27 diciembre 2006

Poesía para regalar y para regalarse.

Como no es sólo tiempo de balance, sino de proyectos y de buenas intenciones, ahí va una lista de libros de poesía que se han reseñado o se reseñarán en esta página. De momento, quedan como un anticipo y como una propuesta de buenas lecturas.





W. H. Auden.
Carta de Año Nuevo
.
Pre-Textos.

Para empezar el año, este libro de encrucijada de un Auden instalado ya en América y sacudido por las incertidumbres propias y ajenas en una edición preparada por Gabriel Insausti.



Juan Ramón Jiménez.
Música de otros
.
Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores.

Las traducciones y versiones que hizo Juan Ramón de algunos poetas esenciales fundamentalmente ingleses o franceses. Inéditas muchas, otras publicadas un sola vez, todas tan cuidadas como era habitual en el poeta de Moguer.



Rafael Alberti.
Obras Completas. Poesía, III.
Edición de Jaime Siles.
S.E.C.C. Seix Barral.

El fruto más logrado y perdurable de todos los que generó el centenario de un poeta fundamental que atraviesa con paso firme la poesía española del siglo XX.



Luis Alberto de Cuenca.
Poesía 1979-1996.
Cátedra Letras Hispánicas


Con una amplia introducción de Juan José Lanz, esta edición reúne las versiones últimas dadas por el autor a los cuatro libros que se recogen: La caja de plata, El otro sueño, El hacha y la rosa y Por fuertes y fronteras.


John Ashbery.
Por dónde vagaré.
Lumen.

El tiempo, la literatura, el amor, el deseo o la muerte en el último libro de Ashbery con traducción de Daniel Aguirre.


Santos Domínguez

26 diciembre 2006

Los ojos de Davidson




H.G. Wells.
Los ojos de Davidson.
Traducción de José Luis López Muñoz.
Prólogo de Alberto Manguel.
Atalanta. Barcelona, 2006.


Casandra en Inglaterra titula Alberto Manguel su brillantísima introducción a Los ojos de Davidson, la colección de relatos fantásticos de H. G. Wells (1866-1946) que publica la editorial Atalanta en su colección Ars brevis.

Habla en ella, y de ahí la alusión a la sibila, de la visión profética de Wells. No voy a entrar en su capacidad visionaria como autor de ciencia ficción, porque sus contemporáneos no le leyeron así en una época en la que ni siquiera estaba inventado el género. Quiero, sin embargo, destacar algo especialmente sorprendente en estos magníficos cuentos: sus premoniciones y su carácter precursor, su capacidad de abrir territorios para la imaginación narrativa.

Ya ocurría en La isla del doctor Moreau, a la que debe tanto La invención de Morel de Bioy Casares, y ocurre en muchos de estos relatos.

Los ojos de Davidson
trata un tema del que dan otras versiones La trama celeste de Bioy Casares y El cuento más hermoso del mundo de Kipling sobre el cruce de espacios y tiempos de universos distintos.

El Sur de Borges y La noche boca arriba de Cortázar recuerdan la trama de Bajo el bisturí. Y en algunas de las Crónicas marcianas de Bradbury parece seguir brillando El astro.

Escribe Manguel sobre ese fondo inconsciente del que se nutre la obra de Wells para proyectarse hacia el futuro:

Wells poseyó una visión profética, al menos en el sentido de que previó nuestra lenta y ciega carrera hacia la autodestrucción, y la facilidad con que volvemos a conductas terribles y bestiales, a nuestros temores prehistóricos y a nuestros prejuicios inmemoriales. (...) Para Wells, nuestros límites son físicos e intelectuales, pero podemos ampliarlos por medio de un intelecto más sofisticado y una ética más aguda que nos permitirá evitar las trampas de la mentira y ser generosamente honestos con nosotros mismos y con nuestros congéneres.

Wells quiso ser un novelística crítico, satírico y filosófico, en la estela de Voltaire y de los librepensadores del siglo XVIII. Con esa voluntad y esos modelos empezó a escribir ficciones científicas y ensayos filosóficos. Fueron años penosos en los que no conseguía publicar lo mucho que escribía: varias novelas y cuentos, poesía y prosa cómica, algún ensayo.

