Reseñar libros malos no es sólo una pérdida de tiempo, sino también un peligro para el carácter (W.H. Auden)
06 abril 2022
Valle-Inclán. Sonatas
04 abril 2022
Augusto Monterroso. Movimiento perpetuo
“La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo”, escribe Augusto Monterroso en el preámbulo de su Movimiento perpetuo, un libro brillante e inclasificable que cumple este año medio siglo y que acaba de incorporar a su catálogo El libro de bolsillo de Alianza Editorial.
“Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta. Desde pequeño fui pequeño”, escribe en ‘Estatura y poesía’ Monterroso, que decía con sorna que era tan bajo que no le cabía la menor duda. Y en un volumen tan breve como este cabe sin embargo, si no el mundo, sí una asombrosa cantidad de miradas, tonos y formas literarias, del relato al ensayo, de lo serio a lo lúdico, del humor a la reflexión, de la ironía a la parodia.
En ese constante ejercicio de libertad literaria, de crítica y creación que es este libro, están en Movimiento perpetuo algunos de los textos más significativos de Monterroso: ‘Homenaje a Masoch’, ‘Beneficios y maleficios de Jorge Luis Borges’, ‘Onís es asesino’, ‘La brevedad’ o este cáustico ‘Homo scriptor’:
El conocimiento directo de los escritores es nocivo. “Un poeta —dijo Keats— es la cosa menos poética del mundo.” En cuanto uno conoce personalmente a un escritor al que admiró de lejos, deja de leer sus obras. Esto es automático. Por lo que se refiere a las obras mismas, una idea sensata, y que ahora comienza a ponerse en práctica, es publicar al mismo tiempo en diversos países de América las mejores, o por lo menos las más resonantes, que también pueden ser buenas. Las muy malas deben ser editadas por el Estado a todo lujo, empastadas en piel y con ilustraciones, para hacerlas prohibitivas a los pobres y, a la vez, tener contentos a la mayoría de los poetas y novelistas.
Y como nexo que vincula los treinta y dos textos del libro, una antología de textos sobre las moscas, porque -escribe Monterroso en el texto inicial, ‘Las moscas’- “hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe, ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas, que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres. Hace años tuve la idea de reunir una antología universal de la mosca. La sigo teniendo. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una empresa prácticamente infinita. La mosca invade todas las literaturas y, claro, donde uno pone el ojo encuentra la mosca. No hay verdadero escritor que en su oportunidad no le haya dedicado un poema, una página, un párrafo, una línea; y si eres escritor y no lo has hecho te aconsejo que sigas mi ejemplo y corras a hacerlo; las moscas son Euménides, Erinias; son castigadoras. Son las vengadoras de no sabemos qué; pero tú sabes que alguna vez te han perseguido y, en cuanto lo sabes, que te perseguirán para siempre.”
Treinta y una citas -de la poesía a la novela y al ensayo, de Jonathan Swift a Wittgenstein, de Pascal a Eliot, del maestro Eckhart a Proust- conforman esa antología que sirve a la vez de conexión y de transición entre los textos. Alguna tiene toda la apariencia de ser apócrifa, como esta de Cicerón, que Monterroso señala como extraída de un inexistente tratado de Oratoria:
Niño, espanta las moscas.
30 marzo 2022
Jeffrey Raff. Jung y la imaginación alquímica
La imagen del Emblema VIII del manuscrito alquímico Atalanta fugiens del médico alemán Michael Maier, Accipe ovum & igneo percute gladio (Toma el huevo y golpéalo con una espada de fuego) es la que se ha utilizado como motivo de la portada en la edición de Jung y la imaginación alquímica, de Jeffrey Raff, que acaba de publicar Ediciones Atalanta con traducción de Francisco López Martín.
Iluminado con veintitrés ilustraciones imprescindibles para entender su contenido, es una aproximación a la alquimia y una reinterpretación psicológica de la tradición hermética en clave junguiana, como alegoría de la consciencia a partir de la lectura simbólica de diversas imágenes alquímicas que representan un modelo de construcción espiritual del yo.
Tras un recorrido histórico desde el inicio de la alquimia entre los siglos IV y II a. C., con la fusión de ideas orientales y el conocimiento científico griego, por alquimistas árabes y místicos sufíes como Ibn Hayyan y la alquimia europea de Paracelso, Raff se centra en el Mysterium Coniunctionis de Jung como cima de esa tradición espiritual, porque “es necesario dirigirse a Jung y extraer de sus textos un modelo de la experiencia espiritual que vuelva descifrable la alquimia.”
“La alquimia -escribe Raff- fue una tradición que duró dos mil años. Pese a sus numerosos cambios, mantuvo una cohesión y una continuidad notables a lo largo de los siglos. Los alquimistas de un periodo determinado podrían haber conversado sin demasiadas dificultades con los de otro separado por varios siglos. La alquimia era una extraña mezcla de experiencias y estados visionarios, por un lado, y de trabajo físico con sustancias materiales, por el otro. Este libro se centra en los primeros elementos. La alquimia proporciona un modelo y un mapa para establecer experiencias interiores, así como un sistema simbólico para su expresión.”
