24 marzo 2021

Tomás Nevinson

 
Javier Marías.
Tomás Nevinson.
Alfaguara. Madrid, 2021.

Pero ya se ve que matar no es tan extremo ni tan difícil ni injusto si se sabe a quién, qué crímenes ha cometido o anuncia que va a cometer, cuántos males se le ahorrarán a la gente con eso, cuántas vidas inocentes se preservarán a cambio de un solo disparo, un estrangulamiento o tres navajazos, eso apenas dura unos segundos y después ya está, se acabó, ya cesó y se sigue adelante -casi siempre se sigue adelante, largas son las existencias a veces y nada se para nunca del todo-, hay casos en los que la humanidad respira aliviada y además aplaude, y siente que se le ha quitado un gigantesco peso de encima, se siente agradecida y ligera y a salvo, risueña y libre por un asesinato, transitoriamente feliz.

En ese párrafo está resumido el núcleo moral del sentido de Tomás Nevinson, la última novela -quizá tambien la más ambiciosa y adictiva- de Javier Marías que publica Alfaguara.

Está ambientada en 1997 y 1998, dos años después del final de Berta Isla, “de la que Tomás Nevinson no llega a ser continuación, pero con la que forma ‘pareja”, como explica Marías en la nota final.

La protagoniza y la narra un viejo conocido, Tomás Nevinson, que a instancias de Bertram Tupra, el artista de la calumnia, el del engaño original y los diversos nombres (“mi mayor enemigo, la persona que más había hecho por mí y contra mí y más sabía en el mundo de mi trayectoria”), vuelve a su actividad en el servicio secreto británico para investigar unos atentados de ETA y el IRA y ejecutar el encargo de indagar -convertido en Miguel Centurión- en Ruán, imaginaria ciudad fluvial del noroeste, la existencia de tres colaboradoras de esas organizaciones (Inés Marzán, Celia Bayo y María Viana) e identificar entre ellas y eliminar, sin odio ni remordimiento, a Maddie Orúe O’Dea, una terrorista medio irlandesa, medio española, sospechosa de haber intervenido en los atentados de Hipercor en Barcelona y de las casas-cuartel de la Guardia civil en Zaragoza y Vic, entre 1987 y 1991.

La potencia de su voz narrativa está presente desde la primera línea de esta novela en la que Marías vuelve a explorar con un pesimismo lúcido que se mueve entre la ironía y la amargura la complejidad de los comportamientos humanos y sus límites éticos en la frágil frontera que separa el bien y el mal, el secreto y la memoria (“Somos lo que nunca olvidamos”), la realidad y la ficción:

Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden. Es más, se las protege y respeta y se les cede el paso, se las escuda y ayuda si llevan un niño en su vientre o en brazos o en un cochecito, les ofrece uno su asiento en el autobús y en el metro, incluso se las resguarda al andar por la calle alejándolas del tráfico o de lo que se arrojaba desde los balcones en otros tiempos, y si un barco zozobra y amenaza con irse a pique, los botes son para ellas y para sus vástagos pequeños (que les pertenecen más que a los hombres), al menos las primeras plazas. Cuando se va a fusilar en masa, a veces se les perdona la vida y se las aparta; se las deja sin maridos, sin padres, sin hermanos y aun sin hijos adolescentes ni por supuesto adultos, pero a ellas se les permite seguir viviendo enloquecidas de dolor como a espectros sufrientes, que sin embargo cumplen años y envejecen, encadenados al recuerdo de la pérdida de su mundo. Se convierten en depositarias de la memoria por fuerza, son las únicas que quedan cuando parece que no queda nadie, y las únicas que cuentan lo habido. Bueno, todo esto me enseñaron de niño y todo esto era antes, y no siempre ni a rajatabla. Era antes y en la teoría, no en la práctica. Al fin y al cabo, en 1793 se guillotinó a una Reina de Francia, y con anterioridad se quemó a incontables acusadas de brujería y a la soldado Juana de Arco, por no poner más que un par de ejemplos que todos conocen.

A partir de ese comienzo poderoso se suceden, indisolublemente ligados a una bien trabada intriga, los dilemas entre la razón moral y la razón de estado, se exploran los límites de lo justo y lo injusto, de las acciones y los remordimientos, el conflicto entre el deber y la culpa, entre la memoria y la mentira, la escisión entre el presente y el pasado, el rencor y la piedad, la justicia y la venganza, la realidad y la apariencia, las dudas y el odio, los escrúpulos y la revancha sobre el telón de fondo de la ambigüedad de lo real, la complejidad de las personas y los comportamientos, porque “los relatos jamás son fiables, ni siquiera los de testigos directos, que ven u oyen turbiamente y se equivocan o mienten.”

Es fácil execrar y condenar al que estranguló o apretó el gatillo o asestó los navajazos, y nadie se para a pensar a quién se eliminó ni cuántas vidas se salvaron con ello, o cuántas se había cobrado la persona asesinada o cuántas había causado con sus instigaciones o inflamaciones, con sus prédicas y sus plagas morales, viene a ser lo mismo o peor (el que sólo habla y azuza no se mancha de sangre, encomienda la suciedad a los persuadidos, les instila veneno y con eso basta para ponerlos en marcha y conseguir que se excedan salvajemente), aunque no se considere así siempre.

Medio siglo después de su inicial Los dominios del lobo, Javier Marías ha escrito su novela más extensa, una novela monumental, intensa y profunda a la que ha dotado de una tensión narrativa que es el resultado de la admirable fusión de acción y reflexión, de peripecias detectivescas, cargas de profundidad e introspección moral de un Nevinson que es heredero narrativo y ético del Jacobo Deza de las novelas del ciclo de Oxford:

Pienso que nuestras vidas no son sino el largo anhelo de volver a ser indetectables Sólo el primer paso cuesta. Quizá se podría decir eso de todo, o de la mayoría de los esfuerzos y de lo que se hace con desagrado o repugnancia o reservas, es muy poco lo que se acomete sin ninguna reserva, casi siempre hay algo que nos induce a no actuar y a no dar ese paso, a no salir de casa y no movernos, a no dirigirnos a nadie y a evitar que otros nos hablen, nos miren, nos digan. A veces pienso que nuestras enteras vidas —incluso las de las almas ambiciosas e inquietas y las impacientes y voraces, deseosas de intervenir en el mundo y aun de gobernarlo— no son sino el largo y aplazado anhelo de volver a ser indetectables como cuando no habíamos nacido, invisibles, sin desprender calor, inaudibles; de callar y estarnos quietos, de desandar lo recorrido y deshacer lo ya hecho que nunca puede deshacerse, a lo sumo olvidarse si hay suerte y si nadie lo cuenta; de borrar todas las huellas que atestigüen nuestra existencia pasada y por desgracia aún presente y futura durante un tiempo. Y sin embargo no somos capaces de intentar dar cumplimiento a ese anhelo que ni siquiera nos reconocemos, o lo son tan sólo los espíritus muy valientes y fuertes, casi inhumanos: los que se suicidan, los que se retiran y aguardan, los que desaparecen sin despedirse, los que se ocultan de veras, es decir, los que de veras procuran que jamás se los encuentre; los anacoretas y ermitaños remotos, los suplantadores que se sacuden su identidad (‘Ya no soy mi antiguo yo’) y adquieren otra a la que sin vacilaciones se atienen (‘Idiota, no creas que me conoces’). Los desertores, los desterrados, los usurpadores y los desmemoriados, los que en verdad no recuerdan quiénes fueron y se convencen de ser quienes no eran cuando eran niños o incluso jóvenes, ni aún menos en su nacimiento. Los que no regresan.

Santos Domínguez


22 marzo 2021

Saint-John Perse. Obra poética

 

Saint-John Perse.
Obra poética.
Edición bilingüe.
Traducción del francés
de Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2021.