Así hasta que pudo publicar en 1895 La máquina del tiempo, cuyo éxito avaló la edición posterior de La isla del doctor Moreau, El hombre invisible, La guerra de los mundos, Los primeros hombres en la Luna, El alimento de los dioses, y una serie de magníficos cuentos, algunos de los cuales se recogen en este volumen.

El país de los ciegos es uno de los más conocidos relatos de Wells, quizá el más inolvidable. Alberto Manguel lo considera tan inimitable que no le otorga descendencia conocida y lo entronca con el inconsciente colectivo. Sin ánimo de rectificar a ese lector, uno de los más inteligentes y sólidos que uno ha conocido, a mí me parece que están en germen, en el cuento o en ese inconsciente del que surge, el Informe sobre ciegos de Sábato y la epidemia del Ensayo sobre la ceguera de Saramago.

Wells publicó una primera versión de ese cuento en 1904. Treinta y cinco años después modificó el desenlace y dio esta explicación a sus lectores:

Siempre he tenido un sentimiento incómodo acerca de este cuento; lo he recorrido mentalmente en la cama, durante mis paseos y en otras ocasiones inadecuadas, hasta que por fin puse manos a la obra y le di un enfoque enteramente nuevo [...]. La idea central, que un hombre con vista va a caer en un valle de ciegos y comprueba la falsedad del dicho “En el país de los ciegos el tuerto es rey”, sigue siendo la misma en ambas, pero el valor atribuido a la facultad de ver cambia profundamente. Lo he cambiado porque ha habido un cambio en la atmósfera del mundo que nos rodea. En 1904, el énfasis se ponía en el aislamiento espiritual de aquellos cuya visión era más clara que la de sus congéneres, y en la tragedia de su incomunicable apreciación de la vida. El visionario muere, un paria que no encuentra otra manera de liberarse de su don si no es con la muerte, y el mundo ciego continúa, invenciblemente seguro y satisfecho de sí mismo. Pero en la versión más reciente, la visión se convierte en algo mucho más trágico: ya no es una historia de belleza desatendida y de liberación; el visionario observa cómo la destrucción se abate sobre ese mundo ciego que por fin ha llegado a soportar y hasta a amar; lo ve claramente, y no puede hacer nada para salvarlo de su destino.

El joven Wells tenía un sentido optimista de la historia, pensaba que el hombre recorría un camino de perfección. Con el paso del tiempo conoció las experiencias desoladoras de dos guerras mundiales y cuando murió en 1946 compartía con el protagonista de El país de los ciegos el desaliento.

La irreprochable traducción de José Luis López Muñoz es, sin duda, uno de los valores añadidos de esta cuidada edición. El otro es el prólogo de Alberto Manguel, una iluminadora introducción a la narrativa de Wells y a sus anticipaciones y simbolismos.

Wells, que combatió por igual el nazismo, el comunismo y el cristianismo, es para los ingleses el primer escritor del siglo XX, para Wilde un Julio Verne científico y para Borges uno de los más admirables narradores de la historia de la literatura.

Santos Domínguez

25 diciembre 2006

En un bosque extranjero



Santos Domínguez.
En un bosque extranjero.
Aguaclara. Alicante, 2005.



Ya en el último poema de Las provincias del frío se adivinaba este bosque. En él la palabra se le ha vuelto a Santos materia vegetal, hecha del filamento de su misma sílaba, del follaje de sus imágenes y del pulmón, de ese enorme pulmón de su verso que lo nutre como el fuelle de su propio aliento.

En Las provincias del frío la de su verbo había sido una naturaleza también potente, pero ordenada. Los suyos eran setos de homenajes, glorietas con motivos literarios. En ellas las deudas poéticas estaban siendo pagadas con los tapices de un verso alejandrino, abundante como en Santos se nos muestra siempre, barroco como un oboe que narra o teje, por épico, navegaciones e infiernos, Eurídices y Mañaras con ese fondo turbio de laguna veneciana. En él están los poemas contemplativos y barrocos mejor orquestados que he leído después de Colinas.

