15 abril 2022

Chantal Maillard. Poesía reunida 2004-2020


 

Chantal Maillard.
Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua. 
Poesía reunida 2004-2020. 
Edición y estudio preliminar de Virginia Trueba.  
Posdata de Miguel Morey.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2022.


“¿Qué es exactamente lo que se filtra en la garganta del pájaro?
[…]
Lo que bebe el pájaro lo encontramos en pequeños indicios, muchos de ellos cotidianos, y también en grandes sucesos, siempre que sepamos eliminar en ellos la grandiosidad. Lo que bebe el pájaro,  lo que querría beber, es lo que acontece sin que medie en ello razón alguna, dado que la razón, tanto en su uso común como en el científico, arbóreo o plano, siempre trabaja atendiendo a resultados. 
Digamos que lo que bebe el pájaro es un trazo o una estela, la de un punto en movimiento. El pájaro lo encuentra porque está sediento”, escribe Chantal Maillard en ‘El pájaro. Variaciones sobre poesía y pensamiento’, una de las secciones de Fugas, el título que cierra su poesía reunida entre 2004 y 2020.

De ahí toma su título este amplio volumen, Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua, que publica Galaxia Gutenberg con edición y un espléndido estudio preliminar de Virginia Trueba, que destaca Matar a Platón como una inflexión decisiva en la trayectoria de Chantal Maillard a partir de 2004 antes de afirmar que “la escritura en conjunto de Maillard se dibuja desde trazos provenientes de lugares diversos, algo que permite al lector recorrerla atendiendo a la multiplicidad de esos devenires; resulta esencial el pensamiento de la mente aprendido en el budismo, o la conciencia del vacío de la que habla el Tao, pero también la crisis del lenguaje y del sujeto que nutre el pensamiento europeo desde finales del XIX y encuentra un punto de inflexión en los años 60 y 70 del siglo XX -en ocasiones en diálogo con cierto mundo oriental. No hay aquí dirección de sentido único sino infinidad de senderos posibles, pues se trata de una escritura (de una experiencia) de indagación, de tanteo, de observación también, que por momentos recuerda a la de ciertos poetas españoles de aquellas décadas, cuyas hebras parece que Maillard recuperara, y sin saberlo necesariamente.”

Desde Matar a Platón hasta Medea, se reúnen aquí libros como Hilos, La herida en la lengua o Cual menguando, a los que se añade una sección de inéditos entre los que destacan los textos escritos después de Medea.

El conjunto refleja la consistencia estética y la hondura meditativa del mundo poético de Chantal Maillard, la estrecha interrelación de pensamiento y lenguaje en su escritura y su constante y rigurosa reflexión sobre la poesía. Ligada a la filosofía existencial, al pensamiento oriental y a la razón poética de María Zambrano, a la que dedicó su tesis doctoral, la razón estética que sustenta la poesía de Maillard surge del mismo impulso de conocimiento del sujeto a través de la palabra y la filosofía y es una indagación en la  muerte y en la falta de sentido para reivindicar la escritura como forma de supervivencia:

Escribo 

para que el agua envenenada 
pueda beberse.

Así cerraba Escribir, un largo poema que forma parte de Matar a Platón y que resume su reflexión sobre el sentido y los límites de una escritura construida desde el no-tiempo del presente y desde el extrañamiento despersonalizado y distanciado del infinitivo. Comienza con estos versos:

escribir  

para curar  
en la carne abierta  
en el dolor de todos  
en esa muerte que mana 
en mí y es la de todos 

escribir 

para ahuyentar la angustia que describe 
sus círculos de cóndor 
sobre la presa 

aunque en el alma no 

en el alma 
la estimación del tiempo que concluye 
y es arriba 
algo más que un silencio 
con ojos semiabiertos

Esa razón creadora, ética e irónica, va más allá de la razón poética de María Zambrano, porque -como explicó Chantal Maillard en su ensayo La razón estética- esta “no interpreta el mundo sino que construye mundos.”

El reconocimiento de la propia identidad, el sufrimiento y el dolor recorren esta poesía del hueco y de la grieta, de la muerte y el duelo, una búsqueda del centro desde el margen, una mirada al vacío desde el abismo. 

Escritura en el límite, testimonio y curación de la llaga y el desamparo; poesía que nace de la herida del conocimiento y va a la cicatriz de la palabra, a la raíz de la calma y la memoria. Exploración en lo oscuro desde lo oscuro, búsqueda del centro desde una palabra sanadora que va, desde la incertidumbre y el silencio, hasta más allá de sus límites. Como en este significativo poema de Hilos que podría resumir el fondo y el estilo de la poesía de Chantal Maillard:

Me pedís palabras que consuelan, 
palabras que os confirmen
vuestras ansias profundas
y os libren
de angustias permanentes.
Pero yo ya no tengo
palabras de este género.
Aceptad mi silencio: lo mejor
de mí. Huid del soplo que pronuncia, 
en mi boca, 
la amarga condición de lo humano. 
Y, entretanto, dejadme contemplar 
el vuelo de la ropa
tendida en las ventanas. 

El encuentro con el otro, el dolor y la compasión, la escucha y la herida, el tanteo en lo oscuro en busca de la presencia voluble e inefable del poema, la exploración de los vínculos entre poesía y filosofía, entre palabra y pensamiento o el camino hacia el silencio son temas y actitudes que caracterizan la poesía última de Chantal Maillard.

Todos ellos se dan cita en el magnífico texto que cierra el libro, ‘En un principio era el hambre’, al que pertenecen fragmentos como estos: 

En un principio fue el verbo, y el verbo se conjugó, y se propagó. Los siglos de los siglos fueron la propagación del primer sonido. El primer sonido fue un acto: el de respirar. Un respirar sin nadie que respirase. Un acto sin sujeto. Un aliento sonoro.

Y el verbo se hizo carne: materia. Se hizo audible. Se «materializó». El mundo: sonoridad vibrante. La materia: densidad del sonido: velocidad vibratoria.

En un principio fue el verbo y el verbo poetizó: la matriz del mundo es el hueco donde impacta el primer sonido y se gesta el primer poema: la primera construcción (poíesis), la primera articulación.

[…]

No parece que quepa, hoy en día, otra poesía que la que diga el hambre. Y el terror. La desolación y la extrañeza. Que lo diga para que nos reconozcamos en ello. En comunidad. Con las cosas. En las cosas. Cosas también nosotros. La identidad colgándonos del hombro como una chaqueta raída. 

Luego, como un personaje de Beckett, atender al balbuceo, como mucho.

Sobre todo, atender al silencio, ese silencio: la callada inocencia recobrada, antes del logos, el no saber cargado de compasión por los seres que viven con su hambre.

Remata la edición una Posdata en la que el filósofo Miguel Morey señala que “a lo largo de los libros que componen este libro se podrá comprobar que el trabajo de reinvención poética de Chantal Maillard es constante y manifiesto; quema sus naves una y otra vez para renacer nuevamente de sus cenizas. Aunque se mantenga en todos ellos un mismo trato con las palabras, sumamente rico y complejo, porque su relación con la lengua nunca es de rendición incondicional; lo que no parece fruto de ningún recelo en particular, sino más bien de la convicción de que no todo puede ser dicho, que no cabe todo dentro del juego del explicarse y el entenderse sólo con las palabras; aunque estas puedan llegar a indicar algo de lo que no puede ser dicho, o cuanto menos, encaminarnos en su dirección. Y, sin embargo, al leerla, nos decimos a menudo que lo que estamos leyendo no puede provenir sino del esfuerzo sostenido por entender y dar a entender.”

Santos Domínguez 

13 abril 2022

Pérez Galdós. Trafalgar


Benito Pérez Galdós. 
Trafalgar.
Prólogo de David Loyola López.
Biblioteca Nueva. Barcelona, 2022.


Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente salió la escuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo.
Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué digo, estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo le examinaba con cierto religioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muralla; en otras ocasiones me parecían más chicos de lo que mi fantasía los había forjado. El inquieto entusiasmo de que estaba poseído me expuso a caer al agua, cuando contemplaba con arrobamiento un figurón de proa, objeto que más que otro alguno fascinaba mi atención.
Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, la sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de cañones asomando sus bocas amenazadoras, por las portas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme pálido y quedé sin movimiento asido al brazo de mi amo.
Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cubierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes; todo, en fin, me suspendió de tal modo, que por un buen rato estuve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más.
Los presentes no pueden hacerse cargo de aquellos magníficos barcos, ni menos del Santísima Trinidad, por las malas estampas en que los han visto representados. Tampoco se parecen nada a los buques guerreros de hoy, cubiertos con su pesado arnés de hierro, largos, monótonos, negros, y sin accidentes muy visibles en su vasta extensión, por lo cual me han parecido a veces inmensos ataúdes flotantes. Creados por una época positivista, y adecuados a la ciencia náutico-militar de estos tiempos, que mediante el vapor ha anulado las maniobras, fiando el éxito del combate al poder y empuje de los navíos, los barcos de hoy son simples máquinas de guerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerrero mismo, armado de todas armas de ataque y defensa, pero confiando principalmente en su destreza y valor.

