18 mayo 2020

Campbell. El héroe de las mil caras


Joseph Campbell. 
El héroe de las mil caras.
Traducción de Luisa Josefina Hernández.
Fondo de Cultura Económica. México, 2017.

“Sea que escuchemos con divertida indiferencia el sortilegio fantástico de un médico brujo de ojos enrojecidos del Congo, o que leamos con refinado embeleso las pálidas traducciones de las estrofas del místico Lao-Tse, o que tratemos de romper, una y otra vez, la dura cáscara de un argumento de Santo Tomás, o que captemos repentinamente el brillante significado de un extraño cuento de hadas esquimal, encontraremos siempre la misma historia de forma variable y sin embargo maravillosamente constante, junto con una incitante y persistente sugestión de que nos queda por experimentar algo más que lo que podrá ser nunca sabido o contado.
En todo el mundo habitado, en todos los tiempos y en todas las circunstancias, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humanos. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten sobre las manifestaciones culturales humanas. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del hombre primitivo e histórico, los primeros descubrimientos, científicos y tecnológicos, las propias visiones que atormentan el sueño, emanan del fundamental anillo mágico del mito.”

Así abre Joseph Campbell el prólogo de El héroe de las mil caras, un libro fundamental sobre el monomito del viaje del héroe y sobre la vinculación entre el mito y el sueño que reedita el Fondo de Cultura Económica con traducción de Luisa Josefina Hernández.

La primera edición en inglés apareció en 1949, precedida de un Prefacio en el que Campbell fijaba el objetivo del libro, que lleva como subtítulo Psicoanálisis del mito. Escribía allí que “la finalidad del presente libro es descubrir algunas verdades que han estado escondidas bajo las figuras de la religión y de la mitología; el método a seguir será comparar una multitud de ejemplos bastante sencillos y dejar que el antiguo significado se haga aparente por sí mismo. Los viejos maestros sabían lo que decían. En cuanto hayamos aprendido a leer su lenguaje simbólico, no requiere más talento que el de un recopilador el dejar que se escuche su enseñanza. Primero debemos aprender la gramática de los símbolos y como llave de este misterio no conozco mejor instrumento moderno que el psicoanálisis. Sin aceptar al psicoanálisis como la última palabra en la materia, puede servir como método de aproximación a ella. El segundo paso será reunir un grupo de mitos y cuentos populares de todas partes del mundo y dejar que los símbolos hablen por sí mismos. Los paralelos se harán inmediatamente aparentes, y se ha de desarrollar una constante vasta y asombrosa de las verdades básicas que el hombre ha vivido en los milenios de su residencia en el planeta.”

Cómo leer un mito fue el primer título de El héroe de las mil caras, un libro germinal que a modo de obertura inaugura el ciclo de monografías de Joseph Campbell en torno a los mitos. Desde este estudio inicial hasta el último, Las extensiones interiores del espacio exterior (1986), Campbell se dedicó a buscar un espacio de reconciliación entre la consciencia y el misterio a través de los arquetipos mitológicos, religiosos y psicológicos de las distintas culturas, y utilizó la antropología, el psicoanálisis, la literatura o la fenomenología de las religiones para construir una interpretación vitalista del mito y del héroe, de ahí que prestara tanta atención a los mitos encarnados en Osiris, Dionisos, Mitra o Cristo, señores de la muerte y la resurrección. 

Hay un hilo conductor en todos esos títulos: el rastreo de patrones arquetípicos comunes a todas las mitologías que las distintas culturas han elaborado, desde Mesopotamia a los mayas o los etruscos, desde la India a Oceanía, desde la cultura egipcia a la olmeca, desde China a Europa. 

En El héroe de las mil caras el objeto de estudio es el monomito del viaje y la travesía del héroe en un itinerario interior, en un viaje iniciático hacia la transformación de sí mismo y hacia la restauración del orden en el mundo. Es un itinerario que arranca de lo cotidiano y va hacia lo sobrenatural para enfrentarse con antagonistas de fuerza sobrehumana y obtener una victoria que revierte en el resto de los hombres. Es el arquetipo que se materializa en Prometeo, Jasón o Eneas:

“El héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos. Prometeo ascendió a los cielos, robó el fuego de los dioses y descendió. Jasón navegó a través de las rocas que chocaban para entrar al mar de las maravillas, engañó al dragón que guardaba el Vellocino de Oro y regresó con el vellocino y el poder para disputar a un usurpador el trono que había heredado. Eneas bajó al fondo del mundo, cruzó el temible río de los muertos, entretuvo con comida al Cancerbero, guardián de tres cabezas, y pudo hablar, finalmente, con la sombra de su padre muerto.”

La aventura del héroe que concluye con el triunfo doméstico del protagonista de los cuentos de hadas y el triunfo universal del héroe mítico, liberador de la vida, vencedor del mal, del desorden o de la muerte es un arquetipo repetido en las distintas culturas y épocas: 

“La aventura del héroe, ya sea presentada con las vastas, casi oceánicas imágenes del Oriente, o en las vigorosas narraciones de los griegos, o en las majestuosas leyendas de la Biblia, normalmente sigue el modelo de la unidad nuclear arriba descrita; una separación del mundo, la penetración a alguna fuente de poder, y un regreso a la vida para vivirla con más sentido.”

En todas las culturas en las que está presente el monomito se repite el mismo patrón narrativo: la partida, la iniciación y el regreso de la aventura con los dones obtenidos para transferirlos a los demás y restaurar el orden.

Además de esos ejes centrales, El héroe de las mil caras aborda el papel creador, nutritivo y redentor de la fuerza femenina representada en la madre del héroe o del universo o las distintas fases iniciáticas: el paso del héroe por el umbral mágico y las diversas pruebas que tiene que afrontar, entre ellas el encuentro con la diosa y su relación amorosa o la reconciliación con la imagen terrible del padre.  

Se trata de arquetipos y procesos que emergen en los sueños porque en el sueño se personaliza el mito y, como señaló Campbell en su monumental Imagen del mito, “los mitos surgen, como los sueños, y al igual que la vida, de un mundo interior desconocido para la conciencia despierta.”

Con abundantes imágenes que ilustran la presencia de estos arquetipos en las mitologías orientales y occidentales, en las leyendas tribales de América, África o Australia o en los cuentos infantiles, Campbell indaga en el significado psicológico de la simbología del mito, en los ciclos de las distintas cosmogonías sobre la creación del mundo, en las transformaciones del héroe -guerrero y amante, emperador y tirano, redentor y santo- en su muerte o su partida memorables, en su disolución personal como último episodio de su biografía. 

Como en el resto de su obra, la mirada de Campbell es aquí ya la mirada abarcadora y profunda propia de quien sustituye los prejuicios por la curiosidad intelectual y arranca de un amplio sincretismo cultural y religioso para transmitir una visión abierta e integradora de las distintas construcciones mitológicas y para que el lector compruebe cómo se repiten en todas las culturas los mismos motivos míticos, esos arquetipos del inconsciente que estudió Jung y que Campbell recorre con lucidez y profundidad con el convencimiento de que la mitología es una proyección de “las obsesiones y necesidades del individuo, la raza y la época.” 

Por eso, afirma Campbell, “aquí, como en un fluoroscopio, están revelados los escondidos procesos del enigma del Homo sapiens, occidental y oriental, primitivo y civilizado, contemporáneo y arcaico. El espectáculo completo está ante nuestros ojos. Sólo debemos leerlo, estudiar sus patrones constantes, analizar sus variaciones y llegar a un entendimiento de las fuerzas profundas que han dado forma al destino humano y que deben seguir determinando nuestras vidas, tanto privadas como públicas.”

Santos Domínguez

15 mayo 2020

Poeta en Nueva York


Federico García Lorca.
Poeta en Nueva York.
Primera edición del original fijada y anotada 
por Andrew A. Anderson.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2013.

Por una lamentable paradoja, Poeta en Nueva York es a la vez la obra mayor de García Lorca y el libro que tiene la historia textual más complicada de la literatura española contemporánea.