En cambio, en Un bosque extranjero, Santos ya no le debe a nadie, canta solo en la noche con esa virtud de pájaro oculto que sabe incendiar el bosque con su trino. Y trina es su virtud por cierto. A saber: El verso, que ya he dicho, un verso amplio de estirpe clásica y con ambición sinfónica que, a más de ancho, es abundante y generoso. Nada insinúa, apenas calla nada, hasta agotar el poema y rematarlo.

Sin este verso no se podría lograr la segunda de sus virtudes, esa ambición cósmica que apunta en cada poema y que muestra la naturaleza como una cúpula hecha del entramado de sus propias imágenes.

El uso de la imagen en Santos da para un capítulo aparte y es la tercera de sus virtudes que señalo. En Las provincias del frío se trataba de imágenes lógicas, más domésticas y previsibles. En cambio, aquí en el Bosque se han distorsionado arriesgándose hasta el límite de un surrealismo. Revelan así por un lado la ambición del poeta y por otro la gozosa evidencia de que el lenguaje, como parte también de ese bosque, goza de una autonomía vegetal y creativa que supera en la suficiencia de su inspiración al propio poeta. Aquí es la sintaxis limpia de Santos la que la contiene, librándola del descarrío en que degenera para algunos la tentación del surrealismo.


José A. Ramírez Lozano

24 diciembre 2006

Obras completas de Nicanor Parra



Nicanor Parra.
Obras completas & algo + (1935-1972).
Edición de Niall Binns.
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores.
Barcelona, 2006.

Huele literalmente a madera este primer volumen de los dos en los que recogerá Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores las Obras completas de Nicanor Parra. En una nota al final del libro se indica que el papel empleado se ha fabricado a partir de madera procedente de bosques y plantaciones gestionadas con criterios ecológicos. Ha sido declarado libro amigo de los bosques por Greenpeace.

Y le sienta bien a la poesía de Parra ese olor a madera y esa preocupación medioambiental, porque Parra es además de un gran poeta una fuerza de la naturaleza.

En el prefacio a esta edición de la poesía de Parra, escribe Harold Bloom:

¿Cuál es la función de la poesía en 2005, cuando Estados Unidos ha enloquecido y ha coronado a un plutócrata que -por fortuna- es demasiado ignorante para convertirse abiertamente en fascista? Chile tuvo su Edad Oscura, y ahora nos toca a nosotros. Hay algunos poetas vivos maravillosos en Estados Unidos, entre los cuales destaca John Ashbery. Pero no tenemos a ninguno tan persuasivamente irreverente como Parra.

Con una introducción general del responsable de la edición, Niall Binns, y un prólogo de Federico Schopf, este amplio tomo de más de mil doscientas páginas reúne por primera vez la amplia producción del torrencial poeta chileno entre 1935 y 1972.

Nicanor Parra, que siempre se había resistido a hacerlo, no sólo ha autorizado por fin a reunir su poesía, sino que ha orientado y supervisado el trabajo de recopilación y edición de Nial Binns e Ignacio Echevarría.

Junto a su libro más conocido, Poemas y antipoemas, se recogen en este volumen muchos textos dispersos en antologías, su poesía visual, no sólo las doscientas cuarenta y dos tarjetas que integran los Artefactos de 1972, sino también el mítico e inencontrable Quebrantahuesos, la colección de collages de 1952.

Ha sido el propio Parra el que se ha ocupado de proponer la secuencia canónica de su trayectoria poética, de manera que el volumen no tiene un orden cronológico, sino que se abre con los Poemas y antipoemas, que el autor considera el primer libro de ese canon.

Los Poemas y antipoemas (1954) son el yin y el yang, el principio masculino y el femenino, la luz y la sombra, el frío y el calor, como él mismo ha explicado. Seguramente a eso se refería también Pablo Neruda cuando decía de este libro que era una delicia de oro matutino o un fruto consumado en las tinieblas.

