17 mayo 2021

Manuel Azaña. El jardín de los frailes

 Manuel Azaña.
El jardín de los frailes.
Prólogo de Ángel Luis Prieto de Paula.
Drácena. Madrid, 2021.

 “Cien años después de que apareciera impreso el primer capítulo en una serie de entregas mensuales, ha llegado el momento de proceder a una lectura estrictamente literaria, no vicaria de la significación histórica de su autor, escribe Ángel Luis Prieto de Paula en el prólogo -‘Manuel Azaña y el sabor de la ceniza’- que ha escrito para la edición en Drácena de El jardín de los frailes.

Retrato del artista adolescente, novela de formación o memoria novelada, Azaña fue publicando desde septiembre de 1921 hasta junio de 1922 sus doce primeros capítulos en La Pluma y en 1927 editó la versión definitiva en un libro con siete capítulos más y un prólogo de diciembre de 1926 que terminaba así:

He puesto el mayor conato en ser leal a mi asunto, respetando, a costa de mi amor propio, los sentimientos de un mozo de quince a veinte años y el inhábil balbuceo de su pensar, en tal cruce de corrientes y tensión que en otro espíritu pudieran mover un giro trágico. No gusto yo, con afición egoísta, del tiempo pretérito. Me apiado de la mocedad verdadera, ignorante de su virtud: los placeres en proyecto son el origen del infortunio.
Nada más digo. ¡Quién no se forja la ilusión de escribir para gente avispada!
 
“La entera personalidad humana de Manuel Azaña -escribe Prieto de Paula- resulta inexplicable sin recurrir al testimonio de sus años de formación tal como queda recogido en esta obra.
Pero el relato en cuestión no solo importa para el esclarecimiento de la personalidad de Azaña; también como integrante de una de las corrientes narrativas con mayor rendimiento en la Edad de Plata de las letras españolas, que halla su formulación primera en las novelas «de 1902» y su entorno, de Azorín, Pío Baroja, Miguel de Unamuno y otros. Hablamos del relato de formación, en tanto que camino de perfección que recorre un mozo para convertirse en el ser adulto que revisita su pasado. En estas narraciones, todas ellas con un fundamental factor autobiográfico, se mezclan en proporciones desiguales los aspectos formativos, propios de la novela de aprendizaje (Bildungsroman) con los educativos o escolares, característicos de la novela pedagógica (Tendenzroman).”

La distancia emocional  y la ironía cáustica marcan la tonalidad de estas memorias, de las que decía Azaña en su prólogo:

No me reconozco en ellas. [...] Repaso indiferente el soliloquio de un ser desconocido prisionero en este libro. No es persona con nombre y rostro. Es puro signo. [...] Acaso valga el esfuerzo lo significado, donde han creído reconocerse algunos contemporáneos del colegial.

Ese alejamiento sentimental deliberado respecto del adolescente que fue más de veinte años antes explica la mirada irónica con la que Azaña recuerda como alumno de los agustinos del Escorial, en donde “aprendíamos a refutar a Kant en cinco puntos, y a Hegel, y a Comte, y a tantos más.”

En punto a lecturas nos tenían en seco. Reducíase la historia literaria a las páginas del libro de texto, grueso tomo con nociones preliminares de estética traducidas o adaptadas de Levéque: «La gota de rocío suspendida de los pétalos del lirio, el puro y casto andar de la doncella, la inmensa masa del océano agitado por la tempestad…», decía el libro para empezar a inculcarnos la noción de lo bello. El padre Blanco, oyéndonos decorar entre risas tales sandeces, se impacientaba. El mismo padre rigió aquel año la cátedra de Historia de España. Leíamos la obra de Ortega y Rubí, bondadoso señor, enemigo irreconciliable de Felipe II. No he olvidado algunos rasgos de su estilo: «Felipe II desembarcó en Inglaterra, bebió cerveza, fue galante con las damas y se captó las simpatías de los ingleses». Hablaba también de su «mano de hierro». El libro tenía entonces dos tomos; ahora, muchos más. O la materia o el saber del autor engrosaron con los años.
Para acabar de formarnos el espíritu estudiábamos un libro de filosofía, parto de un profesor de Barcelona, almacenista de bacalao que en los ratos de ocio producía metafísica. Ortodoxia pura.
-Vamos a ver, jóvenes -interrogaba el fraile-. ¿Qué es la verdad de conocimiento?
-«Adequatio intellectus et rei» -respondíamos con aplomo.
Nunca he vuelto a pisar terreno tan firme.

Pero junto con esa mirada irónica hay un indisimulado espíritu crítico y a veces autocrítico en el recuerdo de aquella pedagogía anacrónica e inútil, de aquel aprendizaje que se limitaba a infundir en el alumno “ciertas habilidades de orangután domesticado”:

Si el colegio nos parecía una suspensión temporal de la vida propia, debíase más que nada al sobreseimiento en la cultura de la inteligencia. Allí era el hacer que hacíamos, el dejarlo todo para mañana. No digo que anduviésemos ansiosos mendigando de los frailes el saber y nos afligiera quedar insatisfechos. Cierto: un entendimiento activo, original, pujante, habría padecido con tal régimen privaciones análogas a las del lascivo en abstinencia forzosa. Pero nosotros debíamos de ser perezosos en demasía; nos resignábamos a estar a dieta. Esa conformidad casa muy bien con el desasosiego que germinaba en el baldío del intelecto; no lo destruye, lo corrobora. Nos faltaban, simplemente, estímulos serios. Pocos dejábamos de advertir la inanidad de nuestros conocimientos. La vida intelectual robusta no podría empezar justamente hasta salir del colegio. Todo cuanto en él adquiríamos era para olvidarlo en el punto de llegar a hombres. Tantos programas y libros, tantas clases, tantos exámenes no eran sino para ganar ciertas habilidades de orangután domesticado, habilidades caedizas, de las que nadie volvería a pedirnos cuenta en la vida. Esfuerzo que empleásemos en adquirirlas, esfuerzo perdido. 
 
Un aire de despedida sin tristeza recorre estas páginas de prosa depurada, emparentadas en su sentido histórico y en su enfoque literario con otras novelas colegiales como la memorable A.M.D.G., quizá la mejor novela del también novecentista Pérez de Ayala, que evocó en ella en un tono mucho más duro y sarcástico su estancia en un colegio de jesuitas.

Unidas por un yo continuo pero desdoblado en el tiempo -el yo maduro del que recuerda y el adolescente recordado-, estas páginas ofrecen, con la viveza de su estilo fluido, su vigorosa galería de personajes y su prosa limpia, el espectáculo, a la vez hipnótico y desagradable, de la quema de rastrojos del pasado, de la purga interior y la demolición de un edificio en ruinas sobre las que se levanta el hombre formado y crítico que es Azaña veinte años después de aquella experiencia colegial y de su crisis religiosa en el marco de una educación anacrónica, escolástica y deplorable de la que fue a la vez testigo y víctima quien es sin duda uno de los intelectuales más lúcidos de su tiempo.

En el capítulo final, “Coloquio postrimero en el jardín”, el yo rememorativo  se instala en un presente en el que el narrador maduro regresa al jardín del colegio y habla con el padre Mariano, que le dice:

-Conservas, a pesar tuyo por lo que oigo, una forma intelectual y has desechado la sustancia. Aquí la recibiste. ¿No te acuerdas?
-Me queda un sabor de ceniza.

Santos Domínguez

14 mayo 2021

La hermana, la extranjera

 

 
Maria-Mercè Marçal
La hermana, la extranjera.
Traducción de Ana Martín Puig­pelat y Meri Torras.
 Presentación de Neus Aguado.
Polibea. Madrid, 2020.

 
Sazón de luna surca la cintura
cuando el deseo toma el horizonte del vientre
y zarpa la razón de duna y barca.
Crece la sal en los cabellos y crece el viento,
crece el árbol y se me abraza como un sexo
y el rumor de bosque desborda los riscos.


Es la traducción de Ana Martín Puig­pelat y Meri Torras de Donde se precipita la barca, una de las espléndidas sextinas que forman parte de La hermana, la extranjera (La germana, l’estrangera), de Maria-Mercè Marçal que publica en edición bilingüe Polibea en su colección Orlando versiones.

Es la primera vez que se traduce al español este asombroso libro de la poeta catalana Maria-Mercè Marçal (1952-1998), fallecida hace casi un cuarto de siglo y considerada por Pere Gimferrer la mejor poeta catalana moderna.