En esa lectura simbólica de imágenes son claves algunos conceptos vertebrales de la psicología junguiana: la construcción del yo, la función transcendente o la imaginación activa, cuya naturaleza explica Jeffrey Raff a la luz de una serie de grabados esotéricos, porque “las imágenes alquímicas representan simbólicamente experiencias y estados psicológicos […] pero además constituyen expresiones simbólicas de estados de consciencia y visiones que son únicas en sí mismas. No es incorrecto entender la alquimia como una metáfora.”
Imaginación y meditación son los instrumentos fundamentales para recorrer ese camino de conocimiento resumido en emblemas como los que el alquimista Lambsprinck incorporó a su tratado sobre la piedra filosofal, De Lapide Philosophico Libellus para resumir todo un proceso espiritual cuya simbología explica detalladamente Raff a la luz de esas imágenes y de otras, procedentes la Philosohia reformata, que apareció en Francfort en 1622, o del Mutus liber francés de 1677.
Imágenes que resumen los procesos de la alquimia interior que dieron lugar a textos como Las bodas alquímicas, atribuidas a Christian Rosenkreutz, el fundador de los Rosacruces, y que culminan en Jung, que hizo de la espiritualidad y la transcendencia dos ejes fundamentales de su pensamiento. Escritos sobre espiritualidad y transcendencia se titula por cierto la espléndida recopilación de textos junguianos que Trotta publicó hace unos años.
En su Conclusión, escribe Jeffrey Raff estas líneas:
Jung vio en la alquimia un mapa de los procesos de individuación y de crecimiento psíquico. Ese mapa es tan válido hoy como lo fue en su momento, pero además estamos empezando a reconocer en la alquimia un plano de la transformación psicoidal y una inestimable ayuda en la búsqueda de la anhelada unión de lo humano y lo divino.
Santos Domínguez
28 marzo 2022
John Banville. Tetralogía científica
No sé cómo expresar lo que sentí entonces, la extraña mezcla de emociones que bullían dentro de mí al contemplar el mito viviente que tenía entre las manos, la llave de los secretos del universo. Durante años, este libro había aparecido en mis sueños y me había obsesionado en las horas de vigilia de tal modo que ahora apenas podía asir la realidad y tenía la impresión de que las palabras del enmarañado manuscrito cantaban en lugar de hablar. La vibrante majestuosidad del título resonaba como los acordes de trompetas celestiales, acompañada por la mundanal música de violines de su cauta advertencia. No pude evitar sonreír como un tonto ante el inexplicable milagro de la música del cielo y la tierra. Luego pasé las páginas y encontré el diagrama del universo, en cuyo centro estaba el Sol resplandeciente y eternamente inmóvil; entonces la música desapareció junto con mi sonrisa estúpida y me invadió una sensación nueva e inesperada: ¡la pena! Pena de que la tierra fuera destronada y desplazada hacia la oscuridad del firmamento, para moverse y girar a las órdenes de un mudo y tiránico dios del fuego. ¡Si, amigos, sufrí por nuestra destitución! Yo ya sabía que la teoría de Copérnico postulaba un universo heliocéntrico —todos lo sabían— y también había leído la manoseada copia del Commentariolus que tenía Melanchton. Además, como todo el mundo sabe, Copérnico no fue el primero en situar el Sol en el centro del universo. Sí, conocía desde hacía mucho tiempo las teorías de aquel prusiano, pero solo aquella mañana, en el castillo de Löbau, descubrí las verdaderas consecuencias de su cosmografía con una mezcla de horror y fascinación. ¡Amada tierra!, él te condenó para siempre a la oscuridad. Sin embargo, ¿qué importancia tenía aquello? Yo sé que el cielo siempre será azul, que la tierra florecerá en primavera y que este planeta continuará siendo el centro de todo lo que conocemos.
Es un fragmento de Copérnico, la primera de las las cuatro novelas históricas del irlandés John Banville, Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2014, que Alfaguara reúne en un volumen con el título Tetralogía científica, un conjunto que constituye una meditación novelada sobre la mente científica y su relación con el universo y el hombre a través de la astronomía moderna, entre el Renacimiento y la Ilustración.
Las tres primeras -Copérnico, Kepler y La carta de Newton- las escribió Banville entre 1976 y 1982. Se reunieron en la trilogía de las revoluciones y a esos tres títulos añadió en 1986 Mefisto.
Las cuatro novelas responden a un ambicioso plan intelectual de reconstrucción del contexto histórico, ideológico y científico en el que se desarrolla el genio investigador en busca de sentido a la realidad y a la existencia.
Las cuatro están escritas con una prosa cuidada y dotada de un extraordinario pulso narrativo, de atención al matiz descriptivo y al pensamiento y de una mirada profunda que indaga en la condición humana, en la fuerza invencible de creatividad, en los mecanismos mentales y en los conflictos morales de los personajes con su época.
Las cuatro reflejan a través de sus protagonistas la ambición para descubrir las claves del funcionamiento de la realidad y para revelar la luz frente al caos pese a la adversidad y la incertidumbre, cuando “la verdad era la música ausente”, como se dice en Kepler.
Las cuatro buscan el equilibrio entre la atención al personaje y al contexto, entre la documentación y la imaginación y reflexionan sobre la relación conflictiva entre la representación de la realidad y el lenguaje.