Un libro que en realidad contiene tres libros y tres direcciones poéticas:

-La reacción antivanguardista en los poemas neorrománticos y posmodernistas de la primera parte.

-Los textos expresionistas y su crispada brutalidad amarga de la segunda sección.

-Los más interesantes y personales antipoemas, entre Kafka, el surrealismo y los cortos de Chaplin, el resultado de hacer circular por el poema tradicional la savia surrealista. Los antipoemas son el canto del cisne de las vanguardias y convierten a Parra en el último vanguardista de la lengua.

Así termina uno de los más conocidos de esos antipoemas, Recuerdos de juventud:

Yo iba de un lado a otro, es verdad,
Mi alma flotaba en las calles
Pidiendo socorro, pidiendo un poco de ternura;
Con una hoja de papel y un lápiz yo entraba en los cementerios
Dispuesto a no dejarme engañar.
Daba vueltas y vueltas en torno al mismo asunto,
Observaba de cerca las cosas
O en un ataque de ira me arrancaba los cabellos.

De esa manera hice mi debut en las salas de clases,
Como un herido a bala me arrastré por los ateneos,
Crucé el umbral de las casas particulares,
Con el filo de la lengua traté de comunicarme con los espectadores:
Ellos leían el periódico
O desaparecían detrás de un taxi.

¡Adónde ir entonces!
A esas horas el comercio estaba cerrado;
Yo pensaba en un trozo de cebolla visto durante la cena
Y en el abismo que nos separa de los otros abismos.

Están aquí también las coplas festivas y de aire popular de La cueca larga:

Algunos toman por sed
otros por olvidar deudas
y yo por ver lagartijas
y sapos en las estrellas.

Los Versos de salón (1962), afirmativos y alegres, de tono conversacional, como su emblemática Montaña rusa:

Durante medio siglo
La poesía fue
El paraíso del tonto solemne.
Hasta que vine yo
Y me instalé con mi montaña rusa.

Suban, si les parece.
Claro que yo no respondo si bajan
Echando sangre por boca y narices.

Las Canciones rusas, en las que el poeta se reconcilia con su entorno, como en esta dedicada al astronauta Yuri Gagarin:

Las estrellas se juntan alrededor de la tierra
Como ranas en torno de una charca
A discutir el vuelo de Gagarin.

Ahora sí que la sacamos bien:
¡Un comunista ruso
Dando de volteretas en el cielo!
Las estrellas están muertas de rabia
Entretanto Yuri Gagarin
Amo y señor del sistema solar
Se entretiene tirándoles la cola.

O los Artefactos, la colección de tarjetas postales que hacen de Parra el gran desenmascarador de la hipocresía y la apariencia a través de la poesía visual.

Los trapos al sol es la sección que al final de cada tomo recoge en un apartado independiente los textos que el propio Parra ha considerado marginales en su trayectoria poética. Se integran en ese apartado, además de los poemas que aparecieron dispersos o en antologías, el Cancionero sin nombre (1937), los Ejercicios respiratorios, de 1943, muy marcados por la influencia de Withman, los ya citados Quebrantahuesos (1952) o sus magníficas traducciones de poesía rusa contemporánea.

Como es habitual en las cuidadas ediciones de Galaxia Gutenberg, se evitan aquí las notas a pie de página y se colocan al final del volumen, lo que facilita una lectura exenta y limpia de los textos de Parra, que a sus noventa y dos años sigue siendo uno de los poetas más jóvenes del mundo.

Santos Domínguez


22 diciembre 2006

Lunas de agosto


Justo Vila.
Lunas de agosto.
Los libros del Oeste. Badajoz, 2006.

Justo Vila, que acaba de publicar Lunas de agosto en la editorial pacense Libros del Oeste, tiene ya una larga y acreditada trayectoria como historiador y novelista. Gran parte de su trabajo en ambos campos se ha centrado en la guerra civil, la posguerra y la represión en Extremadura.