“El poeta se adentra en el orbe para ver el universo íntimo de la creación, y allí reconstruye el cosmos de un perenne fluir cuántico del lenguaje, un articulado sistema de semejanzas y correspondencias, de euritmias y regularidades, de azarosas leyes naturales que implican al astro y al insecto, al cuarzo y la pirámide, a la justicia y a la ética. Una ética que, desde su temprana conciencia de la otredad, impulsada por las hélices de la infancia, es la jocundidad luminosa de la mar, el océano siempre vivo de su memoria, y que calificará el decurso de su obra habitada por el avatar, aventura y tragedia, de toda la odisea humana.
La oscuridad que equívocamente se le reprende a Perse no es más que exploración de la zona velada de una realidad complementaria, el quehacer mistérico de la propia tarea poética, el destino que indaga y anticipa la poesía”, escriben Alexandra Domínguez y Juan Carlos Mestre en el prólogo de su magnífica traducción de la Obra poética de Saint-John Perse que publica Galaxia Gutenberg en una espléndida edición bilingüe que recoge por primera vez en español toda su producción lírica.

En ese prólogo, que titulan La memoria de la imaginación, se exploran las claves poéticas de Saint-John Perse, “geógrafo del alma humana”, para descifrar el sentido de su concepción de la poesía, sobre la que dijo en su discurso de recepción del Nobel de 1960: “Es acción, poder, innovación que desplaza los límites... La oscuridad que se le reprocha no le es consustancial. Lo propio de la poesía es iluminar.”

Nacido en las Antillas francesas en 1887 y traducido por Rilke, Eliot o Ungaretti, es uno de los grandes poetas del siglo XX. Poeta del asombro y del canto, tituló aquel discurso La ciencia poética y escribió allí párrafos tan memorables como estos acerca del valor de la poesía como forma de iluminación de la realidad: “Mucho más que forma de conocimiento, la poesía es, en primera instancia, un modo de vida, de vida total. El poeta existía en el hombre de las cavernas y también existirá en el hombre de las edades atómicas: pues es parte irreductible de lo humano. Las religiones han nacido de la exigencia poética, que coincide con el rigor espiritual, y por esa gracia poética la chispa de la divinidad vive para siempre en el sílex humano.
Cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio; y quizá su relevo. Y tanto en lo social como en lo inmediato humano, cuando aquellas que conducen el pan en el cortejo legendario son reemplazadas por las portadoras de antorchas, dentro de la imaginación poética se ilumina la más alta pasión de los pueblos que persiguen la claridad.
Poeta es aquel que rompe, para nosotros, la costumbre.”

Su asombroso mundo poético, apoyado en una cosmovisión iluminada por imágenes visionarias, metáforas sorprendentes y versículos torrenciales, está ya presente en su primer libro, Elogios, de 1911. A una de sus secciones, Estampas para Crusoe, pertenece este poema:

El muro

El lienzo de la pared queda enfrente, para conjurar el círculo de tu ensueño.
Pero la visión profiere su plañido.
La cabeza apoyada en la orejera del pringoso sillón, repasas la dentadura con la lengua: el sabor de las mantecas y los aliños contagia tus encías.
Y rememoras la pureza de las nubes sobre tu isla, cuando el alba verde se esclarece en el regazo de las misteriosas aguas.
... Es la exudación de las savias en exilio, el amargo mucílago de las plantas de silicuas, la acre insinuación de los manglares carnosos y la aceda dicha de una oscura sustancia en las vainas.
Es la miel silvestre de las hormigas en las galerías del árbol muerto.
Es un sabor de fruta verde, que acidula el alba que sorbes; el aire lechoso enriquecido con la sal de los alisios...
¡Alborozo! ¡oh júbilo desatado en las alturas del cielo! Las te- las resplandecen limpias, en los atrios invisibles arraigan las hierbas y las agraces delicias de la tierra se coloran en el siglo de un largo día...
 
La celebración de la infancia y la nostalgia del paraíso ultramarino de las Antillas recorren ese primer libro, al que seguiría en 1924 Anábasis, un deslumbrante poema largo en prosa, el más significativo y celebrado de sus libros, compuesto en versículos que evocan desde su título la expedición de los diez mil que narró Jenofonte, un experimento verbal a la vez que una revisión de la escritura épica en una época de víctimas sin héroes:

¡Tierra cultivable del sueño! ¿Quién habla de edificar? -He visto la tierra distribuida en vastos espacios y mi pensamiento no se ha distraído del navegante.


Diplomático de oficio hasta la invasión de Francia por los nazis, huyó a Estados Unidos en 1940 y allí rompió el largo silencio poético que mantenía desde la publicación de Anábasis.

Empezó así, de 1941 a 1946, su época más fecunda, en la que escribió varios poemas largos: Exilio, Lluvias, Nieves, Poema a la extranjera, Vientos y Mares, “texto de madurez del poeta”, como señalan los editores, en el que “retoma la continuidad del relato iniciado en Anábasis: 
 
Me llamaron el Oscuro, y mi discurso era la mar.

Volvió a Francia en 1957 y en 1960 recibió el Premio Nobel. Ese mismo año publicó Crónica, poema de la vejez, un poema que resume su existencia poética y condensa su visión cosmológica con la fusión de lo terrenal y lo aéreo. Comienza con estas palabras:

Henos aquí, vejez. Frescor del atardecer en las alturas, brisa de altamar sobre todos los umbrales, y al desnudo nuestras frentes por más amplias cuencas…

Desde sus primeros libros hasta los finales Pájaros o Canto para un equinoccio, Perse es un poeta de la celebración del universo y el hombre, de selvas y montañas, mares y desiertos, vientos y lluvias contempladas con la mirada extranjera que se impone en su poesía desde Exilio.

Tradiciones orales y escritas, orientales y occidentales convergen en la formación del mundo poético de Saint-John Perse, en el que se funden la historia y el mito, la leyenda y la profecía, la naturaleza y la historia, los paisajes y las civilizaciones, lo terrestre y lo celeste, la luz y la oscuridad para proponer la reconstrucción de un relato que dé sentido al mundo con su prosa dilatada y sus versículos desbordantes, porque -señalaba en La ciencia poética- “cuando las mitologías se desvanecen, lo sagrado encuentra en la poesía su refugio; y quizá su relevo.”

Jorge Zalamea, uno de los mejores traductores de su poesía al castellano, afirmaba que “es difícil, si no imposible, descubrir las fuentes próximas o remotas de la poesía pérsica. No hay un estilo, ni siquiera un tono en la poesía europea posterior a la Edad Media, que pueda emparentarse al suyo. Es preciso llegar a los grandes textos antiguos: Píndaro, el Libro de los muertos de los egipcios, ciertas crónicas de corte babilónicas, el Antiguo Testamento, Tácito y acaso, más reciente la historia secreta del pueblo mongol, determinados anales chinos y algunas poesías africanas, para encontrar el mismo tono, el mismo ritmo externo e interno del versículo, determinadas y antiquísimas formas gramaticales, la copiosa enumeración censal y catastral y la floración inesperada de la metáfora irremplazable. No se crea, por esto, que la poesía de Saint-John Perse es arcaizante. Por el contrario: brota como un agua viva, transparente y tumultuosa pero que acarrea todos los sabores, olores y colores de los profundos senos de los cuales fluye y de las diversas comarcas que su corriente recorre.”

Entre el poema en prosa de Anábasis, en donde se exploran los límites de la épica y la lírica, y los largos versículos de Lluvias, Nieves, Vientos o Mares, la poesía irracionalista y telúrica de Saint-John Perse, deslumbrante y opaca, enigmática y torrencial, está poblada por imágenes visionarias y por una densidad deslumbrante de metáforas y asociaciones libres, por la constante celebración verbal que tiene como eje de referencia la integración del universo y la historia, del tiempo y el espacio, de la eternidad y la naturaleza en una elaborada cosmogonía polifónica donde el futuro se impone al pasado, lo abierto y lo dinámico a lo cerrado y lo quieto, la velocidad de la nueva civilización a la inmovilidad de lo antiguo:

...Impetuosos fueron los vientos sobre la tierra de los hombres -enormes vendavales en acción entre nosotros,
Que entonaban el horror de vivir, y nos cantaban el honor de seguir viviendo, ¡ah!, nos celebraban y nos cantaban en las más altas cúspides del peligro,
Y con las zampoñas de la desdicha nos conducían, hombres nuevos, hasta las más novedosas formas.


