Reseñar libros malos no es sólo una pérdida de tiempo, sino también un peligro para el carácter (W.H. Auden)
25 enero 2021
Retaguardia roja
22 enero 2021
Ítaca y otros poemas
Ítaca y otros poemas.
Versión española y prólogo
de Luis Alberto de Cuenca.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.
Cuando de madrugada escuches voces
y música y cortejos invisibles
que celebran la vida entre las sombras,
no vayas a quejarte por tu suerte,
ni te refugies en tu desengaño,
ni llores por la suerte que te espera.
Lo ha dispuesto el destino: como un bravo,
saluda a Alejandría que se aleja.
No sueñas, ni te engañan los oídos:
a tan vana ilusión no te rebajes.
Lo ha dispuesto el destino: como un bravo,
como quien digno es de tal ciudad,
asómate, valiente, a la ventana,
y escucha emocionado, sin quejarte
con lamentos cobardes, y por última
vez goza con la música y las voces
que escuchas, y despide a Alejandría.
Despídete de ella para siempre.
-¿A qué esperamos todos, reunidos en el foro?
Es que hoy llegan los bárbaros.
-¿Por qué nadie trabaja en el Senado? ¿Qué hacen
sin legislar, sentados, los senadores?
Es que hoy llegan los bárbaros
y no vale la pena dictar leyes:
que las dicten los bárbaros.
No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad viajará contigo siempre.
Volverás a sus calles, y en los mismos
lugares que habitaste llegará
tu vejez. En la casa en que viviste
se teñirán de nieve tus cabellos.
Solo hay una ciudad, siempre la misma.
No busques otra fuera: no la hay.
Ni caminos, ni barcos que te lleven
a ella, pues la vida que perdiste
aquí la has arruinado en todas partes.
20 enero 2021
Angelina Gatell. Poema del soldado
Poema del soldado.
Lectura de Sandra Santana.
Bartleby Editores. Madrid, 2020.
Como ha venido haciendo con otras obras de la autora, Bartleby recupera Poema del soldado, con el que Angelina Gatell (Barcelona, 1926- Madrid, 2017) obtuvo el Premio Valencia de Poesía en 1954.
Los trece poemas del libro, escritos a finales de los 40 y principios de los 50, reflejan la experiencia traumática reciente de la guerra civil y expresan la memoria del horror vivido de cerca. Entre la Dedicatoria que abre el conjunto y el Epitafio que lo remata, los once poemas vertebrales que constituyen propiamente el Poema del soldado están puestos en boca de una voz poética que es la del sencillo campesino Miguel, que pregunta a Dios ante la muerte y la guerra en el vacío del silencio:
Es la guerra, dijeron
y entonaron sus himnos.
Los vi perderse lejos, ajenos ya, remotos.
Sus manos en mis hombros
como garfios terribles
dejaron la consigna de la sangre.
Y me dieron, Señor, este hierro que empuño.
Planteados como una contenida imprecación a la divinidad callada y ausente ante la tragedia de la guerra, estos poemas exploran desde su desasosiego religioso la relación entre la angustia de la poesía existencial y la protesta de la futura poesía social.
Una conexión que fue característica de la poesía desarraigada y que se fue perfilando en poetas como Blas de Otero y su ángel cada vez más fieramente humano. Versos como estos lo anticipan:
Que ya basta, Señor. Caiga tu mano,
sus terribles azufres,
la implacable columna de tu fuego,
destruye la injusticia del hombre contra el hombre
y edifica piadoso
-dicen, Señor, que Tú puedes hacerlo-,
aquella paz hermosa que perdimos.
Así lo resume Angelina Gatell en la introducción, escrita sesenta años después que el libro: “Mi poema quiso ser una contestación, y una petición de cuentas, digamos, desde la voz más humilde de una de las criaturas más humildes, al Dios que, inexplicablemente permisivo, había consentido el horror.”