Con esa espléndida descripción del ‘Santísima Trinidad’ comienza el capítulo IX de Trafalgar, el primero de los Episodios Nacionales de Pérez Galdós que publica Biblioteca Nueva en una edición con abundantes ilustraciones que presenta un prólogo en el que David Loyola resalta que en esta novela “Benito Pérez Galdós recogía el testigo de una tradición histórica, cultural y literaria relacionada con la batalla de Trafalgar y sumaba, con este primer episodio, un eslabón más a esa cadena dentro del imaginario nacional español del siglo XIX. En su intento por ofrecer una obra literaria próxima a la realidad histórica en la que se inspira, el autor de Marianela lleva a cabo una intensa labor de investigación y documentación y, para ello, acude a diferentes fuentes orales y escritas con el fin de recrear esa España de comienzos del siglo XIX y entrelazar los sucesos históricos acaecidos con el propio relato ficcional que desarrolla en la novela.”

El proyecto de los Episodios nace en Galdós de su voluntad de explicar el presente a partir del pasado, con una intuición fundamental: la necesidad de cruzar individuo e historia, la realidad y la fabulación, lo personal y lo colectivo, lo novelesco y lo documental para recrear el pasado y los ambientes sociales del agitado siglo XIX en cuarenta y seis novelas, de Trafalgar a Cánovas, en una cronología interna que abarca desde 1805 hasta 1906.

Vida y literatura, realidad y ficción, en una suma equilibrada de narración y descripción son los ingredientes con los que se articula el relato en primera persona del narrador protagonista Gabriel Araceli, cuyo crecimiento personal y social es paralelo a los acontecimientos de los que va siendo testigo: «Y sólo más tarde adquirí la firme convicción de que un grande y constante esfuerzo mío me daría quizá todo aquello que no poseía».

Es todavía un Galdós inicial, pero en las páginas de Trafalgar está en ciernes su capacidad narrativa y la profundidad de su mirada sobre la realidad española. Una mirada cedida a Gabriel Araceli, espectador y narrador, que descubre en la novela el concepto de patria (“una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos”) y el sentimiento patriótico (“por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma.”).

En la figura de Gabriel Araceli, narrador de los diez episodios de la primera serie, se concreta el nacimiento de un nacionalismo universalista ilustrado y tolerante que nada tiene que ver con el fanatismo excluyente de los nacionalismos posteriores y que se perfila en TrafalgarZaragoza o Cádiz.

La novela se organiza alrededor de un eje argumental: el desarrollo de la batalla naval que tuvo lugar en las aguas de Trafalgar el 21 de octubre de 1805 entre la armada inglesa y la flota combinada de España y Francia. El relato del combate se lleva a cabo en los cinco capítulos centrales con un agilísimo ritmo narrativo que incorpora el análisis de los errores tácticos, de la incompetencia militar de la marinería o las deficiencias de armamento de la flota hispanofrancesa que hicieron inútil el comportamiento heroico de algunos jefes y pusieron de relieve por contraste los comportamientos dispares de Villeneuve o de Churruca o Gravina.

Y en torno a ese centro de historia novelada, antes y después, un prólogo de ocho capítulos y un epílogo de cuatro, enriquecidos con detalles narrativos ficticios, con magníficas descripciones, con pormenores verosímiles e invenciones oportunas incrustadas en los hechos históricos en torno a la peripecia del protagonista, para dar la hondura palpitante de lo vivido al acontecimiento histórico. 

Estaba ya camino Galdós de forjar, muchos años antes de Unamuno, un enfoque intrahistórico que quedaría definitivamente perfilado en El equipaje del rey José, la novela que abre la segunda serie de los Episodios:

Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos.
Los libros que forman la capa papirácea de este siglo, como dijo un sabio, nos vuelven locos con su mucho hablar de los grandes hombres, de si hicieron esto o lo otro, o dijeron tal o cual cosa. Sabemos por ellos las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada. Reposa la sociedad en el inmenso osario sin letreros ni cruces ni signo alguno: de las personas no hay memoria, y sólo tienen estatuas y cenotafios los vanos personajes… Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre; no se contenta con saber de memoria todas las picardías de los inmortales desde César hasta Napoleón; y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano.

Santos Domínguez 

11 abril 2022

James Joyce. Dublineses


James Joyce.
Dublineses.
Ilustraciones de Javier García Iglesias.
 Traducción de Susana Carral.
Reino de Cordelia. Madrid, 2022.

Esta vez no había esperanza para él; era el tercer derrame cerebral. Noche tras noche había pasado frente a la casa (estaba de vacaciones) y observaba el cuadrado de luz de la ventana; y noche tras noche comprobaba que la iluminación era prácticamente la misma. Pensé que, si hubiera muerto, vería el reflejo de las velas en la contraventana oscurecida, pues sabía que junto a la cabeza de un cadáver deben situarse dos velas. Me había dicho muchas veces: «No duraré mucho en este mundo», y sus palabras siempre me parecieron frívolas. Pero entonces supe que decía la verdad. Todas las noches, al mirar hacia la ventana, me repetía a mí mismo la palabra parálisis. Siempre me había sonado rara, como la palabra gnomon en Euclides y simonía en el catecismo. Pero ahora me parecía el nombre de algún ser maléfico y pecador. Me llenaba de miedo y a la vez deseaba acercarme más y observar su obra letal.

Así comienza en la traducción de Susana Carral, Las hermanas, el primero de los relatos de Dublineses, que publica Reino de Cordelia en una magnífica edición ilustrada por Javier García Iglesias, que en palabras del editor, Jesús Egido, “ilumina en blanco y negro ese Dublín sucio y atrasado de principios del siglo XX que describe Joyce. Lo hace a bolígrafo de tinta negra, como el carbón, mostrando su dominio para retorcer el realismo, para caricaturizarlo y atraparlo. Nunca herramienta tan humilde adquirió mayor nobleza.”

Las hermanas cumple una función de obertura y anuncia algunas de las líneas temáticas de Dublineses, que entre ese magnífico relato y el portentoso Los muertos ofrece un conjunto de quince cuentos ordenados según una estructura muy meditada que obedece a una pensada secuencia cronológica interna: infancia, adolescencia, madurez y vida social para componer la representación del fresco humano de una ciudad sórdida. 

Su escritura fue para Joyce una liberación, un ejercicio de exorcismo de muchos demonios personales agrupados en torno a una ciudad y un país del que se había alejado antes de escribir estos relatos en Trieste y en Roma. Esa distancia física y emocional marca el tono de los textos, que tardaron en publicarse casi diez años. No aparecieron hasta 1914, tras un largo y tormentoso proceso editorial lleno de incidentes y de frustraciones.

Bajo la aparente levedad de estos cuentos en los que parece no ocurrir nada se oculta un mundo tempestuoso contemplado con una mirada corrosiva hacia el insoportable ambiente moral de Dublín. Porque estos relatos no pretenden ser una crónica naturalista de la ciudad y sus ambientes, sino algo más profundo y más complejo: “un capítulo de la historia moral de mi país”, como afirmó el propio Joyce, que aludió a que estas historias de parálisis colectiva con fondo autobiográfico, que no esconden ni lo trivial ni lo desagradable, tenían “el olor de los cubos de basura, de los hierbajos y los desperdicios.”

Ezra Pound escribió a propósito de Dublineses una muy elogiosa reseña en la que destacaba, por encima de su valor local, su sentido universal: “Nos ofrece Dublín como presumiblemente la ciudad es. No desciende a la farsa. No se nutre de la caricatura dickensiana. Nos ofrece las cosas como son, no sólo en el caso de Dublín, sino de cualquier ciudad. Basta borrar los nombres locales, unas pocas alusiones específicamente locales, y unos pocos hechos históricos del pasado, y sustituirlos por nombres locales distintos, por alusiones y acontecimientos diversos, y estas historias podrían volver a contarse de cualquier ciudad.”

