17/5/21

Manuel Azaña. El jardín de los frailes

 Manuel Azaña.
El jardín de los frailes.
Prólogo de Ángel Luis Prieto de Paula.
Drácena. Madrid, 2021.

 “Cien años después de que apareciera impreso el primer capítulo en una serie de entregas mensuales, ha llegado el momento de proceder a una lectura estrictamente literaria, no vicaria de la significación histórica de su autor, escribe Ángel Luis Prieto de Paula en el prólogo -‘Manuel Azaña y el sabor de la ceniza’- que ha escrito para la edición en Drácena de El jardín de los frailes.

Retrato del artista adolescente, novela de formación o memoria novelada, Azaña fue publicando desde septiembre de 1921 hasta junio de 1922 sus doce primeros capítulos en La Pluma y en 1927 editó la versión definitiva en un libro con siete capítulos más y un prólogo de diciembre de 1926 que terminaba así:

He puesto el mayor conato en ser leal a mi asunto, respetando, a costa de mi amor propio, los sentimientos de un mozo de quince a veinte años y el inhábil balbuceo de su pensar, en tal cruce de corrientes y tensión que en otro espíritu pudieran mover un giro trágico. No gusto yo, con afición egoísta, del tiempo pretérito. Me apiado de la mocedad verdadera, ignorante de su virtud: los placeres en proyecto son el origen del infortunio.
Nada más digo. ¡Quién no se forja la ilusión de escribir para gente avispada!
 
“La entera personalidad humana de Manuel Azaña -escribe Prieto de Paula- resulta inexplicable sin recurrir al testimonio de sus años de formación tal como queda recogido en esta obra.
Pero el relato en cuestión no solo importa para el esclarecimiento de la personalidad de Azaña; también como integrante de una de las corrientes narrativas con mayor rendimiento en la Edad de Plata de las letras españolas, que halla su formulación primera en las novelas «de 1902» y su entorno, de Azorín, Pío Baroja, Miguel de Unamuno y otros. Hablamos del relato de formación, en tanto que camino de perfección que recorre un mozo para convertirse en el ser adulto que revisita su pasado. En estas narraciones, todas ellas con un fundamental factor autobiográfico, se mezclan en proporciones desiguales los aspectos formativos, propios de la novela de aprendizaje (Bildungsroman) con los educativos o escolares, característicos de la novela pedagógica (Tendenzroman).”

La distancia emocional  y la ironía cáustica marcan la tonalidad de estas memorias, de las que decía Azaña en su prólogo:

No me reconozco en ellas. [...] Repaso indiferente el soliloquio de un ser desconocido prisionero en este libro. No es persona con nombre y rostro. Es puro signo. [...] Acaso valga el esfuerzo lo significado, donde han creído reconocerse algunos contemporáneos del colegial.

Ese alejamiento sentimental deliberado respecto del adolescente que fue más de veinte años antes explica la mirada irónica con la que Azaña recuerda como alumno de los agustinos del Escorial, en donde “aprendíamos a refutar a Kant en cinco puntos, y a Hegel, y a Comte, y a tantos más.”

En punto a lecturas nos tenían en seco. Reducíase la historia literaria a las páginas del libro de texto, grueso tomo con nociones preliminares de estética traducidas o adaptadas de Levéque: «La gota de rocío suspendida de los pétalos del lirio, el puro y casto andar de la doncella, la inmensa masa del océano agitado por la tempestad…», decía el libro para empezar a inculcarnos la noción de lo bello. El padre Blanco, oyéndonos decorar entre risas tales sandeces, se impacientaba. El mismo padre rigió aquel año la cátedra de Historia de España. Leíamos la obra de Ortega y Rubí, bondadoso señor, enemigo irreconciliable de Felipe II. No he olvidado algunos rasgos de su estilo: «Felipe II desembarcó en Inglaterra, bebió cerveza, fue galante con las damas y se captó las simpatías de los ingleses». Hablaba también de su «mano de hierro». El libro tenía entonces dos tomos; ahora, muchos más. O la materia o el saber del autor engrosaron con los años.
Para acabar de formarnos el espíritu estudiábamos un libro de filosofía, parto de un profesor de Barcelona, almacenista de bacalao que en los ratos de ocio producía metafísica. Ortodoxia pura.
-Vamos a ver, jóvenes -interrogaba el fraile-. ¿Qué es la verdad de conocimiento?
-«Adequatio intellectus et rei» -respondíamos con aplomo.
Nunca he vuelto a pisar terreno tan firme.

Pero junto con esa mirada irónica hay un indisimulado espíritu crítico y a veces autocrítico en el recuerdo de aquella pedagogía anacrónica e inútil, de aquel aprendizaje que se limitaba a infundir en el alumno “ciertas habilidades de orangután domesticado”:

Si el colegio nos parecía una suspensión temporal de la vida propia, debíase más que nada al sobreseimiento en la cultura de la inteligencia. Allí era el hacer que hacíamos, el dejarlo todo para mañana. No digo que anduviésemos ansiosos mendigando de los frailes el saber y nos afligiera quedar insatisfechos. Cierto: un entendimiento activo, original, pujante, habría padecido con tal régimen privaciones análogas a las del lascivo en abstinencia forzosa. Pero nosotros debíamos de ser perezosos en demasía; nos resignábamos a estar a dieta. Esa conformidad casa muy bien con el desasosiego que germinaba en el baldío del intelecto; no lo destruye, lo corrobora. Nos faltaban, simplemente, estímulos serios. Pocos dejábamos de advertir la inanidad de nuestros conocimientos. La vida intelectual robusta no podría empezar justamente hasta salir del colegio. Todo cuanto en él adquiríamos era para olvidarlo en el punto de llegar a hombres. Tantos programas y libros, tantas clases, tantos exámenes no eran sino para ganar ciertas habilidades de orangután domesticado, habilidades caedizas, de las que nadie volvería a pedirnos cuenta en la vida. Esfuerzo que empleásemos en adquirirlas, esfuerzo perdido. 
 
Un aire de despedida sin tristeza recorre estas páginas de prosa depurada, emparentadas en su sentido histórico y en su enfoque literario con otras novelas colegiales como la memorable A.M.D.G., quizá la mejor novela del también novecentista Pérez de Ayala, que evocó en ella en un tono mucho más duro y sarcástico su estancia en un colegio de jesuitas.

Unidas por un yo continuo pero desdoblado en el tiempo -el yo maduro del que recuerda y el adolescente recordado-, estas páginas ofrecen, con la viveza de su estilo fluido, su vigorosa galería de personajes y su prosa limpia, el espectáculo, a la vez hipnótico y desagradable, de la quema de rastrojos del pasado, de la purga interior y la demolición de un edificio en ruinas sobre las que se levanta el hombre formado y crítico que es Azaña veinte años después de aquella experiencia colegial y de su crisis religiosa en el marco de una educación anacrónica, escolástica y deplorable de la que fue a la vez testigo y víctima quien es sin duda uno de los intelectuales más lúcidos de su tiempo.

En el capítulo final, “Coloquio postrimero en el jardín”, el yo rememorativo  se instala en un presente en el que el narrador maduro regresa al jardín del colegio y habla con el padre Mariano, que le dice:

-Conservas, a pesar tuyo por lo que oigo, una forma intelectual y has desechado la sustancia. Aquí la recibiste. ¿No te acuerdas?
-Me queda un sabor de ceniza.

Santos Domínguez