Un Copérnico que, en palabras de su ayudante Rheticus, “dio a conocer la música secreta del universo a un mundo que se revolvía en la ignorancia”, tímido y desconcertado ante la reacción adversa y las amenazas de la Iglesia frente a la búsqueda de una verdad cosmológica que rompió en el siglo XVI con las tinieblas medievales y con la astronomía ptolemaica, es el centro de la primera novela.
El conflicto entre ciencia y religión es también el telón de fondo de Kepler. La ambición de Kepler por descubrir “la solución del misterio cósmico”, por trazar una cartografía planetaria y astral es el eje de la segunda novela, que se acerca a la problemática existencia de Kepler y reconstruye su proceso intelectual desde la astrología, la magia y la cabala hasta los modelos matemáticos que sustentan la astronomía moderna y que culminan con la descripción de la órbita elíptica de Marte alrededor del sol.
La crisis personal tiene un papel decisivo en La carta de Newton, que tiene su eje en la carta a John Locke, expresión de la crisis nerviosa de Newton en el verano de 1693, paralela a la del profesor que lleva siete años intentando escribir su biografía (“Me fallan las palabras, Clío. […] He abandonado mi libro.”). Construida como una novela epistolar dirigida a Clío, la musa de la Historia, La carta de Newton se sitúa entre la historia y la contemporaneidad con un cruce constante del pasado del biografiado y el presente del biógrafo, que comparten crisis y fracasos. Con la Carta a lord Chandos de Hofmannsthal al fondo, La carta de Newton es un cuestionamiento radical de la posibilidad de representar la realidad y de reconstruir la historia desde la doble crisis de conocimiento científico y expresión literaria que une en un juego de espejos al escritor con Newton, porque “ hay tantas cosas inexpresables, todas las importantes.”
Mefisto es una recreación imaginativa y brillante del mito fáustico y el precio de la ambición científica y artística a través de la figura del narrador, Gabriel Swan, un matemático obsesionado con hallar en los números la clave del funcionamiento del universo, y del mefistofélico Félix. Más episódica que las tres anteriores, Mefisto es otra indagación en la voluntad de hallar sentido a la existencia, entre el pensamiento y la acción, entre la vida y el trabajo intelectual, para asumir finalmente el caos y el azar de la realidad: “Hubo azar al principio” es la frase con la que Swan comienza su relato. Y estas son las líneas que cierran la novela:
He vuelto al principio mismo, a las cosas más simples. ¡Simples! Me gusta eso. Esta vez será diferente, creo que será diferente. Ya no haré como antes. No. En el futuro, dejaré las cosas, procuraré dejar las cosas, al azar.
25 marzo 2022
Cipolla. Tres historias extravagantes
“En la Alta Edad Media (es decir, entre los siglos VII y X, en términos generales), cuando predominaba en Europa la economía feudal, no existían compañías ni bancos. La sociedad y la economía europeas eran demasiado primitivas: el comercio estaba manejado por mercatores que, solos o en caravanas, iban de feria en feria y de castillo en castillo ofreciendo a la venta mercancías variadas y exóticas (como telas orientales, objetos de marfil, joyas) y artículos raros (como reliquias de santos, casi siempre falsas) e incurriendo, entre negocio y negocio, en actividades poco recomendables, pues, en los períodos de carestía, practicaban, sin duda, el mercado negro y, de creer a un escritor de la época, algunos de ellos capturaban niños que luego castraban para venderlos en los mercados musulmanes de España. Es imposible decir si tal cosa era cierta; sin embargo, la circulación de semejantes rumores sobre los mercaderes es una prueba de lo que la gente los creía capaces de hacer”, escribe Carlo M. Cipolla en Hombres duros, el primero de los tres relatos que reunió en el volumen Tres historias extravagantes, que publica El libro de bolsillo de Alianza Editorial con traducción de José Luis Gil Aristu.
Tres relatos breves basados en hechos reales, aunque raros, contados con extraordinaria viveza y con un irónico sentido del humor por el historiador Carlo M. Cipolla.
Los Bardi, una poderosa familia de banqueros florentinos de comienzos del XIV, son los protagonistas de esa primera historia. Llevados a la insolvencia por la conjunción de una serie de circunstancias adversas, sobre todo por la bancarrota de la corona inglesa, sus principales acreedores, “nuestros héroes” se entregaron a las intrigas políticas, a las conjuras y al bandolerismo, a la falsificación de moneda en la cima de un montículo y al asesinato.
Cuando habla de la pena de muerte en la hoguera para los falsificadores sale a relucir el humor de Cipolla:
La legislación del momento (tanto la florentina como la no florentina) era durísima con los falsificadores. Si lo atrapaban, el falsificador no tenía escapatoria: se le enviaba a la hoguera, donde era quemado vivo. Hay expertos que mantienen que la muerte en la hoguera no es tan terrible, pues la víctima se asfixia por el humo antes de sentir el dolor del fuego que le abrasa las carnes. A pesar de las afirmaciones de tales expertos, creo que hay en el mundo pocas personas, salvo los monjes budistas, que afronten gozosas el fuego, si se encuentran por casualidad una situación tan poco envidiable. Además, a principios del siglo XIV no habían nacido aún los expertos en asfixia preventiva por humo.