Y si hay un relato que confirma, por encima de cualquier reduccionismo localista, esa universalidad de los materiales narrativos es el que cierra el volumen, Los muertos, que termina con estas memorables líneas:

Unos leves golpecitos en el cristal lo hicieron volverse hacia la ventana. Había vuelto a nevar otra vez. Adormilado, observó los copos, plateados y oscuros, caer en oblicuo, recortados contra la luz de la farola. Había llegado el momento de emprender su viaje hacia el oeste. Sí, la prensa tenía razón: la nieve afectaba a toda Irlanda. Caía por toda la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía suavemente sobre la turbera del Bog of Allen y, más hacia el oeste, caía delicadamente sobre las olas rebeldes y oscuras del río Shannon. También caía en el solitario cementerio de la colina en el que habían enterrado a Michael Furey. Se amontonaba en las sinuosas cruces y lápidas, en las lanzas de la pequeña verja, en los desamparados espinos. Su alma se fue ensimismando poco a poco, mientras oía la nieve caer suavemente por todo el universo, caer suavemente, como el descendimiento de su mortalidad, sobre los vivos y los muertos.

En el sentido coherente que tiene la escritura de Joyce como un proceso de obra en marcha, Dublineses es el banco de pruebas del Ulises, la primera aparición de lugares y personajes que reaparecerán en la novela. Pero considerado en sí mismo, al margen de su posición en el proceso evolutivo de la narrativa joyceana, tiene un indiscutible como un conjunto narrativo fundamental en la literatura del siglo XX. 

“No hay nada en la literatura actual que esté a su altura”, decía Ezra Pound en su reseña.

Santos Domínguez 

 


08 abril 2022

María Ángeles Pérez López. Incendio mineral




María Ángeles Pérez López.
 Incendio mineral.
 Vaso Roto. Madrid, 2021.

 “Sólo soy una herida en el lenguaje”, escribe María Ángeles Pérez López al final del primer poema de Incendio mineral, que publica Vaso Roto.

Esa voz en diálogo consigo misma, con las voces de otros poetas, con el mundo y con el lenguaje mismo sale desde su noche oscura en busca de la identidad propia y de las claves del mundo, en busca del otro y de lo otro en quince intensos poemas en prosa que expresan el fluir de la conciencia en una respiración rítmica acompasada a una mirada profunda que indaga en la realidad a través de la analogía y, de la piedra al árbol, de la lombriz al pájaro, se proyecta en lo animal, lo vegetal o lo mineral:

El fuego alguna vez fue un animal. Un músculo violento que saltaba abrazando cada hoja. Un lengüetazo extremo de calor en la altura voluble del bejuco. La imperiosa fricción de lo invisible con los órganos blandos de la luz, como boca que todo lo mordiese.

Sus quince poemas completan una ambiciosa poética corporal, una aventura interrogativa y telúrica, poblada de imágenes potentes que son a la vez el instrumento para iluminar la oscuridad y la materialización de ese proceso de conocimiento propio y de lo ajeno en que se convierte el poema, siempre en busca del centro y sus alrededores.

Los poemas de Incendio mineral recorren el camino de ida y vuelta hacia el encuentro verbal con el mundo, con el amor, con la noche o con la piedra fundadora, esa “piedra padre que todo lo ha fundado”, desde la conciencia de los límites de un lenguaje que nombra el tiempo mientras delimita el perfil de la propia identidad en el espacio de la presencia.

Porque, como señala Julieta Valero en el Epílogo, “para alguien tan consciente de que el lenguaje nos hace, el poema se convierte en el lugar donde revertir la potencia disgregadora de las palabras en favor de la unidad y de la vida.”

Palabra que es centro y brújula en la constante aspiración de luz que recorre la escritura de estos poemas, en el ímpetu de fusión con la realidad que vertebra el conjunto y anima su implacable búsqueda de identidad. Y todo ese proceso culmina en el poema final, cima del creciente movimiento expansivo y ascendente sobre el que se articula el libro. 

Un sostenido ascenso desde la raíz al fruto, desde el subsuelo oscuro a la “zoología del amor que alza la luz” a partir del ardiente impulso poético que reúne ejemplarmente intensidad verbal y voluntad de conocimiento:  

¿Y si eres nadie?
Miras dentro de ti y solo hay un inmenso páramo en el que nada se oye. Ni siquiera la respiración agitada en el incendio de aquello que fuiste. ¿Adónde irás cargando tu vacío?
Nada pesa lo que no tienes, pero no hay ligereza posible para ti porque el vacío te arrastra hacia sus pies. Ha arrasado con toda la flora, los días sin viento, las reservas de agua y de pardales. Quedan muchos más pájaros atrapados contra las vallas: vencejos, cormoranes, petirrojos. Un viejísimo albatros sacude su cabeza como si se hubiera atragantado con un mal verso. Entre ellos se disputan las raspas del sol y todos los poemas sobre ruiseñores o palomas que han sido capaces de digerir. Disputan también con quienes han quedado crucificados contra esas vallas, atrapados en la larga migración del hambre, de la guerra.
 Y mientras, tú sobre tu páramo vacío.
Te asomas con miedo al brocal de la boca y solo se ve un espejo negro que parece saludarte desde el fondo. También alguna mano de gente difusa tras tantas pantallas entreabiertas. Nada se oye sino la frugalidad de la desgana.
A lo lejos, tal vez el agua pida que abras la puerta de tu cuerpo. ¿O vas a conformarte con ser páramo? ¿Eriazo que no habilitan las hormigas? ¿Pedregal que golpea con su sed?
 ¿Y si nadie somos todos? Pájaro perro, pájaro persona, población y polluelo enardecido. ¿Qué harás en el tránsito de las taxonomías?
[…]
Porque tú no eres suficiente para ti.
Desconoces quién eres y no importa.
De pronto apremian la vida y los tendones. De pronto estallan granos rojísimos de luz sobre la superficie torpe de tu lengua. Algunos estorninos los disputan y te besan con su canción de alambre.
¿Cómo dejar entonces que el día colisione? ¿Que haya personas aparcadas como muebles mientras viajan las mesas en primera?
Alguna vez recibiste en herencia un baúl y una silla de esparto pero hoy todo ha sido arrasado en el fuego, hasta el flequillo que desordenó los días y la expiación y nota a lápiz del convenio laboral, mientras hay personas aparcadas como muebles y están dentro de ti, son tu apellido. Con el agua que mana de sus letras humedeces tu frente y te levantas.

Santos Domínguez 

06 abril 2022

Valle-Inclán. Sonatas



Ramón del Valle-Inclán.
Sonatas.
Ilustraciones de Manuel Alcorlo.
Edición y prólogo de Luis Alberto de Cuenca.
Reino de Cordelia. Madrid, 2022.

“Junto a Cervantes y Borges, Ramón del Valle-Inclán (1866-1936) es el nombre propio más valioso de la literatura escrita en español. […] Y es que en la literatura española de los últimos ciento cincuenta años no hay nada comparable a las Sonatas de don Ramón del Valle-Inclán”, escribe Luis Alberto de Cuenca en el prólogo de la monumental edición que ha preparado de las Sonatas de Valle-Inclán en Reino de Cordelia con ilustraciones de Manuel Alcorlo.

Aparecen cuando se cumplen ciento veinte años de la primera edición de la Sonata de otoño, con la que se inauguró en 1902 el ciclo, planteado como “un fragmento de las ‘Memorias Amables’, que ya muy viejo empezó a escribir en la emigración el Marqués de Bradomín. Un Don Juan admirable. ¡El más admirable, tal vez!…
Era feo, católico y sentimental.”

Desde la doble distancia que le dan a Bradomín el exilio y la edad, esa nota que aparece al frente de las Sonatas explica que “aquel viejo cínico, descreído y galante como un cardenal del Renacimiento” es el narrador y protagonista de una admirable tetralogía, de cuatro “solos de violín”, en expresión del propio Valle-Inclán, que persisten como modelo de prosa modernista, de decadentismo espiritual y de orgullo literario: “Solo, altivo y pobre, he llegado a la literatura sin enviar mis libros a esos que llaman críticos, y sin sentarme una sola vez en el corro donde a diario alientan sus vanidades las hembras y los eunucos del Arte”, escribía Valle en 1904 en la dedicatoria de la Sonata de Primavera.

Es un cuidadísimo volumen con el texto fijado por Luis Alberto de Cuenca a partir de la última versión corregida por Valle, la edición de 1933 en Rivadeneyra, para ofrecer al lector –señala en el prólogo-  “un texto limpio, nítido, claro, listo para acoger tanto al entusiasta de las Sonatas como a quien todavía no las conozca. Un texto que dirige su flecha ecdótica del siglo XXI al corazón de uno de los libros más hermosos de la literatura universal.”