Editado en la serie Lecturas21, lo cierra un epílogo en el que Sandra Santana afirma que “Poema del soldado emerge hoy como un libro testigo del silencio, de ese silencio que, como se ha repetido muchas veces, es también exilio sin necesidad de abandonar el lugar que uno aprendió a considerar como su origen. La poesía se muestra como el antídoto capaz de devolver al lenguaje el sentido perdido porque las antiguas palabras, pronunciadas entonces, durante los años de la dictadura, entre tanto silencio, entre tantas cosas que no podían expresarse con claridad, ya no podían significar lo mismo. Poema del soldado no es un poema político, no es un poema social, es sencillamente el poema proyectado por una mirada que se ha enfrentado a la estúpida muerte de la guerra y se ha prometido no olvidar.”
Así lo reflejan versos como estos:
Yo no entiendo sus cantos.
Yo no sé por qué luchan.
Yo no siento en mis venas la inclemente llamada
del horror circulando.
Pero sé que nos queda muy abierta la herida,
muy cansada la tierra;
que el silencio reemplaza la canción de otros días;
que los campos se cubren de ceniza y salitre,
que ni el trigo ni el hombre,
ni la rosa ni el árbol volverá a ser lo mismo.
18 enero 2021
Augurios de inocencia de William Blake
El ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en la florecilla del campo
sostener lo infinito en la palma de la mano
y poseer lo eterno en una hora apenas
El petirrojo enjaulado
pone al cielo enrabietado.
El palomar lleno de palomas y pichones
estremece el infierno por todas sus regiones
El perro hambriento en el umbral de su amo
predice la destrucción del Estado.
Aquel poeta iconoclasta y profético, en cuyos versos conviven en raro equilibrio las luces y las sombras, fundó una cosmogonía prometeica propia sobre el hombre anterior a la caída en los Cantos de inocencia y sobre el conocimiento del dolor en los Cantos de experiencia, creó una obra de enorme potencia imaginativa, murió cantando y dejó una huella importante en Yeats o en el Graves de La diosa blanca, en Cirlot, en Borges o en el Neruda más visionario de Residencia en la tierra.
15 enero 2021
Sylvia Plath. Ariel
Ariel.
Ilustraciones de Sara Morante.
Traducción de Jordi Doce.
Nórdicalibros. Madrid, 2020.
Conozco el fondo, dice. Lo conozco con mi gran raíz primaria:
es lo que temes.
No lo temo: he estado ahí.
¿Es el mar lo que oyes en mí,
sus insatisfacciones?
¿O la voz de nada, que era tu locura?
El amor es una sombra.
Cómo mientes y lloras a su paso…
Escucha, estos son sus cascos: se ha marchado, como un caballo.
Toda la noche la pasaré así, galopando impetuosamente
hasta que tu cabeza se vuelva piedra, tu almohada un pequeño césped,
sonando, resonando...
A ese poema pertenecen estos versos. Son su principio y su final:
La mujer ha alcanzado la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización;
la imagen de una necesidad griega
fluye por los pies de su toga,
sus pies
desnudos parecen estar diciendo:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
mirando fijamente desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crujen y se arrastran.
13 enero 2021
Michael Cunningham. Las horas
Todavía hay que comprar las flores. Clarissa finge exasperación (aunque adora hacer recados así), deja a Sally limpiando el cuarto de baño y sale corriendo, prome tiendo que volverá dentro de media hora.
Estamos en la ciudad de Nueva York. Estamos a finales del siglo XX.
La puerta del vestíbulo se abre a una mañana de junio tan hermosa y limpia que Clarissa hace un alto en el umbral como lo haría en el borde de una piscina, y contempla el agua turquesa que lame los azulejos, las líquidas redecillas de sol que oscilan en las profundidades azules. Como si estuviera al borde de una piscina, posterga un momento la zambullida, la rápida membrana del escalofrío, el puro sobresalto de la inmersión. Nueva York, con su bullicio y su decrepitud severa y parda, su declive insondable, produce siempre unas pocas mañanas de verano como esta; mañanas invadidas en todas partes por una afirmación de vida tan resuelta que casi parece cómica, como un personaje de dibujos animados que sufre atroces castigos sin fin y siempre sale ileso, intacto, dispuesto a sufrir más. Este junio, de nuevo, han brotado unas hojitas perfectas de los árboles que flanquean la calle Diez Oeste y que crecen en los cuadrados de tierra de la acera llenos de caca de perro y de desechos. De nuevo, en el tiesto del alféizar de la anciana que vive en la casa de al lado, lleno como siempre de mustios geranios rojos de plástico insertados en la tierra, ha brotado un pícaro diente de león.