La obra de Perse se levanta sobre la afirmación de la realidad, sobre la celebración de la poesía y del hombre, sobre la búsqueda de revelaciones de sentido, porque “la verdadera poesía -añade- es en realidad palabra escuchada; no algo que decimos, sino algo que nos habla.”

Por eso, intentar reducir la poesía inspirada, oracular y visionaria de Saint-John Perse a una etiqueta o caracterizarlo como superrealista es reconocer la insuficiencia crítica en su abordaje, porque su obra funda un universo poético y lingüístico inclasificable, un mundo estético propio que constituye una de las aventuras espirituales y estéticas más admirables de la poesía del siglo XX.
 
Santos Domínguez


19 marzo 2021

Trakl. Poesía completa



 Georg Trakl.
Poesía completa.
Traducción y prólogo 
de José Luis Reina Palazón.
Editorial Trotta. Madrid, 2020.

GRODECK 
 
En la tarde resuenan los bosques otoñales 
de armas mortales, las áureas llanuras
y lagos azules, sobre ellos el sol
rueda más lóbrego; abraza la noche 
murientes guerreros; la queja salvaje
de sus bocas destrozadas.
Pero silente se reúne en los prados del valle
roja nube, allí habita un Dios airado
la sangre derramada, frescura lunar;
todos los caminos desembocan en negra putrefacción.
Bajo el áureo ramaje de la noche y las estrellas
oscila la sombra de la hermana por la arboleda silenciosa
al saludar los fantasmas de los héroes, las cabezas sangrantes; 
y suenan suave en el cañar las oscuras flautas del otoño.
¡Oh duelo tan orgulloso! Oh altares de bronce,
a la ardiente llama del espíritu nutre hoy un inmenso dolor, 
los nietos no nacidos.

Ese magnífico texto, que condensa la traumática experiencia de Georg Trakl (Salzburgo, 1887- Cracovia, 1914) en el frente de Grodeck, es el último que escribió y forma parte de la edición de su Poesía completa que publica Trotta, con traducción de José Luis Reina Palazón, que escribe en el prólogo (“La vida breve de Georg Trakl”): “Nada es aditivo ni superfluo en la obra central de Trakl. La forma es severa y grandiosa porque concentra imagen y sonido en una realidad significativa más allá tanto de los datos inmediatos como de un uso simbólico habitual.[...] De ahí que sea el contraste entre belleza sonora y sensitiva y el trágico sentido de su significado lo que deja en el lector la impronta de una autenticidad profunda y espléndida, silenciada hasta entonces, en un mundo extrañamente oculto y evidente.”

Junto a Celan y Rilke, Georg Trakl es uno de los poetas esenciales de la lírica en lengua alemana del siglo XX. Con una producción corta, enmarcada en el primer expresionismo alemán, que como todos los movimientos consistentes no es sólo una corriente estética, sino una forma de entender el mundo, la obra de Trakl es un claro exponente del irracionalismo y de las poéticas contemporáneas que proponen la distorsión onírica y visionaria de la realidad y de la sintaxis. 
 
“El Hölderlin del siglo XX” le ha llamado más de un crítico a Trakl, un poeta que deslumbraba a Wittgenstein, que fue su protector y escribió sobre él: “No llego a entender la poesía de Trakl, pero su lenguaje me deslumbra.” 
 
Poeta más visionario que hermético, Trakl vivió menos de treinta años, cultivó el malditismo y se enganchó al alcohol y a las drogas, a las que tenía fácil acceso por su profesión de farmacéutico. Publicó su primer libro de poemas en 1913 y, cuando murió en Cracovia en 1914 de una sobredosis de cocaína, tenía en imprenta Sebastián en sueño y estaba al borde de una depresión aguda. Su vida breve y problemática explica, junto con el ambiente de su época, lo extraño de su poesía, enraizada en el simbolismo francés de Baudelaire y Rimbaud y en el Hölderlin más perplejo y enigmático, emparentada con la actitud de prosistas como Kafka y Walser ante el sinsentido del mundo o con Hofmannsthall frente a la crisis del yo y del lenguaje. 
 
Órfica y crepuscular, con paisajes desolados, solitarios y habitados por la nieve y la noche, la de Trakl es una poesía que explora siempre los límites del sentido y de la realidad a través de una palabra que sale del silencio vaciada de sus valores referenciales y pragmáticos para construir la imagen desolada de un mundo en sombras. Como en este alucinado De profundis:
 
Hay un campo de rastrojos donde cae una lluvia negra.
Hay un árbol pardo que está allí solo.
Hay un viento silbante girando entre chozas vacías.
Qué triste es esta tarde.
 
A la vera del caserío
recoge aún la dulce huérfana escasas espigas.
Sus ojos redondos y dorados pacen en el crepúsculo
y su seno anhela al esposo celeste.
 
De vuelta al hogar
encontraron los pastores el dulce cuerpo
podrido en el espino.
 
Una sombra soy yo lejos de oscuras aldeas.
Silencio de Dios
bebí en la fuente del bosque.
 
Frío metal huella mi frente.
Arañas buscan mi corazón.
Hay una luz que se apaga en mi boca.
 
De noche me encontré en un brezal,
erizado de costra y polvo de estrellas.
En los avellanos
sonaron de nuevo ángeles cristalinos.
 
De ahí que, como en Hölderlin, otro poeta lunático, en su poesía sea más importante el proceso poético mismo que el resultado del poema. Un proceso que desemboca en una poesía del fragmento, porque ese era el signo de aquellos tiempos, de búsqueda y disolución del sentido. Una poesía erigida sobre la reiteración verbal y sobre imágenes desconcertantes que revelan a un hombre desconcertado y aluden a un mundo tan incomprensible como la imaginería que intenta no reproducirlo, sino expresarlo. Su visión terminal de un mundo en crisis provocó estas palabras de Rilke: “La poesía de Trakl es un objeto de existencia divina, para mí el más conmovedor de los lamentos ante un mundo imperfecto.”
 
Pocos poetas tan abismales y extraños como él, en quien la poesía es una forma de expiación de la culpa autodestructiva, una respuesta imposible al caos de un mundo opaco ante el que fracasa todo intento de explicación y desciframiento. Con dolorosa lucidez, expresó con sus imágenes nocturnas y lunares la imposibilidad de expresar lo inefable, de comprender lo incomprensible.
 
Adelantado a su tiempo, Trakl fue el autor de una obra tan breve como intensa, cuya influencia ha ido creciendo desde la publicación póstuma de su libro Sebastián en sueño, en 1915. Por eso estas palabras de Oscar Wilde parecen pensadas para él: “Hay dos clases de artistas. Unos traen respuestas y otros preguntas. Hay obras que esperan largo tiempo antes de que se las pueda comprender, pues traen respuestas a preguntas que aún no han sido formuladas.”
 
Hugo Mujica escribió sobre la poesía hiriente y fascinante de Trakl un memorable ensayo, La pasión según Georg Trakl, con párrafos como estos: “Tal como uno de esos pálidos ángeles de mármol que se emplazan sobre los sepulcros, como un pálido mensajero sobre las ruinas del fin de una época, Georg Trakl se alza como el testigo —testigo, partícipe y víctima— de la imposibilidad de nuestro tiempo: encarnar el alma en el mundo. 
Trakl miró la vida y vio la muerte, por eso escribió, para vivir. Para dejarnos lo que fue esa vida: su obra.”
 
Canto del retraído se titula significativamente una de las secciones más conmovedoras de Sebastián en sueño, que tiene como eje este poema:
 
CANTO DEL RETRAÍDO

Todo armonía es el vuelo de las aves. Los verdes bosques
se han reunido en la tarde junto a más tranquilas cabañas;
los cristalinos prados del corzo.
Algo oscuro calma el murmullo del arroyo, las húmedas sombras
y las flores del verano, que tan bello tintinean al viento.
Ya es crepúsculo en la frente del hombre pensativo.
 