Rigor histórico, valor documental y capacidad narrativa, se combinan en estas Lunas de agosto, que es una novela, no un tratado histórico pero tampoco una obra de imaginación. El mismo rigor que tiene Justo Vila como historiador lo utiliza narrativamente en Lunas de agosto. No se trata por tanto de que la novela se distinga de la historia por contar mentiras. Es una cuestión de tratamiento de la materia, de enfoque, no de mentiras.

El relato supone la actualización narrativa de la historia, con especial intensidad en su parte central, entre los días 13 y 15 de agosto de 1936, en los que tienen lugar la preparación y el desarrollo del asalto a los baluartes y brechas del recinto fortificado de Badajoz.

La crueldad del teniente coronel Yagüe y su deseo de escarmentar por adelantado y aterrorizar al resto de las poblaciones leales a la legalidad republicana, ocasionó una matanza que, junto con el bombardeo de Guernica, fue una de las mayores que sufrió la población civil durante la guerra.

El interés del autor por este tema arranca de un episodio que se cuenta al principio de la novela: una manifestación en los primeros años de democracia que al llegar a la Plaza de Toros Vieja, se para y se calla. Alguien le dijo entonces que allí habían matado a mucha gente.

El núcleo de estas Lunas de agosto lo constituyen, pues, los días anteriores y las primeras horas de la entrada en Badajoz de las columnas de Asensio y Castejón el 14 de agosto de 1936 y la madrugada de las ejecuciones, la del quince de agosto, una madrugada sin luna. Las lunas del título son una imagen del espanto en los ojos aterrorizados de una de las mujeres que sufrieron el miedo, el dolor y las humillaciones de los vencidos que habían perdido a sus padres, a sus maridos, a sus hermanos.

Hay en la obra una mezcla de narración e historia, conducida por un sistema de narradores múltiples y alternantes que van sucediéndose como se suceden en el desarrollo de la acción personajes reales y personajes inventados y la perspectiva de quienes ocuparon la capital pacense en el verano de 1936 y quienes la defendieron y fueron luego represaliados.

Víctimas y verdugos sobre los que se proyecta la mirada actual de sus descendientes, simbolizados en las figuras del nieto de Rafael Alcántara, un maestro asesinado en la plaza de toros, y de Dolores, la nieta del falangista que mató al maestro y que ha ido recogiendo su versión de los hechos en una memoria escrita en sus últimos días en un hospital.

Ese cuaderno del falangista Benito Albarrán, conservado por su nieta, es, junto con el relato de Marcelo Rojas un superviviente de los ametrallamientos en la plaza de toros, uno de los dos ejes narrativos del libro.

Era imprescindible fundir lo documental y lo intrahistórico, lo colectivo y lo individual y eso requería no sólo la presencia de varias perspectivas narrativas, sino la construcción de una novela coral, con técnica caleidoscópica y un enfoque deudor del documental cinematográfico.

La base documental sobre la que descansa la novela está construida con las narraciones orales y los testimonios periodísticos de un joven Mario Neves, integrado como personaje en la novela, que entró por la frontera de Caia para mirar cara a cara al terror, al odio y al fanatismo y quedar marcado de por vida. No quiso ni pudo volver al escenario de aquellos crímenes hasta el año 82, cuarenta y seis años después de los hechos. También en ese sentido las fuentes pertenecen más a la intrahistoria periodística que a la historia que las integra luego en un sentido global, supraindividual.

La dureza del texto y la de los hechos admite, casi requiere, de ese tono coral que recuerda a la tragedia clásica. Y en relación con esto, quizá se entienda mejor el papel fundamental que tienen las mujeres en la novela. Mujeres que, además de su función narrativa, son la voz de la conciencia y la memoria, la salvaguardia del recuerdo de las víctimas, del miedo y del sufrimiento. Como en las tragedias griegas.

Y como en las tragedias griegas, esta es también una historia cruel de errores y traiciones, de personajes heroicos y seres despreciables. Una historia narrada desde distintas perspectivas, pero siempre desde dentro, con la fuerza que tiene la primera persona.

La novela acaba otro 15 de agosto, setenta años más tarde, cuando dos generaciones después, el nieto de una víctima y la nieta del verdugo, reivindican la necesidad de la memoria y de la reconciliación.