Escrito entre 1929 y 1930 durante el viaje de Lorca a Nueva York y Cuba, el poeta lo dio a conocer parcialmente en recitales y conferencias, se refirió a él en muchas entrevistas, lo corrigió insistentemente durante seis años, le cambió el título y pensó llamarlo –luego lo descartaría- Introducción a la muerte por sugerencia de Neruda, exageró sobre su tamaño y prometió trescientos poemas, desvinculó parte del material para integrarlo en otro proyecto que quería titular Tierra y luna, cambió la disposición de los textos, modificó el título de algunos poemas, dudó hasta última hora sobre su estructura y sobre los textos que incorporaría Poeta en Nueva York...

Finalmente, a principios de  julio de 1936, antes de irse a Granada, Lorca le dejó a Bergamín un complicado original, mecanografiado en parte y en parte manuscrito, con tachaduras y correcciones, para que lo publicara en Cruz y Raya.

Ese original, de 1935-36, es el que más se acerca a “la última voluntad documentada del poeta”, como señala el hispanista Andrew A. Anderson en el estudio previo a su edición de Poeta en Nueva York en Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Pero sólo eso. El original no está ultimado, no es –ni de lejos- una entrega lista para la imprenta. No hay más que ver el facsímil que se incorpora en el cuadernillo central de esta edición para darse cuenta del laberinto que Lorca le regaló a Bergamín.

Y es que este no es, pese a todo, un original completo, ya que Lorca ni siquiera entrega el texto de algunos de los 35 poemas que deben formar parte de las diez  secciones del libro, porque no dispone de su propio texto autógrafo ni de una copia, y se limita a indicar en dónde pueden ser localizados los textos manuscritos o impresos en alguna revista.

Para complicar más las cosas, a Lorca lo asesinan a mediados del mes siguiente, Bergamín se va con ese material al exilio y en 1940 se publican casi simultáneamente dos versiones distintas del libro: la edición Norton, en Nueva York, que preparó Rolfe Humphries, y la edición Séneca llevada a cabo por el propio Bergamín en México con una posible “intervención” de Emilio Prados sobre el texto.

Las dos ediciones, pese a su disparidad, se basaron en el mismo original: el que Lorca dejó en Cruz y Raya, que desapareció y se recuperó hace ahora diez años, en 2003, cuando lo compra en una subasta la Fundación García Lorca.

Una situación como esa ha proporcionado entretenimiento y material de estudio inagotable a varias generaciones de hispanistas extranjeros y filólogos españoles. García-Posada, Eutimio Martín, Daniel Eisenberg, Christopher Maurer o el propio Andrew A. Anderson  han analizado los borradores, las revisiones, los manuscritos y mecanoscritos, las copias en limpio, las versiones definitivas y las intermedias para aventurar la estructura y fijar el texto de un libro que Lorca no llegó a cerrar definitivamente.

Debe de ser tan entretenida como benemérita la labor de establecer el stemma, de comparar las variantes en los signos de puntuación entre unas ediciones y otras. Algunos de esos investigadores han estado décadas ocupados en ese estudio meticuloso del texto y de su opaco y cambiante proceso de elaboración, aunque los resultados -discrepantes siempre- tampoco han sido definitivos ni incontestables.

Pero afortunadamente esos problemas filológicos son transversales cuando no tangentes a la poesía y al valor literario de un libro que desde las primeras ediciones, pese a las deficiencias que contenían, se convierte en una obra central en la poesía del siglo XX.

Poco importa al lector que haya dos secciones más o menos, que los poemas figuren en una o en otra, o que no haya secciones. Lo fundamental es que algunos de los textos de Poeta en Nueva York –El rey de Harlem, Norma y paraíso de los negros, Paisaje de la multitud que vomita, Poema doble del lago Eden, New York (Oficina y denuncia), Luna y panorama de los insectos, Grito hacia Roma, Oda a Walt Whitman, Pequeño vals vienés o Son de negros en Cuba- forman parte imprescindible de la poesía universal del siglo XX.

Pese a esta meritísima edición del original y al excelente estudio de su proceso de elaboración y publicación, nunca sabremos cómo hubiera sido la forma definitiva del libro si a Lorca no lo hubieran asesinado en agosto del 36, porque desde ese original hasta la impresión del libro –como ha explicado Christopher Maurer- muy probablemente hubieran cambiado algunas cosas en la estructura de ese rompecabezas memorable que se llama Poeta en Nueva York.

Santos Domínguez 


13 mayo 2020

Joan Perucho. De lo maravilloso y lo real


Joan Perucho.
De lo maravilloso y lo real.
Antología
Introducción y selección de Mercedes Monmany.  
Fundación Banco Santander. Madrid, 2020.

Con motivo del centenario de Joan Perucho (1920-2003), la Fundación Banco Santander reedita en su magnífica colección Obra Fundamental una generosa y significativa antología de textos -relatos, ensayos breves y artículos- de Joan Perucho, con el título De lo maravilloso y lo real

La selección la realizó Mercedes Monmany, que abría su Introducción -'Joan Perucho: La aventura de la vida verdadera'- reproduciendo un fragmento del prólogo de Perucho a su colección de relatos Rosas, diablos y sonrisas:

“Este libro es floral, monstruosamente artificioso y esteticista y, entre los recortados ramajes de su jardinería decadente, surgen rostros de diablos, sonrisas y rosas enigmáticas y deshojadas. El temario deriva y discurre hacia alquimias, castillos, fantasmas, perfumes, animales fabulosos, cortesanas francesas, magia, gastronomía y antiguos bailes de disfraces. Es, pues, un libro especialmente apto para los voluptuosos y para los entusiastas del "final de siglo". [...] El autor no lamenta el gusto que siente por estas cosas. Las restantes tienden a aburrirle.”

En esas líneas se encierra una parte esencial del mundo literario de Joan Perucho, que reflejan los diez apartados en que Monmany organiza la selección de textos: Historias apócrifas y relatos fantásticos; Eruditos de lo maravilloso; Brujos, magos, fantasmas y ocultistas; Santos, sabios y cristianos; Bestiario fantástico; Botánica oculta; Cuentos mínimos y autobiográficos; Memorias y recuerdos; Viajes y Teoría de Cataluña y misterios de Barcelona.

Estrechamente emparentados con la obra de Álvaro Cunqueiro, Borges y Calvino, estos textos en los que, como avisa el título de la antología, se cruzan lo maravilloso y lo real, son una respuesta al realismo social dominante en la literatura  española de la época. Frente a la imitación de la realidad, responden con la imaginación; frente a la voluntad testimonial, defienden la reivindicación de lo invisible; frente a la prosa municipal, el cuidado del estilo.

El arte y la literatura se alzan de esa manera como alternativas a la vida, como una segunda vida distinta y habitable. Así lo explicaba Perucho en Una poética:

Los artistas viven en el fondo -afirmaba una vida distinta a la real, que es vulgar y despreciable, anodina. El arte abre las puertas de lo desconocido, jamás explorado por nadie (me refiero, naturalmente a los que hacen del arte su razón de ser), y por él y a través de él, crean la aventura de su vida verdadera, hasta ese momento ignorada, no susceptible de ser cambiada por nada absolutamente.

Junto al predominio de lo fantástico hay también en esta espléndida antología una sección de textos memorialísticos tomados de Los jardines de la melancolía y artículos de viaje. 

Se completa así un conjunto muy representativo de la obra total de Perucho, en la que conviven la fabulación y la realidad, el sueño y la erudición, los mundos reales y los imaginarios, lo insólito y lo misterioso, la vanguardia y el pasado, las vidas de santos y el erotismo, el humor, la ironía y la nostalgia.

Sobre un fondo libresco, estos textos son un reflejo deslumbrante de la escritura de Perucho, asentada -las palabras son de Mercedes Monmany- en “una poética de lo invisible y de lo intemporal” porque proponen una nueva mirada al otro lado del espejo.

Una mirada refinada, esteticista y poética sobre la que se articula una percepción mágica del mundo como misterio y como milagro. Porque como uno de sus personajes, Perucho es un erudito de lo maravilloso que hace una relectura de la historia con fantasmas y anacoretas, mandrágoras y monstruos frágiles, máquinas de trovar o arañas saltadoras.