Esta cuidadísima edición se abre con una presentación -La poesía como forma de vida: Maria-Mercè Marçal- en la que Neus Aguado sitúa la obra de esta poeta - “la poeta del deseo, la poeta de la complejidad”- entre la tradición y la transgresión y explica que “en los hechos que se tejen entre lo visible y lo invisible, en ese intersticio arranca y crece el poema. La poesía de Maria-Mercè Marçal surge de la herida primigenia y desde la subversión culmina en la transformación y la trascendencia. Hay una voluntad transgresora y una voluntad de ofrecer una visión de la realidad y de la creatividad femenina. Una poesía escrita a partir del hecho consciente de ser mujer y que parte de la otredad, de la marginalidad en que se vive, a menudo, el hecho cotidiano de ser mujer. [...] Poemas que incardinan la intimidad de la poeta y el transcurrir cotidiano. La simbiosis de vida y creación. Maria-Mercè Marçal se lanzó a la búsqueda de sí misma y, como resultado de esa indagación, detalla su propia experiencia, la esencia más profunda de la sensualidad, del deseo, del placer, la presencia del cuerpo y la evocación de la experiencia vivida. La conmoción de ciertos encuentros. Hambre de escribir, hambre de vida que conduce a la poeta hacia la palabra escrita, hacia la palabra proscrita. Lo indecible.”

Entre la tradición de la poesía occitana y trovadoresca de Arnaut Daniel, las exploraciones vanguardistas de Joan Brossa y el superrealismo de J. V. Foix, las sextinas eróticas de Tierra de nunca, primero libro exento y luego sección inicial de La hermana, la extranjera, son la expresión de una sexualidad desbocada y lésbica que se expresa en imágenes de enorme fuerza plástica y se apoyan en una cadencia rítmica sostenida.

Poemas intensos y deslumbrantes, carnales y terrestres, escritos con la fiebre del deseo y con una palabra potentísima cuya fuerza han sabido mantener en su admirable traducción Ana Martín Puig­pelat y Meri Torras, que en su Nota de traducción explican que “transitar el cosmos Marçal ha sido una ceremonia iniciática, como realizar un viaje sensitivo que te cambia la vida para siempre. A la vuelta de este viaje la concepción del idioma y la mirada con sus límites ya nunca serán los mismos, aunque, en realidad, nunca hay vuelta, te quedas deambulando de un lado a otro de sus palabras y sus espejos.
Leer a Maria-Mercè Marçal amplía el horizonte.”

De muy distinto tono son los poemas breves, los sonetos y los versos más contenidos de La hermana, la extranjera, la segunda sección del libro, de la que toma título el conjunto.

Se organizan en dos partes -En el deseo cicatrizado y en la sombra y Sangre presa- que suponen un cambio de tono con el que se matiza la construcción de la identidad en el proceso sentimental del conjunto en torno a dos ejes, el primero, la experiencia de la maternidad solitaria:

yo contemplaba aquel pedazo de mí
extranjero, y a la vez impreso para siempre, a corazón y sangre,
en el deseo cicatrizado, y en la sombra.


***

Heura,
            victoria de marzo,
                                     hermana
extranjera, de golpe hecha presente:
¡Cómo descifrar tu lenguaje bárbaro
y violento que fuerza mis confines
hasta la sangre, un reto que no me deja
ni las piernas tan solo para huir!
¿Qué ojos y qué manos -no las mías-
sabrían verte como un tacto, sólo,
como la belleza hecha carne, eclosión
sobre mi vientre, sin interrogantes?
No puedo dejar de añorar los oídos
adivinos que atrapaban tu voz
cuando sólo eras la sombra de un murmullo
de hojas altas, cuerpo adentro, deseo,
señales de humo de uno a otro lado
del bosque, sonido de tambores, abierto, lejano,
palomo de pico blanco, donde yo inscribía
el alfabeto vegetal de tu mensaje,
poema vivo que no urgía respuesta
como por ejemplo esta que sé que no sé.
Y a pesar de todo te nombro victoria,
hiedra de marzo, hermana, la extranjera.


Y el segundo eje temático, la sombra del vacío, del abandono, la soledad, la incomunicación y la ausencia, la herida y la sangre en los poemas más desgarrados del libro:

El día siguiente al solsticio de la lluvia
empezó la derrota: No lo vi
hasta que el estrago por todas partes plantó bandera
y los espejos de la noche me reflejaron
con la pena clavada en medio del sexo.

Lo supe, amor, de repente,
y quería deshacer nuestros pasos
para descifrar el enigma: en la hora fundida
no encontraba ningún rastro de pisada.

Sólo esqueletos calcinados de palabras,
fósiles de besos, presagios en ceniza,
silencios que fijaban el silencio.

La añoranza interrogaba precipicios
y el vacío retornaba, en el eco, las preguntas
asesinadas por los puñales del aire.

 
***

Amor de sal, claridad
de noche y de arma blanca.
El arrabal oscuro donde pierdo
el paso imanta toda
la tristeza del mundo.
Sangre muerta en los bolsillos.


***

Y sé que eres tú, y sé que no eres tú
la sangre que chupo de esta herida.
¿Recuerdas? Menstruaban las estrellas
y un grito de primavera temeraria
manchaba las sábanas lívidas del miedo:
ya ninguna lejía borrará la impronta.
¿Recuerdas, lejos, la desbandada loca,
incruenta, generosa, rosas encendidas
de tu-mi sexo, entre la seda y el ónix
-trampa de melancolías indomables:
¿Reloj vivo, contraluz de horas fundidas
sin señal, calendario lunar y abrazo?
Y ahora que tú no estás, absurdamente,
la sangre se me hace, absurdamente, herida.

Este es el poema final del libro, construido sobre la insistencia en los dos conceptos expresados en el título:

Es porque te sé hermana que puedo decirte extranjera.
Sin tregua esbozada, sin tregua abolida
esta guerra que me une a ti
en un pacto de sangre interminable.
Es porque te sé extranjera que puedo decirte hermana.


Cierra el volumen un epílogo -Marçal es un río- en el que Ana Martín Puig­pelat escribe:

“Maria-Mercè Marçal es un icono de las letras catalanas, no cabe la menor duda. En su corta vida genera una obra en la que todo cabe: poesía, novela y ensayo, incluso traducción. Dijo una vez que para ella la escritura era tentación o reto, transgresión y carencia. Lo dijo e hizo que en su escritura brillara la lengua y formó joyas absolutas desde sus manos de orfebre.”

Santos Domínguez 

12 mayo 2021

Isaak Bábel. Cuentos completos

 
Isaak Bábel. 
Cuentos completos. 
Edición y traducción de Jesús García Gabaldón, 
Enrique Moya Carrión, Amelia Serraller Calvo y Paul Viejo. 
Páginas de Espuma. Madrid, 2021. 
 

“No tengo imaginación, no sé inventar nada. Para escribir sobre alguna cosa he de conocerla hasta el más pequeño detalle. Por eso escribo tan despacio y tan poco. Después de cada relato he envejecido diez años... Cuando lo escribo, por pequeño que sea, trabajo como un cavador que debiera llegar él solo con su pala hasta la base del Everest,” afirmaba a propósito de su escritura Isaak Babel (Odesa, 1894-1940), judío ruso, “abiertamente judío en forma y en contenido”, señalaba Harold Bloom, que destacó su “extraordinario talento como escritor de cuentos.” 

Heredero del humorismo de Gógol, del cuidado de la prosa y la mirada amarga de Maupassant y del rigor estilístico y la sobriedad narrativa de Chejov, apadrinado por Gorki, fue ejecutado en enero de 1940 en un purga estalinista y rehabilitado en 1956, cuando ya era demasiado tarde.

“En su trayectoria literaria, de aproximadamente veintiséis años, de los cuales casi la mitad son de relativo silencio, Bábel hizo honor al cuento y al oficio de escritor. «Mis historias están destinadas a sobrevivir al olvido», afirmó con orgullo. Como quizás ningún otro cuentista, Bábel persiguió con obsesión el cuento perfecto, renovó de manera radical el arte de narrar y conquistó para la narrativa breve un nuevo y central espacio literario híbrido cuyas dimensiones y consecuencias aún no han sido exploradas ni cartografiadas en su totalidad. Su obra sigue irradiando belleza, perplejidad, alegría y amor a la vida”, escribe Jesús García Gabaldón en el estudio introductorio -El gran fabulador. Aproximaciones al mundo literario de Bábel- con el que se abre la espléndida edición de los Cuentos completos de Isaak Bábel  (1894-1940) en Páginas de Espuma.

Y exactamente por esa razón, por la importancia de ese espacio central reivindicado por Bábel para el cuento como forma integradora de diversas escrituras, esta edición incorpora, además de sus relatos publicados e inéditos, una serie de artículos, reportajes, guiones y ensayos breves en los que proyectó su vocación narrativa y una constante ironía que seguramente era su mecanismo de defensa.

Organizado en ocho apartados temáticos (El creador y el cuento, Infancia, adolescencia y juventud, Odesa, Petersburgo, Guerra, Relatos de viajes y reportajes, Guiones cinematográficos), este volumen reúne con nuevas traducciones desde el ruso la parte fundamental –doce libros publicados o proyectados- de la obra de Bábel, que dijo de sí mismo: “Hay escritores con un destino fácil y escritores con un camino difícil. Yo soy de los segundos.” A esa dificultad aludía Borges cuando decía de Bábel que “el clima habitual de su vida ha sido la catástrofe.”
 