La segunda historia -El timo del siglo (XVII)- parte de una obra que apareció en la segunda mitad del siglo XVII en Francia, Le parfait négociant, de Jacques Savary, un compendio del comercio y del fraude que hace especial hincapié en los negocios de los genoveses. El centro del relato es la estafa monetaria, “una especie de farsa de dimensiones intercontinentales”, promovida por los franceses y los nobles ligures titulares de las cecas donde se acuñaban los luises de plata, de la que fueron víctimas los turcos a mediados del XVII.
También del tratado Le parfait négociant arranca Los Savary y Europa, la tercera historia que cuenta Cipolla. Es un comentario de esa obra y de las figuras de los Savary, padre e hijo, desbordados por la envergadura que fue adquiriendo el texto, que abordaba no sólo cuestiones relativas al comercio, la manufactura y el sistema bancario internacional de la época, sino que acabó incorporando informaciones de todo tipo entre las que abundan juicios sobre la avaricia de los ingleses, la habilidad y sensatez de los holandeses, la sutileza comercial de los rusos, la afición a la bebida de los polacos, la pobreza de los portugueses, la gentileza y astucia de los italianos o la indolencia de los españoles:
“El clima español -escribía Savary hijo- hace a la gente blanda e indolente… La molicie natural de los españoles les lleva a considerar el trabajo como una actividad penosa, dura, baja y servil.”
23 marzo 2022
James Joyce. Ulises. Edición del centenario
21 marzo 2022
David Le Breton. Caminar la vida
Caminar la vida.
La interminable geografía del caminante.
Traducción de Hugo Castignani.
Siruela. Madrid, 2022.
“Uno no se cansa ni de caminar ni de hacer correr su pluma por la página. Yo no pensaba escribir un tercer libro sobre el caminar; tras Elogio del caminar (2000) y Caminar. Elogio de los caminos y de la lentitud (2012), he aquí uno más. Me cuesta entender que el tiempo pase tan rápido. Pero mi gusto por andar no ha cesado de avivarse a lo largo de estos años y, desde hace veinte, el caminar viene experimentando un éxito planetario que contrasta con los valores más asentados en nuestras sociedades. Esta pasión contemporánea conlleva significados diferentes para cada caminante: deseo de reencontrar el mundo a través del cuerpo, de romper con una vida demasiado rutinaria, de llenar las horas vacías con descubrimientos, de abstraerse de las preocupaciones de la vida cotidiana; deseo de renovación, de aventura, de reencuentro... La vida ordinaria está hecha de una acumulación de urgencias que no dejan apenas tiempo para uno mismo. Las agendas se encuentran a menudo llenas. Pero existen también otras razones que hacen del camino un recurso, e incluso una resistencia, contra las tendencias del mundo contemporáneo que nos alienan a todos y nos sustraen a cada uno una parte de nuestra soberanía y de nuestro placer de ser nosotros mismos”, escribe David Le Breton en ‘Ponerse en marcha’, el capítulo con el que abre Caminar la vida, que acaba de publicar Siruela con traducción de Hugo Castignani.
Entre ese primer capítulo y el que lo cierra (‘Melancolía del retorno’), Caminar la vida, que lleva como subtítulo La interminable geografía del caminante, es una nueva incursión del profesor de Sociología y Antropología de la Universidad de Estrasburgo en el significado placentero y en las virtudes terapéuticas del caminar, un ejercicio de sanación que, frente a la alternativa sedentaria, permite romper con la rutina y con las preocupaciones para redescubrir el mundo y redescubrirse a uno mismo en los paisajes vivos de la naturaleza o en la ciudad, desde que el caminar es un proyecto hasta que es un recuerdo que incluye no sólo su memoria y su relato, sino también las sorpresas o el cansancio, los incidentes y las inconveniencias que surgen en el transcurso del camino, a las que dedica un espléndido capítulo.
Le Breton ha escrito un nuevo elogio de la lentitud, porque “caminar es una experiencia del tiempo tanto como del espacio”, en trece breves capítulos, pródigos en referencias literarias y filosóficas, en anécdotas y evocaciones de paseantes como Walser, Rousseau y Stevenson, Thoreau o Kerouac, Bashō y Borges en un jugoso diálogo con la tradición cultural del caminar. Y sobre todo una invitación a redescubrir con el placer de caminar el placer de vivir, frente al ruido y la velocidad, porque “la experiencia del caminar es una inversión en otro mundo, en otro tiempo, en otro espacio, en otro uso de la vida.”
Y por eso, añade Le Breton, “en nuestras sociedades materialistas, el caminar es una inmersión en sí mismo por el espacio de unas horas o de unas semanas, una desconexión de las inquietudes cotidianas que reconcilia la vida contemplativa con el movimiento, el pensamiento con el esfuerzo, la interioridad con el cuidado constante del terreno, la atención al medio con la preocupación por los demás.”