Qué emoción, qué conmoción estar viva una mañana de junio, próspero, casi un escandaloso privilegio, y con un solo recado que hacer. Ella, Clarissa Vaughan, una persona corriente (a su edad, ¿para qué molestarse en negarlo?), tiene que comprar flores y dar una fiesta.
Así comienza el primer capítulo de Las horas, la novela en la que Michel Cunningham visita el universo literario de Virginia Woolf, de cuyo diario es la nota del 30 de agosto de 1923 que figura al frente del libro. Alude allí a Las horas -se refiere a lo que acabará siendo La señora Dalloway- como título de la obra que está escribiendo.
Y ese es el título elegido por Michel Cunningham para su novela, que Tusquets recupera ahora en español con la traducción del inglés de Jaime Zulaika.
Las horas, que se inicia con un prólogo-obertura que evoca el día de 1941 en que Virginia Woolf decide suicidarse en el río Ouse, se sostiene sobre el relato de un día en la vida de sus tres protagonistas femeninos, la señora Dalloway, la señora Woolf, la señora Brown:
Clarissa Vaughan, editora de 51 años, a la que se identifica en el libro con su homónima Clarissa Dalloway, que compra flores una mañana de junio -como la señora Dalloway al principio de la novela de Virginia Woolf- en el Nueva York de los noventa para la fiesta que ha organizado en honor de su antiguo amante Richard Brown, poeta enfermo de sida, que vive solo y aislado y la llama Señora Dalloway.
Virginia Woolf en Londres, una mañana de 1923 en la que empieza a elaborar la que sería una de sus mejores novelas, La señora Dalloway. Esa mañana escribe la primera línea: “La Señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.” También para una fiesta.
Esa primera línea la lee al inicio del capítulo siguiente Laura Brown, una joven ama de casa que veinticinco años después, en 1949, en Los Ángeles, prepara una tarta mientras piensa en la novela de Virginia Woolf y en la literatura y la imaginación como instrumentos para huir de una realidad mediocre. Es la madre de Richard Brown, con lo que se conecta su historia con la de la señora Dalloway y con la de Virginia Woolf, las otras dos protagonistas femeninas de Las horas.
En torno a esas tres mujeres se suceden en una elaborada estructura alternante los capítulos de Las horas, una demostración de inteligencia narrativa y delicadeza que se publicó en 1998 y ganó el Pulitzer a la mejor novela unos años antes de su espléndida adaptación al cine en una película protagonizada por Meryl Streep, Nicole Kidman y Julianne Moore.
El lector que conozca la obra de Virginia Woolf reconocerá con facilidad abundantes paralelismos y guiños, homenajes a situaciones y personajes que evocan a los de La señora Dalloway: aparte del nombre compartido por Clarissa Vaughan y Clarissa Dalloway, la mañana del mes de junio como referencia temporal común, el transcurso de un día que resume las vidas de los tres personajes, como ocurría en la novela de Virginia Woolf, el uso de la técnica narrativa de la corriente de conciencia, en la que se mezclan las perspectivas de los personajes, el pasado y el presente, la conciencia y la memoria para definir el perfil existencial de las tres mujeres que protagonizan la novela.
Y además una serie de temas que recorren la novela y remiten a su modelo: la libertad y la muerte, el amor y la enfermedad, el suicidio y la literatura, la lucha contra la insatisfacción, los miedos y la locura, la familia y la extrañeza ante el otro: Leonard Woolf, Dan y Richard Brown. O elementos más circunstanciales, como las flores, los espejos o los besos de mujer a mujer -entre Virginia y su hermana Vanessa, entre Laura y su vecina Kitty, o entre Clarissa y su amante Sally. Como en la novela de Virginia Woolf.
11 enero 2021
Francisco Ayala. Recuerdos y olvidos
Estos Recuerdos y olvidos (1906-2006), cuya versión definitiva acaba de reeditar Alianza Editorial en El libro de bolsillo, van mucho más allá de la simple autobiografía y contienen la conciencia lúcida y crítica de un siglo conflictivo a través de la mirada del narrador protagonista que integra en su perspectiva realidad y ficción, imaginación y memoria.