“Quizá llegue un día -escribe Mercedes Monmany al final de su prólogo- en el que, gracias a esos múltiples rastros dejados, a las múltiples vidas y pintorescas existencias recorridas en sus libros, a la variedad de registros y caminos elegidos, alguien, como decía Perucho hablando de Shakespeare y de Homero, se pregunte quién era realmente él: ¿Una sucesión de nombres? ¿Un rey con seudónimo? ¿Un hombre? ¿Una escuela o muchas escuelas? ¿Una época o muchas épocas?”

Santos Domínguez 

11 mayo 2020

El conocimiento perdido de la imaginación



Gary Lachman.
El conocimiento perdido de la imaginación. 
Traducción de Isabel Margelí. 
Atalanta Imaginatio Vera. Gerona, 2020.

Ya casi es un tópico señalar que nuestro poder y dominio sobre la naturaleza, que hemos logrado gracias al reino de la cantidad y que cada vez nos aplicamos más a nosotros mismos, nos ha salido muy caro. El despojamiento de la «interioridad» del universo –y, cada vez más, de la nuestra propia–, necesario para que se afianzara la nueva vía de conocimiento, no ha tenido éxito. Aunque lo requería la fase inicial de desarrollo de la humanidad (o así lo considero yo), nuestro poder sobre el mundo natural ha empezado a mostrar en épocas recientes su lado más sombrío. El calentamiento global, la urbanización desmedida, la industrialización y los problemas medioambientales y sociales relacionados, además de otras crisis a las que nos enfrentamos en la actualidad, tienen su origen en ese dominio sobre el universo físico que comportó nuestra nueva vía de conocimiento. Pero, por apremiantes que sean estas problemáticas (y sólo he mencionado unas cuantas para dar una idea de su naturaleza), no son los únicos efectos imprevistos de la «revolución» del conocimiento de hace cuatro siglos.
Nuestra «interioridad» también se ha visto afectada radicalmente. La libertad de pensamiento que se alcanzó al relegar el dogma y la fe tuvo dos consecuencias: liberó la mente, pero también la dejó a la deriva. Una de las secuelas de la nueva vía de conocimiento es que a muchos nos hace sentir, como dijo el novelista Walker Percy, «perdidos en el cosmos». El hombre, en su ignorancia, se creyó el centro del universo, y esta nueva vía de conocimiento nos desengañó luego de este juicio erróneo. No estamos en el centro, sino que ocupamos una modesta posición cerca de una estrella de rango medio en uno de los brazos de cierta galaxia, a su vez colmada de miles de millones de estrellas más y alojada en un universo lleno de otros miles de millones de galaxias. Y, por lo que sabemos, existen miles de millones de universos más.

La reivindicación de la imaginación como forma de conocimiento interior: ese es el núcleo de sentido de El conocimiento perdido de la imaginación, el magnífico libro de Gary Lachman al que pertenecen esos dos párrafos. Lo publica Atalanta en su colección Imaginatio Vera con traducción de Isabel Margelí.

Una imaginación que desde el siglo XVII fue desplazada por el objetivismo científico y confundida con la fantasía escapista. Y sin embargo, Goethe o Blake demostraron con su obra que la capacidad creativa del pensamiento se sustenta en la posibilidad de expresar la interioridad mediante imágenes, metáforas y símbolos.

Y es que la imaginación es una forma de pensamiento figurativo, el característico de la poesía, que va más allá del mero conocimiento externo, basado en la observación de los datos positivos, que está en la raíz del pensamiento científico.

Nuestras amarras -explica Lachman- empezaron a soltarse a mediados del siglo XVI, cuando Copérnico liberó el Sol de la Tierra y, en palabras de Nietzsche, comenzamos a «rodar desde el centro hacia X». La efectividad de la nueva vía de conocimiento para desengañarnos de la idea de que somos necesarios, importantes o fundamentales para el universo la expresó muy bien el respetado astrofísico Steven Weinberg en su libro Los tres primeros minutos del universo: «Cuanto más comprensible parece el universo, más parece carecer de sentido».Comprensible tiene aquí el sentido de «cuantificable». No cuesta inferir de ello que, como habitantes de ese absurdo pero cuantificado universo, somos inevitablemente más absurdos todavía.

Anomia, apatía, alienación y una sensación de angustia existencial llegaron de la mano del éxito de nuestro afán, por lo visto imparable, de cuantificar toda la existencia y nuestra experiencia de ella. La cuantificación de la existencia humana se llevó a cabo de diferentes maneras; disciplinas que antes se consideraban parte de las «humanidades» adoptaron los efectivos métodos de la nueva vía de conocimiento. El ansia de obtener el mismo tipo de resultados «objetivos» y «mensurables» que las ciencias «duras» suscitó la envidia de sus parientes «más blandas», de modo que casi todas las formas de erudición, investigación, búsqueda y estudio imitaron el nuevo enfoque. Así pues, la ciencia devino rápidamente en «cientificismo», o le dio origen.

Pascal, matemático y filósofo, fue uno de los primeros en darse cuenta del peligro. Y ante esa pérdida de interioridad y frente al desprestigio de la imaginación, ya en el siglo XX se alzaron voces como la de Owen Barfield, que defendía la imaginación como una forma de percepción figurativa de la realidad que vinculaba al perceptor con lo percibido, al hombre con la naturaleza y conectaba en un mismo ejercicio de conocimiento lo interior con lo exterior, lo subjetivo con lo objetivo.

Es el conocimiento imaginativo al que aludía Jünger, que habló del lenguaje de los poetas como del  único lenguaje verdadero; el reino perdido de la imaginación que transforma la conciencia al que se refería Kathleen Raine a propósito de la poesía de Blake; una forma creativa de conocimiento que conecta lo superficial con lo profundo a través de imágenes materiales que aluden a lo inmaterial o lo sugieren.

La imaginación se convierte así no sólo en instrumento creativo, sino en un método de conocimiento privilegiado para mirar al interior del mundo y del hombre. A eso aspiraba Goethe, que conectó lo poético, lo filosófico y lo científico  y buscó zonas de contacto entre la ciencia y la poesía para “contemplar las ideas con los ojos”.

Siglos después, Einstein decía que "la imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado.  La imaginación engloba el mundo." Y a algo parecido se refería Heisenberg en su formulación del principio de incertidumbre: a la idea de que el observador altera lo observado. Y desde una posición no muy distante desarrolló Jung el método de la imaginación activa de su psicología analítica y Corbin la idea de una hermenéutica espiritual que “consistía en escuchar, en estar atento a las cosas y en oír su voz.”

En esa misma línea, Kathleen Raine defendía, en palabras de Lachman, “que existía una verdad, una realidad distinta al ‘realismo’, la cual denominó ‘Tradición’, que hundía sus raíces en las enseñanzas de Platón, Plotino, los Hermetica y todo lo que se conoce como ‘filosofía perenne’. Esta situaba el espíritu, mente o imaginación en el asiento del conductor, mientras que el mundo material era un accesorio necesario pero subordinado que ocupaba el peldaño inferior de la escala ontológica.”

A lo largo de los seis capítulos del libro, Lachman va reconstruyendo una genealogía de la imaginación creativa que se mueve entre la propuesta filosófica y la visión poética. Una genealogía de la que forman parte poetas visionarios como Blake, Shelley, Coleridge o Yeats, que conciben la poesía como un lenguaje de la imaginación con una potencia creadora que se expresa a través de metáforas y símbolos.

“Todos los ‘verdaderos poetas’ -escribe Lachman-  tienen esta capacidad de percibir el mundo dentro de sí”, como le ocurría a Blake, para quien “nos convertimos en aquello que observamos.” O como Yeats, que veía en el reino humano de la imaginación “un eje entre los mundos en el que se encuentran lo encarnado y lo desencarnado, el yo consciente y el inconsciente.”

Santos Domínguez 




08 mayo 2020

Antología de Lorenzo Oliván




Lorenzo Oliván.
Las percepciones islas
(Antología poética).
Prólogo de Juan Manuel Romero. 
Pre-Textos. Valencia, 2020.