De la misma manera que la víctima no existe sin verdugo ni este sin aquella, no es posible la reconciliación sin la memoria. Ni la memoria, para ser creadora, puede tener más sentido que la superación del rencor.

Como los mejores relatos sobre la guerra, como La forja de un rebelde, Capital de la gloria o Días de llamas, tal vez la mejor de todas y una de las más recientes, Lunas de agosto tiene también mucho de exorcismo, de conjuro y de desahogo de la memoria colectiva.

Con ella, Justo Vila cierra un ciclo novelístico, del que forman parte también La agonía del búho chico y La memoria del gallo, sobre la guerra civil, la posguerra y la represión en Badajoz.

Decía al principio que lo que distingue un libro de historia de una novela no es la mentira, ni la falsificación. No hay aquí fabulación, aunque pueda haber algo de ficción como recurso narrativo.

La fabulación la están haciendo los sedicentes historiadores sediciosos. Presuntos. Que además son pésimos novelistas. No es necesario que lo comprueben. No soy tan cruel como para invitarles a leer a César Vidal.

Santos Domínguez

Imprescindibles 2006



Es tiempo de listas y caprichos. Con poco de lo segundo, creo, aquí va lo primero, la lista que me pidió Javier García para el portal No te salves, al que dedica, con interés desinteresado, parte de sus esfuerzos y sus ilusiones.

Los 12 imprescindibles de Narrativa.

Los 12 imprescindibles de Poesía.

Los 12 imprescindibles de Ensayo y Memorias.

21 diciembre 2006

Antología de Antonio Gamoneda


Antonio Gamoneda.
Antología poética.

Selección e introducción de Tomás Sánchez Santiago.
Alianza Editorial. Madrid, 2006.

Poeta de la extralimitación llama Tomás Sánchez Santiago a Antonio Gamoneda en La armonía de la tormenta, el enjundioso y contenido prólogo que ha escrito para introducir la lectura de esta Antología poética que acaba de editar El libro de bolsillo de Alianza Editorial.

Y es que si la poesía es casi siempre una experiencia extrema de límites, lo es más en un poeta como Gamoneda que no está por encima de las modas, sino por debajo, porque en su poesía hay algo profundamente telúrico que tira de nosotros hacia abajo, un río subterráneo y torrencial, una voz sumergida y oculta, no tan secreta como acallada por la censura en el franquismo.

De Gamoneda hemos aprendido sus lectores a convivir con la luz del plomo, con la injusticia y la soledad, a soportar el peso del mercurio, el temblor del azufre y el óxido que sabe a una desaparición y tiene el mismo olor que la tristeza. A entender que para un poeta un libro es una aparición y un poema,"un pensamiento que canta."

A las ediciones más asequibles: la generosa recopilación que Miguel Casado hizo en Edad para Cátedra Letras Hispánicas; el Libro del frío y el Libro de los venenos que publicó Siruela y Esta luz (Galaxia Gutenberg) se suma ahora esta excelente Antología poética, que planteaba a su editor literario una dificultad especial. Consciente del riesgo de antologar una escritura tan radicalmente unitaria como la de Gamoneda, Sánchez Santiago ha utilizado con destreza como hilo conductor una serie de elementos temáticos y expresivos que contienen las claves de la unidad de la obra del último premio Cervantes.

Y especialmente el tiempo y el espacio como ejes referenciales de su evolución poética. Una evolución marcada por la temporalidad hasta Descripción de la mentira y por la abolición del tiempo en favor de una poética de lo espacial a partir del Libro del frío. O, lo que es lo mismo, el paso del canto a la contemplación a través de palabras e imágenes de una enorme fuerza expresiva.

Imágenes y palabras fundidas en el magma oscuro de la memoria violenta y armónica que vive en el armario lleno de sombra del que surge una poesía que no se comprende con la inteligencia racional, sino de otra manera más intensa, más primaria, más duradera:

como se comprende
un fruto con la boca, una luz con los ojos.