Están en las magníficas traducciones de esta edición, fruto de un trabajo en equipo de cuatro acreditados  traductores, las memorias de la infancia, la miseria de los bajos fondos del ghetto judío de Odesa y la violencia brutal de los cosacos en el frente polaco. En definitiva, el mundo de Bábel, un narrador imprescindible que -afirma García Gabaldón en el prólogo- “escribe mucho, reescribe mucho más y publica muy poco. [...] Escribe palabra a palabra, frase a frase. Persigue de forma incansable el cuento perfecto. [...] Necesita vivir para escribir y rememorar lo vivido para poder escribir. Escribe para ser recordado. Vive en lo escrito. Cree que en la vida todo es cuento, que todo lo cuenta el cuento, que todo puede ser dicho en menos de doce páginas. Diluye las lábiles fronteras entre literatura y vida, ficción y no ficción, novela y cuento. Cuentiza todo. Es Isaak Bábel, el gran fabulador.”

Escritor de la experiencia recordada y de la memoria evocada desde el silencio y la ausencia, así explicaba él mismo su implacable método de trabajo en busca de la precisión estilística: “Todo está en la lengua y en el estilo.[...] Reviso frase a frase y no una vez, sino varias veces. Sobre todo, quito de la frase todas las palabras inútiles. Hace falta un ojo agudo porque la lengua disimula hábilmente su basura, repeticiones, sinónimos, o simplemente absurdos y trata todo el tiempo de ser más astuta que nosotros.”

Sin Bábel, sin sus estremecedores Cuentos de Odesa, sin sus descarnados Relatos de Caballería -traducción literal del título ruso-, sin relatos como El final del asilo, La sal o su autobiográfica y sentimental Historia de mi palomar, no estaría completo el canon del cuento en el siglo XX. 

Páginas de Espuma viene a recordárnoslo con esta impagable edición que llega hoy a las librerías con edición y traducción de Jesús García Gabaldón, Enrique Moya Carrión, Amelia Serraller Calvo y Paul Viejo.

Santos Domínguez

10 mayo 2021

Monólogos de la bella durmiente

 
 Miguel Morey.
Monólogos de la bella durmiente.
Sobre María Zambrano.

Alianza Editorial. El libro de bolsillo. Madrid, 2021.

“La historia de este libro es una larga historia, y por ello mismo no parece aconsejable entrar en muchos detalles. Con saber tan sólo que el primer texto que aquí se recoge se remonta al año 1991 y que el más reciente se acabó de escribir hace pocas semanas, debería bastar para hacerse una idea de cuán largo, lento y variopinto ha sido el camino que queda en buena medida consignado en las páginas que siguen. Se recoge aquí la práctica totalidad de lo que he publicado de alguna relevancia a propósito de María Zambrano a lo largo de casi treinta años.
Con el mismo título, Monólogos de la bella durmiente, se publicó hace unos años un work in progress de una parte del presente texto (en Ed. Eclipsados, Pamplona, 2010), como un primer material de trabajo. A partir de aquella edición primera se llevó a cabo una revisión general, se reconsideraron los textos allí publicados junto con los comentarios y críticas recibidos, se reescribieron en su mayoría y se añadieron otros nuevos para la presente edición”, escribe Miguel Morey en ‘Lecturas de María Zambrano’, el Prefacio con que presenta sus Monólogos de la bella durmiente. Sobre María Zambrano, que publica El libro de bolsillo de Alianza Editorial.

Organizados en dos secciones, estos dieciséis estudios son el resultado de treinta años de reflexión sobre la obra de María Zambrano, abordada directamente en los once Monólogos y de manera tangencial en los cinco Apartes que se centran en la obra de Valente, José Miguel Ullán o Ramón Gaya.

Textos -explica Miguel Morey- que “a pesar de sus diferencias formales, comparten una misma voluntad, acompañar al lector un tramo por ese paso a paso de la lectura y la meditación. Sabemos que no puede resumirse con otras palabras lo que Platón o Nietzsche dicen, que no puede hacerse una síntesis satisfactoria de su prosa a otro nivel de lenguaje; hay que leerlos y, sobre todo, releerlos, no queda otra – y esto es así también con la prosa de M. Zambrano: lo único que puede hacerse en estos casos es dar orientaciones que pudieran servirle acaso al lector para que lo que lee no se le haga obstáculo, abrirle espacio a los lados, desplegar ejemplos, variaciones, invitarle a demorarse en algún rincón erudito o probar a encenderle ocasionalmente una luz cenital. Tengo la convicción de que las dificultades del pensamiento de María Zambrano pueden ser allanadas, en una buena medida, inventando vías de acceso, creando las condiciones para una escucha posible. Y no es otra cosa lo que aquí se ha intentado, reiteradamente, sin tratar de escamotear en ningún caso una dificultad que es precisamente lo que en la escritura de M. Zambrano no deja de darnos que pensar – su claroscuro…”

Precedidos de un Preludio ('María Zambrano, uso y mención'), los once Monólogos, son el “relato de una experiencia de lectura” que recorre la patria de la infancia y la conciencia del tiempo, el interrogar, la figura de Antígona (“Un emblema, tanto del sentir propio a la antigua tragedia como del que subyace a la reflexión misma de María Zambrano”), el pensamiento y la escritura de la duermevela, los delirios habaneros y la soledad o la mirada con los ojos cerrados del sueño y la noche.

María Zambrano, discípula de Ortega y Gasset, transformó la razón vital de su maestro en razón poética y exploró las relaciones entre pensamiento y poesía, entre filosofía y creación, entre la razón y el conocimiento poético en la mística o el Romanticismo hasta llegar a Valèry, con quien la poesía deja de ser sueño y se convierte en exactitud.

“Filosofía y poesía -escribe Miguel Morey en “Divagaciones sobre el interrogar”- han acercado tanto sus caminos, han estado tan cerca de compartir un mismo afán salvífico que no cuesta demasiado comprender que se soñara con hermanarlas en una sola escritura creadora que acogiera, a la vez, la radicalidad última del interrogar poético y el interrogar filosófico -trascendidos ambos en un tercer espacio de interrogación denominado ahora, con un bello oxímoron (la figura más propia de la tragedia y de la mística): razón poética.”

Y porque filosofía y poesía, pensamiento y palabra se funden armónicamente en la razón poética de María Zambrano, estos textos prestan atención no sólo al pensamiento, sino también a la calidad de la escritura de María Zambrano, a “un ideal de excelencia en la prosa de pensamiento” que define así Miguel Morey:
 
El puro milagro de una prosa que mientras se deshace se enciende; lugar de encuentro donde la visión y la mirada se reflejan... Se diría que aquella impresión primera ya presentía esta idea cuando tildaba de mágica a la prosa de Zambrano, por el modo en que se la veía venir como rodeada por un velo que tamizara la luz con sus ondulaciones, y avanzar así ceremoniosa, solemnemente, hasta que de pronto, una ráfaga repentina disipaba todos los tornasoles y daba paso a una claridad que parecía clavarse en el fondo de la pupila, profundamente simple sin embargo...
A esta impresión primera se corresponde el título de este libro, que remite al universo de los cuentos de hadas; y que tal vez fuera la primera respuesta que se encontró para la pregunta: ¿a qué suenan las palabras de María Zambrano? De primeras, sonaban a una voz que iba hablando desde el otro lado, más allá de un muro imposible de sortear, a menos que, con cuidado, volviera uno sobre sus propios pasos y se fueran siguiendo las indicaciones que iban apareciendo, traspasando umbrales por el laberinto, probando a ver, aceptando la guía, sintonizando frecuencias; y entonces sí, sucedía que poco a poco finalmente iba sonando ya más nítida la voz, más clara, cristalina en ocasiones, cercana…
 
La calidad de la prosa de María Zambrano y la sutileza de su pensamiento son constantes de una obra y una actividad intelectual que se prolongó durante más de sesenta años de indagación en las conexiones entre filosofía y lenguaje, entre razón y revelación, entre el misterio y el secreto, entre la palabra y la música. Estos ensayos, además de ser invitaciones a su lectura, exploran su universo deslumbrante.
 
Santos Domínguez


07 mayo 2021

Ramírez Lozano. Peccata Mundi

 

José Antonio Ramírez Lozano.
Peccata Mundi.
Pre-Textos. Valencia, 2021.


ESE RÍO

Por Torales, mi pueblo,
pasa un río sin nombre que crece con nombrarlo.
Un río de sonidos, un caudal de rumores
que está hecho de voces lavanderas
y lejanos balidos y remotos aullidos
y del grito terrible de los niños ahogados.

