Stendhal.
Diario, vol. 1.º (1801-1805)
Introducción de T. S. Norio
Traducción de Olga Novo Presa.
KRK Ediciones. Oviedo, 2015.
Stendhal.
Diario, vol. 2.º (1805)
Edición de Marceliano Acevedo.
KRK Ediciones. Oviedo, 2021.
Reseñar libros malos no es sólo una pérdida de tiempo, sino también un peligro para el carácter (W.H. Auden)
Stendhal.
Diario, vol. 1.º (1801-1805)
Introducción de T. S. Norio
Traducción de Olga Novo Presa.
KRK Ediciones. Oviedo, 2015.
Stendhal.
Diario, vol. 2.º (1805)
Edición de Marceliano Acevedo.
KRK Ediciones. Oviedo, 2021.
“La premisa fundamental de este pequeño libro es de una simplicidad pasmosa: tener enemigos puede resultar útil. Yo los tengo, vivo entre ellos desde que desarrollé el uso primigenio de mi conciencia, y no me ha ido mal del todo. Mi vida entera ha transcurrido, desde mi más tierna mocedad, con la percepción clara de que el mundo estaba polarizado en friend or foe, gente a quien amar y gente a quien odiar (con un océano de humanidad irrelevante, o simplemente desconocida, entre ambos continentes). Esta visión, esta (a menudo ingrata) Weltanschauung, era para mí certeza, no conjetura o abstracción: dichos enemigos tenían nombres y apellidos (aunque su enemistad estuviese definida por mi paranoia o traumas o neuras, más que por actos demostrables empíricamente y realizados, desde su lado, por ellos). Dicho de otro modo: existían, y no en la forma de demonios folclóricos abstractos, productos hiperbólicos de la paranoia y el pánico social.
La certeza de que siempre existía un opuesto, un enemigo, contra el que enfrentarse o en quien reflejarse, ha marcado mi comportamiento y destino y relaciones sociales y la forma en que crecí, y por consiguiente también mi oficio y mi obra literaria. La mayoría de mis creaciones, también la mayoría de mis acciones en general, han estado sujetas a la contraposición con un antípoda. Mi blanco existe porque siempre he creído que al otro lado estaba el negro, y viceversa. Soy lo que soy porque no soy eso. Hago esto porque no es aquello: lo contrario de mi esencia.
Este librito es, así, un intento de comprender la enemistad, la obsesión con lo antipódico, las acciones por despecho y el odio (con ocasional elevación) que acompaña a la mencionada posición vital”, escribe Kiko Amat en el prólogo de Los enemigos. O cómo sobrevivir al odio y aprovechar la enemistad, que publica en Nuevos Cuadernos Anagrama.
Desde los opuestos naturales que “irradian desaprobación” hasta los enemigos estériles o evaporados, este es un manual de uso inteligente y punzante para entender conductas como la simulación y la impostura, el narcisismo y la adulación, y algunas claves de la condición humana, de la amistad transitoria y de la enemistad irreconciliables, las reacciones de despecho y el ejercicio del odio como fuerza motriz, la venganza constructiva y el desquite, “pues los enemigos son útiles, y pueden emplearse para el progreso creativo y personal.”
Y es que, aunque hay un evitable odio puramente destructivo, entre las ventajas más aprovechables de tener enemigos destacan el fomento de la autocrítica y la vigilancia para no darles oportunidades de satisfacción. Por eso, explica Kiko Amat, excepto en la enemistad estéril que anula la reacción y no sirve como “combustible para un objetivo concreto”, “los enemigos mejoran tu obra, […] te endurecen, te hacen más aplicado.”
Escrito con una mezcla explosiva de humor y rabia, Los enemigos es una aguda reflexión sobre “la utilidad del rencor y la venganza (la tirria indeleble como eficaz motor vital y artístico)” y una divertida taxonomía que distingue entre “los enemigos equivocados, los enemigos usables, los enemigos naturales, los enemigos invisibles (enemigos con piel de amigo), los enemigos instantáneos y más.”
Porque “lo cierto es que necesitamos a los enemigos, incluso cuando les hemos mantenido cerca por las razones equivocadas, tomándoles por lo contrario de lo que eran.”