Santos Domínguez

20 diciembre 2006

El negro del Narciso



Joseph Conrad.
El negro del Narciso.
Traducción de Antonio Ballesteros.
Espasa. Relecturas. Madrid, 2006.

Faulkner leía El negro del Narciso, como el Quijote, una vez al año. Y Borges solapó en El inmortal una cita del Prefacio de Conrad a esta novela que publica Espasa en su cuidada colección Relecturas, con traducción y prólogo de Antonio Ballesteros.

El negro del Narciso tiene todos los ingredientes de la mejor novela de aventuras y mares, tormentas y amuradas de combés, escotas y arriadas y aproadas de barlovento. Ese léxico lleno de matices y misterio y crea por sí solo una atmósfera de emoción con la que el lector se embarca en la aventura para comprobar que en alta mar espacio y tiempo se confunden, que el espacio lo mide la luz del día y el tiempo lo marca la profundidad de campo en el horizonte.

Pero es mucho más que eso. Es la primera novela en la que Conrad encuentra su propia voz, un narrador en primera persona inconfundible y ventajista que luego utilizaría en Lord Jim o en El corazón de las tinieblas.

Hace más de un siglo, desde 1897, que está navegando este velero que es el verdadero protagonista de la novela junto con el mar. Un barco que es un microcosmos, un universo en escala en el que, como en el otro, las situaciones de riesgo ponen a los personajes al límite de los comportamientos más altos y los más vergonzosos. Conrad conocía de primera mano ese mundo inquietante y complejo que es un barco, porque había cruzado muchos mares a lo largo de dieciséis años enrolado en barcos ingleses.

Por cierto que es una buenísima idea añadir al final tres páginas de ilustraciones imprescindibles para entender el sistema de palos, vergas y botavaras, la distribución del espacio en la cubierta y los 25 tipos de velas que llevaba un velero como aquel Narcissus que navega desde Puerto de Bombay hasta Londres con la perturbadora presencia del negro Wait, gigante y enfermo, a bordo.

Y había comprobado que el mar es indiferente y poderoso, que en aquel mundo ya no cabían los viejos veleros y que las tripulaciones debían luchar contra el mar y contra sí mismos, en defensa de su dignidad y enfrente del vacío. Conrad había formado parte de la tripulación del Narcissus, donde al parecer vivió un episodio que sirvió de base a esta novela.

El negro del Narciso, su tercera novela, no es sólo una narración de aventuras con barco y marinería inquietante, sino algo más ambicioso: un intento de reflejar la esencia de la vida. Y al frente puso un Prefacio que es la reflexión más importante que publicó Conrad sobre su obra y sobre la función de la literatura. En la estela de Henry James, que consideraba que una novela es una realidad compleja que va más allá del mero desarrollo de la historia que transcurre en su superficie, Conrad cree que el novelista debe aspirar a explorar y a reflejar la vida en toda su complejidad y que la misión moral del escritor es la búsqueda de la verdad, una experiencia de intensidad que debe transcender al estilo, a la intensidad de la prosa.

La honra de un escritor- decía Conrad- reside en cuidar las frases como la tripulación baldea y cuida la cubierta, sin esperar más recompensa que el respeto silencioso de sus iguales.

En 1909, con trece obras publicadas, le liquidaban menos de cinco libras por derechos de autor. No sólo había publicado esta novela. Otras como Lord Jim, Nostromo o El agente secreto no le habían servido para lograr el reconocimiento que le vino de una de sus peores novelas, Azar, en 1913. Así son las cosas.

Leer El negro del Narciso, una de las mejores novelas de Conrad, es una experiencia inolvidable, una peripecia que absorbe al lector.

Santos Domínguez

18 diciembre 2006

El castillo alto




Stanislaw Lem.
El castillo alto.
Traducción de Andrzej Kovalski.
Funambulista. Madrid, 2006.