La intensidad no dura.
Hasta la luz,
para poder pensarla,
sentirla como luz,
se aleja a cada instante de sí misma.

Quiero que te hagas noche,
que halles en ti la negación que afirma,

igual que en mi visión
se borra la raíz
para ser ella y otra

para mirar más lejos,
para llegar más alto.

Nos hace falta olvido
sobre el que levantar lo memorable.

Las islas nos seducen,
pero también las percepciones islas.

Del título de ese poema, de Para una teoría de las distancias, toma su nombre la antología poética de Lorenzo Oliván que publica Pre-Textos con un prólogo -'El fervor de la mirada'- en el que Juan Manuel Romero destaca que  la mirada es el centro germinativo de la poesía de Lorenzo Oliván, hasta el punto de que el propio autor ha acuñado la expresión ‘el ojo que piensa’ para definir la obsesión contemplativa de la que surgen sus textos.”

Una poesía reflexiva que entiende la escritura como conocimiento y como expresión emocional, una retrospectiva en la que como es lógico hay más poemas de los últimos libros, en los que maduró la voz poética del autor.

Una voz en la que se conjuntan la mirada y el pensamiento, la percepción de lo exterior y la indagación en lo interior, la reflexión y la sensación, el conocimiento y la emoción para ahondar en la identidad propia y en la realidad en una poesía  de tono bajo en la que se conjuran la hondura y la intensidad expresiva, canalizada en el ejercicio de la metáfora, que -en palabras del prologuista- “es mucho más que una figura retórica y se convierte del todo en lo que es: una carga explosiva de profundidad, capaz en sus mejores momentos de reventar las ideas rutinarias y los estereotipos, conectar lo posible con lo imposible.”

Esa relación de la conciencia personal con el mundo se concreta en un viaje reflexivo y metafórico hacia lo hondo por el camino de un simbolismo que transita desde lo concreto a lo abstracto, desde lo figurativo a lo conceptual en busca de la iluminación de la realidad invisible, de la revelación de la luz desde la sombra y desde el asombro ante el misterio complejo de la existencia.

Se reúnen en este volumen ochenta poemas que recogen la trayectoria poética del autor entre 1993 y 2018, entre Único norte o Visiones y revisiones y Para una teoría de las distancias, además de cinco inéditos. Este es uno de ellos:


EL EQUILIBRIO

No hay quimera mayor que el equilibrio.

El fiel de la balanza
favorece a un extremo
al que tienta
quizá con perversión.

Un pájaro contempla
cualquier pendiente de aire
y la convierte en ruta.

Qué lejos tú

perdido, confundido,
allá en tus contrapesos.

Contemplación reflexiva, visión y meditación aunadas en una poesía que “arde para iluminarnos”, como señala Juan Manuel Romero en el cierre de su prólogo.

Santos Domínguez

06 mayo 2020

La Comedia humana, X

 Honoré de Balzac. 
La Comedia humana.
Volumen X. 
Traducción de Aurelio Garzón del Camino.
Hermida Editores. Madrid, 2020.


Durante las noches de invierno no cesa el ruido en la calle Saint-Honoré más que un instante; los hortelanos continúan, al ir al mercado central, el movimiento producido en ella por los coches que vuelven del teatro o del baile. En medio de este momento culminante que se produce en la gran sinfonía del estruendo parisiense hacia la una de la madrugada, un sueño espantoso despertó sobresaltada a la mujer del señor César Birotteau, perfumista establecido cerca de la Plaza Vendôme.

Así comienza Grandeza y decadencia de Cesar Birotteau, una de las novelas nucleares de La Comedia humana de Balzac, que alcanza su décimo tomo en la edición de Hermida Editores con traducción de Aurelio Garzón del Camino.

Esta obra forma parte esencial de la segunda entrega de la serie Escenas de la vida parisiense. Balzac la publicó muy a finales de 1837, pero ya en 1835 la tenía muy avanzada y hablaba de ella como de una obra capital, como su obra más ambiciosa hasta ese momento.

Se centra en la ascensión económica y social del perfumista Birotteau, un burgués honrado y mediocre sometido a los vaivenes de un destino que no controla, de un esplendor repentino y pasajero que acaba provocando su caída.  Organizada en dos partes de diseño simétrico -César en su apogeo y César en lucha con el infortunio-, que culminan en dos fiestas decisivas de signo muy distinto, la ruina económica del personaje es paralela a su crecimiento moral, sobrepasado siempre por unos mecanismos sociales y económicos turbulentos que le superan.

Su contrapunto y su complemento es la novela corta que la sigue, La casa Nucingen, que apareció en 1838. Son la cara y la cruz de la actividad económica especulativa en el capitalismo de la Francia de la Restauración. Si Birotteau es la cara honrada y la víctima de esos movimientos, el banquero Nucingen, que había aparecido ya en Papá Goriot, es uno de los acreedores que provocan la ruina de Birotteau. Construida al hilo de una conversación entre cuatro periodistas que el narrador sorprende en el reservado de un restaurante de París sobre los negocios turbios de un personaje que parece estar inspirado en el barón Rothschild, se centra en el origen especulativo de las grandes fortunas parisinas de la época.

Completan el volumen la trilogía de novelas cortas previas Historia de los Trece -una hermandad de conspiradores- que Balzac incorporó al ciclo: Ferragus, jefe de los Devoradores (1833), con su inolvidable recorrido por las calles de París. “Un atlas del continente París”, en definición de Italo Calvino, porque es la ciudad la verdadera protagonista de la novela que es también la historia de un secreto. Del mismo año es La duquesa de Langeais, que oculta en su trama amorosa y en su mirada crítica hacia la aristocracia el resentimiento de Balzac tras el fin de una relación con una aristócrata.

La tercera pieza de la trilogía es La muchacha de los ojos de oro, una historia amorosa de aristócratas, secretos y sensualidad con París al fondo.

Cierra la edición una de las obras más extrañas y brillantes de Balzac: Sarrasine, una novela corta escasamente conectada con La Comedia humana, una de esas novelas de artistas que escribía Balzac de vez en cuando. Centrada en las figuras de un escultor y un castrato en la Roma de finales del siglo XVIII, con ecos de Stendhal y de Casanova y una suma de arte y erotismo, es una novela que Bataille consideraba como una obra maestra absoluta.

Escritas en una época de transición entre un Romanticismo declinante y un Realismo emergente que alcanzaría su cima con Flaubert, las novelas de Balzac tienen su centro de interés situado en el lugar en donde se cruzan los individuos con la sociedad, los ideales con las reglas del juego, los sentimientos y la observación, el idealismo y el pragmatismo.

Y es que Balzac es ya un avanzado del Realismo y de su mirada al interior de los personajes individualizados en su carácter y en sus actitudes, pero observados también con minuciosidad en sus contextos sociales y familiares.

La sutileza psicológica, la capacidad de observación, la ironía crítica, las descripciones matizadas son algunas de las armas narrativas con las que Balzac aborda en estas novelas un potente universo de personajes, caracteres y comportamientos que vertebran su entramado novelístico con las descripciones de lugares y ambientes en los que inmortalizó aquel complejo París de la Restauración.

Santos Domínguez


04 mayo 2020

Julio Camba. Nueva York


Julio Camba.
Nueva York.
Un año en el otro mundo.
La ciudad automática.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

“Todo es aquí grande, enorme, colosal. ¿Qué clase de hombres vamos a encontrarnos luego, cuando saltemos a tierra? Porque, forzosamente, los hombres que han construido este puerto y que habitan esta ciudad tienen que ser gigantes. De lo contrario, Nueva York resultaría algo desproporcionado y monstruoso”, escribe Julio Camba en ‘La llegada’, el artículo que abre Un año en el otro mundo, la recopilación de las crónicas que escribió como corresponsal de ABC en 1916. 

De ese libro forma parte también el artículo ‘La fiesta nocturna’, donde un Camba asombrado se debate entre la admiración y el odio a los rascacielos de Manhattan que había visto a lo lejos desde que el barco en el que llegaba se aproximaba a la bahía de Nueva York: 

Ante estos gigantescos rascacielos, uno no sabe si admirarlos o si odiarlos. Sus perspectivas son feas, pero no deja de haber en ellos cierta hermosura: la bárbara hermosura de su atrevimiento, de su novedad, de su fuerza y de su grandeza.