Santos Domínguez
Anthony Powell.Una danza para la música del tiempo.I. Primavera. II. Verano.III. Otoño. IV. Invierno.Traducción de Javier Calzada.Compactos Anagrama. Barcelona, 2022.
La verdadera obra es póstuma. Mientras su creador vive, también la obra se impregna de la ilusión que a todo ser vivo le viene dada con la vida. Porque mientras uno vive únicamente posee la vida, que solo se convierte en destino después de su muerte. Y el tema de la obra es lo cerrado y lo acabado y el destino. Conocemos obras que pueden resultar significativas cinco minutos antes de la muerte de su autor; cinco minutos después ya han desaparecido. Por otra parte, hay obras de las cuales no se sabe nada durante cien años y de repente parecen haber sido creadas hoy mismo. No deben verse las ventajas de aquello en lo que uno ha puesto la vida. No existe diferencia de edad entre las grandes obras. Todas las grandes obras son de una y la misma época. Todas las grandes obras están siempre presentes. Todos los grandes obras son mis coetáneas.
Ese párrafo, casi profético, pertenece al texto “La obra de una vida”, del escritor, filólogo y pensador húngaro Béla Hamvas (1897-1968). Lo escribió al final de su vida, en 1966, y cierra la recopilación de ensayos que con ese mismo título y selección y traducción de Adan Kovacsics publica Ediciones del Subsuelo, que hace cinco años editó La melancolía de las obras tardías.
Represaliado por la dictadura comunista, que le destituyó de su puesto de bibliotecario municipal en Budapest y prohibió durante décadas la difusión de su obra, redescubierta póstumamente en los años ochenta, Hamvas es un autor central en la literatura húngara del siglo pasado, un pensador profundo y deslumbrante, un sabio de inagotable curiosidad intelectual y de vastísima cultural que enlaza con la mejor tradición del espíritu europeo que cimentaron los griegos en el siglo V a. C.
Porque, como recuerda Kovacsics en su prólogo, Hamvas “fundó con el filólogo clásico Karl Kerényi un círculo animado por los ideales griegos clásicos del heroísmo y la belleza […] La colaboración dio pie a la publicación de la revista llamada, como el propio círculo, Sziget (Isla). A ese periodo de los años treinta pertenecen algunos de los textos aquí publicados: los artículos sobre Schumann y Montaigne así como ‘Días dorados’, ‘El huerto’, ‘El templo de Alfaya’ , ‘El platonismo de la escritura’. No es desde luego casual que el círculo se llamara ‘Isla’. La idea motriz era una alianza de pensadores, estudiosos, escritores y artistas reunidos en una isla para mantener encendida la llama del espíritu en un tiempo de crisis profunda, política, social y cultural.”
Y esas aptitudes las proyectó en la enorme variedad de intereses artísticos y culturales que reflejan sus escritos, en la amplitud de sus horizontes vitales, literarios y filosóficos, desde el lugar fronterizo de Montaigne al desgarro doloroso de la música de Schumann, desde “la filosofía de lo verde” en el solitario y místico Wordsworth a la música de Liszt, que “rebosa de mentira”; desde la observación de los ciclos naturales a la crítica de arte, desde el platonismo de la escritura de Hölderlin al orfismo de Dante, desde el teatro de Shakespeare a la pintura de Velázquez, desde Aristófanes a Stravinski.
“La presente recopilación -escribe Adan Kovacsics en el prólogo- procura ofrecer una muestra de la amplitud de sus intereses y conocimientos, en arte, en literatura, en música, en filosofía, en historia de las religiones.”
Esa diversidad de temas la despliega Hamvas con excepcional hondura intelectual y admirable brillantez expositiva, con un estilo transparente y con rasgos constantes como la defensa del legado cultural y espiritual desde la antigüedad frente a la crisis europea de su tiempo, la búsqueda de la vida plena y la esencia trascendente de lo real o la síntesis de la tradición occidental y la oriental en el proyecto universalista que caracteriza su obra, que gira en torno a la unidad del espíritu humano y a la busca del alma primigenia, como en Orfeo, al que dedica un memorable ensayo que escribió entre 1932 y 1942 y que se recoge en esta selección.
Y al fondo de todas estas páginas, frente al paisaje o en la pura meditación, Hamvas proclama una renovada afirmación del vitalismo, como en este párrafo:
El milagro más grande del mundo es la alegría. Y más grande aún es el milagro de que la alegría viva de la melancolía. Esa es la paradoja más sublime de la existencia.