Toda una filosofía del caminar, un ejercicio de libertad del homo caminans, “un artista de las circunstancias”, en palabras de Le Breton, que explica que “en otra época se caminaba para llegar a un sitio, por necesidad, porque no podía uno comprarse una bicicleta, una moto o un automóvil. Caminar no era un privilegio, sino una necesidad. El camino importaba poco; solo contaba el destino. Todavía hoy, para muchos habitantes del planeta, desplazarse es propio de pobres o migrantes que no tienen otra opción. En nuestras sociedades, desde los años ochenta del pasado siglo, caminar es una afición cada vez más valorada en todo el mundo. En las grandes rutas, como la del Camino de Santiago de Compostela o la Vía Francígena de Italia, nos cruzamos con hombres o mujeres del mundo entero, de todas las edades y clases sociales. Hoy se camina para viajar, descubrir un país, saborear las horas sin otra preocupación que la de dar un paso tras otro, y vivir un tejido de sorpresas y muestras de aprobación. Como escribió Leslie Stephen, gran paseante inglés del siglo XX y padre de Virginia Woolf, «el verdadero caminante es aquel que se deleita en el camino, que no presume ni se jacta de la fuerza física necesaria para ello».”
18 marzo 2022
Reinaldo Jiménez. Sobras de pan
A mi madre
Como quien se arrodilla
a la entrada de un templo, me he postrado
ante la arquitectura ya vencida
de adobes de este horno.
Esgrime el abandono en torno a él
lagartos y piteras y un higuerón da al aire
una aspereza inhóspita.
Sobre su boca ungida
de hollines aún se advierte
como un relieve se hunde
de cruces en la cal.
Labró la gratitud, la mano humilde,
aquellos signos que no ha borrado el tiempo,
que en la extrañeza de este desamparo
han abierto en un oro de inesperado amor.
Igual que tú, ante ellos
también me he persignado, madre,
con idéntica fe aguardaré aquel pan.
16 marzo 2022
Gabriel Miró. Las cerezas del cementerio
“La naturaleza para Félix, como para Miró, es un interior, un paisaje interior, es más que un templo, es un tálamo, es una alcoba. Una alcoba infinita. Son una misma cosa yerbas y alfombras, parrales y doseles, frutas y joyeles ¿Sobrerrealismo? No; sino interiorismo.
Y a ello responde el estilo de Miró, su manera de tejer y de bordar sus paisajes y sus figuras humanas. Y de realzar el bordado con los adjetivos más comunes que lanzan tornasoles o mejor tornalunas a una luz de ensueño. Ni esas figuras hablan como en la vida exterior que pasa y se borra sino como en la vida interior que se queda en ensueño, en recuerdo. En el recuerdo que, como lo comprendió Miró mismo, «les aplica la plenitud de la conciencia».[…]
Miró […] vivió, vivió sus obras, vivió sus figuras de pasión y sus paisajes, los vivió, o sea que los soñó para siempre. Y aquí están, lector, entre tus manos. Sólo te queda ahora vivirlos, soñarlos tú; sólo te queda hacerlos estados de tu conciencia esponjada en la Conciencia Universal”, escribía Unamuno en el prólogo a Las cerezas del cementerio, de Gabriel Miró, que acaba de reeditar Drácena.
Fue la primera novela de Miró, que la fecha en Alicante en 1909 y la publicó al año siguiente, cuando Baroja, con prosa menos cuidada y más vigor narrativo, publicaba César o nada, una de sus mejores novelas junto con El árbol de la ciencia, que aparecería en 1911.
Como sus posteriores Nuestro padre san Daniel y El obispo leproso, Las cerezas del cementerio es uno de los mejores exponentes en español de los nuevos caminos que se estaban explorando en la novela del siglo XX tras la crisis finisecular del realismo y el naturalismo.
Modernista y decadentista, se organiza en torno a la relación entre Félix Valdivia y Beatriz, una mujer casada, para hacer una indagación profunda del tema amoroso desde una perspectiva estetizante en la que se cruzan la profundidad interior y la realidad exterior, el sentimiento y el paisaje, el erotismo y el esteticismo, la sensualidad y el placer estético.
Y es también una muestra de la enorme capacidad descriptiva de Gabriel Miró, de la importancia que tiene en su obra la mirada, que se convierte en un elemento esencial de la escritura desde el primer párrafo de la novela:
Desde el primer puente del buque contemplaba Félix la lenta ascensión de la luna, luna enorme, ancha y encendida como el llameante ruedo de un horno. Y miraba con tan devoto recogimiento, que todo lo sentía en un santo remanso de silencio, todo quietecito y maravillado mientras emergía y se alzaba la roja luna. Y cuando ya estuvo alta, dorada, sola en el azul y en las aguas temblaba gozosamente limpio, nuevo, el oro de su lumbre, aspiró Félix fragancia de mujer en la inmensidad, y luego le distrajo un fino rebullicio de risas. Volviose y sus ojos recibieron la mirada de dos gentiles viajeras cuyos tules, blancos, levísimos, aleteaban sobre el pálido cielo.
Este es el final del libro, el cierre del último capítulo, del que toma su título y su sentido simbólico la novela:
Se asomaron al santo cercado. Después la madre siguió sola sobre el fresco y blando herbazal, penetrado de sol, que se esparcía como un riego de luz quietecita, remansada dentro de las amapolas.