Los jardines italianos de la Sonata de Primavera, la caliente tierra mexicana de la Sonata de Estío, los brumosos pazos gallegos de la Sonata de Otoño y la Navarra de la guerra carlista en la Sonata de Invierno sirven de telón de fondo a las memorias amables y escandalosas de Bradomín, a sus recuerdos de la novicia María Rosario en los ambientes vaticanos, de la Niña Chole en las llanuras de Tierra Caliente, de una Concha a punto de morir en el palacio de Brandeso o de María Antonieta en la corte estellesa.

Cuatro estaciones, cuatro edades del marqués, cuatro paisajes, cuatro mujeres sobre un fondo estilizado y culturalista de jardines y conventos, palacios y salones, obras de arte y armonías musicales que crecen en la prosa rítmica de las Sonatas, cima del Modernismo, y en la sensorialidad esteticista de su lengua exuberante y su erotismo refinado. 

El amor y la religión, la muerte y la melancolía atraviesan las páginas de esta irrepetible obra de arte del lenguaje, una cumbre de la prosa hispánica por su plasticidad figurativa y por su capacidad evocadora:

Anochecía, cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba por una vieja calzada: las mulas del tiro sacudían pesadamente las colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable.
La silla de posta seguía siempre la vieja calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban con sueño. Al fin, me quedé dormido y no desperté hasta cerca del amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura.

Así empieza la Sonata de Primavera, la primera de estas cuatro obras  maestras. “Las Sonatas de Valle -escribe Luis Alberto de Cuenca- están hechas para ser leídas en voz alta, como la obra oratoria de Cicerón, pues han sido escritas con tal maestría lingüística que te producen en el alma una especie de conmoción estética que se parece mucho al «síndrome de Stendhal»: no puede acumularse en ellas una brizna más de belleza, no cabe más encanto ni más capacidad de seducción auditiva en sus páginas, no puede soportarse tanta perfección.”

Santos Domínguez 



 

04 abril 2022

Augusto Monterroso. Movimiento perpetuo


Augusto Monterroso.
Movimiento perpetuo.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.

“La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”, escribe Augusto Monterroso en el preámbulo de su Movimiento perpetuo, un libro brillante e inclasificable que cumple este año medio siglo y que acaba de incorporar a su catálogo El libro de bolsillo de Alianza Editorial.

“Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribe en ‘Estatura y poesía’ Monterroso, que decía con sorna que era tan bajo que no le cabía la menor duda. Y en un volumen tan breve como este cabe sin embargo, si no el mundo, sí una asombrosa cantidad de miradas, tonos y formas literarias, del relato al ensayo, de lo serio a lo lúdico, del humor a la reflexión, de la ironía a la parodia. 

En ese constante ejercicio de libertad literaria, de crítica y creación que es este libro, están en Movimiento perpetuo algunos de los textos más significativos de Monterroso: ‘Homenaje a Masoch’, ‘Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges’, ‘Onís es asesino’, ‘La brevedad’ o este cáustico ‘Homo scriptor’:

El conocimiento directo de los escritores es nocivo. “Un poeta —dijo Keats— es la cosa menos poética del mundo.” En cuanto uno conoce personalmente a un escritor al que admiró de lejos, deja de leer sus obras. Esto es automático. Por lo que se refiere a las obras mismas, una idea sensata, y que ahora comienza a ponerse en práctica, es publicar al mismo tiempo en diversos países de América las mejores, o por lo menos las más resonantes, que también pueden ser buenas. Las muy malas deben ser editadas por el Estado a todo lujo, empastadas en piel y con ilustraciones, para hacerlas prohibitivas a los pobres y, a la vez, tener contentos a la mayoría de los poetas y novelistas.

Y como nexo que vincula los treinta y dos textos del libro, una antología de textos sobre las moscas, porque -escribe Monterroso en el texto inicial, ‘Las moscas’- “hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre.”

Treinta y una citas -de la poesía a la novela y al ensayo, de Jonathan Swift a Wittgenstein, de Pascal a Eliot, del maestro Eckhart a Proust- conforman esa antología que sirve a la vez de conexión y de transición entre los textos. Alguna tiene toda la apariencia de ser apócrifa, como esta de Cicerón, que Monterroso señala como extraída de un inexistente tratado de Oratoria:

Niño, espanta las moscas.

Santos Domínguez 

30 marzo 2022

Jeffrey Raff. Jung y la imaginación alquímica

 


Jeffrey Raff.
Jung y la imaginación alquímica.
Traducción de Francisco López Martín.
 Atalanta. Gerona, 2022.

La imagen del Emblema VIII del manuscrito alquímico Atalanta fugiens del médico alemán Michael Maier, Accipe ovum & igneo percute gladio (Toma el huevo y golpéalo con una espada de fuego) es la que se ha utilizado como motivo de la portada en la edición de Jung y la imaginación alquímica, de Jeffrey Raff, que acaba de publicar Ediciones Atalanta con traducción de Francisco López Martín.

Iluminado con veintitrés ilustraciones imprescindibles para entender su contenido, es una aproximación a la alquimia y una reinterpretación psicológica de la tradición hermética en clave junguiana, como alegoría de la consciencia a partir de la lectura simbólica de diversas imágenes alquímicas que representan un modelo de construcción espiritual del yo. 

Tras un recorrido histórico desde el inicio de la alquimia entre los siglos IV y II a. C., con la fusión de ideas orientales y el conocimiento científico griego, por alquimistas árabes y místicos sufíes como Ibn Hayyan y la alquimia europea de Paracelso, Raff se centra en el Mysterium Coniunctionis de Jung como cima de esa tradición espiritual, porque “es necesario dirigirse a Jung y extraer de sus textos un modelo de la experiencia espiritual que vuelva descifrable la alquimia.”

“La alquimia -escribe Raff- fue una tradición que duró dos mil años. Pese a sus numerosos cambios, mantuvo una cohesión y una continuidad notables a lo largo de los siglos. Los alquimistas de un periodo determinado podrían haber conversado sin demasiadas dificultades con los de otro separado por varios siglos. La alquimia era una extraña mezcla de experiencias y estados visionarios, por un lado, y de trabajo físico con sustancias materiales, por el otro. Este libro se centra en los primeros elementos. La alquimia proporciona un modelo y un mapa para establecer experiencias interiores, así como un sistema simbólico para su expresión.”

En esa lectura simbólica de imágenes son claves algunos conceptos vertebrales de la psicología junguiana: la construcción del yo, la función transcendente o la imaginación activa, cuya naturaleza explica Jeffrey Raff a la luz de una serie de grabados esotéricos, porque “las imágenes alquímicas representan simbólicamente experiencias y estados psicológicos […] pero además constituyen expresiones simbólicas de estados de consciencia y visiones que son únicas en sí mismas. No es incorrecto entender la alquimia como una metáfora.”

Imaginación y meditación son los instrumentos fundamentales para recorrer ese camino de conocimiento resumido en emblemas como los que el alquimista Lambsprinck incorporó a su tratado sobre la piedra filosofal, De Lapide Philosophico Libellus para resumir todo un proceso espiritual cuya simbología explica detalladamente Raff a la luz de esas imágenes y de otras, procedentes la Philosohia reformata, que apareció en Francfort en 1622, o del Mutus liber francés de 1677.

Imágenes que resumen los procesos de la alquimia interior que dieron lugar a textos como Las bodas alquímicas, atribuidas a Christian Rosenkreutz, el fundador de los Rosacruces, y que culminan en Jung, que hizo de la espiritualidad y la transcendencia dos ejes fundamentales de su pensamiento. Escritos sobre espiritualidad y transcendencia se titula por cierto la espléndida recopilación de textos junguianos que Trotta publicó hace unos años.

En su Conclusión, escribe Jeffrey Raff estas líneas:

Jung vio en la alquimia un mapa de los procesos de individuación y de crecimiento psíquico. Ese mapa es tan válido hoy como lo fue en su momento, pero además estamos empezando a reconocer en la alquimia un plano de la transformación psicoidal y una inestimable ayuda en la búsqueda de la anhelada unión de lo humano y lo divino.

Santos Domínguez 

28 marzo 2022

John Banville. Tetralogía científica


John Banville.
Tetralogía científica.
Copérnico. Kepler. La carta de Newton. Mefisto.
Traducción de María Eugenia Ciocchini,
Horacio González Trejo y José Manuel Álvarez Flórez.
Alfaguara. Barcelona, 2022.