Una magnífica celebración de la inteligencia y la música, de la literatura y la vida, que contiene páginas antológicas sobre la naturaleza, como esta, de ‘Jazmín y olivo’:
El verdadero calendario es el creado por el tránsito del sol a través de los signos del zodíaco. La primavera principia el 21 de marzo. Todos los cambios sustanciales se producen en torno al día 21. Y también cuando el sol se halla en el centro del signo, esto es, alrededor del día ocho. El 8 de marzo es cuando comienzan a cantar los mirlos. El 8 de abril empieza el ruiseñor y florece la almendra. El 8 de junio, san Medardo, es el comienzo de la lluvias veraniegas. El 8 de agosto, la culminación de la canícula, el momento de las fiestas populares ancestrales. El 8 de septiembre se marchan las golondrinas. El 8 de octubre callan los grillos. El calendario gregoriano no vale nada. La naturaleza vive según el calendario de la tradición.
O esta otra, del espléndido ensayo inicial, ‘Arlequín’:
En todas las artes aparece junto al elemento del orden, de la disciplina y de la contención el elemento sugerente. Es el arte mágico que de vez en cuando irrumpe y que casi ha arrasado al orfismo en Europa. El arte mágico no refrena, sino que sugiere. No es racional, sino imaginativo. No vive en la armonía, sino en la ebriedad. No busca la certeza, sino el entusiasmo. Libera las fuerzas que alcanza.
[…]
¿Es la ebriedad del poeta el estado natural de la vida? Sí. ¿Es la pasión del amor el estado natural de la vida? Sí. ¿Es el entusiasmo el estado natural de la vida? Sí. ¿Por qué? Porque la lógica de la existencia es paradójica.
Santos Domínguez
Ojalá tengáis ingenio para hacerlo; valdría más que vuestro ducado. A fe que este mozo impasible no me aprecia, ni hay quien le haga reír. No es de extrañar: no bebe vino. Estos jóvenes tan sobrios no llegan nunca a nada, pues se enfrían tanto la sangre con bebida floja y comen tanto pescado que pillan una especie de clorosis masculina y, cuando se casan, sólo engendran mozas. Suelen ser necios y miedosos, como algunos lo seríamos si no fuera por los estimulantes. Un buen jerez produce un doble efecto: se te sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el jerez la calienta y la hace correr de las entrañas a las extremidades. Ilumina la cara, que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos vitales y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que, reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña. Y esta valentía viene del jerez, pues la destreza con las armas no es nada sin el jerez (que es lo que la acciona), y la teoría, tan sólo un montón de oro guardado por el diablo, hasta que el jerez la pone en práctica y en uso. De ahí que el príncipe Enrique sea tan valiente, pues la sangre fría que por naturaleza heredó de su padre, cual tierra yerma, árida y estéril, la ha abonado, arado y cultivado con tesón admirable bebiendo tanto y tan buen jerez fecundador que se ha vuelto ardiente y valeroso. Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez.
Con ese memorable monólogo de Falstaff en la segunda parte del Enrique IV de Shakespeare, que invocaban Harold Bloom y Anthony Burgess mientras bebían coñac Fundador en las madrugadas neoyorquinas, arrancan las primeras páginas de Un viaje sentimental al jerez, el estupendo libro que José Vicente Quirante Rives publica en la editorial Confluencias en torno a la denominación de origen más antigua de España.
Desde Fernando Quiñones y Caballero Bonald no se han escrito unas páginas tan admirables como estas sobre los vinos de Jerez, Sanlúcar, Chiclana y el Puerto de Santa María, que completan este viaje sentimental que homenajea a Laurence Sterne, “ese viajero sensible” con el que “aprendimos que se trata de observar las propias emociones para conocernos mejor, y no de anotar los monumentos que encontramos por el camino.”
Un viaje a los tabancos jerezanos y a las medias botellas de fino, que “no es vino de taberna”, como dejó escrito Pedro Domecq en un libro de 1902, sino “una navaja al corazón”, a las costas sanluqueñas y a la manzanilla, “el vino de la alegría”, con sus recuerdos de yodo y de salitre, o al vino chiclanero, tan “hondo, que se agarra al paladar y a la memoria.”