Un año en el otro mundo fue el libro que consagró a Camba como escritor cuando Azorín comparó su humor con el del Viaje sentimental de Sterne en un artículo en el que exclamaba: “¡Y qué hondura, qué originalidad, qué delicadeza en las páginas escritas por este hombre indiferente e irónico! La literatura española moderna cuenta con un grande, con un admirable humorista. Con un humorista que tiene una filosofía y un concepto original de las cosas.” 
  
Camba estuvo como corresponsal de ABC en Nueva York en dos ocasiones. En 1916 y en 1931. Los artículos de la primera época los recopiló en 1917 en Un año en el otro mundo. Y con los de la segunda etapa publicó en 1934 La ciudad automática, que se abre con un capítulo, ‘La ciudad del tiempo’, que comienza con esta declaración, tan contradictoria como aquellas primeras impresiones de 1916: 

¿Qué cosa extraña es esta que me ocurre a mí con Nueva York? Me paso la vida acechando la menor oportunidad para venir aquí, llego, y en el acto me siento poseído de una indignación y terrible contra todo. Nueva York es una ciudad que me irrita, pero que me atrae de un modo irresistible, y cuanto más me doy cuenta de lo que me atrae, a sabiendas de lo que me irrita, me irrita, naturalmente, muchísimo más todavía.

Esa actitud ambivalente hacia Nueva York, y por extensión hacia los Estados Unidos, estaba muy presente en la Introducción que escribió para Un año en el otro mundo, donde decía: 

¿Cómo no habían de producirme una mala impresión los Estados Unidos? Fuera de la mecánica, apenas si existe allí nada verdaderamente importante. La cocina es pésima y la literatura abominable. Las muchachas, muy hermosas por lo general, tienen para el europeo el inconveniente de carecer de psicología. Imposible sentimentalizar con ellas. El amor ha sido sustituido con el fox-trot y con el one-step. No existen tradiciones americanas, ni existe siquiera un paladar americano. Las ciudades son horribles en Norteamérica. La vida es áspera y espantosa.

Pero en los párrafos finales matiza: 

Mil veces, paseándome por aquel Nueva York horrible, me he imaginado que los americanos habían querido hacerlo hermoso y que habían fracasado, hasta que me convencí de que son precisamente los puentes y los rascacielos, es decir, las construcciones que están en mayor pugna con toda la estética convencional, lo que produce en la gran ciudad una emoción más intensa y más semejante a la emoción artística. 
Yo creía, en fin, que la mecánica se desarrollaba en América más intensamente que el gusto y que el sentimiento; pero que no pretendía sustituirlos. Ahora comienzo a persuadirme de lo contrario. Y el día en que esté convencido de ello por completo, entonces América me parecerá un país de posibilidades infinitas. El país, sencillamente, de donde puede surgir nada menos que una nueva humanidad.

Reino de Cordelia reúne en un volumen esos dos libros neoyorquinos de Camba en una estupenda edición con abundantes ilustraciones fotográficas de las dos épocas, que reflejan las miradas a una ciudad en construcción hacia arriba. Una ciudad con calles verticales, velocidad y estrépito, multitudes y luces que convierten cada noche en una fiesta. 

Con sus dimensiones sobrehumanas y el peculiar concepto de libertad de un mundo cuyo único valor es el dinero, Nueva York es en los artículos de Camba la ciudad de la velocidad y el estrépito, un lugar de hombres infantiles y solos, de detectives y records, de chicles y teléfonos, una fábrica gigantesca en la que se ha sustituido “la civilización con la mecánica”. 

Camba presenció en 1916 el espectáculo de la campaña electoral de las presidenciales y cerró su libro cuando era inminente la entrada de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. 

Volvió como corresponsal en 1931, en plena crisis económica, con la ley seca y el crack bursátil al fondo, para hablar de Harlem y los negros, de los judíos de Rivington Street y de Park Avenue, de hoteles, cafeterías y restaurantes automáticos, de la mecanización, del Empire State y el Chrysler Building, de los Estados Unidos al detalle y en conjunto, del embrutecimiento cultural y el pistolerismo, de Los Ángeles y San Francisco, de los hombres máquinas y las máquinas hombres, de la cadena de los trajes en serie, los crímenes en serie o las narices en serie, en los artículos que reunió en La ciudad automática.

En los dos libros dejó las postales descriptivas no sólo de la ciudad, sino del espíritu americano, escritas con el humor ácido y la distancia crítica de quien sabía que lo fundamental en un escritor y en un periodista es saber mirar, saber entender y saber contarlo. 

“Nueva York no es una ciudad. Es un sistema, una teoría. Para conocer Nueva York no hace falta habitarlo, ni siquiera estudiar una guía que lo describa. Se aprende la teoría y ya está”, había escrito en ‘La ciudad teoría’, que remataba con estas palabras demoledoras: 

Sí, Nueva York es una teoría. Es un sistema. Es algo así como una tabla de Pitágoras en relieve, con rascacielos en lugar de cifras. Es una demostración práctica de cómo se puede vivir mal con muchos trenes y muchos tranvías y muchos teléfonos y muchos ascensores y mucha calefacción.

Santos Domínguez 

01 mayo 2020

En la Calzada de Jesús del Monte


Eliseo Diego.
En la Calzada de Jesús del Monte.
Edición e introducción de 
Milena Rodríguez Gutiérrez.
Palabras preliminares de Josefina Diego.
Pre-Textos. Valencia, 2020. 

En la calzada más bien enorme de Jesús del Monte
donde la demasiada luz forma otras paredes con el polvo
cansa mi principal costumbre de recordar un nombre,

y ya voy figurándome que soy algún portón insomne
que fijamente mira el ruido suave de las sombras
alrededor de las columnas distraídas y grandes en su calma.

Con esas dos estrofas comienza la primera de las diez secciones de En la Calzada de Jesús del Monte, el sorprendente libro inicial de Eliseo Diego (1920-1994) que publica Pre-Textos por primera vez en España con edición de Milena Rodríguez Gutiérrez, autora de un magnífico y extenso estudio introductorio -'El sitio en que tan bien se está: Caminando con Eliseo Diego por su Calzada de Jesús del Monte'- en el que señala que Eliseo Diego es “un poeta fundamental e indispensable de la literatura cubana contemporánea y de la lengua española, y uno de los que mayor influencia ejerció, y sigue ejerciendo, entre los poetas de la isla.”

Abren el volumen unas palabras preliminares -'A setenta años de una Calzada'- de su hija Josefina Diego, que recuerda que este es “el libro que han preferido varias generaciones de jóvenes poetas, en Cuba y en otros países. Quizás, decía mi padre, porque fue escrito por alguien como ellos y en él encuentran y reconocen los mismos miedos, angustias, asombros y alegrías que ellos sienten. Su Calzada se conservará siempre nueva, amanecida y espléndida, porque fue nombrada y rescatada a través de los ojos de un joven poeta enamorado.”

Además del centenario del autor, se cumplen ahora algo más de setenta años desde la aparición en 1949 de esta asombrosa obra que se convirtió muy pronto en un libro canónico, en un clásico de la poesía cubana.

Se perciben en él ya una serie de constantes que articularían temática y formalmente toda la poesía del cubano: la conjunción del tiempo, el espacio y la memoria evocativa, la transfiguración verbal de la realidad cotidiana, la concepción de la infancia como paraíso perdido, la depuración de una palabra poética que nombra la realidad próxima desde una mirada nueva y un tono cercano y amable. 

Está prefigurada en él como en una obertura toda la poesía posterior de Eliseo Diego, que desarrollaría y ahondaría los caminos temáticos y estilísticos que se abrían en este libro.

Se abre con una cita de Calderón -“Que toda la vida es sueño”- y se sostiene sobre una mirada elegíaca a la infancia como la que cierra La quinta, uno de sus poemas centrales, en el que evoca 

el jardín de la quinta donde termina la Calzada 
                                y comienza el nacimiento silencioso del campo y de la noche,  
raído por el sol lo miro, melancólicamente desolado 
                              como el feo pensamiento de un idiota. 
Digo estas cosas con la tristeza de quien a solas 
                                                dice cuántos años 
y deja caer la inútil mano sobre la frescura del 
                      mimbre y en su comodidad encuentra algún consuelo.