Y una lamparita se enciende, la bondad, en su corazón
y la paz de la cena; pues consagrados están el pan y el vino
por las manos de Dios, y te mira desde ojos nocturnos
silente el hermano, que así reposa del camino de espinas.
Oh, morar en el azul de alma de la noche.
 
Amoroso también abraza el silencio en la estancia las sombras de los mayores,
los martirios purpúreos, queja de una gran estirpe
que piadosa ahora acaba en el nieto solitario.
 
Pues más radiante siempre despierta de los negros minutos del delirio
el paciente en el umbral petrificado
y poderosos lo envuelven el frío azul y el declinar luminoso del otoño,
 
la casa silente y las sagas del bosque,
mesura y ley y los caminos lunares de los retraídos.
 
Ese poema es una muestra muy significativa de su obra subyugante en la que el atardecer y el sueño, la melancolía y la noche, la destrucción y la muerte, el silencio y la música y el paisaje de otoño son los motivos insistentes que evidencian, más que un mero interés temático, una modulación espiritual, la grave entonación de una poesía de tonalidades azules y oscuras que, pese a todo, transmiten al lector una rara armonía. A esa misma sección de Sebastián en sueño pertenece este otro poema:
 
CANTO DE UN MIRLO PRISIONERO
Negro aliento en verdes ramas.
Florecillas azules rodean la faz
del solitario, el paso de oro
moribundo bajo el olivo.
Se alza la noche batiendo ebrias alas.
Tan suave sangra la humildad,
rocío que lento gotea del espino florido.
La misericordia de brazos radiantes
abraza un corazón quebrantado.
 
El mirlo que canta en ese y en otros textos de Trakl es padre del que sigue cantando en Zagajewski, que dijo una vez una frase definitiva que se podría aplicar también a esta poesía: “El poeta está vinculado a los muertos.” Como en este estremecedor poema:
 
AL MUCHACHO ELIS
 
Elis, cuando el mirlo en el negro bosque llama,
es tu declinar.
Tus labios beben el frescor de la fuente azul de las rocas.
 
Deja si tu frente sangra suave
antiguas leyendas
y el oscuro sentido del vuelo de las aves.
 
Pero tú entras con tiernos pasos en la noche
que cuelga cargada de uvas purpúreas,
y más bellos mueves los brazos en el azul.
 
Un espino suena,
donde están tus ojos lunares.
Oh, hace tanto tiempo, Elis, que has muerto.
 
Tu cuerpo es un jacinto
en el que un monje hunde los céreos dedos.
Una negra gruta es nuestro silencio
 
de la que sale a veces un manso animal
y deja caer lentos los pesados párpados.
Sobre tus sienes gotea negro rocío,
el último oro de estrellas declinantes.
 
Sigue oyendo el lector en estos poemas la campana que sonaba en los atardeceres de Hölderlin en un paisaje que es el mismo que el de Trakl, mientras lo sobrevuela el mismo ángel terrible que oiría a la orilla del mar Rilke, que escribió que “en la obra de Trakl la caída es excusa para la ascensión imparable”, como recuerda Reina Palazón al final de su prólogo.
Santos Domínguez


17 marzo 2021

Italo Calvino. El escritor que quiso ser invisible


Antonio Serrano Cueto.
Italo Calvino. 
El escritor que quiso ser invisible.
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2020.

“Escribir una biografía de Italo Calvino es traicionar de algún modo su idea, a menudo repetida en sus cartas y entrevistas, de que la vida de un escritor no tiene importancia, pues lo sustancial es su obra. Y es que siempre tuvo una relación compleja -‘neurótica’ escribió- con la biografía. Rechazaba las concesiones fáciles a la nostalgia y al sentimentalismo, la complacencia narcisista. Llegó a afirmar que su única biografía posible era política y donde la política terminaba, no quedaba nada que contar. Esta negación de la memoria emotiva se explica por razones de preferencia literaria, pero también por su carácter introvertido, discreto y pudoroso, el mismo que convertía en un martirio para él el acto de hablar en público; más aún si debía hacerlo improvisando, porque la inmediatez de la expresión oral, a diferencia de la escritura, no le permitía enmendar si se equivocaba o no quedaba satisfecho. Se sentía mejor lejos de las miradas, al margen de los focos. Le gustaba presentar su vida en París como el retiro voluntario de un ermitaño. Fue su deseo en aquellos años ser un escritor invisible, como sus bellas ciudades con nombre de mujer”, explica Antonio Serrano Cueto en la introducción de la magnífica biografía de Italo Calvino con la que obtuvo el Premio Domínguez Ortiz de biografías que convoca y publica la Fundación José Manuel Lara.

El bien articulado conjunto, sustentado en la amplia bibliografía final y en un amplio aparato de notas, refleja la evolución vital y literaria, estética y moral de Italo Calvino y traza un panorama global de la escritura y el pensamiento de uno de los escritores más lúcidos e inquietos de la segunda mitad del siglo pasado, cuyo universo se mueve entre el realismo y lo fantástico, entre el testimonio y la alegoría, la meditación teórica y el experimento narrativo, entre la naturaleza y la historia, la narrativa y el ensayo -con especial relevancia de sus clarividentes Seis propuestas para el próximo milenio.

Una aproximación profunda y rigurosamente documentada a la vida y la obra de uno de los escritores imprescindibles de la segunda mitad del siglo XX, creador de un mundo literario inconfundible y consistente que oscila entre el neorrealismo y la literatura fantástica, entre el compromiso político y la reflexión sobre la literatura, entre lo cotidiano y lo extravagante, y se alimenta por igual del sentido crítico y el humor irónico, de la verosimilitud y la imaginación.

Desde su juventud partisana a su abandono de la militancia, del neorrealismo de El sendero de los nidos de araña, su primera y vacilante novela, en la que evoca su actividad como resistente, a la fábula alegórica y el relato fantástico, con una primera cima narrativa que es su asombrosa trilogía Nuestros antepasados (El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente), su paso por Estados Unidos y París antes de instalarse en Roma, de trabajar como lector en Einaudi y publicar los cuentos galácticos de Las cosmicómicas o las historias cruzadas y barajadas de El castillo de los destinos cruzados, antes de llegar a la magia poética de Las ciudades invisibles, seguramente su cumbre literaria, a la experimental Si una noche de invierno un viajero y a la autobiográfica y testamentaria Palomar.  

Así resume Serrano Cueto el enfoque de su investigación:

Un libro que se propone este objetivo debe confrontar necesariamente los datos desde una variada perspectiva: biográfica, literaria, cultural e histórica. Este ha sido, pues, el propósito: por un lado enhebrar la peripecia vital y el decurso literario -mediante mi propia lectura crítica de su obra completa- y, por otro, analizar ambos a la luz de las transformaciones históricas y los movimientos culturales de los que Calvino fue testigo y partícipe. Porque solamente así es posible apreciar la tupida red de acontecimientos y relaciones personales que envuelven al biografiado desde su nacimiento.

Santos Domínguez 


15 marzo 2021

Steiner. Un lector


 George Steiner. 

Un lector. 

Siruela. Biblioteca de ensayo. 