 DE REVOLUTIONIBUS ORBIUM MUNDI”
-sólo para matemáticos—

No sé cómo expresar lo que sentí entonces, la extraña mezcla de emociones que bullían dentro de mí al contemplar el mito viviente que tenía entre las manos, la llave de los secretos del universo. Durante años, este libro había aparecido en mis sueños y me había obsesionado en las horas de vigilia de tal modo que ahora apenas podía asir la realidad y tenía la impresión de que las palabras del enmarañado manuscrito cantaban en lugar de hablar. La vibrante majestuosidad del título resonaba como los acordes de trompetas celestiales, acompañada por la mundanal música de violines de su cauta advertencia. No pude evitar sonreír como un tonto ante el inexplicable milagro de la música del cielo y la tierra. Luego pasé las páginas y encontré el diagrama del universo, en cuyo centro estaba el Sol resplandeciente y eternamente inmóvil; entonces la música desapareció junto con mi sonrisa estúpida y me invadió una sensación nueva e inesperada: ¡la pena! Pena de que la tierra fuera destronada y desplazada hacia la oscuridad del firmamento, para moverse y girar a las órdenes de un mudo y tiránico dios del fuego. ¡Si, amigos, sufrí por nuestra destitución! Yo ya sabía que la teoría de Copérnico postulaba un universo heliocéntrico —todos lo sabían— y también había leído la manoseada copia del Commentariolus que tenía Melanchton. Además, como todo el mundo sabe, Copérnico no fue el primero en situar el Sol en el centro del universo. Sí, conocía desde hacía mucho tiempo las teorías de aquel prusiano, pero solo aquella mañana, en el castillo de Löbau, descubrí las verdaderas consecuencias de su cosmografía con una mezcla de horror y fascinación. ¡Amada tierra!, él te condenó para siempre a la oscuridad. Sin embargo, ¿qué importancia tenía aquello? Yo sé que el cielo siempre será azul, que la tierra florecerá en primavera y que este planeta continuará siendo el centro de todo lo que conocemos.

Es un fragmento de Copérnico, la primera de las las cuatro novelas históricas del irlandés John Banville, Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2014, que Alfaguara reúne en un volumen con el título Tetralogía científica, un conjunto que constituye una meditación novelada sobre la mente científica y su relación con el universo y el hombre a través de la astronomía moderna, entre el Renacimiento y la Ilustración.

Las tres primeras -Copérnico, Kepler La carta de Newton- las escribió Banville entre 1976 y 1982. Se reunieron en la trilogía de las revoluciones y a esos tres títulos añadió en 1986 Mefisto.

Las cuatro novelas responden a un ambicioso plan intelectual de reconstrucción del contexto histórico, ideológico y científico en el que se desarrolla el genio investigador en busca de sentido a la realidad y a la existencia. 

Las cuatro están escritas con una prosa cuidada y dotada de un extraordinario pulso narrativo, de atención al matiz descriptivo y al pensamiento y de una mirada profunda que indaga en la condición humana, en la fuerza invencible de creatividad, en los mecanismos mentales y en los conflictos morales de los personajes con su época.

Las cuatro reflejan a través de sus protagonistas la ambición para descubrir las claves del funcionamiento de la realidad y para revelar la luz frente al caos pese a la adversidad y la incertidumbre, cuando “la verdad era la música ausente”, como se dice en Kepler.

Las cuatro buscan el equilibrio entre la atención al personaje y al contexto, entre la documentación y la imaginación y reflexionan sobre la relación conflictiva entre la representación de la realidad y el lenguaje.

Un Copérnico que, en palabras de su ayudante Rheticus, “dio a conocer la música secreta del universo a un mundo que se revolvía en la ignorancia”, tímido y desconcertado ante la reacción adversa y las amenazas de la Iglesia frente a la búsqueda de una verdad cosmológica que rompió en el siglo XVI con las tinieblas medievales y con la astronomía ptolemaica, es el centro de la primera novela.

El conflicto entre ciencia y religión es también el telón de fondo de Kepler. La ambición de Kepler por descubrir “la solución del misterio cósmico”, por trazar una cartografía planetaria y astral es el eje de la segunda novela, que se acerca a la problemática existencia de Kepler y reconstruye su proceso intelectual desde la astrología, la magia y la cabala hasta los modelos matemáticos que sustentan la astronomía moderna y que culminan con la descripción de la órbita elíptica de Marte alrededor del sol. 

La crisis personal tiene un papel decisivo en  La carta de Newton, que tiene su eje en la carta a John Locke, expresión de la crisis nerviosa de Newton en el verano de 1693, paralela a la del profesor que lleva siete años intentando escribir su biografía (“Me fallan las palabras, Clío. […] He abandonado mi libro.”). Construida como una novela epistolar dirigida a Clío, la musa de la Historia, La carta de Newton se sitúa entre la historia y la contemporaneidad con un cruce constante del pasado del biografiado y el presente del biógrafo, que comparten crisis y fracasos. Con la Carta a lord Chandos de Hofmannsthal al fondo, La carta de Newton es un cuestionamiento radical de la posibilidad de representar la realidad y de reconstruir la historia desde la doble crisis de conocimiento científico y expresión literaria que une en un juego de espejos al escritor con Newton, porque “ hay tantas cosas inexpresables, todas las importantes.”

Mefisto es una recreación imaginativa y brillante del mito fáustico y el precio de la ambición científica y artística a través de la figura del narrador, Gabriel Swan, un matemático obsesionado con hallar en los números la clave del funcionamiento del universo, y del mefistofélico Félix. Más episódica que las tres anteriores, Mefisto es otra indagación en la voluntad de hallar sentido a la existencia, entre el pensamiento y la acción, entre la vida y el trabajo intelectual, para asumir finalmente el caos y el azar de la realidad: “Hubo azar al principio” es la frase con la que Swan comienza su relato. Y estas son las líneas que cierran la novela:

He vuelto al principio mismo, a las cosas más simples. ¡Simples! Me gusta eso. Esta vez será diferente, creo que será diferente. Ya no haré como antes. No. En el futuro, dejaré las cosas, procuraré dejar las cosas, al azar.

Santos Domínguez 

25 marzo 2022

Cipolla. Tres historias extravagantes


 Carlo M. Cipolla.
Tres historias extravagantes.
Traducción de José Luis Gil Aristu.
Alianza Editorial. Madrid, 2022.

 “En la Alta Edad Media (es decir, entre los siglos VII y X, en términos generales), cuando predominaba en Europa la economía feudal, no existían compañías ni bancos. La sociedad y la economía europeas eran demasiado primitivas: el comercio estaba manejado por mercatores que, solos o en caravanas, iban de feria en feria y de castillo en castillo ofreciendo a la venta mercancías variadas y exóticas (como telas orientales, objetos de marfil, joyas) y artículos raros (como reliquias de santos, casi siempre falsas) e incurriendo, entre negocio y negocio, en actividades poco recomendables, pues, en los períodos de carestía, practicaban, sin duda, el mercado negro y, de creer a un escritor de la época, algunos de ellos capturaban niños que luego castraban para venderlos en los mercados musulmanes de España. Es imposible decir si tal cosa era cierta; sin embargo, la circulación de semejantes rumores sobre los mercaderes es una prueba de lo que la gente los creía capaces de hacer”, escribe Carlo M. Cipolla en Hombres duros, el primero de los tres relatos  que reunió en el volumen Tres historias extravagantes, que publica El libro de bolsillo de Alianza Editorial con traducción de José Luis Gil Aristu.

Tres relatos breves basados en hechos reales, aunque raros, contados con extraordinaria viveza y con un irónico sentido del humor por el historiador Carlo M. Cipolla.

Los Bardi, una poderosa familia de banqueros florentinos de comienzos del XIV, son los protagonistas de esa primera historia. Llevados a la insolvencia por la conjunción de una serie de circunstancias adversas, sobre todo por la bancarrota de la corona inglesa, sus principales acreedores, “nuestros héroes” se entregaron a las intrigas políticas, a las conjuras y al bandolerismo, a la falsificación de moneda en la cima de un montículo y al asesinato. 

Cuando habla de la pena de muerte en la hoguera para los falsificadores sale a relucir el humor de Cipolla:

La legislación del momento (tanto la florentina como la no florentina) era durísima con los falsificadores. Si lo atrapaban, el falsificador no tenía escapatoria: se le enviaba a la hoguera, donde era quemado vivo. Hay expertos que mantienen que la muerte en la hoguera no es tan terrible, pues la víctima se asfixia por el humo antes de sentir el dolor del fuego que le abrasa las carnes. A pesar de las afirmaciones de tales expertos, creo que hay en el mundo pocas personas, salvo los monjes budistas, que afronten gozosas el fuego, si se encuentran por casualidad una situación tan poco envidiable. Además, a principios del siglo XIV no habían nacido aún los expertos en asfixia preventiva por humo.