Esa calle habanera que es el eje espacial del libro se convierte en imagen de la memoria y en un símbolo de la ciudad y de la vida. Y la piedra, la penumbra y el polvo, en metáforas del espacio urbano, del sueño y de la muerte:

Y la Calzada de Jesús del Monte [...] estaba hecha de tres materias diferentes: la piedra de sus columnas, la penumbra del Paso de Agua Dulce y el polvo que acumulaban sus portales.

Y así el libro reconstruye el recuerdo para proponer una realidad transfigurada que representa la totalidad de la vida en la conciliación del tiempo y del espacio, del campo y la ciudad, de lo interior y lo exterior, de lo cotidiano y lo sagrado, lo íntimo y lo público, las cosas y el ser, la mirada y la palabra, la búsqueda y la huida, la luz y la penumbra, el sueño y la realidad:

No podría decirles nunca: esto fue un sueño, y esto fue mi vida. Pero en un principio no fue así.  En un principio la mesa estuvo realmente puesta, y mi padre cruzó las manos sobre el mantel realmente, y el agua santificó mi garganta. 

Porque en las superposiciones temporales que recorren estos poemas, la esencial memoria de la infancia se confunde con el sueño:

Por la Calzada de Jesús del Monte transcurrió mi infancia, de la tiniebla húmeda que era el vientre de mi campo al gran cráneo ahumado de alucinaciones que es la ciudad.  

Hoy esa calzada habanera ha desaparecido casi por completo, pero persiste para siempre en los versos de Eliseo Diego: 

y en la pared opuesta, por el azogue nocturno de la sangre 
aquel fervor oscuro, aquella música 
de mis huesos se pierde irrestañable,
cuando todo es uno, 
el día y el recuerdo 
en el oficio de la lluvia que pulsa las persianas, 
la mirada segura nos deshace 
su deleitoso paño entreverado de sierpes 
y en la pobreza intacta del polvo se resume.

Santos Domínguez


29 abril 2020

La marcha Radetzky


Joseph Roth.
La marcha Radetzky.
Traducción de Isabel García Adánez.
Alianza Literaturas. Madrid, 2020.

Los Trotta eran nuevos nobles. Al fundador de su linaje le habían concedido el título nobiliario después de la batalla de Solferino. Era esloveno. Sipolje, el nombre del pueblo del que procedía, fue lo que dio el complemento a su título. El destino había elegido a aquel Trotta para llevar a cabo una gran hazaña. Luego ya se encargó él de que la posteridad olvidase su nombre.

Así comienza la nueva traducción de Isabel García Adánez de ese monumento literario que es La marcha Radetzky, de Joseph Roth (Galitzia Oriental, 1894 - París, 1939) en Alianza Literaturas.

Publicada por primera vez en 1932 con ese irónico título, alusivo a la famosa marcha militar de Johan Strauss, es seguramente la mejor descripción de la caída del Imperio austrohúngaro de los Habsburgo a través de tres generaciones de la familia Trotta en las que metaforiza la decadencia y la desaparición sin grandeza de aquella realidad política, administrativa y territorial, social y cultural que se extinguió con el Tratado de Versalles.

"Austrohungría ya no existe. Y yo no quiero vivir en ninguna otra parte", escribió Freud cuando acabó la Primera Guerra Mundial. Judío y austroalemán como él, Roth podría haber firmado esas palabras sobre la desaparición del Imperio austrohúngaro, porque a partir de entonces sus novelas y sus artículos periodísticos se mueven entre la nostalgia de un mundo que ya no existe, la conciencia de la capacidad destructiva del nazismo y la desesperanza ante un futuro imposible.

Con presupuestos estéticos e ideológicos muy diversos, autores como Kafka, Von Rezzori, Hassek, Musil,  Broch o el propio Roth levantaron sobre esas ruinas de la Mittleeuropa una parte imprescindible de la literatura del siglo XX.

La huella de ese mundo ordenado que se desmoronó como consecuencia de la Gran Guerra se puede seguir contemplando en la arquitectura centroeuropea, pero sobre todo en esa magnífica literatura de la que forma parte La marcha Radetzky, entroncada en una práctica narrativa que remite más a la tradición realista del siglo XIX que a la renovación novelística del siglo XX.

Es sin duda la mejor novela de Roth, que fue no sólo un testigo nostálgico y privilegiado, sino una víctima más del derrumbe de aquel mundo en extinción, simbolizado en la figura del último Trotta, que muere en la guerra sin dejar descendientes de su estirpe. Un mundo en el que hasta el tiempo transcurría con otro ritmo:

En tiempos, antes de la Gran Guerra, cuando se dieron los acontecimientos que recogen  estas páginas, aún no era indiferente si una persona vivía o moría. Cuando alguien era arrancado del rebaño de los vivos, no aparecía otro al instante para que olvidasen al difunto, sino que quedaba el hueco donde él faltaba y los testigos cercanos o lejanos de su desaparición guardaban silencio cada vez que veían ese hueco. Si el fuego había arrasado una casa de una hilera de una calle, el lugar del incendio permanecía vacío durante mucho tiempo. Pues los albañiles trabajaban despacio y a conciencia,  y tanto los vecinos de la zona como quienes pasaban por allí de casualidad recordaban la forma y los muros de la casa desaparecida al contemplar el espacio vacío. ¡Así era antaño! Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer y todo lo que desaparecía requería mucho tiempo para ser olvidado. Por otro lado, todo lo que había existido alguna vez había dejado su huella, y, además, antes se vivía de los recuerdos igual que ahora se vive de la capacidad de olvidar deprisa y por completo.

La crisis y la ruina de la Europa de entreguerras tiene también en Joseph Roth uno de sus símbolos. Quizá también una de sus consecuencias, porque su decadencia personal, su autodestrucción con el alcohol y el abandono en los cafés y los hoteles parisinos son la metáfora de un mundo que moría con uno de sus mejores cronistas, con su misma indigencia.

A través de Chojnicki, el personaje más lúcido de la novela, en quien proyectó su propia melancolía, Roth expresó el sentido de aquel hundimiento:

Los tiempos ya no nos quieren. Los tiempos piden Estados nacionales independientes. Ya no se cree en Dios; la nueva religión es el nacionalismo. Los pueblos ya no van a la iglesia; van a las asociaciones nacionales. [...]  Somos, como yo digo, los últimos en un mundo en el que Dios aún concedía su gracia a las majestades y los locos como yo hacían oro. [...] Son los tiempos de la electricidad, no de la alquimia. De la química también, entiéndame. ¿Sabe cómo se llama la sustancia clave? Nitroglicerina -y lo pronunció separando bien cada sílaba-. ¡Nitroglicerina! -repitió-. Ya no es el oro. En el palacio de Francisco José siguen encendiendo velas a menudo. ¿No lo ve? La nitroglicerina y la electricidad acabarán con nosotros. Y ya no queda mucho. ¡No queda nada!

Santos Domínguez

27 abril 2020

¡Absalón, Absalón!

William Faulkner.
¡Absalón, Absalón! 
Edición de Bernardo Santano Moreno.
Letras Universales Cátedra. Madrid, 2020.

Desde poco después de las dos hasta casi la puesta de sol de aquella tarde de septiembre, larga, calmosa, tórrida, agotadora y mortecina, habían estado sentados en lo que la señorita Coldfield aún llamaba el despacho porque así lo denominaba su padre. Era una habitación sombría y sofocante, sin ventilación, con las persianas echadas y bien sujetas desde hacía cuarenta y tres veranos porque, cuando era niña, a alguien le pareció que la luz y las corrientes de aire transportaban el calor y que la penumbra era siempre más fresca, y la cual (como el sol siempre daba con más fuerza por ese lado de la casa) se llenaba de rayos amarillentos en los que pululaban motas de polvo que a Quentin le parecían partículas de la vieja pintura, apagada y reseca, que se descamaban de las persianas y se colaban hacia dentro a medida que el viento las empujaba. Había una enredadera de glicinia que estaba floreciendo por segunda vez aquel verano en una celosía de madera delante de una ventana a la que, de vez en cuando, llegaban al azar bandadas de gorriones que producían un sonido seco y apagado antes de volver a marcharse... 