Madrid, 2020



“El crítico cita estratégicamente con objeto de transmitir su idea, de alcanzar una convincente economía. Su crítica es una recapitulación con fines judiciales; las citas son las pruebas que presenta como evidencia. Si la crítica filosófica es una rama de la estética, la crítica performativa o mimética es una de las múltiples formas de la retórica aplicada. Cabría decir que, grosso modo, esta forma abarca nueve décimas partes del oficio. Se extiende desde el iceberg constituido por la masa de la crítica diaria —el “crítico de arte”, el “crítico literario”, en los medios de prensa— hasta indiscutibles pináculos de representación y recapitulación judiciales tales como el discurso de Samuel Johnson sobre Shakespeare o el de T. S. Eliot sobre Dante. Pero puede ser que lo que Eliot dijo sobre Dante sea crítica inspirada, mientras que lo que dijo Mandelstam sobre Dante sea “lectura”.
Muy a menudo esta clase casi ubicua de crítica tiene por motivo el elogio. La finalidad del acto de la visión organizadora es potenciar la fortuna, reforzar el impacto de una obra o movimiento dados. En su autoritaria inocencia, el término comunista agitprop da en el clavo. Describiría la polémica de Zola en defensa de Manet, la de Pound en la del modernismo. Cada uno de estos observadores es, en el ejemplo dado, un virtuoso de la celebración. La categoría contrastiva es la de un distanciamiento crítico calculado (“motivado”) para reducir, incluso erradicar el objeto: ocasionar, por ejemplo, su retirada de los planes de estudio, de la galería pública al sótano. Aunque antitéticos en sus fines, la defensa o el castigo festivos son parte general de la clase de práctica crítica “presentacional” o performativa”, escribía George Steiner en «Critico» / «Lector», uno de los textos que forman parte de Un lector, una amplia antología panorámica que preparó él mismo y que, aunque se publicó en 1984, permanecía inédita en español hasta su aparición reciente en Siruela.

Una retrospectiva que seleccionó el propio Steiner sobre las primeras etapas de lo que entonces era una obra en marcha que se había iniciado en 1960 con un libro dedicado a Tolstói y Dostoievski, del que dice en el Prefacio de esta recopilación en 1983: “Aunque por entonces no podía saberlo, la convicción de la que surgió aquel primer libro, esto es, que la crítica literaria y filosófica seria proviene de «una deuda de amor», que escribimos acerca de los libros o la música o el arte porque «un instinto primordial de comunión» nos impulsa a comunicar y a compartir con los demás un enriquecimiento incontenible, iba a ser la raíz de toda mi enseñanza y mi obra posteriores.”

Lo subtituló provocadoramente “Ensayo según la vieja crítica”, en respuesta a la separación entre texto y contexto que estaba promoviendo por entonces la llamada Nueva crítica. Porque ya en ese primer libro Steiner presta una enorme atención al fondo ideológico, filosófico, social o religioso de los textos y no sólo a su construcción como artefacto lingüístico.

Esa es una línea crítica por la que Steiner seguirá transitando en todos sus libros con “un entendimiento de la literatura como una ‘humanidad central’”, con una mirada trascendente en la que se implican mutuamente la ética y la estética. Ese papel fundador de su primer libro lo percibe él mismo y lo destaca con estas palabras:

“El fundamento de esta discrepancia y cierta anticipación de lo que nos aguarda cuando el estudio y la lectura de la literatura se desgajan de la historia, de la historia del lenguaje y de la ética del sentido común ya se encuentran en Tolstói o Dostoievski. Es posible que este haya sido el más oportuno de mis libros.”

Entre ese primer ensayo y En lo profundo del mar, con hitos intermedios como La muerte de la tragedia -uno de sus libros más celebrados, sobre “aquellos dramas que llegan hasta el corazón de la noche para quedarse”-, Lenguaje y silencio, Después de Babel («pésimo libro, que es también, ay, un clásico», como lo saludó un reseñista obtuso; “condena que se lleva con agradecimiento”, decía un sarcástico Steiner) o Sobre la dificultad y otros relatos, el sabio lector y crítico que ya era Steiner en 1983, cuando escribe el prefacio, organiza esta selección en torno a cinco ejes: El acto crítico, Lecturas, Obsesiones, Cuestiones alemanas y Lenguaje y cultura.

Y en todos estos textos, que afronta con ejemplar mirada autocrítica, porque “esta recopilación no puede sino dejarme con una idea más clara de las ocasiones perdidas”, Steiner se muestra crecientemente como maestro de lectura, como se definió a sí mismo. Un lector. Un maestro.

Un lector. Ningún título mejor que ese para resumir lo que representa la imprescindible figura de George Steiner, uno de los pocos faros fiables para orientarse en el confuso y agitado panorama crítico de la posmodernidad. Ejemplo y lección de un grande.

Santos Domínguez

12 marzo 2021

Simic. Poesía (1962-2020)


Charles Simic.
Poesía (1962-2020).
Edición y prólogo de Nieves García Prados. 
Traducciones de Nieves García Prados y Juan José Vélez.
Valparaíso Ediciones. Granada, 2020.

Barquito mío,
ten cuidado.
 
no hay
tierra a la vista.

Ese breve poema, El viento ha muerto, es uno de los cuatro inéditos de Charles Simic que, cedidos por el autor para esta publicación, se incorporan a la edición de su Poesía (1962-2020), que publica Valparaíso con un prólogo de Nieves García Prados y traducciones de Nieves García Prados y Juan José Vélez.

Casi sesenta años de escritura se reúnen en este generoso volumen que ofrece la más amplia muestra en español de la poesía de Simic, uno de los poetas contemporáneos esenciales, que -como recuerda Nieves García Prados- “siempre ha sido considerado por la crítica literaria un poeta norteamericano, y de hecho siempre ha escrito en inglés pese a que su lengua materna es el serbo-croata y a que llegó a los Estados Unidos siendo un adolescente, procedente de Serbia.”

Poesía directa, de línea clara, pero rica en matices, en sugerencias y en connotaciones, porque tras su aparente transparencia se encuentra siempre una enorme profundidad, una honda carga meditativa, una desolación ante el tiempo y el mundo que a veces se oculta bajo una distancia irónica o humorística, pero que no disimula otras veces su esencial carácter elegíaco. Así ocurre en el estremecedor y visionario Guerra:

El dedo tembloroso de una mujer
recorre la lista de víctimas
la noche de la primera nevada.

La casa está fría y la lista es larga.

Todos nuestros nombres están incluidos


En Simic el lirismo brota de lo intranscendente, el misterio de lo imprevisible acecha en lo cotidiano y la anécdota es el motor de una indagación profunda en la realidad, el cimiento de su manera de entender el mundo.

Hay en su poesía un movimiento constante desde la descripción a la reflexión, desde la mirada a la palabra, desde la experiencia autobiográfica o el recuerdo trivial a la parábola de sentido universal. Así evoca el año de su nacimiento en uno de sus poemas más conocidos:

MIL NOVECIENTOS TREINTA Y OCHO

Fue el año en que los Nazis invadieron Viena,
Superman debutó en Action Comics.
Stalin mataba a sus camaradas revolucionarios,
abrieron la primera Dairy Queen en Kankakee, III,
mientras en la cuna yo me orinaba en los pañales.

“Seguro que fuiste un precioso bebé”, cantaba Bing Crosby.
Un piloto a quien los periódicos llamaron 
     “El despistado Corrigan”
despegó de Nueva York hacia California
y aterrizó en Irlanda, mientras yo veía a mi madre
sacarse el pecho de su bata azul y acercarse a mí.

En septiembre hubo un huracán que hizo que un teatro
en Westhampton Beach acabara en el mar.
La gente temía que fuera el fin del mundo.
Un pez que se creía extinguido desde hace más de setenta millones de años
apareció en una red en la costa de Sudáfrica.

Yo estaba tumbado en mi cuna mientras los días
eran cada vez más cortos y fríos,
y la primera gran nevada cayó de noche
silenciando las cosas en mi habitación.
Creo que entonces me oí llorar por mucho, mucho tiempo.


Exploración en la memoria y voluntad interrogativa, reflexión e imaginación se combinan en estos poemas que indagan en los secretos de la identidad, en la soledad y la incomunicación, en el enigma de lo cotidiano.

“Todo ello -explica Nieves García Prados en su prólogo- le ha llevado a convertirse en un defensor de una poética donde “menos es más”, con imágenes salvajemente impredecibles y un estilo conciso, plagado de elipsis y metáforas sorprendentes.”

Y es que la simplicidad engañosa de su estilo narrativo y su tono conversacional persigue la movilización de los sentidos a través de imágenes visionarias y metáforas inesperadas que revelan su estirpe surrealista en el cruce de lo interior y lo exterior, de lo real y lo irreal que anticipaba la cita de Wallace Stevens que puso al frente de uno de sus libros, El señor de las máscaras: “Todo lo irreal puede ser real.”