Basta contar un cuento para que crezca el río.

A veces, es tan alta la crecida
que en las ermitas hubo que dejar de rezar
y estuvieron prohibidos los pregones,
las canciones de amor y hasta las nanas.

El río de mi pueblo no tuvo nunca nombre.
En cuanto se lo ponen,
él lo arrastra al olvido, ese otro mar.

Con ese poema se abre la primera de las dos partes que articulan el expresionista Peccata Mundi, con el que José Antonio Ramírez Lozano obtuvo el XXXIV Premio Oliver Belmás, que publica Pre-Textos.

En torno a dos tipos de pecados, los veniales y los mortales, se vertebra una sucesión de figuras que habitan el retablo verbal sobre el que construye el libro.

Un retablo de Torales en la primera parte, barroco por poblado de santos extravagantes y por movido en milagros y prodigios, que se alimenta del inconfundible mundo poético de Ramírez Lozano y al que se suman en la segunda los penitentes que procesionan en una secuencia de escenas casi solanescas que se inician con esta Cruz de guía:

Y de repente, allí, contra el desgarro
turbio del lubricán, entre chumberas,
por los negros calveros
remotos del canchal, asoma
ya la cruz.

¿De quién son esas voces
tan agrias, la salmodia triste,
destemplada, sin lumbre,
que el ventarrón, a ráfagas,
deshilacha hasta el grito?

¿De qué valle de lágrimas?
¿De qué región sin pastos peregrinan
al huerto de qué miel? ¿Qué estrella guía
su ciega trashumancia?

Acudid al asombro.
Bajan al mundo a tientas
y en la espina lo buscan del rosal.
Dios se da en el castigo, ellos lo saben,
más que en el dulce goce de sus dones.

Evocadas con una mirada compasiva que suaviza su indisimulada raíz esperpéntica, estas alegorías de lo humano son el resultado de una sabia mezcla de imaginación fabuladora y potencia verbal, de creatividad lírica y voluntad narrativa, de composición plástica y reflexión existencial.

Y como en muchos de los libros de Ramírez Lozano, un ángel barroco de luz y de sombra sobrevuela esta poesía en la que coexisten la nieve del tiempo y el fuego de la palabra, como en este magnífico poema:
 
SOMBRAS

La tarde se santigua de lechuzas
y el cielo se recoge, impuro por torcaz,
en el recato de los palomares.

Ya los cirios se abren
paso en las sombras alumbrando
las sombras mismas, esa oscura
comitiva de lutos, esa fila
de los deudos de Dios con el pabilo
en mano de la fe, con la moneda
del arrepentimiento con que saldan
los mortales el pecio de su horror,
el ábaco terrible de sus culpas.

Da su hilera en la plaza
y en la cal se recortan los perfiles chinescos
de las calvas devotas, de las negras
mantillas, mientras suena
la música de Dios en la calleja y callan
las fuentes en su salmo.


Santos Domínguez

05 mayo 2021

Rilke. Cartas a un joven poeta


Rainer Maria Rilke.
Cartas a un joven poeta.
Ilustraciones de Ignasi Blanch.
Traducción y epílogo de Isabel Hernández.
Nørdicalibros. Madrid, 2021.

Pregunta usted si sus versos son buenos. Me pregunta a mí. Antes ha preguntado ya a otros. Los envía usted a revistas. Los compara con otros poemas y se pone usted nervioso cuando algunas redacciones rechazan sus intentos. Ahora bien, dado que usted me ha permitido aconsejarle, le ruego que renuncie a todo eso. Mira usted hacia fuera y eso, sobre todo, es algo que no debería hacer ahora. Nadie puede aconsejarle ni ayudarle, nadie. No hay más que un único medio. Adéntrese en usted. Escrute el fundamento que para usted supone escribir; compruebe si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón, reconozca si se moriría usted si le prohibieran escribir. Pero, sobre todo, pregúntese en la hora más silenciosa de la noche: «¿Tengo que escribir?». Excave en su interior en busca de una respuesta profunda. Y si esta fuera afirmativa, si usted pudiera enfrentarse a esta grave cuestión con un enérgico y sencillo «tengo», entonces construya su vida en función de esa necesidad; hasta en la hora más nimia e indiferente su vida tendrá que ser señal y testimonio de ese impulso. Después acérquese a la naturaleza. Luego, como si fuera el primer hombre, trate de decir lo que ve y lo que experimenta, lo que ama y lo que pierde. No escriba usted poemas de amor; al principio evite esas formas que son demasiado corrientes y habituales: son las más difíciles, porque se necesita una fuerza grande y madurada para ofrecer algo propio allí donde han surgido cantidad de testimonios buenos y, en parte, brillantes. Por ello refúgiese de los motivos comunes en los que le ofrece su propia vida cotidiana; describa usted sus tristezas y sus deseos, los pensamientos fugaces y la fe en algo bello..., describa usted todo eso con íntima sinceridad, callada y humilde, y, para expresarse, utilice las cosas de su entorno, las imágenes de sus sueños y los objetos de sus recuerdos. Si su vida cotidiana le parece pobre, no se queje de ella; quéjese de usted, dígase que no es usted lo bastante poeta como para conjurar sus riquezas; pues para el que crea no hay pobreza ni lugar pobre e indiferente. Y aunque estuviera usted en una prisión, cuyos muros no permitieran que llegara a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo... ¿acaso no le quedaría siempre su infancia, esas riquezas preciosas y regias, ese tesoro de los recuerdos? Vuelva su atención hacia ella. Trate de hacer surgir las sensaciones sumergidas de aquel extenso pasado; su personalidad se fortalecerá, su soledad aumentará y se convertirá en una morada en penumbra, por la que el ruido de los otros pasa de largo. Y si de ese giro hacia dentro, de esa inmersión en el mundo propio, brotan versos, entonces no pensará usted en preguntar a nadie si son buenos versos. Tampoco intentará usted que las revistas se interesen por esos trabajos, pues usted verá en ellos su propiedad, querida y natural, un pedazo y una voz de su vida. Una obra de arte es buena cuando ha surgido de la necesidad. En esta forma en la que surge está su juicio: no hay otro posible. Por eso, mi apreciado señor, no sabría darle más consejo que este: meterse en sí mismo y examinar las profundidades de las que brota su vida; en su fuente encontrará la respuesta a la pregunta de si debe usted dar vida a algo. Tómela como suene, sin interpretarla. Tal vez se demuestre que está usted llamado a ser artista. Cargue entonces con esa suerte y llévelas, su carga y su grandeza, sin preguntar nunca por la recompensa que pudiera venir de fuera. Pues el que crea debe ser un mundo para sí mismo y encontrarlo todo en sí y en la naturaleza a la que se ha adherido.
Pero, tras ese descenso a su interior y a su soledad, tal vez deba usted renunciar a ser poeta (basta, como he dicho, con sentir que se podría vivir sin escribir para no tener que hacerlo en absoluto). Pero tampoco entonces ese giro que le pido habrá sido en vano. En todo caso, a partir de ahí su vida encontrará caminos propios y que sean buenos, ricos y amplios es algo que le deseo en mayor proporción de lo que soy capaz de expresar.
¿Qué más puedo decirle? Me parece que todo está subrayado en su justa medida; y, para terminar, solo querría aconsejarle que vaya viviendo tranquilo y sereno su evolución; no podría usted alterarla más que mirando hacia fuera y esperando de fuera la respuesta a preguntas que solo pueden responder sus sentimientos más íntimos en su hora más silenciosa.

En esas líneas, amables y demoledoras a un tiempo, de la primera de las diez Cartas a un joven poeta resume Rilke su idea de la escritura poética.

Fechada en París, el 17 de febrero de 1903, cuando aún quedaba casi una década para que se iniciase el lento milagro de las Elegías de Duino, ya está claramente perfilada en esa carta la idea casi sacerdotal del ejercicio de la poesía como actividad sagrada.

La vida y la poesía recorren esas diez cartas que Nórdica publica en una cuidada edición con ilustraciones de Ignasi Blanch y traducción de Isabel Hernández, autora también del epílogo en el que destaca que “Rilke da forma en sus cartas a su concepción de la vida, la literatura, el arte y la religión. [...] En sus cartas Rilke despliega todo un mundo de sentimientos que parte de sus vivencias en Sankt Pölten, a través de los que intenta definir sus propias concepciones sobre la poesía y aconsejar al joven en las cuestiones más importantes que lo ayudan a dar forma a su inclinación literaria.”

Desde febrero de 1903 al “segundo día de Navidad” de 1908, aunque nueve de ellas las escribe entre 1903 y 1904, Rilke da consejos y reflexiona en estas cartas sobre la memoria y la conciencia, sobre las sensaciones y los instintos, sobre la trascendencia de la creación y del amor, sobre la soledad y los viajes, sobre la actitud paciente y receptiva del artista.