La segunda historia -El timo del siglo (XVII)- parte de una obra que apareció en la segunda mitad del siglo XVII en Francia, Le parfait négociant, de Jacques Savary, un compendio del comercio y del fraude que hace especial hincapié en los negocios de los genoveses. El centro del relato es la estafa monetaria, “una especie de farsa de dimensiones intercontinentales”, promovida por los franceses y los nobles ligures titulares de las cecas donde se acuñaban los luises de plata, de la que fueron víctimas los turcos a mediados del XVII.

También del tratado Le parfait négociant arranca Los Savary y Europa, la tercera historia que cuenta Cipolla. Es un comentario de esa obra y de las figuras de los Savary, padre e hijo, desbordados por la envergadura que fue adquiriendo el texto, que abordaba no sólo cuestiones relativas al comercio, la manufactura y el sistema bancario internacional de la época, sino que acabó incorporando informaciones de todo tipo entre las que abundan juicios sobre la avaricia de los ingleses, la habilidad y sensatez de los holandeses, la sutileza comercial de los rusos, la afición a la bebida de los polacos, la pobreza de los portugueses, la gentileza y astucia de los italianos o la indolencia de los españoles:

“El clima español -escribía Savary hijo- hace a la gente blanda e indolente… La molicie natural de los españoles les lleva a considerar el trabajo como una actividad penosa, dura, baja y servil.”

Santos Domínguez 

23 marzo 2022

James Joyce. Ulises. Edición del centenario





James Joyce.
Ulises.
Traducción de José María Valverde 
revisada por Andreu Jaume.
Prólogos de José María Valverde y Andreu Jaume.
Lumen. Barcelona, 2022.

Son la portada y el plano recortable y desplegable de Camille Vannier del Dublín del Ulises que acompaña la reedición de la novela centenaria en Lumen.

Una espléndida edición especial con la traducción que José María Valverde publicó en 1976 y actualizó en 1988, revisada por Andreu Jaume, que señala que “más de cuarenta años después de su primera edición, el excelente trabajo de José María Valverde necesitaba ser revisado y puesto al día. No hay ninguna traducción, por buena que sea, que no termine envejeciendo, pero la labor que hemos llevado a cabo ha sido más parecida a la restauración que a la corrección.”

Al prólogo original de Valverde se le antepone en esta edición otro de Andreu Jaume (‘El centenario de Ulises’), en el que recuerda que “el propio James Joyce dijo en más de una ocasión que había escrito su obra para mantener entretenidos a los especialistas durante trescientos años. Ahora que Ulises, publicado por primera vez en 1922, cumple un siglo, podemos constatar que esa profecía sigue haciéndose realidad, aunque sea de forma residual, en la industria de los estudios académicos, pero al mismo tiempo debemos reconocer que el aura mistérica que ha acompañado a la novela desde su aparición ha terminado por perjudicar su posteridad, convirtiéndola en una obra que todo el mundo conoce y pocos leen.”

La novela apareció el 2 de febrero de 1922, la fecha que Joyce acordó con la librería Shakespeare and Company de París para publicar una novela que cambiaría la historia de la literatura. Cumplía cuarenta años ese mismo día, cuando recibió de manos de su librera y editora Sylvia Beach el primero de los mil ejemplares que se editaron por suscripciones de ciento cincuenta francos, un precio considerable.

Ambientada en Dublín y centrada en una sola jornada, entre las ocho de la mañana y las dos de la madrugada del 16 de junio de 1904 -el Bloomsday-, es estructuralmente una parodia de la Odisea que Joyce diseñó siguiendo minuciosamente los episodios homéricos en relación con los vagabundeos dublineses del sofisticado Stephen Dedalus y de Leopold Bloom, un hombre vulgar. Su humor corrosivo -“no hay en él una sola línea en serio”, decía Joyce-, los constantes juegos narrativos y la reunión de temas y voces, de técnicas y registros lingüísticos producen un efecto desconcertante de integración y desintegraciones, de construcción y deconstrucciones de la tradición literaria, que Joyce transforma a través de un proceso de asimilación y metabolización en el que el lenguaje tiene un papel central.

A ese papel aludía José María Valverde en el final de su prólogo de 1976:

“El impacto más hondo y duradero de la lectura de Ulises, pues, quizá sea hacer que nos demos cuenta de que nuestra vida mental es, básicamente, un fluir de palabras, que a veces nos ruborizaría que quedara al descubierto, no tanto porque tenga algo que «no se deba decir», cuanto porque, si se lo deja solo, marcha tontamente a la deriva, en infantil automatismo, en «juego de palabras». Seguramente nos humilla reconocernos como «el animal de lenguaje» —la expresión es de George Steiner—; una toma de conciencia que puede incluso cohibirnos en nuestra relación con nosotros mismos si no tenemos la modestia necesaria para reírnos un poco de nuestro propio ser. Pero ahí radica precisamente el valor de Ulises.”

El Ulises, un libro capital en la literatura del siglo XX, tiene una inmerecida mala fama de hermetismo que no se corresponde con la realidad, aunque sí sería aplicable a su posterior Finnegans Wake. Cualquier lector atento de novelas puede superar la dificultad que plantea en la novela el uso del tiempo y el espacio para dar sensación de simultaneidad y ubicuidad. 

En la traducción de Valverde revisada por Jaume, este es su famoso comienzo:

Imponente, el rollizo Buck Mulligan apareció en lo alto de la escalera, llevando un cuenco de espuma sobre el que descansaban cruzados un espejo y una navaja. La bata amarilla, suelta, se le alzaba levemente por detrás con la suave brisa de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:
—Introibo ad altare Dei.
Deteniéndose, escudriñó en lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
—¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!
Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Se volvió y bendijo tres veces con gravedad la torre, las tierras alrededor y las montañas que despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y dibujó rápidas cruces en el aire, balbuciendo y meneando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y soñoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente aquella cara agitada y balbuciente que le bendecía, equina por su longitud, y aquel suave pelo intonso, veteado y coloreado como de roble pálido.
Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con viveza.
—¡Vuelta al cuartel! —dijo severamente.
Y añadió, con tono de predicador:
—Porque esto, oh, amados carísimos, es lo genuinamente cristiano: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Hay algo que no marcha en estos glóbulos blancos. Silencio, todo el mundo.
Miró de reojo y lanzó un largo y lento silbido de llamada; luego se detuvo un rato en atención arrebatada, con sus dientes blancos e iguales brillando acá y allá en puntos de oro. Chrysóstomos. Dos fuertes silbidos estridentes respondieron a través de la calma.
—¡Gracias, viejo! —gritó con animación—. Así va estupendamente. Corta la corriente, ¿quieres?
Bajó de un salto de la plataforma de tiro y miró gravemente al que le observaba, recogiéndose en las piernas los pliegues flotantes de la bata. Su gruesa cara sombreada y su hosca mandíbula ovalada hacían pensar en un prelado, protector de las artes en la Edad Media. Una grata sonrisa irrumpió silenciosamente en sus labios.
—¡Qué broma! —dijo alegremente—. ¡Ese absurdo nombre tuyo, un griego antiguo!
Le apuntó con el dedo, en befa amistosa, y se fue hacia el parapeto, riendo para dentro. Stephen Dedalus, con su mismo paso, le acompañó cansadamente hasta medio camino y se sentó en el borde de la plataforma de tiro, sin dejar de observar cómo apoyaba el espejo en el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba mejillas y cuello.

Así arranca esta novela compleja, una obra monumental que entre esa escena inicial en la torre y el desbordante monólogo final de Molly Bloom (cincuenta páginas de un torrente de conciencia sin signos de puntuación) incorpora la tradición clásica y la popular y las funde metabolizadas en multitud de citas y guiños literarios y explora la complicada realidad histórica, cultural y social de Irlanda, la religión y la literatura inglesa, la crítica sobre Shakespeare, la música y la mitología, la astronomía y las flores, la cartomancia y la astrología en un portentoso edificio literario de una altura pocas veces lograda en la historia de la literatura.

Porque -afirma Andreu Jaume en su prólogo- Joyce, como Pound, como Eliot, “lejos de impugnar el canon, se preocupó sobre todo por desperezar la tradición, sacudiéndola desde sus cimientos e integrándola en su presente como si conformara un orden simultáneo, por utilizar una expresión memorable de Eliot. En ese sentido, Ulises sigue ofreciendo resistencia contra la domesticación de la literatura y la sumisión a nuevos dogmas.”

Esta edición especial mantiene, además del prólogo de José María Valverde, su orientador resumen de los dieciocho capítulos del Ulises y en el apéndice final el más complejo esquema Linati de interpretaciones, además de las adiciones y variantes del esquema Gilbert-Gorman.