Los poemas de Simic, conmovedores más allá de su superficie trivial, nacen de un difícil equilibrio entre la celebración y la tristeza, entre la mirada meditativa y la iluminación simbólica sobre una realidad en la que se cruzan lo trágico y lo cómico. Conviven en ellos en distintas proporciones la imaginación y la descripción, entre lo figurativo y lo visionario, entre la melancolía y el ingenio.

Se trata en todo caso de una imaginación más ligada a la construcción alegórica que surge de lo cotidiano que al relámpago de la metáfora para expresar la profundidad emocional con la que Simic observa el paisaje y evoca la infancia o proyecta su mirada compasiva a la vez hacia fuera y hacia dentro para hablar de la fugacidad y la muerte o de la opacidad del mundo, como en este El futuro, que bajo la superficie descriptiva del detalle intranscendente contiene una enorme y oscura carga simbólica de profundidad:

Debe de haber un motivo para que se nos oculten
sus muchas sorpresas,
y puede que tenga que ver
o con la compasión o con la maldad.

Sé que la mayoría de nosotros lo tememos,
y seguramente eso explique
que no hayamos sido debidamente presentados,
aunque seamos vecinos

que se chocan a menudo
por accidente y luego se quedan ahí
sin palabras y avergonzados,
antes de fingir que nos habíamos distraído

por algún niño que caminaba hacia la escuela,
o una paloma picoteando una pizza
junto al coche fúnebre con la corona de flores
estacionado frente a una pequeña iglesia gris.
 
Santos Domínguez





10 marzo 2021

El gran Gatsby

F. Scott Fitzgerald.
El gran Gatsby.
Edición de Juan Ignacio Guijarro.
Traducción de María Luisa Venegas.
Cátedra Letras Universales. Madrid, 2021.

“Casi cien años de soledad” titula Juan Ignacio Guijarro el extenso estudio introductorio que abre su edición de El gran Gatsby, que publica Letras Universales Cátedra con traducción de María Luisa Venegas.

Cuando está a punto de cumplir un siglo -se publicó en 1925-, El gran Gatsby se ha convertido en una novela canónica en Estados Unidos, hasta el punto de que en 1998 figuraba en la lista de las cien mejores novelas del siglo XX de la Modern Library en la segunda posición, sólo superada por el Ulysses de Joyce.

Y si este es uno de esos títulos que han ido creciendo con el paso del tiempo hasta convertirse en un clásico contemporáneo, su protagonista, Jay Gatsby, “se ha erigido -como recuerda la Introducción- en uno de los personajes más icónicos de las letras estadounidenses, junto al capitán Acab, Huckleberry Finn, Willy Loman, Blanche Dubois o Lolita, entre otros.”

Scott Fitzgerald la escribió en Francia en una época complicada, marcada por los problemas personales en la relación con su mujer, Zelda Sayre. Sometido a la presión de ese conflicto sentimental, el autor proyectó su propia situación en la del protagonista en su difícil relación con Daisy.

Lo reconocía el novelista en un texto autobiográfico que escribió años después. Decía allí Scott Fitzgerald de su personaje, Jay Gatsby: “Es lo que siempre fui: un joven pobre en una ciudad rica, un joven pobre en una escuela de ricos, un muchacho pobre en uní club de estudiantes ricos, en Princeton. Nunca pude perdonarles a los ricos el ser ricos, lo que ha ensombrecido mi vida y todas mis obras. Todo el sentido de Gatsby es la injusticia que impide a un joven pobre casarse con una muchacha que tiene dinero. Este tema se repite en mi obra porque yo lo viví.”

Probablemente a esas alturas ya había comprendido que, de la misma manera que Gatsby traza su propio destino autodestructivo -sin saberlo, como un protagonista de tragedia clásica-, en esa novela había prefigurado también lo que sería su sino trágico.

Como todas las novelas clásicas, lo que plantea El gran Gatsby es la relación conflictiva entre el protagonista y el mundo. De Cervantes a Proust y de Dickens a Joyce o a Kafka, esa mirada a la sociedad en relación con el individuo es un elemento que forma parte de la raíz del relato largo.

Y esa característica es la que fundamenta la vigencia de El gran Gatsby: la crítica social de un mundo frágil y superficial, el de los felices veinte y el fracaso del sueño americano. Porque, por debajo de su superficie melodramática, sentimental y folletinesca y más allá de su desenlace truculento, esta novela es la más acabada representación del ambiente americano de los años veinte -la edad del jazz  (así tituló su segunda colección de cuentos) y la ley seca, los gansters  y el dinero fácil de los nuevos ricos-, con su rara y explosiva mezcla de vitalismo y decadencia, de miseria y lujo.

Un mundo que acabaría estallando en el crack del 29 y la Gran Depresión, cuatro años después de la aparición de esta obra que de alguna forma profetizaba su desenlace con el reflejo de aquella rara combinación de lujo y violencia.

Porque eso es lo verdaderamente importante de esta novela: la atmósfera social y humana de West Egg, en Long Island, que evoca el narrador, Nick Carraway, un excelente hallazgo técnico que acredita la solvencia narrativa de Scott Fitzgerald, desde las primeras, inolvidables, frases del libro:

Siendo yo joven y vulnerable, mi padre me dio un consejo que me ronda aún en la cabeza.
-Cuando te apetezca criticar a alguien -me dijo-, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú.

El mundo de El gran Gatsby es un mundo de apariencias y de imposturas, un festival de máscaras en el que nadie es lo que parece, empezando por el propio protagonista, que oculta su pasado oscuro, se inventa una biografía presentable y cambia su nombre real -James Gatz- por el más elegante Jay Gatsby.

Scott Fitzgerald siempre tuvo sentimientos encontrados hacia el mundo de los ricos, con los que alternó en fiestas tan dadas al exceso como las que ofrece Gatsby, un advenedizo como él en ese paraíso mundano y vertiginoso.

Son los mismos sentimientos encontrados que tiene Nick Carraway, un narrador comprensivo, bondadoso y simpático, que ha aprendido a no juzgar a nadie, hacia un Gatsby complejo y poliédrico, protagonista de una novela “elíptica, ambigua y simbólica”, como señala Juan Ignacio Guijarro en su magnífica introducción, en la que sitúa la novela en su contexto histórico, cultural y literario, recuerda la mala recepción crítica que tuvo entonces y analiza sus temas principales y sus rasgos formales más significativos: el estilo, la estructura y el punto de vista.

Ambiguo y misterioso, problemático y contradictorio, víctima o verdugo, ángel o demonio, héroe o antihéroe, Gatsby no es ni una cosa ni otra. O tal vez las dos a un tiempo, tras la cortina de humo o de niebla que difumina su contorno moral y lo convierte en un personaje opaco, siempre a medio camino entre la realidad, la imaginación y el deseo.

Pero en todo caso, como explicó lúcidamente Vargas Llosa, Gatsby es un personaje emparentado con una genealogía de personajes como don Quijote o Emma Bovary, habitantes de un mundo en el que se han borrado las fronteras entre la realidad y la fantasía, entre la vida vivida y la vida soñada y acaban asumiendo la derrota y el fracaso de sus sueños perdidos.

Y eso es lo que hace de Gatsby, por encima de su pasado turbio y su ambigüedad ética, un personaje admirable. Y lo que convierte esta novela, además de en una denuncia del clasismo, en un texto existencial y fatalista que traza la épica de la derrota, en una elegía de la autodestrucción de una época y de unos personajes que comparten con el autor esa virtud poliédrica, cambiante y hasta contradictoria que solo tienen los clásicos.

Santos Domínguez

08 marzo 2021

Kevin Prufer. Himno nacional

 
 
 Kevin Prufer.
Himno Nacional.
Traducción de Luis Ingelmo.
Prólogo de Pablo Luque Pinilla.
Bartleby. Madrid, 2021.