También un viaje iniciático, entre la tradición y la vanguardia, de los fenicios gaditanos a los enólogos actuales, en busca del “gran jerez” y su amargor bueno y difícil, por vinos secos o dulces, generosos y lentos, por el velo de flor y la crianza biológica, por el milagro blanco de la tierra albariza, por la finura sanluqueña y la concentración jerezana, por el Barrio de Santiago y las salinas de Bonanza, por los amplios pagos con colinas blancas de viñas de uva Palomino o Pedro Ximénez y la orilla de Bajo de Guía frente al Coto de Doñana, las bodegas y las botas de solera de la extensa geografía del Marco de Jerez, por los vientos de levante y de poniente, por el Guadalquivir y el Guadalete, por las casas arrumbadas que “encierran la memoria de las vendimias antiguas”, por el flamenquito de Sanlúcar y el flamenco jondo de Jerez, por la cartuja para la que pintó Zurbarán algunas de sus obras más memorables y por el convento de carmelitas donde se guardó el manuscrito Sanlúcar del Cántico Espiritual sanjuanista:
Sanlúcar abierta y Jerez ensimismado, Sanlúcar jaranera y Jerez hondo, Sanlúcar fina y Jerez concentrado. Los palacios entornados de la calle Francos y el vértigo abierto de la Cuesta de Belén. El refinamiento elegante de la venencia de ballena y plata en Jerez frente a la orgullosa rusticidad de la caña sanluqueña. Entre Sanlúcar y Jerez se dan los pares de opuestos con los que percatarse de la realidad completa.
Y sobre todo un viaje por la literatura, la música y la cultura del vino, por el jerez global anterior a la globalización, por el presente y el pasado de una creación tan ligada a la civilización como esa, que era la bebida civilizadora de los griegos, como sabía Homero y desconocía Polifemo muchos siglos antes de estos tiempos agitados y vertiginosos: “El pan y circo de los romanos ha dado paso a nuestro fútbol y cerveza; la complejidad del buen jerez casa mal con la aceleración del mundo que nos ha tocado vivir. Pero quedará siempre la excelente minoría de los bebedores indómitos que apuesta por la grandeza del jerez a pesar de todo, como los amanuenses medievales conservaron el saber antiguo durante los tiempos oscuros.”
Hybris jerezana se titula un breve capítulo en el que el autor hace una lectura del mundo de los cosecheros, bodegueros y extractores jerezanos en clave mitológica. Escribe allí estas líneas:
La solera atesora la identidad de la bodega y las sacas excesivas empeoran la calidad del vino que conservan. El vino se achica en la solera que anda de prisa. Es la ética de Jerez, donde la desmesura se paga como en una tragedia griega. González desempeñó el papel del precavido Dédalo y Domecq fue Ícaro.
Sí -escribe José Vicente Quirante- lo sabían y escribieron, entre otros, Somerset Maugham y T. S. Eliot, el jerez es la bebida civilizada.
Y para beberlo -añade en otro lugar- “no hay que esperar una ocasión, porque basta con abrir la botella para que comparezca la ocasión.”
Salvando las distancias, lo mismo ocurre con este magnífico Viaje sentimental al jerez.
Diego Velázquez es el pintor español anterior a Francisco de Goya del que nos ha quedado un mayor número de referencias documentales que le atañen directa o indirectamente. El llamado Corpus velazqueño recogía en el año 2000 en torno a quinientas entradas documentales elaboradas en vida del artista. Es un caudal muy copioso, que permite seguir la carrera administrativa del pintor e identificar su entorno, los hitos principales de su vida familiar, sus finanzas, así como datos importantes sobre sus encargos o el destino de sus obras.
A esta riqueza documental hay que añadir las alrededor de ciento treinta obras originales que nos quedan de él, y un número superior de piezas que se relacionan de un modo u otro con su trabajo. Como gran parte son retratos de personajes conocidos, y de muchas obras que no lo son existe documentación, es posible fechar casi toda su producción con escaso margen de error. Eso hace que nuestra imagen profesional de Velázquez sea bastante completa. Y, sin embargo, sigue siendo un pintor profundamente enigmático desde muchos puntos de vista.