Así comienza ¡Absalón, Absalón!, la cima novelística de William Faulkner, en la nueva traducción que Bernardo Santano Moreno publica en Letras Universales Cátedra.

Esas glicinias se han elegido como motivo de la portada de esta edición, porque además de aparecer en ese primer párrafo del libro, se convierten con su función simbólica en uno de los hilos de la novela. 

Centrada en la figura de Thomas Sutpen, que en palabras de Harold Bloom es “la sinécdoque vital de la historia del Sur”, ¡Absalón, Absalón! comienza una tarde de septiembre de 1909 con ese encuentro entre Quentin Compson y la señorita Coldfield y se remonta a la mañana de junio de 1833, en el momento en el que Sutpen -“hombre-caballo-demonio”- llega a Jefferson con veinte esclavos negros y un arquitecto para crear la Centena de Sutpen en el extremo noroeste del condado de Yoknapatawpha. Procedente de Virginia y con un oscuro pasado, Sutpen se hace construir junto a las plantaciones una ostentosa mansión en la que fundará una dinastía a cuya degradación y extinción asistirá el lector guiado por el relato de tres generaciones de Compson -Quentin, su padre y el abuelo general, el único amigo que tuvo Sutpen-, de su cuñada, Rosa Coldfield, y de Shreve MacCannon, compañero de habitación de Quentin en Harvard.

Desde el principio se van diseminando en la novela una serie de datos parciales sobre la compleja historia familiar de los Sutpen, datos que componen un mosaico que el lector deberá ir reconstruyendo con los nuevos detalles que van aportando los relatos de los distintos narradores con cambios de puntos de vista constantes.

El complejo entramado narrativo de ¡Absalón, Absalón!, la más ambiciosa de sus novelas, lo organizó Faulkner en nueve capítulos que desarrollan en un clima moral de tragedia griega una atormentada historia de amor y odio, de ambición y racismo, de orgullo y fracaso, de incesto y fratricidio, de culpa y violencia y rebelión contra el padre. Una  historia febril de resonancias bíblicas que tiene como referentes varios episodios narrados en el Segundo Libro de Samuel, como la rebelión de Absalón contra su padre, David, y la venganza sobre su hermano Amnón, tras la relación incestuosa con su hermana Tamar.

Opaca en ocasiones, con un incesante perspectivismo narrativo en su desarrollo polifónico, con monólogos interiores intercalados en el relato de los hechos, con ambigüedades, elipsis y datos escamoteados -por el autor, por los narradores o por el propio Sutpen- que provocan la perplejidad del lector, Faulkner asume en ¡Absalón, Absalón! las limitaciones en la narración de una historia, la imposibilidad de conocer toda la verdad de lo ocurrido en el pasado.

De mala gana, obligado por la razón comercial de los editores, Faulkner añadió al final dos apéndices que contenían una Cronología y una Genealogía que aclaraban la laberíntica historia y resumían el fracaso del proyecto vital de Thomas Sutpen, simbolizado en el desenlace demoledor con la mansión en llamas y un anormal desaparecido como descendiente único de la estirpe.

La terminó a principios de 1936, tras un largo proceso de elaboración, después de dos años y medio complicados y llenos de contrariedades, con malas relaciones con su mujer, con el trauma por la muerte de su hermano pequeño en un accidente con la avioneta que él mismo le había regalado y tras una cura de desintoxicación en un hospital.

La publicó a finales de octubre de ese mismo año con un mapa del Condado de Yoknapatawpha que él mismo había elaborado, del que Faulkner se declara “único dueño y propietario”. Aparecen allí no sólo los lugares de esa topografía apócrifa, cuyo centro es la ciudad de Jefferson, sino las diferentes ramas familiares que habitaron ese territorio imaginario que constituye una parte imprescindible de la geografía literaria del siglo XX.

De la primera edición se imprimieron siete mil ejemplares el mismo año en que Lo que el viento se llevó, ese abominable artefacto subliterario, vendía cincuenta mil en un día y más de un millón en seis meses antes de ganar el Pulitzer frente a una obra maestra como ¡Absalón, Absalón!

Además de una estupenda traducción que remedia las carencias de las anteriores versiones en español, Bernardo Santano ha elaborado un esclarecedor estudio introductorio que explora los temas que se cruzan en la trama de la novela, sobre la que afirma: “Hoy nadie pone en duda que ¡Absalón, Absalón! es una obra maestra de la literatura norteamericana del siglo XX y que desde luego es una novela clave en la literatura universal.”

 Para facilitar su lectura, antes del texto el editor ha incorporado una sinopsis que facilita al lector el seguimiento de los nueve capítulos narrados por cuatro personajes, desde el narrador principal, Quentin Compson, pasando por su padre y su abuelo, hasta la señorita Rosa Coldfield y Shreve MacCannon, compañero de Quentin en Harvard, lejos de ese “profundo Sur, muerto desde 1865 y poblado de espectros deslenguados, indignados y perplejos”.

A ese esfuerzo de Bernardo Santano por hacer comprensible la novela con su estudio introductorio contribuye también la calidad de la traducción, que facilita mucho la lectura en contraste con otras francamente ilegibles que además falsificaron el original. La traducción de Bernardo Santano, consciente de que no es sino una representación del original, aspira a acercarse a la altura del texto inglés. En comparación con las otras tres que conozco -desde la que en 1950 hizo en Buenos Aires Beatriz Florencia Nelson a la reciente de Martínez Lage, pasando por la de María Eugenia Díaz en esta misma colección- , me parece que esta es la que más se le aproxima. 

Santos Domínguez

24 abril 2020

José María Álvarez. La mirada de la Esfinge


José María Álvarez.
La mirada de la Esfinge.
Antología de Noelia Illán Conesa.
Olé Libros. Valencia, 2019

Qué hermosa eras. Ser
báquico, fragmento de la explosión
de algún sol,
secreto de la mirada de la Esfinge. Qué
segura
de tu poder.
Satisfecha, soberbia, ciega como las fuerzas
de la Naturaleza, llevando cuerpo y alma
hasta el hervor de la disolución.
Eras el brillo de los ojos de la fiera. No
era el calor humano
que un ser desprende y que te abraza
ante el viento de soledad del mundo. No era el amor
calmo y sereno, que
como esas estatuas de las costas sicilianas
anuncia a los navegantes
que allí empieza la Civilización. Sino
el estallido salvaje y fascinante
del Deseo, la intensidad brutal, magnífica,
la pasión de la carne en su estado más puro,
la terrible belleza de su salto de leopardo.

De esos versos de la Epístola Moral a Fabia, de José María Álvarez, toma su título La mirada de la Esfinge, la antología de su poesía erótica que Noelia Illán Conesa publica en Olé Libros.

Una selección de cincuenta y nueve textos organizados en dos partes –'Las huellas del deseo' e 'Imposible terciopelo'- en torno a la misteriosa mirada femenina y el deseo:

“He caminado siempre los radiantes Infiernos y Paraísos del Deseo. Yo creo que Noelia Illán ha visto con claridad el escenario iluminado de mis poemas y ha seleccionado con acierto”, escribe José María Álvarez en el Agradecimiento que abre este significativo conjunto de poemas en los que se cruzan la naturaleza y la historia, el placer y el tiempo, el culturalismo y el sexo, la ensoñación y el recuerdo, la realidad y la fantasía, la música y el cine, el arte y la literatura.

Una antología osada, como reconoce Noelia Illán en su prólogo -'Húndase Roma en el Tíber'-, donde explica que ha querido “conformar un libro de deseo a base de los versos de José María Álvarez que más me han emocionado a lo largo de los años.”