Fue por entonces cuando la ciudad se sumió en el silencio.
Me dijiste No me hagas daño y yo te dije Si tuviera intención de herirte, ya lo habría hecho.
Dejamos atrás una tienda decadente de escaparates brillantes como gemas.
                        Una puerta que el viento batía. Me dijiste Deja que me vaya.
Como en una película del apocalipsis, un jaleo de periódicos pasó volando a nuestro lado.
No te haré daño, te dije.
Un coche yacía muerto en la calle. Miré en su interior pero no había qué comer.
La luna creció como un imperio, después cayó como una bomba
entonces dije que era una noche perfecta para dar un paseo, que encontraríamos comida en la ciudad   moribunda para compartirla con los otros, hambrientos.
En esos días, los televisores ya no nos molestaban. Ni los helicópteros ni los focos.
La ciudad cayó como la luna en un océano -una escena funesta- y una noche la lluvia arrastró los cuerpos del cementerio.

 
Así comienza Apocalipsis, el poema que abre Himno nacional de Kevin Prufer, que publica en edición bilingüe Bartleby, con traducción de Luis Ingelmo y un prólogo en el que Pablo Luque Pinilla escribe que “el lamento pruferiano [...] se debe al estado de denuncia y expectativas de reparación de los males que el poeta percibe de una nación en la que se mira todo Occidente en el marco de una sociedad globalizada. Para ello, recurre a un escenario posapocalíptico y a las circunstancias del pasado que han conducido a dicha realidad.”

Sobre ese escenario sombrío de pesadilla y secuelas, de oscuridad, silencio y soledad, desde los presagios de la demolición entre la ceniza y la nieve, el hollín y los ataúdes, entre ese poema inicial y el dedicado al pájaro moribundo que cierra el libro, Prufer proyecta en Himno nacional una mirada desolada a las ruinas de un mundo desde el futuro posterior al apocalipsis. 
 
En sus cuarenta y dos poemas nocturnos y nevados, organizados en dos partes, más exterior la primera, más intimista la segunda, “todo está siempre / hablando” en una polifonía de voces espectrales que sin embargo crean un clima de soledad e incomunicación y componen una elegía por el colapso de una civilización, por los despojos de un paisaje de ultratumba o por los aviones abandonados en aeropuertos solitarios.

Ante ese panorama postapocalíptico, la aguda mirada del poeta, a un tiempo visionaria y crítica, oscila entre la perplejidad y el desasosiego, entre la denuncia, la impotencia y las premoniciones, entre el desconcierto y la melancolía para hablar de lluvias radiactivas y cadáveres de niñas, de soldados muertos, hospitales y cementerios.

Y en ese cruce de actitudes, Prufer se expresa con voz transparente para elaborar pequeñas escenas narrativas con potentes imágenes oníricas sobre la profecía cumplida del desastre ecológico y social, sobre un camino de destrucción que tiene su contrapunto metafórico en el pasado (el declive del imperio romano) y en un presente fantasmal que se desmorona mientras siembra las semillas de su propia aniquilación, como en el espléndido Arde la luna:

«¡Cuánta nieve!», dije, y luego: «No», 
                                                              embadurnándome 
los dedos de hollín. «No es nieve». La luna crujía y brillaba 
sobre los árboles. Una sola llamarada 
                                                          como un pétalo 
surgió de un cráter, se despegó y desapareció 
                                               
                                                       +++
                                                                          en el cielo nocturno.
Luna naranja, la luna y las chispas que caían como cigarrillos 
o diminutos imperios al suelo.
[...]
                                              las casas despertaron y derramaron 
sus luces sobre el paisaje cubierto por un manto. Mis vecinos 
se cubrieron los ojos para contemplar 
                                                             la luna que temblaba en el cielo, 
que silbaba y escupía y caía. Gimieron de pena 
                                                      
                                                            +++

y se llevaron la mano a la boca al toser. Encendieron sus radios: 
nada oyeron.
                    La noche entera pasaron viéndola despojarse de sí misma 
y encoger: níquel, llama y, por fin, agujero. Entonces se fueron a dormir.

                                                         +++

Aquí, en las provincias, apenas hay noticias.
                                                                       Somos gentes sencillas 
y vivimos medio ocultos. A la mañana siguiente paleamos la ceniza 
y nos ocupamos de nuestras cosas. Se habían hundido un par de tejados.


03 marzo 2021

El Señor Presidente. Edición conmemorativa


 Miguel Ángel Asturias.
El Señor Presidente.
Edición conmemorativa.
Real Academia Española.
Asociación de Academias de la Lengua Española.
Alfaguara. Barcelona, 2020.

“ La primera página del boom.” Así titula Gerald Martin el ensayo sobre El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias que forma parte de la edición conmemorativa de la novela publicada por la Real Academia de la Lengua, la Asociación de Academias de la Lengua Española y Alfaguara.

“Asturias -recuerda Martin en ese texto- insistía siempre en que había dado comienzo a El Señor Presidente antes de salir hacia Europa en 1924; que lo había escrito y vuelto a escribir siete (o nueve) veces; y que lo tenía terminado en forma casi definitiva antes de volver a Guatemala en 1933.”

Fue -añade Gerald Martin- “una novela única en la historia de la literatura latinoamericana”, un punto de partida de la novela de dictador latinoamericano -con el precedente del esperpéntico Tirano Banderas de Valle- y del realismo mágico, porque “sin Asturias no habría existido la perspectiva y la técnica magicorrealista de Cien años de soledad.”

Y habría que añadir que también El otoño del patriarca le debe mucho en tema, tono, ritmo y estilo a El Señor Presidente, aunque García Márquez afirmase en unas injustas declaraciones que estaba escribiendo su novela “para enseñarle a Miguel Ángel Asturias cómo se escribe una novela sobre un dictador.” Una iniquidad que se explica en el conocido ejercicio de matar al padre.

Fechada por el propio autor entre diciembre de 1922 y diciembre de 1932, entre Guatemala y París, e inspirada en la tiranía de Estrada Cabrera, El Señor Presidente se publicó en 1946, aunque la base de esta edición, canónica ya en lo sucesivo, es la versión definitiva de 1959.

Veinte años antes, en 1926, había aparecido Tirano Banderas, con la que Valle-Inclán ponía los cimientos de esa modalidad narrativa que explora la figura del dictador y el degradado contexto social y político del que surge. Por esa senda discurren algunas de las mejores novelas hispanoamericanas: Yo el Supremo, de Roa Bastos; El otoño del patriarca, de García Márquez; El recurso del método, de Carpentier, o La fiesta del Chivo y Tiempos recios, de Vargas Llosa. 

Junto con el de Gerald Martin, abren esta edición varios ensayos introductorios firmados por Uslar Pietri, Vargas Llosa, Darío Villanueva, Sergio Ramírez y Luis Mateo Díez, que concluye el suyo -'La podredumbre del poder'- señalando que “con poderosa intuición de novelista, Miguel Ángel Asturias ofrece una desoladora reflexión, que está ya inscrita como un sortilegio oscuro en el primer capítulo de su fábula, sobre el pavoroso vínculo que une al poder con la miseria, a los poderosos, desde el Señor Presidente, el auditor de guerra y Cara de Ángel, con los pordioseros, Pelele, Patahueca, Viuda, etcétera.”

Este es su memorable comienzo, que muestra la potencia renovadora de su lenguaje en una escena de mendigos En el portal del Señor:

...¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre... , alumbre... , alumbra... , alumbra, lumbre de alumbre... , alumbre... , alumbra... , alumbra, lumbre de alumbre... , alumbra, alumbre...!

Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la catedral helada, de paso hacia la plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola.

La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el portal del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían. Ni almohada ni confianza halló jamás esta familia de parientes del basurero. Se acostaban separados, sin desvestirse, y dormían como ladrones, con la cabeza en el costal de sus riquezas: desperdicios de carne, zapatos rotos, cabos de candela, puños de arroz cocido envueltos en periódicos viejos, naranjas y guineos pasados.