Una mirada aguda al siglo XX, a las vanguardias y el 27, a la República y la guerra civil, al exilio y al regreso. De la Granada de Lorca al Madrid de la Universidad y la Residencia de Estudiantes, de Berlín a tertulias como la de Ortega, de revistas como la de Occidente a los desastres de la guerra, al Buenos Aires efervescente de los intelectuales exiliados, a Puerto Rico y a Nueva York.
Organizadas en cuatro apartados (Del paraíso al destierro, El exilio, Retornos y De vuelta en casa), las páginas de estas memorias reflejan un siglo que vio pasar a Ayala del paraíso granadino de la infancia a la experiencia del destierro a través del brillante Madrid republicano; el duradero exilio bonaerense que dejó huellas imborrables en su vida y su acento porteño; los retornos profesorales desde Estados Unidos y los recuerdos que se intensifican a su regreso a España.
Conviven en estas páginas, escritas a lo largo de tres décadas, todas las facetas de Ayala: el escritor y el profesor, el novelista y el sociólogo, el crítico lúcido y el memorialista poco o nada autocomplaciente consigo mismo.
Coexisten también aquí la memoria y la reflexión, la realidad y la ficción a lo largo de cientos de páginas en las que un Ayala cercano conversa con el lector sobre el 27, el Berlín del nazismo, la España de la República, el exilio en Buenos Aires o la ciudad de Nueva York, sobre la creación artística, su relación con la realidad y su exigencia ética.
Y junto con las rememoraciones de hechos, decenas de retratos de personas que hacen imprescindible el índice onomástico que cierra el volumen y resumen una constelación que delimita el mundo personal, literario y ético de Francisco Ayala. Una constelación con astros mayores como Borges y Cervantes, Ortega y Unamuno, Valle-Inclán y Victoria Ocampo, Juan Ramón Jiménez y Pérez de Ayala, Azaña y García Lorca, Max Aub y Eduardo Mallea, Gonzalo Losada y Enrique Díez-Canedo.
Está en estas memorias inevitablemente el mejor talante literario de Ayala, a la altura de sus mejores novelas y sus relatos más imprescindibles, de Muertes de perro a El fondo del vaso, de La cabeza del cordero a Historia de macacos o El jardín de las delicias, que se están reeditando ahora también en la Biblioteca Francisco Ayala de El libro de bolsillo de Alianza Editorial, con motivo del décimo aniversario de su muerte.
Un Ayala directo y completo, que con intenso pulso narrativo hace un riguroso examen de conciencia en estos Recuerdos y olvidos que resumen su memoria, su vida y su literatura, en una peculiar encrucijada de la que era muy consciente en la Introducción a su primer capítulo, Del paraíso al destierro:
Claro que el problema de toda biografía radica precisamente en esto: en la conexión entre los hechos externos, objetivamente comprobables, y el sentido íntimo de la vida individual, que aun para el propio sujeto que la vive está muy lejos de ser transparente (antes al contrario, suele aparecérsele envuelto en angustiosas ambigüedades y dar lugar a perplejidades muy turbadoras). Recuerdo que Moreno Villa tituló la suya Vida en claro, y como título, no hay duda acerca de su acierto; pero, ¿puede estar en claro la vida de nadie, ni siquiera ante los ojos del poeta que, apelando a la memoria, se pone a evocar su pasado? Por lo pronto, la memoria configura siempre ese pasado en modo selectivo, descartando (es decir, olvidando) muchas cosas que pueden ser significativas y que, por serlo –justamente porque lo son, aunque tal vez de una manera dolorosa–, quedan arrumbadas en sus últimos desvanes, mientras que con tenacidad se aferra a otras, significativas también, por supuesto, a las que, en cambio, confiere un valor positivo, y las ilumina, y las destaca con énfasis. Esto, sin embargo, quizá no sea tan malo, ni deba lamentarse como mera falsificación. Puede valer como un esfuerzo cumplido desde instancias subconscientes por conferir a las experiencias pretéritas una estructura acorde con el sentido profundo de la vida personal; y si la operación se cumple en las oficinas más recónditas de la conciencia, habrá que concederle el beneficio de un presunto esencial acierto.