Rilke se las envió al joven austríaco Franz Xaver Kappus, poeta incipiente y cadete en una academia militar en Viena, que las editó en Berlín en 1929, dos años después de la muerte de Rilke, precedidas de una introducción en la que recuerda cómo se decidió “a enviarle a Rainer Maria Rilke mis intentos poéticos y pedirle su opinión. Sin haber cumplido aún veinte años y muy próximo a pisar el umbral de un ámbito profesional que sentía como todo lo contrario a mis inclinaciones, esperaba encontrar comprensión, si es que podía encontrarla en alguien, en el autor del libro En mi honor. Y sin que yo en realidad lo hubiera pretendido, surgió una carta que acompañó a mis versos, en la que yo me expresaba sin reservas, como nunca lo había hecho antes ni volví a hacerlo después frente a otra persona.

Pasaron muchas semanas hasta que llegó una respuesta. El escrito, con un sello azul, llevaba el matasellos de París, pesaba mucho en la mano y mostraba en el sobre los mismos rasgos claros, hermosos y seguros con los que estaba redactado el texto desde la primera hasta la última línea. Con él empezó mi correspondencia regular con Rainer Maria Rilke, que duró hasta 1908 y luego, poco a poco, fue diluyéndose porque la vida me empujó por caminos de los que precisamente la preocupación cálida, tierna y conmovedora del poeta había querido protegerme.

Pero esto no importa. Lo único importante son las diez cartas que siguen a continuación, importantes para conocer el mundo en el que vivió y creó Rainer Maria Rilke, e importantes también para muchos que están creciendo y formándose hoy y para los que lo harán mañana. Y allí donde alguien grande y único habla, los pequeños han de guardar silencio.”

Santos Domínguez

03 mayo 2021

Ramón Gómez de la Serna o El mercader de imágenes

Ricardo Fernández Romero.
Introducción de Ramón Gómez de la Serna 
o El mercader de imágenes.  
Carpe Noctem. Madrid, 2021.

“Escribir sobre Ramón Gómez de la Serna (1888-1963) es enfrentarse de inmediato a un misterio como el descrito en La carta robada, de Edgar Allan Poe: un escritor que siempre ha estado a la vista, y del que, sin embargo, apenas nadie parece haberse percatado. A Ramón se le ha dado por supuesto y se le ha dado carpetazo: gel autor de las greguerías, poco más.
Hay que apresurarse entonces a agradecer el esfuerzo de Ioana Zlotescu y Pura Fernández para intentar poner remedio con el titánico esfuerzo de publicación de las Obras completas de Gómez de la Serna en Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores: diecinueve gruesos volúmenes de novelas, ensayos, obras de teatro, biografías y autobiografías, libros inclasificables y sí, también greguerías, que cubren en conjunto una larga carrera que va de 1905 a 1961. Sin embargo, sino del autor, ni serán completas ni el proyecto se ha completado tal como se diseñó, y no por la falta del empeño heroico de las editoras. A Ramón, que así firmaba y se le conocía, le persigue esta maldición de ver sus empresas cumplidas a medias. Le sucedió en vida y le sigue pasando en su posteridad. Claro que nunca resultó ajeno a ello el propio autor, culpable en buena medida y hasta a propio intento, vale decir. Su nombre de fábrica ya da la pista: RAMÓN, como firmaba sus cartas, con sus descomunales letras mayúsculas, oculta la obra, a pesar de ser ésta oceánica por su extensión y variedad, y oculta hasta al hombre. El motivo lo resumen Martín Greco y Juan Carlos Albert: Ramón fue “un escritor minoritario esencialmente incomprendido no en virtud de su anonimato sino de su celebridad”, afirma Ricardo Fernández Romero en la Introducción de Ramón Gómez de la Serna o El mercader de imágenes, un  amplio y profundo estudio sobre la escritura de Ramón Gómez de la Serna que publica Carpe Noctem en su colección de ensayo.
 
En la línea crítica abierta por Juan Carlos Rodríguez sobre la literatura como producción, sobre el sujeto libre y el inconsciente ideológico, Ricardo Fernández Romero aborda “el análisis de Ramón como un sistema de producción y práctica cultural material y radicalmente histórico. Éste se desarrollará a tres niveles, o a través de lo que definiré como tres esferas o círculos concéntricos y superpuestos. El resultado cubrirá una visión general de Ramón, que por motivos prácticos se centrará en el período que abarca desde 1910, momento en que empieza a publicar en su revista Prometeo las primeras entregas de El libro mudo a 1948, cuando han aparecido El hombre perdido y Automoribundia.
La primera esfera corresponde a la caracterización y evolución interna de su sistema creativo, que definiremos, a partir de Fredric Jameson, como el ideologema de la circulación de la mercancía cultural. Se analizarán dos momentos fundamentales, el ascendente (El libro mudo, El Rastro) y el descendente (El hombre perdido).
La segunda esfera corresponde a la evolución externa de esa matriz creadora, o, en otras palabras, al posicionamiento de Ramón en el campo cultural y político. Esta segunda esfera está intrínsecamente relacionada con el sistema interno de la obra de Ramón en tanto que las prácticas socio-culturales de Ramón (entre ellas principalmente su liberalismo y su actividad periodística) son el sustento material de su práctica estética.
La tercera y última esfera corresponde al estudio del sistema de circulación. Esta esfera habría de englobar todas las anteriores bajo la etiqueta del libro ultravertebrado, a la vez sistema y producto: matriz generadora de contenidos y su indesligable plataforma de distribución, con evidentes fenómenos de retroalimentación.”

Esas dos primeras esferas que abarcan dos de los tres capítulos en que se organiza el libro hacen el seguimiento interno (las imágenes) y externo (el mercader) de un curioso proceso circular: de expansión -desde la marginalidad de la literatura minoritaria hacia publicaciones periódicas como el diario El Sol, la Revista de Occidente o La Gaceta Literaria y hacia editoriales como Calpe- y de contracción, ya en el exilio, hacia lo autobiográfico, hacia el aislamiento y el yo. 

“Su sobreexposición en los medios (incluida la radio a partir de los años treinta), fue una operación tan deliberada como a la postre contraproducente”, señala Ricardo Fernández cuando alude a “esta especie de absurda operación de auto sabotaje que aparenta ser la carrera literaria de Ramón. Porque ¿para qué alimentar sin tregua a ese público, si eso no le da la paz suficiente, el tiempo para la creación de la obra definitiva, el “Libro”, con mayúsculas? Se trata de una cuestión en la que conviene detenerse porque es central para mi visión de Ramón.”
 
El Rastro Automoribundia quedan como ejemplos de las implicaciones creativas, lingüísticas y de estilo que provoca ese proceso en el que Ramón buscó vías de compatibilidad entre la literatura culta y la literatura de masas, entre la marginalidad minoritaria y la atención al mercado más efímero de las publicaciones en prensa, que le permitían conectar con un mayor número de lectores y crearse una imagen pública de celebridad llamativa, más o menos estrafalaria, pero eficaz.

Se aborda así más de medio siglo de escritura torrencial, entre 1905 y 1961, de un “escritor sin género”, como lo calificó Umbral en Ramón y las vanguardias, una de las aproximaciones más brillantes a la obra dispersa de un escritor disperso que pasó de la vanguardia al existencialismo, de la deshumanización a la rehumanización, con una época creativa central que va desde El Rastro (1914) a Ismos (1931) y una etapa intermedia porvenirista que empezó a marcar su repliegue interior y su conciencia del tiempo.

La relación intuitiva de Ramón con los objetos, ese “ir a las cosas” que comparte con Ortega y con Husserl -“psicólogo de las cosas”, lo llamó Azorín- y que está en la raíz de las imágenes sobre las que se sustentan la mayor parte de las greguerías; su deslumbramiento ante lo nuevo y su mirada hacia el viejo Madrid; su camino desde El Rastro hasta la Casa del Libro de la Gran Vía; la práctica de una “vanguardia popular” como camino intermedio entre las concepciones antagónicas de la literatura -el elitismo y la industria-; su humorismo disolvente o el porvenirismo como tradición de lo nuevo anclado en su tiempo y su contexto que inspiró su producción ensayística en los años treinta son algunos de los aspectos de la escritura de Gómez de la Serna que se estudian con rigor y profundidad en las casi setecientas páginas de este volumen, que contiene también minuciosos análisis de El Rastro, El Doctor Inverosímil, Ismos o Los medios seres.

Se completa de ese modo, a través de diversos asedios y variadas perspectivas, una magnífica monografía sobre la totalidad de la obra de Gómez de la Serna, porque “la obra oceánica de Ramón está para entrar y salir de ella por los lugares más insospechados, después de entregarse a recorridos no lineales.”