El ramaje de los cerezos ocultaba a doña Beatriz, techándola dulcemente.
En la umbría de un rincón vio una losa tendida, grande, afelpada de hierba.
Una mano había esculpido, segando briznas de verdura, las letras del nombre de Félix.
Doña Beatriz besó esa palabra.
Temblaba un gorjeo de los pájaros, que acudían a la querencia de estos árboles y de estos muros, envueltos siempre en la quietud de todos los silencios.
Pendía una rama cuajada de las primeras cerezas. Alzóse la señora y las entibió con el fragante aliento de toda su vida; y después ella tomó del olor y dulzura del árbol. ¡Pero no desfallecía de la emoción ansiada! Sólo era fruta, con el mismo sabor que antes de morir Félix.
Crujió otra rama, doblándose bajo otras manos. Y apareció Isabel.
Y vio Beatriz que los ojos de la doncella lloraban y que sus labios sonreían celestialmente.
Isabel nunca había comido de esos árboles; y ahora sorbía y comulgaba la esencia del amado con las cerezas del cementerio.
Santos Domínguez
14 marzo 2022
Donald Rayfield. Antón Chéjov. Una vida
11 marzo 2022
James Joyce. Retrato del joven artista
“La dificultad de explicar el argumento de una novela como el Retrato no es su enrevesamiento ni su complejidad, sino, precisamente, su simplicidad o inexistencia. Como novela de formación y aprendizaje, tiene que desembocar en una consecuencia o catarsis, en algo que refleje el cambio operado por el protagonista en su periplo vital. En el caso de Stephen la consecuencia de toda la novela es la huida, el exilio, el rechazo de todo lo que lo ha conformado a lo largo de la novela” escribe Damià Alou en el estudio introductorio que abre su edición del Retrato del joven artista de James Joyce en Cátedra Letras Universales.
Intermedia entre Dublineses y Ulises, del que a veces se considera un primer volumen, esta fue la primera novela de Joyce. Protagonizada por Stephen Dedalus, un alter ego de Joyce, apareció en veinticinco entregas en la revista londinense The Egoist, entre febrero de 1914 y septiembre de 1915, con el apoyo de Ezra Pound, que detectó en aquella obra el aire más renovador de la literatura inglesa. Se editó ya como libro en Estados Unidos en 1916 y diez años después, en 1926, la tradujo al español Dámaso Alonso, que utilizó el seudónimo Alfonso Donado y tituló su versión Retrato del artista adolescente.
Durante casi un siglo esa ha sido la versión que ha circulado en España e Hispanoamérica de la novela de Joyce. En la nueva traducción de Damià Alou así se lee uno de los episodios más significativos, el de la exaltación religiosa y vital de Stephen Dedalus posterior a su confesión:
Organizada en cinco capítulos que reflejan cinco momentos de la evolución del protagonista en relación conflictiva con el mundo, con la familia, con la religión, con las mujeres y consigo mismo, la novela tiene su culminación en el quinto capítulo, el más largo y el más decisivo de su proceso de formación: el que significa la afirmación de su personalidad tras un proceso que incluye un periodo de ascetismo y religiosidad exaltada tras el que se acabará alejando de la religión y la familia.
Porque -escribe Damià Alou- “Stephen, en cuanto que héroe romántico, es capaz de enfrentarse al discurso de la religión, de la patria, de la familia y del amor, y salir triunfante con su propio discurso.”
Ese quinto capítulo decisivo, que es también el más complejo, es el del descubrimiento de la clave de la creación artística en la renuncia y en la necesidad de superar los límites que imponen la realidad social, la religión, la nacionalidad o la lengua para convertir el mundo en lenguaje, en expresión artística de la conciencia.
Esa voluntad de independencia y de huida se concreta en la salida de Stephen de Irlanda y en ese “¡Vete! ¡Vete!” que anota en su diario el 16 de abril, al final de la novela. Diez días después, el 26 de abril, añade:
Parto para encontrarme por millonésima vez con la realidad de la experiencia y forjar en la herrería de mi alma la conciencia increada de mi raza.
La literatura de Joyce tiene entre otras características la de su continuidad y su coherencia evolutiva: así como en el Retrato está ya en potencia el Ulises, el Retrato a su vez está claramente conectado con el mundo de Dublineses, en una transición progresiva desde la mirada exterior a la interior, desde el objetivismo heredado de la literatura realista, sobre todo de Flaubert, a la subjetividad del renovador flujo de conciencia proyectado en la figura autobiográfica de un personaje en crecimiento, en un proceso de maduración interior que lo transforma en artista a través de la epifanía de la creación literaria.
Así lo resume Damià Alou: “A los veintiún años, Joyce había descubierto que podía convertirse en un artista escribiendo acerca del proceso de creación artística. En cierto modo, el Retrato es más un poema en prosa que una novela, un texto en el que la evocación tiene, además, la función de indagar en cómo el lenguaje recibido forma a un artista. Su modernidad reside en su técnica de yuxtaposición de escenas sin ilación más lógica que la necesidad narrativa, algo que reclama la complicidad activa del lector, que debe entrar en un juego sin conocer las reglas.”
