Ramiro Pinilla.
La higuera.
Tusquets. Barcelona, 2006.
Pedro Alberto mira al muchacho.
—¿Cuántos años tienes?
El muchacho le mira, se cruzan sus miradas.
—Dieciséis —dice el muchacho.
Esta vez soy yo, a gesto del Pedro Alberto, quien ata las segundas manos con una cuerda que me pasa Eduardo.
Y, en el momento de hacerlo, mis ojos quedan clavados en los del chico y no pueden escapar de ellos. Intento regresar a los cojones del muchacho confesando su edad, pero es inútil.
—¡No se los lleven, por favor! —grita la mujer—. ¡Ustedes son personas como nosotros y las personas se compadecen unas de otras!
La orden de marcha nos la da Pedro Alberto con la cabeza. La familia nos mira a todos, pero la mirada de ese chico de diez años sólo me mira a mí.
Esa mirada va a perseguir al protagonista-narrador de La higuera, la novela de Ramiro Pinilla que publicaba Tusquets casi a la vez que le otorgaban el Nacional de Narrativa por Las cenizas del hierro. Rogelio Cerón, uno de aquellos falangistas que salían por la noche a limpiar España de rojos y separatistas en los primeros meses de la guerra civil, va a ser el rehén de su víctima y de esa mirada que convoca a la vez el remordimiento y la amenaza de una venganza aplazada y segura.
Ese es el hombrecillo enigmático que, como tantos asesinos, vuelve al lugar del crimen tras once meses de actividad patriótica un día de junio del 37 y se queda allí, en la vega de Fadura, en una cabaña miserable. Conocido con dos motes, Chumbo y Txominbedarra, cuida desde entonces con rara fijación y durante treinta años una higuera.
—¿Cuántos años tienes?
El muchacho le mira, se cruzan sus miradas.
—Dieciséis —dice el muchacho.
Esta vez soy yo, a gesto del Pedro Alberto, quien ata las segundas manos con una cuerda que me pasa Eduardo.
Y, en el momento de hacerlo, mis ojos quedan clavados en los del chico y no pueden escapar de ellos. Intento regresar a los cojones del muchacho confesando su edad, pero es inútil.
—¡No se los lleven, por favor! —grita la mujer—. ¡Ustedes son personas como nosotros y las personas se compadecen unas de otras!
La orden de marcha nos la da Pedro Alberto con la cabeza. La familia nos mira a todos, pero la mirada de ese chico de diez años sólo me mira a mí.
Esa mirada va a perseguir al protagonista-narrador de La higuera, la novela de Ramiro Pinilla que publicaba Tusquets casi a la vez que le otorgaban el Nacional de Narrativa por Las cenizas del hierro. Rogelio Cerón, uno de aquellos falangistas que salían por la noche a limpiar España de rojos y separatistas en los primeros meses de la guerra civil, va a ser el rehén de su víctima y de esa mirada que convoca a la vez el remordimiento y la amenaza de una venganza aplazada y segura.
Ese es el hombrecillo enigmático que, como tantos asesinos, vuelve al lugar del crimen tras once meses de actividad patriótica un día de junio del 37 y se queda allí, en la vega de Fadura, en una cabaña miserable. Conocido con dos motes, Chumbo y Txominbedarra, cuida desde entonces con rara fijación y durante treinta años una higuera.
Contada desde fuera y desde dentro por dos narradores, la maestra Mercedes Azkorra, la narradora externa y rememorativa que fija el marco, y el propio protagonista, que narra desde el centro del paisaje con un árbol y una tumba y desde el interior de su presente, La higuera es una novela sobre el miedo y sobre la represión, sobre la venganza y las delaciones y los paseos previos a las ejecuciones sumarias.
Esos dos narradores, tan distintos en perspectiva, se conjuran en la destreza artística de Ramiro Pinilla para darle al texto la fuerza persuasiva de la primera persona del testigo y del protagonista, de la víctima y el victimario apresados por un mismo miedo.
Y es también una inmersión en la memoria dolorosa del pasado, de sus despojos asediados por el remordimiento y el miedo a la mirada fría de ese niño de diez años, en la que Rogelio lee la determinación de la venganza contra los asesinos de su padre y de su hermano. Una mirada que es una sentencia de muerte.
Como Hombre sin nombre, otra reciente novela de Suso de Toro, La higuera es también una reflexión de asombrosa fuerza narrativa y moral sobre el pasado y la culpa. No sólo comparten temas como el del remordimiento con el sangriento telón de fondo de la guerra civil.
Tienen, con su común tensión estilística, que quizá se resiente de un número excesivo de páginas, una ambición semejante de parábola que sitúa su sentido más allá de la anécdota, la misma potencia perturbadora para golpear al lector en la boca del estómago y dejarlo sin aire con reflexiones como esta, en boca del asesino:
Entre un preso y su carcelero, ¿quién vigila a quién?
Santos Domínguez