La memoria de un siglo agitado y complejo en un apretado volumen que remata el epílogo -La Biblioteca Francisco Ayala de Alianza Editorial: Un universo literario-, donde Carolyn Richmond destaca que “las sucesivas ediciones de Recuerdos y olvidos publicadas por Alianza Editorial [ofrecen] por una parte un reflejo, ya no ficticio sino autobiográfico, del proceso creador tantas veces recreado por el Ayala narrador en sus obras de invención; y por otra, una expresión poética-real del acto de escribir como reflejo de la vida humana.”
08 enero 2021
Antonio Machado. Yo voy soñando caminos
Yo voy soñando caminos.
Ilustraciones de Leticia Ruifernández.
Selección, introducción y notas de
Antonio Rodríguez Almodóvar.
Epílogo de Julio Llamazares.
Nørdicalibros. Madrid, 2020.
Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho.—La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio—.
Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.
Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.
La ha preparado Antonio Rodríguez Almodóvar, que termina su introducción con estas palabras:
“¿Por qué Yo voy soñando caminos?
El título elegido para esta antología ilustrada, que sigue la ruta vital del poeta (Sevilla, Madrid, Soria, Baeza, Segovia, otra vez Madrid, Valencia, Collioure) se debe precisamente a esta última reflexión. Esa doble luz de sus versos está indicando que el camino es una forma doble del pensamiento, como algo que se descubre al andar y otro algo que se sueña. Solo así podría abordarse qué quiere decir este otro fundamental aforismo machadiano:
Entre el vivir y el soñar
hay una tercera cosa:
adivínala.”
Quizá en ningún poeta español del siglo XX se fundan de manera tan inseparable vida y poesía, biografía y literatura como en Antonio Machado. Hay siempre en sus versos una reunión ejemplar de vida y obra, un equilibrio entre ética y estética que justifica el calificativo de maestro reconocido por las generaciones posteriores.
El proceso evolutivo que hay en Machado desde una nostalgia ensimismada y solitaria hasta el encuentro con los demás y consigo mismo a través del otro se concreta en “una poética del tú y del diálogo en urgente necesidad del otro, frente a la poética solipsista de la tradición española”, en palabras de Rodríguez Almodóvar.
Ese viaje desde la melancolía al compromiso, desde el límite de la propia identidad en la contemplación de las opacas galerías del alma a la alternativa de los complementarios Juan de Mairena y Abel Martín, desde el interior de sí mismo hasta el reconocimiento en el paisaje orienta la evolución machadiana desde el modernismo intimista, depurado por la influencia de Bécquer, de Soledades, al Juan de Mairena y Los complementarios, con la decisiva estación intermedia de las dos ediciones de Campos de Castilla.
Las espléndidas acuarelas de Leticia Ruifernández son un admirable complemento plástico a esta antología por la que transitan los recuerdos autobiográficos y familiares, el sentimiento del tiempo -“palabra en el tiempo” era la poesía para Machado-, el sueño y el camino -dos elementos fundamentales en su poesía, de Soledades a Nuevas Canciones- y los paisajes que evocan estas imágenes: Soria y Baeza, Segovia y Collioure, el Duero y el Guadarrama, las serrezuelas calvas, las llanuras bélicas y los páramos de asceta, los álamos castellanos junto al río y los olivares andaluces
Cierra el libro un epílogo en el que Julio Llamazares escribe: “Por mi devoción por Antonio Machado y su obra he visitado todos los sitios en que vivió y en todos he sentido la misma emoción, que es la que trasmiten sus versos, lo que habla de su capacidad poética. Volver a sentirla viendo las acuarelas de Leticia Ruifernández indica hasta qué punto la ilustradora ha captado la esencia de Machado en sus territorios y su capacidad para trasmitirla al lector del libro, más que lector contemplador como Machado lo fue del mundo en el que le tocó vivir. En la introducción de Antonio Rodríguez Almodóvar y en el apunte biográfico final se relacionan todos o casi todos: Sevilla, Madrid, Soria, Baeza, Segovia, Valencia, Barcelona y Rocafort (estos tres en mitad de la guerra civil) y Colliure, en Francia, donde murió. Un itinerario que es ya un peregrinaje poético para sus admiradores.”