Con esos dos párrafos comienza Javier Portús su artículo “Velázquez, el arte nuevo y los límites de los géneros”, uno de los diecinueve ensayos que forman parte del espléndido volumen Velázquez. El arte nuevo, que recoge el ciclo de conferencias que se desarrolló entre octubre de 2020 y marzo de 2021 organizado por la Fundación Amigos del Museo del Prado, que coedita con la Editorial Crítica este monumental libro que incorpora en su parte central un espectacular cuadernillo con sesenta y cuatro páginas de magníficas ilustraciones.
A abordar la figura y la obra de ese “pintor profundamente enigmático” y a hacerlo “desde muchos puntos de vista” se dedica esta colección de textos firmados por los mejores especialistas -de John Elliot a Fernando Marías, de Fernando Bouza a Peter Cherry, de Pierre Civil a David García Cueto-, que escriben sobre la singularidad artística y la técnica compositiva de Velázquez, sobre la importancia y el significado sus bodegones o el tratamiento iconográfico de su pintura religiosa y los espacios devocionales a los que se destinaba, sobre su relación con el poder y su ascenso a los niveles más altos de la corte, sobre las modalidades y funciones de los retratos regios y las conversaciones pictóricas de sus desafiantes cuadros de enanos y bufones, deformes o ‘locos naturales’; sobre obras tan principales como Las meninas, La rendición de Breda, La fragua de Vulcano o Las hilanderas, sobre su entorno artístico y sus conexiones con textos literarios o sobre los decisivos viajes a Italia; sobre sus rasgos estilísticos, sus recursos cromáticos o el tratamiento de la luz; sobre su imagen en la literatura -de Quevedo a Unamuno o Buero Vallejo- y en el cine, su fortuna crítica o la influencia que ha ejercido en la pintura contemporánea, en Manet, Picasso o Bacon.
La atención a la biografía, al contexto histórico, artístico y cultural y sobre todo a la obra del pintor con enfoques plurales que permiten abordar las claves de su trayectoria vital y artística se equilibran en este libro llamado a convertirse en texto de referencia de la bibliografía sobre Velázquez, un autor que elaboró una obra pictórica decisiva en la historia del arte universal.
Porque, como señala Miguel Falomir, director del Museo del Prado en el texto introductorio, “a través de los textos contenidos en esta publicación, se realiza un recorrido por la vida y obra de Velázquez bajo una amplia variedad de perspectivas que abordan los géneros pictóricos que trató, el ambiente social y artístico en el que se desenvolvió, los recursos narrativos y compositivos de sus pinturas, la relación que mantuvo con los principales géneros pictóricos, así como la influencia que ejerció en las generaciones posteriores de artistas. La participación de algunos de los más destacados especialistas en su figura nos permite, a través de las páginas de este libro, redescubrir los aspectos fundamentales de la producción de Velázquez y las claves en torno a los que se articulan sus principales contribuciones a la historia de la pintura.”
Santos Domínguez
Santos Domínguez
El 15 de julio de 1904, en la habitación de un hotel de Badenweiler, Anton Chéjov, uno de los maestros universales del cuento, pasaba sus últimas horas de vida junto a Olga Knipper y una botella de champán que les mandó el médico como última terapia. ‘¿Para qué poner hielo sobre un corazón vacío?’, dicen que dijo, casi al final. Una frase que parece sacada de uno de sus cuentos porque la podría haber pronunciado alguno de sus personajes.
Acababan así la vida y la escritura del padre del cuento contemporáneo, autor de una obra viva que sigue creciendo a medida que pasa el tiempo. Una obra que es menos un edificio que un árbol frondoso de hojas perennes que no han dejado de fortalecerse y de dar sombra apacible al lector.
“Como los reporteros redactan sus notas sobre incendios, así he escrito yo mis relatos: mecánicamente, de manera semiinconsciente, sin preocuparme para nada ni del lector ni de mí mismo... Escribía y hacía lo posible por no emplear en el relato ni imágenes ni escenas que me resultaban entrañables y que, Dios sabe por qué, guardaba y escondía con celo”, escribía en una ocasión Chéjov, del que Alianza Editorial publica una selección de diecisiete cuentos que resumen las etapas de su evolución literaria y que componen en su conjunto una imagen representativa de las estructuras genéricas, las técnicas narrativas, los personajes y los temas más significativos de su narrativa.