Santos Domínguez
09 marzo 2022
James Joyce. Ulises
Majestuoso, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:
—Introibo ad altare Dei.
Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:
—¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!
Solemnemente dio unos pasos al frente y se subió a la plataforma redonda. Dio media vuelta y bendijo gravemente tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormilado, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.
Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.
—¡Al cuartel! dijo severamente.
Añadió con tono de predicador:
—Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silencio, todos.
Es el memorable comienzo del ya centenario Ulises de Joyce en la traducción de María Luisa Venegas Lagüéns y Francisco García Tortosa que publica Cátedra Letras Universales con edición de Francisco García Tortosa.
El 2 de febrero de 1922 era la fecha que Joyce acordó con la librería Shakespeare and Company de París para publicar una novela que cambiaría la historia de la literatura. Cumplía cuarenta años ese mismo día, cuando recibió de manos de su librera y editora Sylvia Beach el primero de los mil ejemplares que se editaron por suscripciones de ciento cincuenta francos, un precio considerable.
Ambientada en Dublín y centrada en una sola jornada, entre las ocho de la mañana y las dos de la madrugada del 16 de junio de 1904 -el Bloomsday-, es estructuralmente una parodia de la Odisea que Joyce diseñó siguiendo minuciosamente los episodios homéricos en relación con los vagabundeos de Stephen Dedalus y Leopold Bloom. Su humor corrosivo -“no hay en él una sola línea en serio”, decía Joyce-, los constantes juegos narrativos y la reunión de temas y voces, de técnicas y registros lingüísticos producen un efecto desconcertante de integración y desintegraciones, de construcción y deconstrucciones de la tradición literaria.
El Ulises, un libro capital en la literatura del siglo XX, tiene una inmerecida mala fama de hermetismo que no se corresponde con la realidad, aunque sí sería aplicable a su posterior Finnegans Wake. Cualquier lector atento de novelas puede superar la dificultad que plantea en la novela el uso del tiempo y el espacio para dar sensación de simultaneidad y ubicuidad.
Otra cosa es la tarea colosal de traducir un texto complejo que hasta 1945 no tuvo una primera versión en español, la de Salas Subirats, que fue durante décadas la única existente, la que conocimos en la edición argentina de Santiago Rueda Editores, disponible ahora en Galaxia Gutenberg en una estupenda edición ilustrada por Eduardo Arroyo. Después vendría en 1976 la de José María Valverde en Lumen, que se acaba de reeditar, revisada por Andreu Jaume; y esta de María Luisa Venegas Lagüéns y Francisco García Tortosa que apareció por primera vez en 1999 en Cátedra y fue revisada y corregida en 2004.
07 marzo 2022
El factor Borges
Como “un ensayo de lectura: un manual de instrucciones para orientarse (o extraviarse sin culpas) en una literatura” describe el escritor y crítico argentino Alan Pauls su magnífico El factor Borges, un libro indispensable para borgeanos que acaba de publicar Literatura Random House.
Enciclopedia heterodoxa, antología breve, mapa conceptual, manual de instrucciones, ensayo de aproximación a una obra inagotable, a la busca de un Borges o varios Borges inesperados… Todo eso y más contiene este breve y enjundioso libro de Alan Pauls.
Porque, como escribe en su prólogo, se trata de “buscar en Jorge Luis Borges el factor Borges, la propiedad, la huella digital, esa molécula que hace que Borges sea Borges y que, liberada gracias a la lectura, la traducción, las múltiples formas de resonancia que desde hace más o menos cuarenta años vienen encarnizándose con él y con su obra, hace también que el mundo sea cada día un poco más borgeano: ése fue el propósito original de este libro.”
Un libro en el que abundan notas al margen sobre conceptos y personajes, sobre obras y nombres propios que vertebran una escritura tan irrepetible como la de Borges. Notas como esta, dedicada a los eucaliptos: “El perfume de los eucaliptos es a Borges lo que el sabor de la magdalena a Marcel Proust: “En cualquier lugar del mundo en que me encuentre, basta el olor de los eucaliptos para que yo vuelva a ese Adrogué perdido que ahora sólo existe en mi memoria.”
Otras notas al margen se centran en sus padres, Jorge Borges y Leonor Acevedo, en escritores como Lugones, Sabato, Abelardo Castillo, Bioy Casares, Macedonio Fernández, en personajes como Pierre Menard o Funes el memorioso, en la invención con Bioy Casares de un complementario como Bustos Domecq, en la importancia de la enciclopedia, las bibliotecas, la imaginación o la lotería en su obra. O en la imagen compleja de un Borges original y polémico, agresivo y discreto, paradójico y humorístico, divulgativo y lateral. Porque -escribe Pauls en otra de esas notas marginales-, “Borges, que caminó y leyó los márgenes como nadie, también los escribió hasta agotarlos. Como sucede con los contratos diabólicos, lo más importante de la prosa borgeana es a menudo lo que está escrito en letra chica.”