06 enero 2021
Camino a Macondo
Camino a Macondo, el magnífico volumen ilustrado por Pep Carrió que publica Literatura Random House permite al lector recorrer ese itinerario de maduración con una espléndida antología subtitulada Ficciones 1950-1966, que reúne los relatos y novelas cortas de García Márquez ambientados en Macondo y anteriores a Cien años de soledad.
En el prólogo escribe Alma Guillermoprieto: “Los fantasmas se exorcizan escribiendo, y los textos que siguen son precisamente eso: la ofrenda al pasado de un talentoso joven que, como tantos otros aspirantes a escritor, se la había pasado buscando temas extravagantes para relatos únicos y geniales que en realidad resultaron incoherentes o frívolos. A partir del viaje al origen, no necesita seguir buscando. Muchos años después, se habría de acordar del momento en que, ante la pérdida, lo rescató la mirada distanciadora que lo transformó en escritor. «Nada había cambiado, pero sentí que en realidad no estaba mirando el pueblo, sino sintiéndolo como si fuera una lectura… y lo único que tenía que hacer era sentarme y transcribir lo que ya estaba ahí». Casi recién bajado del tren, corre a su escritorio de las oficinas de El Heraldo, periódico de Barranquilla del que ya era periodista estrella, y borronea las primeras páginas de La hojarasca. A la mañana siguiente, un colega y amigo encuentra a García Márquez tecleando furiosamente todavía; «Estoy escribiendo la novela de mi vida», le anuncia al amigo. En el camino a terminarla va publicando trechos del texto aquí y allá; textos que fueron recuperados para esta colección. Aparece en ellos un cura anciano y buena gente que ve fantasmas; otro, más joven y también buena gente, que hace de mediador en pleitos que son el rescoldo de la violencia partidaria que llenó el pueblo de muertos. En un relato una mujer presencia, alucinada, una lluvia torrencial que dura tres días. De un cuento a otro van apareciendo distintos personajes con nombres que nos hacen saltar como si nos encontráramos de improviso con algún viejo amigo en la estación del tren; hay Nicanores, Rebecas, Remedios, Cotes, Moscotes, Buendías. Se trata, en realidad, de diferentes historias sueltas sobre un mismo poblado, en el que en la peluquería siempre colgará un letrero que dice «Prohibido hablar de política» y al alcalde siempre le dolerá una muela. Es un pueblo que todavía carece de nombre, pero en algunos relatos se hace referencia a otro, que está sobre la misma vía del tren: Macondo.”
Todas esas ficciones son eslabones fundamentales en la construcción del universo mítico que culminará en 1967 en Cien años de soledad. Fue un largo proceso que duró casi dos décadas y del que estos magníficos relatos dan un imborrable testimonio.
En junio de 1950 había publicado García Márquez en la revista Crónica La casa de los Buendía, con el subtítulo Apuntes para una novela, el mismo que llevan La hija del coronel, El hijo del coronel y El regreso de Meme, que publicaría poco después en la misma revista en ese mismo año. Ya en ese primer texto aparece la figura del coronel Aureliano Buendía, derrotado en una de las muchas guerras civiles que perdió. Parte de estos incipientes materiales narrativos se integrarían en La hojarasca, su primera novela corta, que apareció en 1955.
Faltaban aún más de diez años para la publicación de Cien años de soledad, pero poco a poco García Márquez estaba perfilando un mundo narrativo inconfundible que asoma con fuerza en el Monólogo Isabel viendo llover en Macondo y En un día después del sábado, un relato de 1954 que aparecería años después en Los funerales de la Mamá Grande. Están ya en ese cuento Aureliano Buendía y su hermano José Arcadio, el ametrallamiento de los trabajadores del banano y una atmósfera que anticipa la de Cien años de soledad.
En La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba García Márquez fue delimitando los contornos de ese universo literario y fijando las líneas maestras que sostienen el edificio narrativo de su novela mayor.
Finalmente, en los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande, “soberana absoluta del reino de Macondo” y en la novela corta La mala hora -la inquietante novela de los pasquines, la soledad y el Padre Ángel- están las semillas de diversos episodios y personajes que tendrían un desarrollo mayor en Cien años de soledad.
