ESE RÍO
Por Torales, mi pueblo,
pasa un río sin nombre que crece con nombrarlo.
Un río de sonidos, un caudal de rumores
que está hecho de voces lavanderas
y lejanos balidos y remotos aullidos
y del grito terrible de los niños ahogados.
Basta contar un cuento para que crezca el río.
A veces, es tan alta la crecida
que en las ermitas hubo que dejar de rezar
y estuvieron prohibidos los pregones,
las canciones de amor y hasta las nanas.
El río de mi pueblo no tuvo nunca nombre.
En cuanto se lo ponen,
él lo arrastra al olvido, ese otro mar.
Con ese poema se abre la primera de las dos partes que articulan el expresionista Peccata Mundi, con el que José Antonio Ramírez Lozano obtuvo el XXXIV Premio Oliver Belmás, que publica Pre-Textos.
En
torno a dos tipos de pecados, los veniales y los mortales, se vertebra
una sucesión de figuras que habitan el retablo verbal sobre el que
construye el libro.
Un retablo
de Torales en la primera parte, barroco por poblado de santos extravagantes y por movido en milagros y prodigios, que
se alimenta del inconfundible mundo poético de Ramírez Lozano y al que
se suman en la segunda los penitentes que procesionan en una secuencia
de escenas casi solanescas que se inician con esta Cruz de guía:
Y de repente, allí, contra el desgarro
turbio del lubricán, entre chumberas,
por los negros calveros
remotos del canchal, asoma
ya la cruz.
¿De quién son esas voces
tan agrias, la salmodia triste,
destemplada, sin lumbre,
que el ventarrón, a ráfagas,
deshilacha hasta el grito?
¿De qué valle de lágrimas?
¿De qué región sin pastos peregrinan
al huerto de qué miel? ¿Qué estrella guía
su ciega trashumancia?
Acudid al asombro.
Bajan al mundo a tientas
y en la espina lo buscan del rosal.
Dios se da en el castigo, ellos lo saben,
más que en el dulce goce de sus dones.
Evocadas con una mirada compasiva que suaviza su indisimulada raíz esperpéntica,
estas alegorías de lo humano son el resultado de una sabia mezcla de
imaginación fabuladora y potencia verbal, de creatividad lírica y
voluntad narrativa, de composición plástica y reflexión existencial.
La tarde se santigua de lechuzas
y el cielo se recoge, impuro por torcaz,
en el recato de los palomares.
Ya los cirios se abren
paso en las sombras alumbrando
las sombras mismas, esa oscura
comitiva de lutos, esa fila
de los deudos de Dios con el pabilo
en mano de la fe, con la moneda
del arrepentimiento con que saldan
los mortales el pecio de su horror,
el ábaco terrible de sus culpas.
Da su hilera en la plaza
y en la cal se recortan los perfiles chinescos
de las calvas devotas, de las negras
mantillas, mientras suena
la música de Dios en la calleja y callan
las fuentes en su salmo.