Gary Lachman.
El conocimiento perdido de la imaginación.
Traducción de Isabel Margelí.
Atalanta Imaginatio Vera. Gerona, 2020.
Ya casi es un tópico señalar que nuestro poder y dominio sobre la naturaleza, que hemos logrado gracias al reino de la cantidad y que cada vez nos aplicamos más a nosotros mismos, nos ha salido muy caro. El despojamiento de la «interioridad» del universo –y, cada vez más, de la nuestra propia–, necesario para que se afianzara la nueva vía de conocimiento, no ha tenido éxito. Aunque lo requería la fase inicial de desarrollo de la humanidad (o así lo considero yo), nuestro poder sobre el mundo natural ha empezado a mostrar en épocas recientes su lado más sombrío. El calentamiento global, la urbanización desmedida, la industrialización y los problemas medioambientales y sociales relacionados, además de otras crisis a las que nos enfrentamos en la actualidad, tienen su origen en ese dominio sobre el universo físico que comportó nuestra nueva vía de conocimiento. Pero, por apremiantes que sean estas problemáticas (y sólo he mencionado unas cuantas para dar una idea de su naturaleza), no son los únicos efectos imprevistos de la «revolución» del conocimiento de hace cuatro siglos.
Nuestra «interioridad» también se ha visto afectada radicalmente. La libertad de pensamiento que se alcanzó al relegar el dogma y la fe tuvo dos consecuencias: liberó la mente, pero también la dejó a la deriva. Una de las secuelas de la nueva vía de conocimiento es que a muchos nos hace sentir, como dijo el novelista Walker Percy, «perdidos en el cosmos». El hombre, en su ignorancia, se creyó el centro del universo, y esta nueva vía de conocimiento nos desengañó luego de este juicio erróneo. No estamos en el centro, sino que ocupamos una modesta posición cerca de una estrella de rango medio en uno de los brazos de cierta galaxia, a su vez colmada de miles de millones de estrellas más y alojada en un universo lleno de otros miles de millones de galaxias. Y, por lo que sabemos, existen miles de millones de universos más.
La reivindicación de la imaginación como forma de conocimiento interior: ese es el núcleo de sentido de El conocimiento perdido de la imaginación, el magnífico libro de Gary Lachman al que pertenecen esos dos párrafos. Lo publica Atalanta en su colección Imaginatio Vera con traducción de Isabel Margelí.
Una imaginación que desde el siglo XVII fue desplazada por el objetivismo científico y confundida con la fantasía escapista. Y sin embargo, Goethe o Blake demostraron con su obra que la capacidad creativa del pensamiento se sustenta en la posibilidad de expresar la interioridad mediante imágenes, metáforas y símbolos.
Y es que la imaginación es una forma de pensamiento figurativo, el característico de la poesía, que va más allá del mero conocimiento externo, basado en la observación de los datos positivos, que está en la raíz del pensamiento científico.
Nuestras amarras -explica Lachman- empezaron a soltarse a mediados del siglo XVI, cuando Copérnico liberó el Sol de la Tierra y, en palabras de Nietzsche, comenzamos a «rodar desde el centro hacia X». La efectividad de la nueva vía de conocimiento para desengañarnos de la idea de que somos necesarios, importantes o fundamentales para el universo la expresó muy bien el respetado astrofísico Steven Weinberg en su libro Los tres primeros minutos del universo: «Cuanto más comprensible parece el universo, más parece carecer de sentido».Comprensible tiene aquí el sentido de «cuantificable». No cuesta inferir de ello que, como habitantes de ese absurdo pero cuantificado universo, somos inevitablemente más absurdos todavía.
Anomia, apatía, alienación y una sensación de angustia existencial llegaron de la mano del éxito de nuestro afán, por lo visto imparable, de cuantificar toda la existencia y nuestra experiencia de ella. La cuantificación de la existencia humana se llevó a cabo de diferentes maneras; disciplinas que antes se consideraban parte de las «humanidades» adoptaron los efectivos métodos de la nueva vía de conocimiento. El ansia de obtener el mismo tipo de resultados «objetivos» y «mensurables» que las ciencias «duras» suscitó la envidia de sus parientes «más blandas», de modo que casi todas las formas de erudición, investigación, búsqueda y estudio imitaron el nuevo enfoque. Así pues, la ciencia devino rápidamente en «cientificismo», o le dio origen.
Pascal, matemático y filósofo, fue uno de los primeros en darse cuenta del peligro. Y ante esa pérdida de interioridad y frente al desprestigio de la imaginación, ya en el siglo XX se alzaron voces como la de Owen Barfield, que defendía la imaginación como una forma de percepción figurativa de la realidad que vinculaba al perceptor con lo percibido, al hombre con la naturaleza y conectaba en un mismo ejercicio de conocimiento lo interior con lo exterior, lo subjetivo con lo objetivo.
Es el conocimiento imaginativo al que aludía Jünger, que habló del lenguaje de los poetas como del único lenguaje verdadero; el reino perdido de la imaginación que transforma la conciencia al que se refería Kathleen Raine a propósito de la poesía de Blake; una forma creativa de conocimiento que conecta lo superficial con lo profundo a través de imágenes materiales que aluden a lo inmaterial o lo sugieren.
La imaginación se convierte así no sólo en instrumento creativo, sino en un método de conocimiento privilegiado para mirar al interior del mundo y del hombre. A eso aspiraba Goethe, que conectó lo poético, lo filosófico y lo científico y buscó zonas de contacto entre la ciencia y la poesía para “contemplar las ideas con los ojos”.
Siglos después, Einstein decía que "la imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado. La imaginación engloba el mundo." Y a algo parecido se refería Heisenberg en su formulación del principio de incertidumbre: a la idea de que el observador altera lo observado. Y desde una posición no muy distante desarrolló Jung el método de la imaginación activa de su psicología analítica y Corbin la idea de una hermenéutica espiritual que “consistía en escuchar, en estar atento a las cosas y en oír su voz.”
En esa misma línea, Kathleen Raine defendía, en palabras de Lachman, “que existía una verdad, una realidad distinta al ‘realismo’, la cual denominó ‘Tradición’, que hundía sus raíces en las enseñanzas de Platón, Plotino, los Hermetica y todo lo que se conoce como ‘filosofía perenne’. Esta situaba el espíritu, mente o imaginación en el asiento del conductor, mientras que el mundo material era un accesorio necesario pero subordinado que ocupaba el peldaño inferior de la escala ontológica.”
A lo largo de los seis capítulos del libro, Lachman va reconstruyendo una genealogía de la imaginación creativa que se mueve entre la propuesta filosófica y la visión poética. Una genealogía de la que forman parte poetas visionarios como Blake, Shelley, Coleridge o Yeats, que conciben la poesía como un lenguaje de la imaginación con una potencia creadora que se expresa a través de metáforas y símbolos.
“Todos los ‘verdaderos poetas’ -escribe Lachman- tienen esta capacidad de percibir el mundo dentro de sí”, como le ocurría a Blake, para quien “nos convertimos en aquello que observamos.” O como Yeats, que veía en el reino humano de la imaginación “un eje entre los mundos en el que se encuentran lo encarnado y lo desencarnado, el yo consciente y el inconsciente.”
Santos Domínguez