Lautréamont.
Los Cantos de Maldoror.
Traducción, prólogo y notas de Ángel Pariente.
Alianza Editorial. Madrid, 2009.
Singular, visionario, precursor, desmesurado, provocador, impactante… Esa serie de adjetivos, que podría prolongarse fácilmente, no es más que una muestra del sostenido asedio crítico a Los Cantos de Maldoror, que Lautréamont empezó a publicar en 1868, dos años antes de su muerte, y que edita Alianza en su colección de bolsillo con traducción, prólogo y notas de Ángel Pariente.
Su obra pasó desapercibida en su época, pero fue el apóstol del superrealismo, que lo tuvo por su ancestro más puro. Gide, que reconocía la nulidad de su influencia en el XIX, lo consideraba fuente de la literatura del futuro.
Lautréamont escribió los Cantos en París, que era ya el epicentro de un terremoto cultural y literario que cambiaría el perfil de la poesía europea. Baudelaire había publicado ya la primera edición de Las flores del mal y poco después de Lautréamont, Rimbaud escribía Una temporada en el infierno. Era parte de un proceso -que culminaría en Mallarmé y su Coup de dés- que supondría una transformación radical de la literatura.
Los seis cantos que lo forman completan un libro de ofensas, un bestiario, una alucinación o una autobiografía imaginaria, una mezcla de canto y descripción, de narratividad y lirismo en los poemas en prosa, una reivindicación del asesinato y la antropofagia, la obra iluminadora de un Prometeo diabólico que construye un universo a base del furor del grito:
Quiera el cielo que el lector, envalentonado y momentáneamente vuelto tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su abrupto y salvaje camino a través de la ciénaga desolada de estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, salvo que aporte a su lectura una lógica rigurosa y una tensión de espíritu igual al menos a su desconfianza, las emanaciones mortíferas de este libro empaparán su alma del mismo modo que el agua empapa el azúcar. No es bueno que todos lean las páginas que siguen: sólo algunos saborearán sin peligro este amargo fruto.
Léon Bloy, tan poco dado a apreciar este tipo de literatura, no pudo evitar la impresión turbadora de su lectura y lo consideraba lava líquida (...) descabellado, negro y devorador. Malraux despreció su sadismo infantil y vio en su autor a un Baudelaire rebajado a la condición de empleado del ferrocarril.
Santos Domínguez