Con una metodología crítica que combina las influencias de Adorno y Bürger, de Baudrillard y Bourdieu, así resume su estudio Ricardo Fernández Romero:

 Entender a Ramón como ese sistema de producción y práctica cultural consistente en la circulación de la mercancía, las imágenes y su consumo, significa asumir hasta las últimas consecuencias la inseparabilidad de vida y obra que el mismo autor resume en su nombre, que desprovisto de sus apellidos ya no es el de la persona civil, sino el de una marca comercial, una forma de producir y de abastecer un consumo (literario). ¿Cuál es ese producto de Ramón? Aquí, insisto, se opta por dejar de lado el estudio de los “géneros” cultivados por Ramón: no es la greguería, la novela, el teatro, la biografía, etc., sino la matriz de la que son resultado y que soporta su circulación. Aunque se volverá en su momento sobre esto, tal matriz son los medios de comunicación, y su resultado final un género de géneros, al que me gustaría ver como el verdadero género de Ramón: el libro ultravertebrado [...], puesto que no sólo las obras de Ramón han vuelto al alcance del público, sino que, gracias a la digitalización de revistas y periódicos se recuperará el aparentemente interminable caudal de textos de este portentoso escritor, lo que nos acercará al fin a la verdadera obra completa de Ramón. El libro ultravertebrado es el libro por venir, experimental y nunca definitivo, pero en el que Ramón empezará a realizarse al fin. 
 
Santos Domínguez



30 abril 2021

Isabel Bono. Me muero


 
Isabel Bono. 
Me muero.
Bartleby Editores. Madrid, 2021 


Hemos llegado hasta aquí 
hemos dejado atrás 
el dolor y el incendio 
y el dolor que sigue al incendio 
hemos dejado atrás 
cadáveres exquisitos 
y un amor 
con las alas mojadas en miel 

no es humo ni ceniza 
lo que ahora nos ciega


Así cierra Isabel Bono alguien dice, el poema inicial de Me muero, el nuevo libro que publica Bartleby Editores con un prólogo en el que Juan Marqués señala que “en la casa de la buena literatura siempre hay una chimenea encendida, pero en la casa de la poesía siempre ha de haber, además, un pozo.”

Organizados en una secuencia alfabética de sus títulos, los poemas de Me muero son una exploración en el dolor, la soledad y la sombra, un doloroso recuento de pérdidas y ausencias, una inmersión en la desolación de quien declara “yo no quiero ser nadie / yo no quiero ser nada.”

Así comienza su largo poema central, que articula el libro, le da título y resume su tono:

me muero 
y tú también, así que no me tengas pena 
no me mires inclinando la cabeza 
dando por sentado que hay que resignarse 
no hay que resignarse 
habría que escapar, en todo caso 
 
intentar escapar es una obligación 

se nos olvida todo el tiempo que estamos vivos 
y aun así continuamos de un lado a otro 
de una vida a otra 
cruzando pasos de cebra 
transportando bolsas con ropa comida basura 
cruzamos la vida entera sin detenernos


Atravesados por el tiempo fugaz, las premoniciones sombrías y el miedo sin fin, por la noche y el frío, sus versos descarnados habitan más en el pozo que en la chimenea, contienen mucha sombra, mucha niebla, un sol negro y algún breve destello, el que proyectan la memoria y las palabras que encienden un leve fuego para iluminar en la sombra insistente de este libro en el que “la luz puede curar, pero a veces no cura” y “siempre es la luz culpable de cada caída.”

Una luz que, pese a todo, algunas veces, sobre todo en los poemas finales, “nos toca, nos empapa / de algo muy parecido a la felicidad”. Una luz que, fugaz y pasajera, “siempre vuelve”, “es lo único que importa”, porque “mientras, la luz no se detiene.”

Santos Domínguez 

28 abril 2021

Ángel Olgoso. Devoraluces

 
Ángel Olgoso.
Devoraluces.
Reino de Cordelia. Madrid, 2021.

“Imaginar es más rico y más bello que contar”, escribe Ángel Olgoso en la espléndida coda (‘Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies’) que cierra Devoraluces, su nueva entrega narrativa, publicada por Reino de Cordelia.

Envueltas en el prodigio de la palabra y en su poder de sugerencia, hay en esa coda sutiles reflexiones sobre la concentración narrativa, la invención y la libertad imaginativa y creativa del lector. 

“No pasa día sin que sueñe con escribir un libro de relatos compuesto únicamente por sus títulos. [...] Limitarme al portón de la casa, a templar su único adorno, el  llamador, la rosa de hierro forjado. Que el lector no necesite franquear la puerta, que le baste con golpear la aldaba que corona el vacío para sentir el corazón henchido de plenitud o reconfortado por la piedad.”

Olgoso cuenta en esa empresa con un antecesor ilustre: “Durante muchos años, García Márquez soñó con escribir un cuento del cual solo tenía el título, El ahogado que nos traía caracoles: «Recuerdo que se lo dije a Alvaro Cepeda Samudio en una fragosa noche de la casa de amores de Pilar Ternera, y él me dijo: Ese título es tan bueno que ya ni siquiera hay que escribir el cuento.»

Se trata -insiste la coda- de que “el poder de la ficción no concierna al narrador, que resida invariablemente en las pocas palabras del título, listas para ser gozadas como un terroncillo de azúcar entre los labios, que libere la imaginación de las cadenas de la causalidad: ¿Es realmente necesaria la cabeza? Libro del esforzado Partinuples. Semen y celindas.  Camello asado relleno de corderos. Compendio Monumental de la Era de la Eterna Felicidad. No son duendes. Paisaje de antes o de después del hombre. La sonrisa del delfín. Los miradores ciegos. Al decir de los griegos chipriotas, todos tiran de la manta hacia su lado.”

Y en definitiva, “no escribir más cuentos. No hacer más morisquetas, más arduos artificios. No empacar más fardos. A lo sumo, anotar únicamente su etiqueta. Su destino. Solo un elemental y discreto sistema de cartelas. Solo la categórica intensidad de los títulos. Solo su cosquilleante, regocijadora opción. Acicalada, sólida, memorable. Suprema. Solo la inspiración suficiente. Una mera pero sugestiva referencia. Una sutil indicación. El placer de un trazo rítmico, de una estructura sumarísima, de un índice. No sanar de esta enfermedad aunque la salud sea un estado provisional. No ser el primero en ensayar lo nuevo ni el último en abandonar lo viejo.”

Pero, afortunadamente para el lector, antes de esa coda Ángel Olgoso nos ha dejado en este libro trece relatos luminosos, trece inmersiones en la luz.

De la mano de su prosa cuidada y tensa, viven en estos relatos las tardes de verano de la infancia, iluminadas por el fanal de la memoria; la revelación del amor en la luz lenta de los sueños de Hajdú, alimentados por el milagro de la imaginación; la plenitud de los resplandores y el fulgor de la alegría de Matteo en los amaneceres; el encuentro de Ulises con Nemo, Long John Silver, Ahab, Swann, Scrooge, el Cónsul, Fabricio del Dongo, Lázaro, los mosqueteros o Holmes en el emocionado homenaje a la narrativa y la imaginación que es La Rosa de los Vientos; el indeleble azul oceánico de Pelikan; la potente voz narradora de Villa Diodati, hija de la Sibila, que evoca en el relato central del libro el memorable verano sin sol en que la habitaron inmortalmente Byron y Polidori, Percy y Mary Shelley; el delicado y conmovido recordatorio del hijo del carretero Okitsu y su mirada asombrada y asombrosa; la variación sobre Sherezade y el poder salvador de las palabras y las historias de noche de La arena de las historias; La luz como regalodel presente en un calendario quimérico; la benéfica sombra de Cervantes en el relato del descubrimiento en la casa toledana de Diego de Torrearias de unos cartapacios arábigos de un tal Cide Hamete Benengeli o la apasionada ofrenda amorosa y carnal de Émula de la llama.

Trece relatos que “dan un golpe de timón a su narrativa -donde dominaba lo extraño, lo turbador o lo sombrío-, poniendo proa a un territorio más luminoso: la bondad, la pasión amorosa y creativa, la alegría, la solidaridad, los sueños, la gratitud, la esperanza, la capacidad de maravillarse ante la belleza milagrosa del mundo. Devoraluces es celebración y reconciliación, un breve catálogo de las raras dulzuras que puede otorgar la vida, una iluminación profana, un bálsamo para tiempos inciertos.”

Luciérnagas, Fulgor o Émula de la llama son algunos de los significativos títulos de estos textos solares de quien es sin duda uno de los mejores narradores actuales. Así comienza el primero:

Durante aquellas eternas tardes entre la vega y el secano, alborotados por la sangre joven, azuzados por la libertad del verano, corríamos de un lado para otro como trompos ligeros, dábamos saltos como gorriones que van a echar a volar, pirueteábamos como virutas despedidas de la garlopa de un carpintero, perseguíamos vilanos, vigilábamos trampas de liria, destapábamos culebras,  picoteábamos zarzamoras, nos atrincherábamos en los maizales, partíamos cañas por la mitad en busca de gusanos, saltábamos acequias lanzando silbidos terribles, arrancábamos juncos para entablar ridículos duelos de espadas tiernas y cimbreantes, tirábamos chinas contra los grajos y piedras grandes como membrillos contra los secaderos de tabaco.