En esta exploración minuciosa y desenfadada del universo literario y vital borgeano, Pauls rastrea con perspicacia las huellas de un Borges más cercano, más burlón y menos solemne en busca de “los verdaderos Borges inesperados, capaces de poner a distancia, ironizar o aun refutar buena parte de los estereotipos con los que estamos acostumbrados a confundirlo. Tal vez así, de golpe, el tímido y desinteresado ratón de biblioteca se transforme en un estratega tortuoso; el anglófilo deje su torre de marfil y baje a entintarse los dedos a la arena caliente del periodismo; el escritor para élites abrace la cultura bastarda de la divulgación; y el centinela de la originalidad, sin el menor asomo de rubor, confiese ser ni más ni menos que un consumado artista del robo. Y tal vez así leer vuelva a tener el vértigo de la infracción.”
Santos Domínguez
04 marzo 2022
Joaquín Márquez. Bromuro de plata
02 marzo 2022
Landero. Una historia ridícula
Una historia ridícula. Así se titula la última novela de Luis Landero, que publica Tusquets. Comienza con este párrafo en el que se concentran algunas de las magias verbales y de las estrategias narrativas que Landero ha ido depurando desde su inicial y prodigiosa Juegos de la edad tardía:
No creo pecar de orgullo, como demostraré a lo largo de mi exposición, si comienzo diciendo que soy un hombre con ciertas cualidades. Quizá no resulte especialmente llamativo, pero sí educado, discreto, concienzudo, culto y buen conversador. Todos cuantos me conocen saben, o deberían saber, de mi honradez y rectitud. En otros tiempos tuve un buen puesto de trabajo y un piso en propiedad. ¿Mi visión del mundo y de la vida? Trágica y trascendente. ¿Mi historia? De amor, de odio, de venganzas, de burlas y de ofensas. Me llamo Marcial Pérez Armel, resido en Madrid, y tengo en muy alta estima el viejo concepto del honor.
Desde ese párrafo inicial empieza a perfilarse y autodefinirse en primera persona la figura de Marcial, un desclasado propenso al odio, a la simulación y a la impostura que, como Lázaro a aquella Vuestra Merced anónima y superior, decide escribir a instancias de un tercero, el doctor Gómez, “la historia de mi vida a la vez que un ensayo sobre mí mismo.”
Y lo hace con la pretenciosidad del acomplejado sin estudios, que tiene un oscuro empleo en un matadero y que conoce de oídas la alta cultura, en fragmentos como este, donde reivindica su grotesca formación académica:
En cuanto a mí, antes que letras o ciencias, opté por la formación profesional. Como siempre me ha gustado la naturaleza, el mundo animal y los bellos entornos, cursé un ciclo de Comercialización de productos alimentarios, que culminé con éxito. Luego para ampliar estudios, y siguiendo lo que era ya una vocación, hice algunos módulos y másteres sobre Producción agropecuaria y Elaboración de productos cárnicos y lácteos. Esto, en cuanto a mi formación académica.
Pendiente de proyectar una buena imagen ante la opinión ajena, proclive a la impostura de inventarse unas cualidades que no tiene, propenso a la verbosidad banal de la oratoria y a las digresiones de lo que él llama “la disertación filosófica”, Marcial es un resentido mediocre con mirada trágica, víctima de ofensas y humillaciones desde niño, un activista del odio a primera vista por flechazo, que va desgranando en los breves capítulos de Una historia ridícula sus enfadosas divagaciones logorreicas.
Y así como Gregorio Olías no era un impostor, sino un personaje cercano y deslumbrante cuando se reinventaba con imaginación quijotesca, en Augusto Faroni en Juegos de la edad tardía, con otra tertulia por medio, este Marcial que rondaba la cabeza de Landero desde hace décadas al parecer, es insuperablemente antipático y despreciable cuando se reinventa penosamente a sí mismo en un puro ejercicio de impostación pretenciosa y sin grandeza que no admite ni siquiera la coartada del heterónimo.
Este que el narrador protagonista llama “informe o documento narrativo” es el demoledor autorretrato de un simulador insoportable, pagado de sí mismo, autodefinido como “artista y filósofo”. Un autorretrato trazado por Landero con distancia esperpentizadora y con verosimilitud cervantina, porque todos conocemos personas reales como este patético Marcial, pedantes y redichos, empinados sin garbo sobre el inestable pedestal de su vanidad y sus limitaciones, siempre temerosos de que los desnmascaren.
A diferencia de lo que se cuenta en el Lazarillo -el proceso de degradación del narrador protagonista y víctima de un vergonzoso caso-, lo que se cuenta aquí es esa ridícula historia de amor y odio que se anuncia en el título: un lance amoroso que proyecta las pretensiones de Marcial hacia Pepita Núñez de Ayala, una mujer superior que representa todo aquello que él no es: culta, refinada, segura de sí misma.
Y porque, “en el fondo, tanto las historias de odio como las de amor están expuestas por igual a los desafueros de la imaginación y la locura”, lo demás que lo averigüe el lector. Merece la pena el paseo por esta historia ridícula, entre el orgullo y la cobardía, entre lo cómico y lo trágico, entre la angustia y el rencor que culmina en el discurso Asalto a la casa de la mujer amada, hasta el desenlace con Gil López Navarrete, “el cuarentón ingenioso y el simio ilustrado”, “malabarista de palabras e ilustre comediante” en una tragicómica mezcla de gazpacho y de sangre.
Santos Domínguez