25/1/21

Retaguardia roja

 

Fernando del Rey.
Retaguardia roja.
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2019.
 
“En el contexto de una Europa convulsa donde la idea democrática liberal retrocedía a marchas forzadas, el golpe de julio de 1936, la guerra y la revolución fueron las circunstancias que enmarcaron las matanzas de la retaguardia republicana, una política de limpieza selectiva que respondió al objetivo de controlar el territorio tras el desafío planteado a la legalidad por la insurrección militar. Sin el golpe -y su derrota parcial- nunca se hubiera producido aquel baño de sangre, que salpicó tanto a los combatientes en los frentes como a la población civil. El golpe fue el acontecimiento decisivo, el hecho que puso todos los relojes a cero. La violencia con la que irrumpieron los golpistas y la que surgió de inmediato en respuesta a ellos se vieron directamente mediatizadas por la marcha de la guerra y las represalias derivadas de la misma, sobre todo en los primeros meses. Cada derrota militar, cada bombardeo, cada matanza generada por los insurgentes tuvieron su réplica en la otra retaguardia. El golpe y el desarrollo de la guerra fueron, por tanto, los factores determinantes de aquella explosión sangrienta a ambos lados de la línea del frente”, escribe Fernando del Rey en el capítulo de Conclusiones que rematan su Retaguardia roja, el ensayo publicado en Galaxia Gutenberg que ha merecido el Premio Nacional de Historia 2020.

La represión en la zona republicana, pese a su considerable intensidad, no ha tenido en la historiografía de la Guerra Civil la atención que se ha dedicado a la que se ejercía en la llamada zona nacional.

En ese sentido, Retaguardia roja representa un intento de entender desde dentro la lógica del terror, similar en los dos bandos en guerra: el caótico estado fallido de una República en ruinas y el estado campamental que se instauró en la zona sublevada. Fernando del Rey lo expone en estas líneas de su Introducción: 
 
Y es que, como ha defendido con valentía muchas veces Santos Juliá a contracorriente de las modas memorialistas, «los militares, con su rebelión, provocaron una guerra civil, pero los crímenes cometidos en territorio de la República no pueden pasarse por alto o despacharse como simples desmanes, actos de incontrolados o cualquier otra excusa por el simple hecho de que, si los militares no se hubieran sublevado, esos crímenes nunca se habrían producido». Una sociedad democrática, a diferencia de una dictadura, «debe cargar con todos los muertos y dar libre curso a todas las memorias, y un Estado democrático, al enfrentar una guerra civil con más muertos en las cunetas que en las trincheras, no puede cultivar una determinada memoria, sino garantizar el derecho a la expresión de todas las memorias». Al fin y al cabo, todos los que sufrieron la violencia asesina fueron víctimas de graves violaciones de derechos humanos. Por eso, un Estado democrático «no puede recordar a unos y olvidar o volver invisibles y excluir a otros, como fue el caso de la dictadura, por la simple razón de que una democracia no es una dictadura vuelta del revés».

El terror en la retaguardia republicana no fue ejercido solamente por elementos incontrolados, sino que tuvo el amparo de organizaciones y partidos de izquierda, porque -subraya Fernando del Rey- “casi nunca se mató por azar y de forma improvisada. En la violencia revolucionaria hubo escasa espontaneidad, muy poco descontrol y sí mucho cálculo racional y premeditación.”

“No va a quedar un fascista ni para un remedio”, le decía a su mujer en una carta de mediados de agosto de 1936 Luis Araquistain, el cerebro gris de Largo Caballero, que reflejaba así un clima de violencia seguramente reactiva y especialmente intensa por eso mismo en los primeros meses de la guerra. 

En la gradación, el objetivo y las características de las masacres llevadas a cabo por milicianos que se consideraban vanguardia de la revolución distingue Fernando del Rey varias fases: desde la violencia caliente de las dos primeras semanas a la represión organizada por los comités revolucionarios, las juntas  y las milicias entre agosto de 1936 y principios de 1937 y de ahí al relativo control posterior de una “limpieza selectiva” por parte de los órganos de justicia de aquel estado en reconstrucción.

En ese despliegue orientado a comprender desde dentro la lógica brutal del terror y la represión, Retaguardia roja representa un potente ejercicio de microhistoria que pone nombres y apellidos a las víctimas y a los verdugos, porque “la naturaleza política de aquella violencia se confirma con el análisis del perfil biográfico de las víctimas. La conversión de los ciudadanos en víctimas se vio mucho más condicionada por la adscripción política que por el origen social o la profesión, aunque esta perspectiva no fuera ni mucho menos irrelevante en un período donde la identidad de clase estuvo muy presente en la vida pública.”

Retaguardia roja fija el objetivo de su enfoque microhistórico en la provincia de Ciudad Real (Puertollano, Tomelloso, Daimiel, Almadén, Arenas de San Juan,Villarrobledo, La Solana, Alcázar de San Juan, Manzanares, Almodóvar del Campo, Membrilla, Almagro...) y se centra en el caso de la brutal matanza que tuvo lugar en Castellar de Santiago, cerca de Valdepeñas, en venganza de unos hechos de 1932; en el Batallón Mancha Roja, que realizó diversas expediciones de castigo por la provincia, o en la figura de Félix Torres, un sádico “señor de la guerra”.

Por eso, entre otras conclusiones, Fernando del Rey sostiene que “la violencia desplegada en aquellos meses decisivos no puede explicarse sólo en virtud de la reacción al golpe de Estado y al desarrollo de la guerra. También pesaron de forma decisiva los presupuestos ideológicos y culturales forjados desde antiguo, así como los mitos movilizadores -el antifascismo y la revolución, en particular- ligados a la política internacional del momento. Por tanto, las raíces de la violencia revolucionaria se hallaron también en el carácter excluyente y radical consustancial a la cultura política de sectores amplios de las izquierdas de entonces. El compromiso de estos sectores con la República parlamentaria -que a priori no compartieron ni anarquistas ni comunistas- fue meramente instrumental y desde el principio le pusieron fecha de caducidad. [...] En sus distintas versiones -socialista, comunista, anarquista y republicana intransigente-, el discurso revolucionario alentó la liquidación, simbólica pero también física, de los grupos sociales condenados por la historia.”

Santos Domínguez