Perdida la noción del tiempo, embriagados de licor de sol, llevados en volandas por un aire inmóvil con fragancias de mastranzo y pajuelas secas, planeando sobre un silencio de siesta roto solo por las chicharras y algunas esquilas de ovejas, culebreábamos en el agua verdosa de la Charca de la Viña, escalábamos riendo la Cruz de los Cigarrones, explorábamos entre bufidos el empinado Cerrillo del Tesoro y el barranco hondo de El Salado, nos tendíamos despreocupados en la umbría de las piedras romanas de la Atalaya, alcanzábamos dulzonas brevas pajareando en higueras que, como nosotros, no pertenecían a nadie.

Una celebración de la alegría y de la luz, convocadas mágicamente en un nuevo homenaje de Ángel Olgoso a la literatura y la palabra.

Santos Domínguez

26 abril 2021

La jardinería como arte sagrado

 


Jeremy Naydler.
 La jardinería como arte sagrado.
Traducción de Elena Fernández-Renau.
La Fertilidad de la Tierra. Navarra, 2021.

 
“Hoy, para muchos de nosotros, nuestros jardines representan el principal contacto íntimo con la naturaleza en el día a día. El jardín que miramos desde una ventana, el jardín por donde caminamos, donde nos paramos o nos sentamos nos presenta un contraste inmediato de la experiencia de estar en el interior, dentro del refugio y la comodidad de nuestros hogares. En el jardín vemos las plantas vivas creciendo, una miríada de animales (ardillas, pájaros e insectos) ir de un lado a otro, y es el escenario en el que somos testigos de los estados cambiantes de las estaciones y del tiempo atmosférico. La vida sigue en los jardines con bastante independencia de nosotros. En ellos sentimos el poder creativo de la naturaleza, al que también debemos nuestra existencia”, escribe Jeremy Naydler en la introducción de La jardinería como arte sagrado, un espléndido libro editado por la editorial navarra La Fertilidad de la Tierra con traducción de Elena Fernández-Renau y profusamente ilustrado con magníficas imágenes.
 
Jardinero en Oxford, filósofo e historiador de la cultura, Jeremy Naydler, que publicó recientemente en España El templo del cosmos. La experiencia de lo sagrado en el antiguo Egipto (Atalanta, 2018), aborda en este volumen una historia cultural del jardín con el convencimiento de que “cualquier jardín, antiguo, medieval o moderno es una expresión de una intención, que puede concebirse de forma clara o difusa, y de igual modo llevarse a cabo de forma más o menos perfecta.” 
 
Con esa premisa, Naydler propone un recorrido histórico por los jardines, desde el antiguo Egipto, en donde ese espacio de naturaleza domesticada surge en el recinto sagrado de los templos alrededor de un estanque rectangular en el que crecen lotos rodeados de papiros, sicomoros y vides, hasta la luz orientadora de Monet, la concepción artística de la jardinería en Coleridge o la musa de la poesía pura que se le aparece a William Blake en su jardín.

Si las plantas y el agua tenían en los jardines egipcios un significado simbólico que remitía al jardín paradisíaco y eran “la manifestación vegetal de un dios o una diosa” y el jardín sagrado era el lugar de unión de lo humano y lo divino, en Grecia ya no hay jardines en los templos, sino templos en espacios naturales sagrados y consagrados a las distintas divinidades.

Los romanos dieron un paso más y los secularizaron, de manera que la naturaleza silvestre perdió gran parte de su función simbólica y fue sometida a una serie de intervenciones para controlarla y domesticarla en jardines diseñados con arreglo a los principios de la racionalidad, el orden y la técnica.

El jardín islámico, reflejo del paraíso, que tiene como centro el agua de los estanques y las fuentes como centro, recuperó el simbolismo espiritual y religioso en su geometría sagrada de árboles, setos y flores y se convirtió en un lugar de contemplación y soledad, mientras que el hortus conclusus cristiano responde al arquetipo del jardín edénico o del jardín de amor y a la simbología moral de las plantas y las flores como metáforas de los atributos de lo sagrado.

El desencantamiento humanista de la naturaleza y su secularización renacentista conecta con la jardinería romana a través del jardín armónico y ordenado linealmente para demostrar la soberanía del hombre sobre la naturaleza con diseños geométricos, estatuas y parterres. De ahí arrancan los pasos posteriores: la concepción del jardín como representación del paisaje en el Barroco y la aparición del paisajismo como recreación de la naturaleza en el siglo XVIII.

En la raíz de esa evolución estaba la necesidad de expresar una nueva relación entre el hombre y la naturaleza, el vínculo con el paisaje como representación del espíritu y el estado de ánimo del que hablaron románticos como Coleridge o la idea del jardín como escenario.

Surge así la vinculación de la jardinería a actividades artísticas relacionadas con el diseño, el cromatismo, la composición, la geometría o los volúmenes, una vinculación explícita en la figura de la pintora-jardinera Gertrude Jekyll, que “nos insta a observar de verdad las plantas. La jardinería se convierte en un tipo de formación sobre cómo convertirnos en instrumentos aún más sensibles, capaces de apreciar las cualidades más sutiles de las plantas. En ella esta facultad no estaba restringida al sentido de la vista, sino que abarcaba también el olfato, ya que era capaz de nombrar las distintas variedades de rosas con los ojos cerrados, sólo por su aroma. Alcanzaba también el sentido del oído. Por ejemplo, era capaz de distinguir qué árboles tenía cerca sólo por el sonido del viento en sus hojas, y escribió sobre las distintas voces del abedul, del roble y del castaño.”

O en su coetáneo William Robinson, “padre del jardín floral inglés”, el otro gran impulsor del jardín moderno y de la jardinería como arte, “el primer jardinero moderno que expresó la idea de que el arte de la jardinería tiene una dimensión sagrada, no sólo estética.”

Su contemporáneo Claude Monet, pintor impresionista, fue también jardinero y, como Jekyll, representa “la concepción moderna del jardinero como artista o del artista como jardinero”, creador de entornos paisajísticos como el estanque de nenúfares de Giverny, “un jardín-cuadro”, señala Naydler, que concluye su libro con estas líneas:

Mientras que en la antigüedad los dioses se experimentaban directamente de la naturaleza y uno los ignoraba bajo su propio riesgo, hoy nos encontramos ante una situación muy distinta: para la mayoría de la gente los dioses y espíritus de la naturaleza han dejado de estar conectados con la experiencia de la naturaleza. Para relacionarnos de nuevo conscientemente con este mundo invisible tenemos que trabajar por volver a sensibilizarnos con él. Esto se puede lograr mediante un esfuerzo deliberado de reajustarnos a las cualidades espirituales que impregna el mundo sensorial que nos rodea, y al mismo tiempo al implicarnos de forma creativa con esta dimensión más interior y oculta de la naturaleza a través de nuestro jardín. Así abrimos el camino de nuevo a dejar que lo divino regrese a nuestro mundo, y descubrimos que la jardinería tiene la posibilidad de abrir una ventana al espíritu. Y entonces nuestros jardines podrán llegar a sentirse cada vez más como iconos, como mediadores de lo numinoso en la naturaleza. En la medida en que seamos capaces de lograrlo, nuestra jardinería podrá por fin madurar hasta convertirse en un arte sagrado.

Santos Domínguez



23 abril 2021

Coleridge. La balada del viejo marinero

  
Samuel Taylor Coleridge.
 La balada del viejo marinero,
Traducción y prólogo de Jaime Siles.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.
 

El viento comenzó a bramar más fuerte;
como si fueran juncos, tremolaron las velas
y comenzó a llover desde una nube
en cuyo borde dclaro había Luna negra.

Rota la densa nube, continuó a su lado
aquella Luna negra:
como aguas despeñadas desde un risco,
ancho río escarpado, los relámpagos,
sin romperse, caían desde ella.

Sin que el viento siquiera la rozase,
la nave inició su movimiento
y, a la luz de relámpagos y Luna,
resonó el gemido de los muertos.

Son tres estrofas de la parte V de La balada del viejo marinero, de Samuel Taylor Coleridge en la versión de Jaime Siles que publica Galaxia Gutenberg en su colección de poesía de bolsillo.

La balada del viejo marinero es uno de los poemas más oscuros e inquietantes que se han escrito en la historia de la poesía. Un poema narrativo y visionario, con una atmósfera de pesadilla angustiosa que moviliza el subconsciente y apela a lo sobrenatural a lo largo de sus seiscientos veinticinco versos.