Bajo la sombra protectora de Casanova y Nabokov, de Catulo y Juvenal, transitan por sus versos carnales diosas de polígono transfiguradas en Dido de grandes superficies o en Helena de Troya sobre un capó bajo la luna, lolitas perversas, miradas cruzadas con muchachas imposibles o efimeros amores de una noche, encarnaciones del deseo como motor del mundo y de la vida. Deseo que anula el tiempo y sus destrucciones:

Y ya ha cambiado el mundo.
Ya no hay atardecer ni cantan
los pájaros en los árboles.
Ya no existe la Muerte ni la memoria.

Solo esos ojos verdes que te miran
y que en ti desatan
la plenitud del deseo.

Deseo que es también relámpago fugaz que deja la nostalgia de versos como estos:

Ellos también
-como tú aquella siesta-
creen que ese gozo es el preludio
de una ventura que no ha de tener fin.
Ni ellos ni tú sabíais
que esa sería la única dicha,
que esos días no habrían de repetirse,
que esa emoción ya estaba herida
de muerte.

                     Y, sin embargo, acaso eso es lo único
que se nos concede: ese contemplar el vuelo
del éxtasis. La intensidad de ese momento
como las chispas de una hoguera en el aire,
inasibles, brilla por un instante.
Un instante tan sólo. Que toda nuestra vida
no basta para olvidarlo, para agradecerlo.

Santos Domínguez

22 abril 2020

Ángel Olgoso. Astrolabio


Ángel Olgoso. 
Astrolabio.
Ilustraciones de Marina Tapia.
Reino de Cordelia. Madrid, 2020.

HISTORIA DEL REY Y EL COSMÓGRAFO

Refiere Von Uexkull, en su Nouveaux voyages où personne n’a jamais pénétré, que cierto día el rey ordenó al mejor cosmógrafo del país la construcción de un globo terráqueo que superara a cualquier otro en grandiosidad y precisión. El cosmógrafo, un fraile menor, de nombre Jacob Haim o Behaim, accedió a los deseos reales aunque, por su disposición natural a la austeridad, rechazó las prebendas que se le otorgaban y se encerró a trabajar durante meses en su gabinete. El tiempo empleado en la elaboración del globo terráqueo fue motivo de controversia; su secretismo, de desmedidas figuraciones. Cuando llegó la mañana en que habría de descubrirse la obra maestra en el centro del salón del trono, bajo el óculo de tres metros de diámetro del techo, rodeaban al rey diputaciones de nobles y arquitectos, de obispos y algebristas. Con un calmoso movimiento del brazo, el cosmógrafo de hábito encordado retiró la tela: aquel globo terráqueo no tenía trazas de soberana perfección, no era monumental ni se hallaba montado sobre zócalos de bronce o pedestales esculpidos en mármol, no representaba la Geografía de Ptolomeo, no lo adornaban la Rosa de los Vientos, la flor de lis del norte, las banderas, los animales fabulosos, los rumbos de colores, las minúsculas notas descriptivas, no habían sido artísticamente dibujados sus husos, ni siquiera graduados para indicar las distancias, y los paralelos y meridianos tampoco se indicaban mediante flejes de oro. Era solo un pequeño globo terráqueo de madera de la altura de un hombre, puesto en pie sobre una sencilla peana de madera sin tornear, y con los contornos de tierras vagamente reconocibles como única pretensión científica. Toda la corte, perpleja en su avidez de ojos muy abiertos, afrentada por la simplicidad de tal representación del mundo, miró al rey que, confundido y ultrajado, mandó a sus capitanes detener al cosmógrafo y ajusticiar con el rigor que merecía a quien se burlaba así de los deseos reales. El fraile no profirió queja alguna. Se limitó a hacer girar suave y resignadamente la esfera y desapareció de la vista de todos, como llevado por la invisible fuerza centrípeta al interior del globo terráqueo, donde la madera no le vedó el paso. Se dijo que aquel día, hasta su declinación, obraron más extraños prodigios en la sala del trono: brisas del lejano sur soplaron sobre los tapices, se oyó al aire restallar en el gratil de unas velas, el ruido en sordina del oleaje, el trémolo metálico de un ancla; y después, con cada giro del globo, los aromas tomaron voz, y todos creyeron recibir en el salón real fragancias de las nueve partes del mundo, árboles de la pimienta, nueces de cayú, campos dilatados de espigas, incienso árabe, el olor meloso de calles entoldadas y el áspero de encuadernaciones de becerro en ciudades levíticas, piedras lavadas por las corrientes, flósculos de girasoles, marismas, parras y olivos, emanaciones telúricas de herrerías, barrunto de animales salvajes, violetas de presbiterio, hedor de miasmas. El rey y sus cortesanos imploraron el cese de las oleadas de esencias, de las infinitas figuraciones de vida que se expandían hacia ellos desde el cuerpo geométrico, alcanzándolos como una pleamar de veloces saetas, de afiladas crestas glaciales, de estrellas cayendo por el cielo hasta que, en su última vuelta, no quedó sobre la esfera terrestre más que una grata oscuridad sin dioses y la voz de un pájaro.

Como ese cosmógrafo mágico que construye el universo, Ángel Olgoso convoca el mundo en los cuarenta y tres relatos de Astrolabio, su particular globo terráqueo, que reedita Reino de Cordelia en edición ilustrada por Marina Tapia.

Un aleph prodigioso en el que conviven lo simbólico y lo onírico, la metafísica y la metaliteratura, el juego y la pesadilla, el humor y la ironía, la búsqueda y las transformaciones, la intriga y la especulación, la mitología y el relato policiaco, en la mejor tradición de la literatura fantástica, de Poe a Kafka, de Schwob a Borges o a Calvino.

Con finales abiertos o cerrados, con ritmo lento o agitado, con juegos temporales y sorpresas en la última línea, construidos en primera persona de dentro afuera o con la distancia de la tercera persona, la concentrada convivencia en ellos de emoción y misterio, de exactitud y precisión acerca a estos textos a la intensidad de la escritura poética.

Orientado por este astrolabio narrativo, el lector navegará por un mar lleno de prodigios y revelaciones, por estas miniaturas que completan un microuniverso  en el que podrá ver sucesiones de eclipses y lluvias de sapos; volverá con un recluso a la dulzura de la celda o escalará tres montes en un cuento oriental melancólico y desengañado.

Oirá cantar a las sirenas y verá  libros apócrifos; conocerá a un eremita desdoblado; sabrá que Lázaro el resucitado ha comprendido que el mundo es una fantasmagoria tras volver de la otra orilla; acompañará a una abeja desorientada en la batalla de Waterloo; se enterará de que se ha patentado una cámara que prueba con un diorama evocador la existencia del Más Allá; verá pasar una disciplinada procesión de suicidas o se enterará del decisivo cambio de trayectoria de un asteroide para cambiar la prehistoria.

Y por debajo de esa diversidad de asuntos, tres constantes: la imaginación como instrumento de otra forma de mirar la realidad; la habitual excelencia de la prosa de Ángel Olgoso y la presentación de la condición humana con su fragilidad y sus sueños en estos cuarenta y tres relatos breves en los que cabe el universo, como en el elogio de la brevedad en el texto que abre el volumen: 


ESPACIO
                                                                               A Miguel Ángel Muñoz

Escribí un relato de tres líneas y en la vastedad de su espacio vivieron cómodos un elefante de los matorrales, varias pirámides, un grupo de ballenas azules con su océano frecuentado por los albatros y los huracanes, y un agujero negro devorador de galaxias.
Escribí una novela de trescientas páginas y no cabía ni un alfiler, todo se hacinaba en aquella sórdida ratonera, había codazos y campos minados, multitudes errantes que morían y volvían a nacer, cargamentos extraviados, hechos que se enroscaban y desenroscaban como una tenia infinita, los temas eran desangrados a conciencia en busca de la última gota, no prosperaba el aire fresco, se sucedían peligrosas estampidas formadas por miles de detalles intrascendentes, el piso de este caos ubicuo y sofocador estaba cubierto con el aserrín de los mismos pensamientos molidos una y otra vez, los árboles eran genealógicos, los lugares, comunes, y las palabras pesados balines de plomo que se amontonaban implacablemente sobre el lector agónico hasta enterrarlo.

Santos Domínguez