A propósito de ese camino hacia Macondo que van abriendo estos relatos escribe Conrado Zuluaga en la Nota Editorial: “García Márquez sostuvo en diversas oportunidades que para escribir cada libro primero había que aprender a escribirlo, y solo entonces enfrentarse a la máquina de escribir. A él le tomó casi veinte años «vivir» en Macondo para aprender a escribir su novela Cien años de soledad. [...] Esta antología solo tiene el propósito de mostrar la progresión, la búsqueda -a través de varios textos anteriores a Cien años de soledad- de ese mundo alucinado de ficción que tiene la ambición de ser real.”
Estos relatos reflejan el proceso de conquista, más que de un territorio narrativo, de la expresión. Resumen el largo camino de García Márquez hasta encontrar el tono adecuado que se le impuso como una revelación, semejante al conocimiento del hielo, mientras conducía su coche hacia unas vacaciones familiares:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces...
04 enero 2021
Mentir es un instante
01 enero 2021
Habitar maravillosamente el mundo
Jardines, palacios y moradas espirituales
Prefacio de Tom Conley.
Frente al mundo cerrado de la Edad Media, el Renacimiento trajo una apertura de perspectivas mentales y una renovación de la mirada que se proyecta en el arte de construir jardines como forma de ver y reflejar la naturaleza, en la dimensión filosófica y teológica de los palacios y jardines del alma con los que los místicos abordaron los secretos naturales, en la mística del paisaje como invocación y búsqueda poética en fray Luis o san Juan de la Cruz, en el centelleo de plumas durante una misa celebrada por san Gregorio en lo alto de una pirámide azteca, en la mirada hacia la eternidad desde El Escorial y la sierra de Guadarrama o en la visión del infinito a través de la profundidad de la nube ascendente en El entierro del conde de Orgaz.
Y así, entre reyes y poetas, pintores y místicos, jardineros y arquitectos, sabios y alquimistas, aparece en estas páginas la mirada al jardín como utopía, como galería artística y como esperanza de la vida eterna, el paraíso cerrado para muchos y los jardines abiertos para pocos, del granadino Soto de Rojas, el itinerario alegórico y místico que guía al castillo interior de Santa Teresa, el espacio poético por el que transcurre la travesía espiritual del Cántico de San Juan de la Cruz.
Jardines donde se experimenta un nuevo arte de vivir, como la propuesta filosófica y teológica de los de la Casa de Campo, encargados por Felipe II para verlos desde el Alcázar de Madrid, o los de la Alameda de Hércules y los de la Casa de Pilatos en la Sevilla del XVI, Nueva Roma y proa hacia el Nuevo Mundo, en el México del XVII, la Nueva España, donde en el siglo XVII “más que en Sevilla, se sabe habitar maravillosamente el mundo, se sabe proseguir el sueño heroico o utópico.”
Aquella nueva mirada hacia la eternidad se concretó monumentalmente en la concepción, diseño y construcción en la sierra del Guadarrama de El Escorial -“centro geométrico y místico de España”-, donde se buscó la integración armónica del macrocosmos y el microcosmos:
Cierra el conjunto un análisis de El entierro del conde de Orgaz, en el que El Greco reflejó en las nubes “el paso de los ángeles y las almas entre dos realidades del habitar, habitar la tierra y habitar el cielo, como otras tantas órbitas en perspectiva siempre renovada, pero siempre alejada del centro infinito, cósmico y divino.”
Por eso -señala la autora en el párrafo final- “contemplar El entierro del conde de Orgaz es aprender a habitar maravillosamente el mundo a la espera de una transmutación anunciada, de un renacimiento celestial y espiritual, del fin del mundo.”
30 diciembre 2020
Roberto Calasso. El Cazador Celeste
Tomando como referencia ese lugar del firmamento entre la constelación de Orión, el cazador celeste, y su perro Sirio, un lugar donde se cruzan lo visible y lo invisible, lo humano y lo divino, Calasso propone un viaje por siglos, culturas y transformaciones, por la relación del hombre con la divinidad, el misterio y el animal.
