“Imaginar es más rico y más bello que contar”, escribe Ángel Olgoso en la espléndida coda (‘Nomenclatura Borghini para los dedos de los pies’) que cierra Devoraluces, su nueva entrega narrativa, publicada por Reino de Cordelia.
Envueltas en el prodigio de la palabra y en su poder de sugerencia, hay en esa coda sutiles reflexiones sobre la concentración narrativa, la invención y la libertad imaginativa y creativa del lector.
“No pasa día sin que sueñe con escribir un libro de relatos compuesto únicamente por sus títulos. [...] Limitarme al portón de la casa, a templar su único adorno, el llamador, la rosa de hierro forjado. Que el lector no necesite franquear la puerta, que le baste con golpear la aldaba que corona el vacío para sentir el corazón henchido de plenitud o reconfortado por la piedad.”
Olgoso cuenta en esa empresa con un antecesor ilustre: “Durante muchos años, García Márquez soñó con escribir un cuento del cual solo tenía el título, El ahogado que nos traía caracoles: «Recuerdo que se lo dije a Alvaro Cepeda Samudio en una fragosa noche de la casa de amores de Pilar Ternera, y él me dijo: Ese título es tan bueno que ya ni siquiera hay que escribir el cuento.»
Se trata -insiste la coda- de que “el poder de la ficción no concierna al narrador, que resida invariablemente en las pocas palabras del título, listas para ser gozadas como un terroncillo de azúcar entre los labios, que libere la imaginación de las cadenas de la causalidad: ¿Es realmente necesaria la cabeza? Libro del esforzado Partinuples. Semen y celindas. Camello asado relleno de corderos. Compendio Monumental de la Era de la Eterna Felicidad. No son duendes. Paisaje de antes o de después del hombre. La sonrisa del delfín. Los miradores ciegos. Al decir de los griegos chipriotas, todos tiran de la manta hacia su lado.”
Y en definitiva, “no escribir más cuentos. No hacer más morisquetas, más arduos artificios. No empacar más fardos. A lo sumo, anotar únicamente su etiqueta. Su destino. Solo un elemental y discreto sistema de cartelas. Solo la categórica intensidad de los títulos. Solo su cosquilleante, regocijadora opción. Acicalada, sólida, memorable. Suprema. Solo la inspiración suficiente. Una mera pero sugestiva referencia. Una sutil indicación. El placer de un trazo rítmico, de una estructura sumarísima, de un índice. No sanar de esta enfermedad aunque la salud sea un estado provisional. No ser el primero en ensayar lo nuevo ni el último en abandonar lo viejo.”
Pero, afortunadamente para el lector, antes de esa coda Ángel Olgoso nos ha dejado en este libro trece relatos luminosos, trece inmersiones en la luz.
De la mano de su prosa cuidada y tensa, viven en estos relatos las tardes de verano de la infancia, iluminadas por el fanal de la memoria; la revelación del amor en la luz lenta de los sueños de Hajdú, alimentados por el milagro de la imaginación; la plenitud de los resplandores y el fulgor de la alegría de Matteo en los amaneceres; el encuentro de Ulises con Nemo, Long John Silver, Ahab, Swann, Scrooge, el Cónsul, Fabricio del Dongo, Lázaro, los mosqueteros o Holmes en el emocionado homenaje a la narrativa y la imaginación que es La Rosa de los Vientos; el indeleble azul oceánico de Pelikan; la potente voz narradora de Villa Diodati, hija de la Sibila, que evoca en el relato central del libro el memorable verano sin sol en que la habitaron inmortalmente Byron y Polidori, Percy y Mary Shelley; el delicado y conmovido recordatorio del hijo del carretero Okitsu y su mirada asombrada y asombrosa; la variación sobre Sherezade y el poder salvador de las palabras y las historias de noche de La arena de las historias; La luz como regalodel presente en un calendario quimérico; la benéfica sombra de Cervantes en el relato del descubrimiento en la casa toledana de Diego de Torrearias de unos cartapacios arábigos de un tal Cide Hamete Benengeli o la apasionada ofrenda amorosa y carnal de Émula de la llama.
Trece relatos que “dan un golpe de timón a su narrativa -donde dominaba lo extraño, lo turbador o lo sombrío-, poniendo proa a un territorio más luminoso: la bondad, la pasión amorosa y creativa, la alegría, la solidaridad, los sueños, la gratitud, la esperanza, la capacidad de maravillarse ante la belleza milagrosa del mundo. Devoraluces es celebración y reconciliación, un breve catálogo de las raras dulzuras que puede otorgar la vida, una iluminación profana, un bálsamo para tiempos inciertos.”
Luciérnagas, Fulgor o Émula de la llama son algunos de los significativos títulos de estos textos solares de quien es sin duda uno de los mejores narradores actuales. Así comienza el primero:
Durante aquellas eternas tardes entre la vega y el secano, alborotados por la sangre joven, azuzados por la libertad del verano, corríamos de un lado para otro como trompos ligeros, dábamos saltos como gorriones que van a echar a volar, pirueteábamos como virutas despedidas de la garlopa de un carpintero, perseguíamos vilanos, vigilábamos trampas de liria, destapábamos culebras, picoteábamos zarzamoras, nos atrincherábamos en los maizales, partíamos cañas por la mitad en busca de gusanos, saltábamos acequias lanzando silbidos terribles, arrancábamos juncos para entablar ridículos duelos de espadas tiernas y cimbreantes, tirábamos chinas contra los grajos y piedras grandes como membrillos contra los secaderos de tabaco.
Perdida la noción del tiempo, embriagados de licor de sol, llevados en volandas por un aire inmóvil con fragancias de mastranzo y pajuelas secas, planeando sobre un silencio de siesta roto solo por las chicharras y algunas esquilas de ovejas, culebreábamos en el agua verdosa de la Charca de la Viña, escalábamos riendo la Cruz de los Cigarrones, explorábamos entre bufidos el empinado Cerrillo del Tesoro y el barranco hondo de El Salado, nos tendíamos despreocupados en la umbría de las piedras romanas de la Atalaya, alcanzábamos dulzonas brevas pajareando en higueras que, como nosotros, no pertenecían a nadie.
Una celebración de la alegría y de la luz, convocadas mágicamente en un nuevo homenaje de Ángel Olgoso a la literatura y la palabra.
Santos Domínguez