Angelina Gatell.
Poema del soldado.
Lectura de Sandra Santana.
Bartleby Editores. Madrid, 2020.
Poema del soldado.
Lectura de Sandra Santana.
Bartleby Editores. Madrid, 2020.
Como ha venido haciendo con otras obras de la autora, Bartleby recupera Poema del soldado, con el que Angelina Gatell (Barcelona, 1926- Madrid, 2017) obtuvo el Premio Valencia de Poesía en 1954.
Era el primer libro de una autora desconocida, cuya “voz, modesta e inmadura brilló un momento en el aire turbio y enrarecido de su mundo provinciano”, como señala ella misma en la introducción -Mi vida ha cambiado, mi poesía ha cambiado - que escribió en 2010 para la reedición de esta obra.
Los trece poemas del libro, escritos a finales de los 40 y principios de los 50, reflejan la experiencia traumática reciente de la guerra civil y expresan la memoria del horror vivido de cerca. Entre la Dedicatoria que abre el conjunto y el Epitafio que lo remata, los once poemas vertebrales que constituyen propiamente el Poema del soldado están puestos en boca de una voz poética que es la del sencillo campesino Miguel, que pregunta a Dios ante la muerte y la guerra en el vacío del silencio:
Es la guerra, dijeron
y entonaron sus himnos.
Los vi perderse lejos, ajenos ya, remotos.
Sus manos en mis hombros
como garfios terribles
dejaron la consigna de la sangre.
Y me dieron, Señor, este hierro que empuño.
Planteados como una contenida imprecación a la divinidad callada y ausente ante la tragedia de la guerra, estos poemas exploran desde su desasosiego religioso la relación entre la angustia de la poesía existencial y la protesta de la futura poesía social.
Una conexión que fue característica de la poesía desarraigada y que se fue perfilando en poetas como Blas de Otero y su ángel cada vez más fieramente humano. Versos como estos lo anticipan:
Que ya basta, Señor. Caiga tu mano,
sus terribles azufres,
la implacable columna de tu fuego,
destruye la injusticia del hombre contra el hombre
y edifica piadoso
-dicen, Señor, que Tú puedes hacerlo-,
aquella paz hermosa que perdimos.
Así lo resume Angelina Gatell en la introducción, escrita sesenta años después que el libro: “Mi poema quiso ser una contestación, y una petición de cuentas, digamos, desde la voz más humilde de una de las criaturas más humildes, al Dios que, inexplicablemente permisivo, había consentido el horror.”
Editado en la serie Lecturas21, lo cierra un epílogo en el que Sandra Santana afirma que “Poema del soldado emerge hoy como un libro testigo del silencio, de ese silencio que, como se ha repetido muchas veces, es también exilio sin necesidad de abandonar el lugar que uno aprendió a considerar como su origen. La poesía se muestra como el antídoto capaz de devolver al lenguaje el sentido perdido porque las antiguas palabras, pronunciadas entonces, durante los años de la dictadura, entre tanto silencio, entre tantas cosas que no podían expresarse con claridad, ya no podían significar lo mismo. Poema del soldado no es un poema político, no es un poema social, es sencillamente el poema proyectado por una mirada que se ha enfrentado a la estúpida muerte de la guerra y se ha prometido no olvidar.”
Así lo reflejan versos como estos:
Yo no entiendo sus cantos.
Yo no sé por qué luchan.
Yo no siento en mis venas la inclemente llamada
del horror circulando.
Pero sé que nos queda muy abierta la herida,
muy cansada la tierra;
que el silencio reemplaza la canción de otros días;
que los campos se cubren de ceniza y salitre,
que ni el trigo ni el hombre,
ni la rosa ni el árbol volverá a ser lo mismo.
Los trece poemas del libro, escritos a finales de los 40 y principios de los 50, reflejan la experiencia traumática reciente de la guerra civil y expresan la memoria del horror vivido de cerca. Entre la Dedicatoria que abre el conjunto y el Epitafio que lo remata, los once poemas vertebrales que constituyen propiamente el Poema del soldado están puestos en boca de una voz poética que es la del sencillo campesino Miguel, que pregunta a Dios ante la muerte y la guerra en el vacío del silencio:
Es la guerra, dijeron
y entonaron sus himnos.
Los vi perderse lejos, ajenos ya, remotos.
Sus manos en mis hombros
como garfios terribles
dejaron la consigna de la sangre.
Y me dieron, Señor, este hierro que empuño.
Planteados como una contenida imprecación a la divinidad callada y ausente ante la tragedia de la guerra, estos poemas exploran desde su desasosiego religioso la relación entre la angustia de la poesía existencial y la protesta de la futura poesía social.
Una conexión que fue característica de la poesía desarraigada y que se fue perfilando en poetas como Blas de Otero y su ángel cada vez más fieramente humano. Versos como estos lo anticipan:
Que ya basta, Señor. Caiga tu mano,
sus terribles azufres,
la implacable columna de tu fuego,
destruye la injusticia del hombre contra el hombre
y edifica piadoso
-dicen, Señor, que Tú puedes hacerlo-,
aquella paz hermosa que perdimos.
Así lo resume Angelina Gatell en la introducción, escrita sesenta años después que el libro: “Mi poema quiso ser una contestación, y una petición de cuentas, digamos, desde la voz más humilde de una de las criaturas más humildes, al Dios que, inexplicablemente permisivo, había consentido el horror.”
Editado en la serie Lecturas21, lo cierra un epílogo en el que Sandra Santana afirma que “Poema del soldado emerge hoy como un libro testigo del silencio, de ese silencio que, como se ha repetido muchas veces, es también exilio sin necesidad de abandonar el lugar que uno aprendió a considerar como su origen. La poesía se muestra como el antídoto capaz de devolver al lenguaje el sentido perdido porque las antiguas palabras, pronunciadas entonces, durante los años de la dictadura, entre tanto silencio, entre tantas cosas que no podían expresarse con claridad, ya no podían significar lo mismo. Poema del soldado no es un poema político, no es un poema social, es sencillamente el poema proyectado por una mirada que se ha enfrentado a la estúpida muerte de la guerra y se ha prometido no olvidar.”
Así lo reflejan versos como estos:
Yo no entiendo sus cantos.
Yo no sé por qué luchan.
Yo no siento en mis venas la inclemente llamada
del horror circulando.
Pero sé que nos queda muy abierta la herida,
muy cansada la tierra;
que el silencio reemplaza la canción de otros días;
que los campos se cubren de ceniza y salitre,
que ni el trigo ni el hombre,
ni la rosa ni el árbol volverá a ser lo mismo.
Santos Domínguez