Porque -explica Calasso- “si la constelación es un lugar arbitrario del que se cuelgan las historias, de modo no muy distinto a como los significados se cuelgan de los sueños, no será fácil explicar por qué en el mismo gajo del cielo, no solo en Grecia sino también en Persia, en Mesopotamia, en la India, en China, en Australia y hasta en Surinam, durante milenios se han visto siempre las huellas de un Cazador Celeste que no se cansaba de observar.”
Desde los orígenes paleolíticos, desde el día de veinticinco mil años en que el hombre empezó a pintar en las piedras de las cuevas a la actualidad, pasando por su relación con el mito, fundador de civilizaciones, por los misterios de Eleusis y el bosque de Artemisa, la diosa cazadora, por el culto a los animales en el antiguo Egipto, las Enéadas de Plotino, el contemplador que inventó la interioridad, o la persistencia de los mitos en el mundo contemporáneo, conviven conflictivamente en estas páginas el animal y el hombre, los dioses y los demonios.
Entre el ensayo y la narración, entre la erudición y la poesía, entre revelaciones y destellos, entre la cultura clásica y el misticismo védico, Calasso combina filología y mitología, antropología y filosofía para recrear en los catorce capítulos de El Cazador Celeste el proceso de transformación del hombre en un ser civilizado, su evolución desde lo animal a lo humano, desde la condición de la presa a la de depredador:
No existe ningún animal en cuya historia se haya producido un cambio de modo de vida tan brusco como el del hombre: de primate recolector de frutas y raíces, perseguido por depredadores, a animal omnívoro y por tanto también carnívoro, un bípedo que caza en grupo a cuadrúpedos que, en muchas ocasiones son más grandes que él. El hombre se distancia del animal adquiriendo sus poderes.
La caza transforma a los hombres en “animales metafísicos”, pero no acababa allí el camino. La caza cambió decisivamente la relación del hombre con el mundo y con la muerte: desde el animal que caza y es cazado al animal que se niega a sí mismo y se deshace de sus orígenes; desde la caza para sobrevivir al sacrificio; desde la cierva que huye a la flecha de Artemisa, la diosa de lo intacto; desde el arco y la flecha a la agricultura, la vida sedentaria y la técnica; desde el depredador al sabio; desde los mitos griegos a la máquina Enigma; desde Odiseo a los Argonautas, desde Lucrecio a Proust, desde Plutarco a Henry James, desde Ovidio a Simone Weil, pasando por Nietzsche y Heródoto, por Homero y Frazer, por Platón y Valéry.
El Cazador Celeste plantea así una peregrinación portentosa desde lo cercano a lo cósmico, desde lo onírico a lo académico a través de un recorrido iluminador por las distintas tradiciones orientales y occidentales y por las metamorfosis humanas.
Calasso teje de esa manera una historia de historias a partir del cruce de relatos y tiempos que confluyen en un centro con luces y sombras donde se reúnen la literatura y el arte, la filosofía y la ciencia, la caza y el conocimiento, el mito y la historia, lo extenso y lo intenso. Un viaje de ida y vuelta desde lo visible a lo invisible, el espacio de confluencia que comparten los muertos y los dioses:
Porque “se puede, claro, vivir sin dioses. [...] Más difícil es vivir sin lo divino. [...] Lo divino es perenne, en cuanto está entrelazado con todo lo que irrumpe. En el interior de lo que irrumpe está lo que permite el acceso a lo que no se ve. Es decir, al mundo sin límites de lo invisible.”
A esa idea, uno de los hilos conductores del libro, se vuelve en el espléndido capítulo final, El regreso a Eleusis, donde se leen estas frases:
Con esta octava entrega de su obra en marcha sobre las fuerzas de la civilización, tras títulos como La ruina de Kasch, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka, K., El rosa Tiepolo, La Folie Baudelaire y El ardor, Calasso sigue completando una monumental construcción intelectual, una de las empresas literarias más ambiciosas, profundas y brillantes que se han levantado en lo que llevamos de siglo.
Del primer libro de la serie, La ruina de Kasch, dijo Italo Calvino que su trama abarcaba todas las cosas que han sucedido en la historia de la humanidad. Algo parecido ocurre en estas páginas luminosas de El Cazador Celeste. Un libro asombroso en el que cabe el mundo, porque -escribe Calasso- “en el mito acontece todo lo que, después, se repite en la historia.”