Natalia Ginzburg resumió los cuentos de Chéjov con una imagen intuitiva y precisa: su obra es la de alguien que nos abre una puerta o una ventana y nos deja mirar dentro de la casa por un momento. Luego, la misma mano que la había abierto, cierra la ventana o la puerta.
Narrador de voz baja, Anton Chéjov construyó su universo literario con los materiales que aportan lo fugaz y lo secundario. En sus relatos abiertos conviven misteriosamente la levedad y la intensidad, la emoción y la distancia, se armonizan la ironía y la piedad, el humor y la tristeza bajo una mirada compasiva y honda, menos optimista que piadosa, que vive en el matiz y en la sutileza con que el escritor construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de sus elipsis sugerentes que dejan los finales abiertos.
La mirada sutil de Chéjov, que a diferencia de Dostoievski o Tolstoi nunca contempla a los personajes desde arriba, sino cara a cara, teje un hilo invisible y persistente que une, en la melancolía invisible y en la tonalidad persistente de su literatura, a Chéjov con Cervantes y con Shakespeare en la construcción de un universo narrativo en el que conviven ricos y pobres, sinceridad y simulación en una indagación honda y fundacional en la condición humana.
Una mirada magistral que vive en el matiz y en la sutileza con que construye a los personajes, en las contradicciones de sus comportamientos y en la economía de la elipsis, en la intensa emoción que habita en lo trivial, en la desesperanza contenida, en la ausencia de patetismo gesticulante, en unos silencios que son más significativos que las palabras que los ocultan.
Una mirada que conviene revisitar en un volumen como este, una selección de relatos propuesta por Ricardo San Vicente, que en el prólogo, ‘Sangre esclava’, afirma que “al igual que en la Rusia de finales del siglo XIX, la obra de Antón Pávlovich Chéjov hoy resulta de una modernidad sorprendente. Hasta el extremo de que algunas obras actuales parecen pertenecer a un pasado mucho más lejano que la de nuestro narrador.”
Y explica así su criterio a la hora de hacer esta magnífica antología, que incorpora cuentos fundamentales como Campesinos, Iónich o La dama del perrito: “Siguiendo el talante del propio autor, que hace de su obra un gran cuadro de la vida rusa, de los hombres y mujeres en sus diversas condiciones, esta selección pretende ofrecer una pequeña galería. Médicos y obispos, campesinas y hacendados, amantes del arte y estudiantes, doncellas y maestros, ingenieros y jueces son algunos de los muchos tipos y personajes que pueblan este fresco. Pero, más allá de esta visión caleidoscópica, la antología pretende reflejar los grandes temas de Chéjov, inquietudes, coordenadas morales, al fin, que resulta difícil recoger en esta presentación (para ello, además, están los propios relatos), aunque tal vez sí resumir con la siguiente reflexión: La vida es absurda y difícilmente tiene sentido en sí misma, por eso quizá la única salida que nos queda es ser nosotros los que dotemos nuestra existencia de un objetivo y un significado. ¿Cuál?, se puede preguntar el lector, igual que se lo formularan al escritor sus contemporáneos. A eso Chéjov a veces contestaba: «Yo construyo escuelas –refiriéndose a las aportaciones que destinaba a centros escolares y bibliotecas–, pero no doy clases en ellas».
Está en esta antología el Chéjov imprescindible, capaz de sugerir con una enorme economía de medios, un Chejov esencial, a caballo siempre entre el humor y la melancolía, entre la crítica y la emoción, entre la compasión y la ironía, un autor que proyecta su mirada sobre un mundo habitado por personajes que se mueven entre la esperanza y las frustraciones, incapaces de comprender la reglas opacas con las que funciona el mundo.
Alguna vez se ha dicho que sus relatos son una enciclopedia de la vida rusa. No es exactamente así. Son una enciclopedia de la vida en general. Y eso es lo que lo convierte en un clásico universal, autor de cuentos memorables, como La dama del perrito, un relato de 1899 que comienza con este párrafo en la traducción de Ricardo San Vicente:
Decían que por el paseo marítimo había aparecido una cara nueva: una dama con un perrito. Dmitri Dmítrievich Gúrov, que llevaba en Yalta dos semanas y ya se había hecho al lugar, también empezó a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet, vio avanzar por el paseo a una señora joven, una rubia de mediana estatura, con boina; tras ella corría un lulú blanco.
Santos Domínguez