En las gradas del portal se les veía, vueltos a la pared, contar el dinero, morder las monedas de níquel para saber si eran falsas, hablar a solas, pasar revista a las provisiones de boca y de guerra, que de guerra andaban en la calle armados de piedras y escapularios, y engullirse a escondidas cachos de pan en seco. Nunca se supo que se socorrieran entre ellos; avaros de sus desperdicios, como todo mendigo, preferían darlos a los perros antes que a sus compañeros de infortunio.


Es la entrada en el primero de los círculos infernales a los que aludía Uslar Pietri en una estupenda aproximación crítica -'El brujo de Guatemala'- a la novela, de la que escribe: “yo asistí al nacimiento de este libro. Viví sumergido dentro de la irrespirable atmósfera de su condensación. Entré, en muchas formas, dentro del delirio mágico que le dio formas cambiantes y alucinatorios. Lo vi pasar, por fragmentos, de la conversación al recitativo, al encantamiento y a la escritura. Formó parte real de una realidad en la que viví por años sin saber muy bien por dónde navegaba.”

Cierran el volumen un epílogo (Otros poderes de El Señor Presidente) en el que se recogen las colaboraciones de los guatemaltecos Mario Roberto Morales, Lucrecia Méndez de Penedo y Anabella Acevedo, una bibliografía básica y un útil glosario de voces utilizadas en la novela, elaborados por la Academia Guatemalteca de la Lengua y la RAE.

Santos Domínguez

01 marzo 2021

Mariposas amarillas y los señores dictadores

Michi Strausfeld.
Mariposas amarillas y los señores dictadores.
Traducción de Ibon Zubiaur.
Debate. Barcelona, 2021.

Lo cierto es que en España no salían de su asombro. Había una admiración unánime por los apasionantes libros que llegaban de América Latina y que brindaban nuevos impulsos a la acartonada vida literaria de la España franquista. Al igual que a mí, ya que el viaje a Perú de 1967 cambió mi existencia de raíz. Leí relatos de Jorge Luis Borges, poemas de César Vallejo y Pablo Neruda, ensayos del intelectual peruano y militante marxista José Carlos Mariátegui, y supe de un montón de novelas maravillosas cuyos autores me eran todos desconocidos. ¿Por qué debía seguir estudiando Filología románica e inglesa, y enfrascarme en labores filológicas, cuando podía descubrir una literatura colosal? Eran obras maestras que me procuraban conciencia política, conocimientos históricos y culturales, curiosidad por el continente y un enorme placer estético. Novelas formalmente innovadoras de Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa o Carlos Fuentes contaban historias nunca antes leídas, que además revelaban a sus compatriotas datos nuevos sobre su historia que a menudo desconocían o que les eran tendenciosamente falseados. «La literatura cuenta la historia que la historia que escriben los historiadores no sabe ni puede contar», leemos en el prólogo a La verdad de las mentiras de Mario Vargas Llosa.
El éxito de las nuevas novelas espoleó la autoestima de los latinoamericanos, ya que estas obras, a las que pronto se endosó la dudosa etiqueta de «realismo mágico», despertaron entre los lectores europeos y americanos un enorme interés y una admiración por los autores, países, culturas y problemas políticos del continente. En mi caso desataron una especie de fiebre del oro y el deseo de explorar ese El Dorado literario.
[...]
Casi todo lo que veía y experimentaba me parecía una «realidad maravillosa». Debo aún más impresiones imborrables de esos años a los viajes a México y Guatemala, a Bolivia, Chile, Argentina y Brasil. Desde entonces, América Latina, esa región emocionante e inspiradora que para mí es un arca del tesoro llena de secretos, no ha dejado de cautivarme. Cincuenta años después sigo volcada en su literatura, cultura, política e historia; América Latina ha enriquecido y marcado mi vida, y he tratado de explorar esta parte del continente con curiosidad y con pasión. A ello me han ayudado viajes a casi todos sus países y un sinnúmero de libros portentosos.


Con esos párrafos evoca el boom de la narrativa hispanoamericana Michi Strausfeld en la Introducción de Mariposas amarillas y los señores dictadores, que publica Debate con traducción de Ibon Zubiaur.

Filóloga y editora alemana residente en España, experta en literatura hispanoamericana, Michi Strausfeld, que hizo su tesis doctoral sobre la nueva novela latinoamericana y Cien años de soledad, amplía en este volumen la 
mirada a toda su historia cultural.

Organizado en tres partes, la primera abarca hasta el siglo XIX de la independencia y el caudillismo y las otras dos quedan marcadas por sendas revoluciones: la mexicana, que marcó histórica y socialmente la primera mitad del siglo XX, y la cubana, que lo hizo en la segunda mitad.

En torno a esa estructura,
Michi Strausfeld elabora una aproximación amplia y apasionada que vincula a Colón y Alejo Carpentier, a los conquistadores y Carlos Fuentes, la búsqueda del Dorado e Isabel Allende, a Bolívar y García Márquez, a los caudillos y Roa Bastos, la revolución mexicana y Rulfo, la naturaleza amazónica y Vargas-Llosa, la identidad hispanoamericana y Octavio Paz, la revolución cubana y Cabrera Infante, los dictadores y Onetti, el desarrollo urbano y Cortázar, hasta llegar a los jóvenes autores y el reportaje literario y al remate con un epílogo panorámico sobre el difícil camino de las frágiles democracias hispanoamericanas en el siglo XXI.

Desde el descubrimiento -explica Michi Strausfeld-, la realidad americana “siempre fue un híbrido entre verdad e invención, entre historia y literatura, como muestran los textos de Colón y los cronistas y también el repetido tratamiento del tema por parte de novelistas, historiadores y ensayistas.”

Y por eso historia y literatura van inseparablemente unidas desde los cronistas de Indias hasta hoy en las páginas de este ambicioso volumen cuyo título alude al realismo mágico a través de una constante simbólica que recorre la obra de García Márquez y a uno de los modelos narrativos más característicos de la novela hispanoamericana desde El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias: la novela de dictador, la mejor materialización de los vínculos entre historia y narrativa. Como en ese modelo narrativo, la historia y la literatura van íntimamente relacionados en América Latina, por eso el subtítulo de este volumen es América Latina narra su historia.

Pero esa relación es también el reflejo de un llamativo desajuste, porque si los autores aparecidos entre 1960 y 1970 colocaron la novela hispanoamericana en la cima de la narrativa mundial, a la vez agudizaban el contraste entre la vitalidad de esa literatura y el subdesarrollo político, económico y social de donde surgieron aquellas novelas que abordaban la realidad hispanoamericana.

Un recorrido por Novelas que escriben la historia, el título de la introducción en la que Michi Strausfeld resume su propósito con estas palabras:

Desde hace ya más de cinco siglos hay un diálogo entre Europa y América Latina: a veces manifestó un apego mayor, a veces predominaron las esperanzas defraudadas y los intereses contradictorios y a veces se guardó silencio.
Cómo se llevó a cabo este diálogo y cómo se lleva, qué conocimientos serían deseables para que discurra al fin de igual a igual, es el tema del presente libro. Ha sido una aventura intelectual apasionante, y para ello me he basado exclusivamente en textos literarios de latinoamericanos, en ensayos, poemas y, sobre todo, en novelas que han escrito la historia y cuyo eco ha hecho historia. Espero ofrecer así un recorrido a lo largo de cinco siglos muy diversos, que mediante las voces de los autores brinde mejores conocimientos y refleje su visión del continente. Es la condición necesaria para entenderlo mejor, pues sólo así cabe reconocer la perspectiva eurocéntrica o estadounidense y quizá también logremos “descolonizar” la propia mirada y empatizar con el otro.
Los intelectuales latinoamericanos disponen de un amplio conocimiento de las culturas europeas, pero por desgracia no sucede así a la inversa, donde en lugar de hechos existen demasiadas informaciones falsas y estereotipos.


Y con esa voluntad y esa perspectiva, se propone en este ensayo un diálogo constante entre historia y literatura, porque, como señaló Sergio Ramírez, “en América Latina la historia es el sustrato de la literatura” y, en palabras de Octavio Paz, “la unidad de la desunida Hispanoamérica está en su literatura.”

Santos Domínguez