lo mismo sermones que novelas. ¡Madre mía! Lo que yo quiero es algo que logre captar mi interés, que me haga olvidar que ya es la hora de vestirse para la cena; algo que me haga leer, leer y leer, sin respiración, hasta llegar a descubrir el final.
Todo un manifiesto, como se ve, a favor de la diversión y del gusto por contar y por leer en plena época victoriana. Diversión que tiene asegurada quien se acerque a este libro para disfrutar del viejo placer y la vieja emoción de leer narraciones como la de la muchacha que defiende la Casa Negra del asedio de unos ladrones ruidosos e ineficientes que parecen los bisabuelos de los que hacen el ridículo en Solo en casa.
O la conmovedora historia del tío George, un cadáver en el armario familiar. O la de la mujer del sueño, rubia y con cuchillo de terror profético que anuncia siete años antes el día y la hora de un asesinato.
La inquietante peripecia, novela corta más que cuento, del loco Monkton, con misterios tardorrománticos, apariciones y secretos. Un relato que podría haber escrito el mejor Poe.
Mientras permanece abducido y retenido, él también, por los tres ancianos contadores de cuentos, tiene el lector la impresión de que muchas de estas escenas las ha visto en películas de los años 40 y 50, cuando los guionistas entraron a saco en este material narrativo de portentosa fuerza visual, como La mano muerta, una historia -todavía- espeluznante y que deja al lector cavilando en medio del escalofrío. O el relato del párroco que se casa con una falsa viuda que oculta un pasado vidrioso.
Los informes policiales con los que se construye El cazador cazado anticipan, en la figura de un descerebrado aprendiz de detective, la grotesca ineficacia del inspector Clouseau.
Para lectores desganados o escépticos, esta es la mejor fórmula magistral.