Coleridge lo escribió, como su Kubla Khan, en sus dos años de mayor creatividad (1797-1798), en los que tuvo más contacto con Wordsworth, y es una casi insoportable incursión en lo demoníaco, en el mal y en la crueldad gratuita, un descenso a los infiernos y una fantasmagoría de enorme fuerza expresiva, una desoladora exploración en la niebla y el hielo infernal, un viaje por el territorio del dolor, el horror y el sentimiento de culpa.

Quizá para quitarse de encima tanta carga emocional, Coleridge lo calificó como una obra de pura imaginación, pero es mucho más que eso: es una alegoría de la condición humana y de la vida, la expresión de “una verdad que existe en el lenguaje porque antes ha estado en nuestro corazón”, como señala Jaime Siles en el prólogo de su traducción, donde explica también que “este es el poema de Coleridge que menos se pliega a sus teorías y que más se aparta de lo que él mismo considera su poética. Tal vez por ello es también su poema más total.”

Santos Domínguez
 

21 abril 2021

Rüdiger Safranski. Hölderlin


 Rüdiger Safranski.
Hölderlin
o El fuego divino de la poesía.

Traducción de Raúl Gabás.
Tusquets. Barcelona, 2021.

 «Impulsa también a partir el fuego divino, en el día y en la noche. Y así ¡ven!, para que veamos lo abierto», leemos en «Pan y vino», la elegía más hermosa e imponente en lengua alemana.
Apenas lograremos un acercamiento a Hölderlin si no somos sensibles para el fuego divino, comoquiera que se entienda su significación.
¿Qué fuego es ese que arde en la vida y la poesía de Hölderlin? Ahí tenemos la pregunta que aborda este libro.

Así comienza el prólogo a los diecisiete capítulos en los que Rudiger Safranski organiza su monumental biografía de Hölderlin, que publica Tusquets en su colección Tiempo de memoria con traducción de Raúl Gabás.
 
Subtitulada El fuego divino de la poesía, apareció en alemán hace dos años, cuando estaban a punto de conmemorarse los 250 años del nacimiento de Hölderlin (1770-1843), y es un recorrido por la vida y la obra de aquel sacerdote de la poesía desde sus años de formación en el seminario de Tubinga y sus primeros contactos con la filosofía y la poesía, su entusiasmo revolucionario y su desencanto político, su decepción con el presente y su conciencia del fracaso como poeta reconocido, sus años de furia y locura, su reclusión durante casi cuarenta años en una habitación con vistas, en la buhardilla del carpintero Zimmer, y su muerte apacible.

Hölderlin cayó tras llegar a la proximidad de los dioses de la mitología griega, porque en sus poemas siempre aspiró a la altura de lo sagrado, a remontarse desde lo terrenal a lo celeste. Esta biografía es en buena medida una explicación de ese proceso de caída hacia arriba porque, como él mismo había escrito, “se puede caer también en la altura, igual que se puede caer en el abismo.”

De eso hablaba Zimmer en una conversación con el escritor Gustav Kühne: “Lo que tiene de más, eso es lo que le ha vuelto loco. Si se ha vuelto loco no es por falta de espíritu, sino a fuerza de saber. Cuando un vaso está demasiado lleno y se tapa, tiene que estallar. Pues bien, si se recogen los trozos, se ve que todo lo que había dentro se ha esparcido.”

 Por eso concluye Safranski su biografía con estas líneas:

 Puede ser realmente que, tal como Hölderlin decía de sí mismo, ‘recibió de los dioses más de lo que él podía digerir’. Pero es de temer que quienes hemos nacido más tarde hayamos recibido demasiado poco de los dioses, demasiado poco para poder entender al poeta. La noche de los dioses, de la que Hölderlin  hablaba, se da realmente hoy día, y se da aquí en nuestra tierra.
Por eso Hölderlin nos queda lejos. ¿Nos alcanza todavía y lo alcanzamos nosotros a él?
«¡Ven a lo abierto, amigo!»
 
Compañero y amigo de Hegel y Schelling en el seminario de Tubinga, se familiarizó allí con los  problemas filosóficos y la búsqueda del ser desde la perspectiva del idealismo a través de la lectura dd Platón, Kant y Spinoza, de quien aprendió una mirada panteísta a la naturaleza. Esas lecturas filosóficas, junto con la influencia decisiva de la poesía de Schiller, elevaron el tono de su escritura y le proporcionaron el apoyo ideológico, al que sumaría luego en Jena la fascinación por la teoría del conocimiento y la conciencia de Fichte, que sustenta algunos de sus himnos.

Desde esos principios, su figura trágica y solitaria es el ejemplo de quien construye un proyecto de vida al servicio de la poesía. Un proyecto “excéntrico” que plasmó en Hiperión, su novela reflexiva y lírica. Con ese sostenido ímpetu y esa concepción sagrada de la creación, alimentada por el fuego divino de la poesía, pasó a lo largo de su trayectoria vital de la confusión al desamparo, de la furia a la locura.

Esa estrecha vinculación, tan conflictiva a veces, que Hölderlin estableció entre vida y obra permite tender puentes entre la biografía exterior del hombre y los versos del poeta en un recorrido que atraviesa varias etapas: desde la primera, con su adhesión a los ideales revolucionarios que llegaban desde Francia a Tubinga en 1789, hasta la tercera, en la que culmina su obra en el punto más alto cuando en los últimos seis meses de 1800 escribió torrencial e inspiradamente sus grandes odas, las elegías y los himnos en un trayecto vital que lo devolvió a Tubinga después de pasar por Heidelberg, Jena, Nürtingen o Frankfurt, donde desarrolló su segunda etapa de plenitud en torno a Diotima, trasunto poético de Susette Gontard, la joven de veintiséis años, casada y madre del alumno para cuya formación fue contratado como preceptor.

Tras la separación de Susette y la noticia de su muerte se sucedieron los desequilibrios, los ataques de ira y los cantos nocturnos hasta la entrada de Hölderlin en la niebla de la locura y el encierro de siete meses en el manicomio de Tubinga antes de que lo acogiera el ebanista Zimmer en una torre donde vivió treinta y siete años, a orillas del Neckar.

Trece mil días que fueron iguales entre sí, como si fueran uno solo: desde que se levantaba a las tres de la mañana hasta que se acostaba a las siete de la tarde, una sucesión rutinaria de paseos, tecleos en un piano al que le había cortado varias cuerdas y recitaciones extremadas de su propia poesía.

Fue perdiendo la noción del tiempo -pensaba que tenía diecisiete años cuando rondaba los sesenta- y disolviendo su propia identidad –“Yo, señor mío, ya no me llamo Hölderlin. Me llamo Scardanelli”-, abismado en un vacío interior que no le dejaba atender a lo que se le decía y en un doble aislamiento: interno y externo, con el mundo exterior y consigo mismo.

En el irracionalismo radical y transgresor de sus Cantos, que él mismo definió como poemas mayores, aislados y líricos, está reelaborado en su forma definitiva el mundo poético de Hölderlin: las islas y los dioses griegos, los ríos alemanes, los héroes trágicos y épicos. En el espíritu de esos poemas que abarcan la oda y la elegía, en el huésped de las sombras de los Cantos nocturnos o en el júbilo alto y puro de los Cantos patrios brilla la polifonía poética de una obra por la que cruzan la subjetividad exacerbada de Hölderlin, el amor y la mitología, el pensamiento y el impulso visionario.

Precisamente a dos de sus mejores poemas -El archipiélago, “un himno con tonos elegiacos”, y Pan y vino, “una elegía con tonos hímnicos”- dedica Safranski dos espléndidos análisis, quizá las mejores páginas de su ensayo.

Cierra el volumen, como epílogo, un capítulo sobre la recepción de Hölderlin y su legado tras la ignorancia casi completa de sus contemporáneos: desde el descubrimiento de su poesía por los románticos hasta la reivindicación de su figura y su obra en el siglo XX, con la decisiva e iluminadora lectura de Heidegger. Así lo resume Safranski al final de su prólogo:

No llegó a conocer la enorme celebridad que alcanzó, y que comenzó en torno a 1900. Desde entonces Hölderlin no ha desaparecido de la memoria colectiva. Ahora bien, sigue allí como un ‘clásico’, ya casi como una figura mítica. En cualquier caso, queda muy lejos.
Por eso, emprendemos con toda la cautela este intento de aproximación.«¡Ven a lo abierto, amigo!»

Entre el rechazo de los demás y la renuncia propia, entre la lucidez y la locura, entre la incomprensión -a veces fronteriza de la envidia- que sufrió su genio y la voluntad de acercarse a lo sagrado, entre el sentimiento y el pensamiento, entre la meditación y sensibilidad, entre la filosofía y la poesía, Hölderlin había escrito ya versos inmortales como estos: ‘Lo que permanece lo fundan los poetas’ o ‘¿Para qué poetas en tiempos de indigencia?’
 
Santos Domínguez