Los dos esquemas, elaborados por el propio Joyce para facilitar a sus amigos la comprensión de la novela, son cartografías que ayudan a orientarse en un libro navegable con el que el lector ingresa en otro mundo literario, en otra dimensión de la lectura.

Santos Domínguez 

21 marzo 2022

David Le Breton. Caminar la vida


David Le Breton.
Caminar la vida. 
La interminable geografía del caminante.
 Traducción de Hugo Castignani.
 Siruela. Madrid, 2022.

“Uno no se cansa ni de caminar ni de hacer correr su pluma por la página. Yo no pensaba escribir un tercer libro sobre el caminar; tras Elogio del caminar (2000) y Caminar. Elogio de los caminos y de la lentitud (2012), he aquí uno más. Me cuesta entender que el tiempo pase tan rápido. Pero mi gusto por andar no ha cesado de avivarse a lo largo de estos años y, desde hace veinte, el caminar viene experimentando un éxito planetario que contrasta con los valores más asentados en nuestras sociedades. Esta pasión contemporánea conlleva significados diferentes para cada caminante: deseo de reencontrar el mundo a través del cuerpo, de romper con una vida demasiado rutinaria, de llenar las horas vacías con descubrimientos, de abstraerse de las preocupaciones de la vida cotidiana; deseo de renovación, de aventura, de reencuentro... La vida ordinaria está hecha de una acumulación de urgencias que no dejan apenas tiempo para uno mismo. Las agendas se encuentran a menudo llenas. Pero existen también otras razones que hacen del camino un recurso, e incluso una resistencia, contra las tendencias del mundo contemporáneo que nos alienan a todos y nos sustraen a cada uno una parte de nuestra soberanía y de nuestro placer de ser nosotros mismos”, escribe David Le Breton en ‘Ponerse en marcha’, el capítulo con el que abre Caminar la vida, que acaba de publicar Siruela con traducción de Hugo Castignani.

Entre ese primer capítulo y el que lo cierra (‘Melancolía del retorno’), Caminar la vida, que lleva como subtítulo La interminable geografía del caminante, es una nueva incursión del profesor de Sociología y Antropología de la Universidad de Estrasburgo en el significado placentero y en las virtudes terapéuticas del caminar, un ejercicio de sanación que, frente a la alternativa sedentaria, permite romper con la rutina y con las preocupaciones para redescubrir el mundo y redescubrirse a uno mismo en los paisajes vivos de la naturaleza o en la ciudad, desde que el caminar es un proyecto hasta que es un recuerdo que incluye no sólo su memoria y su relato, sino también las sorpresas o el cansancio, los incidentes y las inconveniencias que surgen en el transcurso del camino, a las que dedica un espléndido capítulo.

Le Breton ha escrito un nuevo elogio de la lentitud, porque “caminar es una experiencia del tiempo tanto como del espacio”, en trece breves capítulos, pródigos en referencias literarias y filosóficas, en anécdotas y evocaciones de paseantes como Walser, Rousseau y Stevenson, Thoreau o Kerouac, Bashō y Borges en un jugoso diálogo con la tradición cultural del caminar. Y sobre todo una invitación a redescubrir con el placer de caminar el placer de vivir, frente al ruido y la velocidad, porque “la experiencia del caminar es una inversión en otro mundo, en otro tiempo, en otro espacio, en otro uso de la vida.”

Y por eso, añade Le Breton, “en nuestras sociedades materialistas, el caminar es una inmersión en sí mismo por el espacio de unas horas o de unas semanas, una desconexión de las inquietudes cotidianas que reconcilia la vida contemplativa con el movimiento, el pensamiento con el esfuerzo, la interioridad con el cuidado constante del terreno, la atención al medio con la preocupación por los demás.”

Toda una filosofía del caminar, un ejercicio de libertad del homo caminans, “un artista de las circunstancias”, en palabras de Le Breton, que explica que “en otra época se caminaba para llegar a un sitio, por necesidad, porque no podía uno comprarse una bicicleta, una moto o un automóvil. Caminar no era un privilegio, sino una necesidad. El camino importaba poco; solo contaba el destino. Todavía hoy, para muchos habitantes del planeta, desplazarse es propio de pobres o migrantes que no tienen otra opción. En nuestras sociedades, desde los años ochenta del pasado siglo, caminar es una afición cada vez más valorada en todo el mundo. En las grandes rutas, como la del Camino de Santiago de Compostela o la Vía Francígena de Italia, nos cruzamos con hombres o mujeres del mundo entero, de todas las edades y clases sociales. Hoy se camina para viajar, descubrir un país, saborear las horas sin otra preocupación que la de dar un paso tras otro, y vivir un tejido de sorpresas y muestras de aprobación. Como escribió Leslie Stephen, gran paseante inglés del siglo XX y padre de Virginia Woolf, «el verdadero caminante es aquel que se deleita en el camino, que no presume ni se jacta de la fuerza física necesaria para ello».”

Santos Domínguez 
 

18 marzo 2022

Reinaldo Jiménez. Sobras de pan


Reinaldo Jiménez.
Sobras de pan.
 V Premio Internacional de Poesía  Jorge Manrique. 
Cálamo Poesía. Palencia, 2022.



 EL HORNO
                                  A mi madre

Como quien se arrodilla
a la entrada de un templo, me he postrado 
ante la arquitectura ya vencida
de adobes de este horno.

Esgrime el abandono en torno a él 
lagartos y piteras y un higuerón da al aire 
una aspereza inhóspita.

Sobre su boca ungida
de hollines aún se advierte 
como un relieve se hunde 
de cruces en la cal.

Labró la gratitud, la mano humilde,
aquellos signos que no ha borrado el tiempo, 
que en la extrañeza de este desamparo
han abierto en un oro de inesperado amor.

Igual que tú, ante ellos
también me he persignado, madre, 
con idéntica fe aguardaré aquel pan.

Con ese poema se abre Sobras de pan, el libro con el que Reinaldo Jiménez obtuvo el V Premio Internacional de Poesía  Jorge Manrique. Lo publica Cálamo en su admirable colección de poesía.

Presidido por una significativa cita de Juan Ramón Jiménez -“Los dioses no tuvieron más sustancia / que la que tengo yo. Yo tengo, como ellos, / la sustancia de todo lo vivido / y de todo lo por vivir”-, la intensidad lírica y la hondura meditativa, la sencillez expresiva y la potencia emocional son algunas de las virtudes de un libro que recupera por medio de la palabra y la mirada a la naturaleza la memoria elemental e íntima sobre la que se sustenta la identidad personal.

En ese sostenido equilibrio entre el voltaje emocional y la claridad verbal discurren estos poemas que, más allá de la mera evocación, convocan el aquí y el ahora de la naturaleza humilde del árbol, el pájaro o la fuente con la celebración del nombrar, porque “en este sucederse, ayer / es siempre.”

Belleza y verdad se conjuntan en un libro pródigo en versos como estos, que son una celebración de la palabra cuidada y de la emoción de la mejor poesía:

Labro esta tierra como quien escribe 
algo que de sencillo
no puede comprenderse.

Santos Domínguez 

16 marzo 2022

Gabriel Miró. Las cerezas del cementerio

  

Gabriel Miró.
Las cerezas del cementerio.
Prólogo de Miguel de Unamuno.
Drácena. Madrid, 2022.

“La naturaleza para Félix, como para Miró, es un interior, un paisaje interior, es más que un templo, es un tálamo, es una alcoba. Una alcoba infinita. Son una misma cosa yerbas y alfombras, parrales y doseles, frutas y joyeles ¿Sobrerrealismo? No; sino interiorismo.

Y a ello responde el estilo de Miró, su manera de tejer y de bordar sus paisajes y sus figuras humanas. Y de realzar el bordado con los adjetivos más comunes que lanzan tornasoles o mejor tornalunas a una luz de ensueño. Ni esas figuras hablan como en la vida exterior que pasa y se borra sino como en la vida interior que se queda en ensueño, en recuerdo. En el recuerdo que, como lo comprendió Miró mismo, «les aplica la plenitud de la conciencia».[…]

Miró […] vivió, vivió sus obras, vivió sus figuras de pasión y sus paisajes, los vivió, o sea que los soñó para siempre. Y aquí están, lector, entre tus manos. Sólo te queda ahora vivirlos, soñarlos tú; sólo te queda hacerlos estados de tu conciencia esponjada en la Conciencia Universal”, escribía Unamuno en el prólogo a Las cerezas del cementerio, de Gabriel Miró, que acaba de reeditar Drácena.

Fue la primera novela de Miró, que la fecha en Alicante en 1909 y la publicó al año siguiente, cuando  Baroja, con prosa menos cuidada y más vigor narrativo, publicaba César o nada, una de sus mejores novelas junto con El árbol de la ciencia, que aparecería en 1911.

Como sus posteriores Nuestro padre san Daniel y El obispo leproso, Las cerezas del cementerio es uno de los mejores exponentes en español de los nuevos caminos que se estaban explorando en la novela del siglo XX tras la crisis finisecular del realismo y el naturalismo.  

Modernista y decadentista, se organiza en torno a la relación entre Félix Valdivia y Beatriz, una mujer casada, para hacer una indagación profunda del tema amoroso desde una perspectiva estetizante en la que se cruzan la profundidad interior y la realidad exterior, el sentimiento y el paisaje, el erotismo y el esteticismo, la sensualidad y el placer estético.

Y es también una muestra de la enorme capacidad descriptiva de Gabriel Miró, de la importancia que tiene en su obra la mirada, que se convierte en un elemento esencial de la escritura desde el primer párrafo de la novela:

Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad, y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. Volviose y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo.

Este es el final del libro, el cierre del último capítulo, del que toma su título y su sentido simbólico la novela:

Se asomaron al santo cercado. Después la madre siguió sola sobre el fresco y blando herbazal, penetrado de sol, que se esparcía como un riego de luz quietecita, remansada dentro de las amapolas.

El ramaje de los cerezos ocultaba a doña Beatriz, techándola dulcemente.

En la umbría de un rincón vio una losa tendida, grande, afelpada de hierba.

Una mano había esculpido, segando briznas de verdura, las letras del nombre de Félix.

Doña Beatriz besó esa palabra.

Temblaba un gorjeo de los pájaros, que acudían a la querencia de estos árboles y de estos muros, envueltos siempre en la quietud de todos los silencios.

Pendía una rama cuajada de las primeras cerezas. Alzóse la señora y las entibió con el fragante aliento de toda su vida; y después ella tomó del olor y dulzura del árbol. ¡Pero no desfallecía de la emoción ansiada! Sólo era fruta, con el mismo sabor que antes de morir Félix.

Crujió otra rama, doblándose bajo otras manos. Y apareció Isabel.

Y vio Beatriz que los ojos de la doncella lloraban y que sus labios sonreían celestialmente.

Isabel nunca había comido de esos árboles; y ahora sorbía y comulgaba la esencia del amado con las cerezas del cementerio.

Santos Domínguez 


14 marzo 2022

Donald Rayfield. Antón Chéjov. Una vida



Donald Rayfield.
Antón Chéjov. 
Una vida.
Traducción de Daniel Gascón.
Plot Ediciones. Madrid, 2021.

 “La vida de Chéjov fue breve, pero no resultó dulce ni sencilla. Tuvo un extraordinario número de conocidos y relaciones (aunque pocos amigos y amantes de verdad). Se movía en muchas órbitas: trataba con maestros, médicos, magnates, comerciantes, campesinos, bohemios, gacetilleros, intelectuales, artistas, académicos, funcionarios, actrices y actores, sacerdotes, monjes, con policías, convictos, putas, extranjeros y terratenientes. Se llevaba bien con gente de toda suerte y condición, excepto con la nobleza y la corte. Vivió prácticamente toda su vida con sus padres y su hermana, y la mayor parte del tiempo también con alguno de sus hermanos, por no hablar de una extensa red de tías y primos. Era inquieto: tuvo innumerables direcciones y viajó mucho, de Hong Kong a Biarritz, de Sajalín a Odessa. Escribir una biografía completa exigiría una vida más larga que la que tuvo Chéjov. Me he concentrado en la relación con su familia y sus amigos, pero en cierta manera su vida también es un caso clínico. La tuberculosis le da forma y la concluye: sus esfuerzos por ignorar y soportar la enfermedad componen la trama de cualquier biografía. Hay muchos libros en inglés que ofrecen un estudio crítico de su obra. Si leemos sobre Chéjov, lo hacemos en primer lugar porque es un escritor importantísimo. Cualquier buena librería o biblioteca ofrece diversos estudios críticos que enriquecen la comprensión de su obra. En esta biografía, sin embargo, se habla de sus relatos y sus obras de teatro en la medida en que surgen de su vida y en la medida en que afectan a esta, pero no constituyen el material de un análisis crítico. La biografía no pertenece a la crítica”, escribe Donald Rayfield en el Prefacio de su monumental Antón Chéjov. Una vida, que publica en español Plot Ediciones con una estupenda traducción de Daniel Gascón.

Es, sin duda, la mejor biografía de Chéjov. Su primera edición en inglés es de 1997 y en estos veinticinco años Rayfield, profesor de literatura rusa en Londres, la ha ido puliendo y revisando en ediciones sucesivas hasta llegar a la forma definitiva, que es la que toma como base Daniel Gascón.

Hay un rasgo que caracteriza el enfoque de esta biografía, además de su rigor documental, de su rastreo en  siete mil cartas o en los archivos familiares y de su agilidad narrativa: la voluntad de conectar la vida y la literatura de Chéjov en una labor en la que el biógrafo, profundo conocedor del hombre y de su escritura, indaga en las claves vitales que alimentan las raíces de su obra literaria.

Organizada en diez partes, la biografía arranca de sus difíciles años infantiles de abandono y soledad que marcaron su vida y su obra -‘Padre del hombre’ se titula significativamente la primera sección- hasta las últimas despedidas antes de su muerte en un hotel de Bandenweiler el 2 de julio de 1904. La escena, que serviría a Carver como inspiración para su memorable Tres rosas amarillas, la evoca así Rayfield: 

La etiqueta médica rusa y alemana dictaba que, en el lecho de muerte de un colega, el médico debía invitar a champán cuando ya no había esperanza. Schwörer le tomó el pulso a Antón y pidió una botella. Antón se incorporó y proclamó en voz alta: “Ich sterbe [Me muero]. Bebió un sorbo, dijo que “hacía mucho que no bebía champán”, se echó sobre su lado izquierdo, como hacía siempre que estaba con Olga, y murió sin un murmullo, antes de que ella pudiera llegar al otro lado de la cama.

Y en medio, los pormenores de su existencia, “una fuente de experiencias que nutría su ficción”, como señala el biógrafo: la tendencia al aislamiento de una personalidad solitaria, el trabajo como médico y su alejamiento de la vida social; los años nómadas, de Siberia a la isla de Sajalín y a Europa; las dificultades económicas y la protección de Alexei Suvorin; la época de mayor creatividad, entre 1892 y 1900, en su dacha de Mélijovo, al sur de Moscú; su evolución literaria desde La estepa hasta La dama del perrito; el progresivo ensombrecimiento de su visión del mundo; su creciente sutileza narrativa, su triunfo como dramaturgo con La gaviota, Tío Vania, Tres hermanas y El jardín de los cerezos; la conciencia de la gravedad de sus dolencias.

“Toda biografía es ficción -escribe Rayfield- pero esta ficción debe encajar en los hechos documentados. Esta biografía de Chéjov trata de abarcar más de lo que ha sido registrado anteriormente. El retrato de Chéjov es, con este libro, más complejo. Sin embargo, aunque el hombre que aquí emerge tiene menos atributos de santidad y no parece controlar su destino tanto como habíamos visto hasta ahora, continúa siendo un genio y no resulta menos admirable. Su vida no debería considerarse como un elemento accesorio en su escritura: era una fuente de experiencias que nutría su ficción. Es, sobre todo, una vida en sí misma fascinante. Antón Chéjov sufrió las irreconciliables demandas de un artista con responsabilidades hacia su arte y hacia su familia y amigos. Su vida tiene muchos significados: en ella leemos la historia de una enfermedad, una versión moderna de la historia bíblica de José y sus hermanos, o de la tragedia de don Juan. La vida de Chéjov podría ser una novela de Thomas Mann sobre la brecha infranqueable que separa la condición del artista y la del ciudadano. También ejemplifica los apuros de un intelectual ruso dotado y sensible a finales del siglo XIX, uno de los periodos más ricos y contradictorios en la historia política y cultural de Rusia.”

Aunque reducido en la versión española al carácter de índice onomástico, el monumental índice final de nombres, conceptos y materias de la edición inglesa de 2013 ocupaba más de setenta páginas. Junto con las cuarenta y dos ilustraciones, eso puede dar idea al lector de lo que se va a encontrar en este impresionante libro, que es no sólo una biografía imprescindible y apasionada de Chéjov, sino también una enciclopedia sobre su mundo y su obra.

Santos Domínguez