En un prólogo que quizá se hubiera entendido mejor como epílogo, un Lem incómodo y consciente de que escribir sobre la propia infancia es una actividad arriesgada, confiesa que se ha apartado de su objetivo inicial para acabar encontrando la voz de un extraño agazapado en el pasado infantil y en los callejones sin salida de la adolescencia:

¿Y el artista? ¿Encuentra lo que busca en el niño, afianzado en el pozo sin fondo de la excesiva libertad?

La literatura es, bien se sabe, cuestión de intensidad. Por eso El castillo alto, la autobiografía de Stanislaw Lem que publica la editorial Funambulista es mucho más que el relato de sus años de infancia y juventud durante el periodo de entreguerras. Como en Habla, memoria de Nabokov, estamos, más que ante un recuerdo organizado o un inventario, ante una narración que invoca a la memoria y a los sentidos, sobre todo a la mirada.

Lem construye de esa manera una narración sin centro, llena por igual de intensidad y de cabos sueltos, en la que el lector queda atrapado y confuso por la extraña mirada del que recuerda olores y objetos, pero no el rostro de su padre, la indumentaria o los atributos de su ejercicio médico, pero no su aspecto o sus gestos o su talante:

Me es más sencillo hablar de los objetos de mis primeros años de vida que de las personas.

Y durante muchas páginas el relato se convierte en la memoria de los espacios, de los sitios, de los objetos, sin que el narrador memorioso caiga aparentemente en la cuenta de esa rareza de no evocar ni recordar a las personas próximas a aquel niño. Estanterías, mesas, baúles, sillones, adornos parecen ser los únicos pobladores de la infancia. Naturalmente, acabarán personificados, sometidos a una inexplicable lógica en la que las ilustraciones de los tratados de anatomía, o los grabados de novelas eróticas, escrutados con clandestinidad de púber, sustituyen a las personas en su niñez solitaria de interiores:

Creía secretamente que los objetos inanimados no eran menos falibles que las personas.

El niño que fue Lem le interesa y le alarma, como alarmaba a su padre la destrucción sistemática de juguetes, unos actos nihilistas dignos de análisis freudianos que explicasen tan pertinaz destrucción de muelles y resortes, maquinarias y artilugios.

Aquellos impulsos destructivos y autodestructivos (Lem fue un niño al que le gustaba jugar a ahorcarse) se fueron templando y canalizando progresivamente, aunque a esas alturas del libro ningún lector se extraña de que aquella criatura que empezaba a ver las primeras películas de cine sonoro sólo recuerde las de monstruos.

Yo fui un monstruo, recuerda Lem. Y hay que darle la razón. Pues sí. Para qué vamos a andarnos con rodeos.

En todo caso aquel monstruo tiene cuando escribe el libro una intensa memoria espacial y sensorial y una evidente capacidad evocadora. Los recuerdos de compañeros de juegos o colegio son una pura memoria de objetos. El autor no recuerda una cara, pero sí una estría en el pupitre, un gramófono o la primera radio. Se enamora de la maestra y no recuerda su aspecto, pero sí sus nudillos golpeando la cabeza del compañero de pupitre.

La etapa adolescente del Instituto es en principio también un recuerdo de indumentarias y pupitres. Aparecen compañeros cuyos rostros normalmente no se recuerdan. Se recuerdan sus manos o sus mochilas. Pero las visiones de interior se amplían al exterior y en él aparece ya la referencia al Castillo alto:

El Castillo Alto era para nosotros lo que el Cielo es para el cristiano. Era el lugar adonde íbamos cuando se anulaba una clase porque el profesor se sentía de repente indispuesto, una de esas sorpresas maravillosas que el destino sólo brinda en señaladas ocasiones.

Y a partir de ese momento aparecen ya las caracterizaciones de personas. Los profesores del Instituto son descritos con mucha viveza de detalles físicos, con sus peculiaridades de carácter y sus manías, en un conjunto de magníficos retratos que recuerdan el expresionismo fellinianio de Amarcord. Es el momento de las primeras lecturas formativas y los primeros pasos literarios que contienen ya premoniciones de su ciencia ficción, la que culminaría en su excelente Solaris.

Pero los objetos vuelven una y otra vez a la memoria:

Entretanto, una caterva de objetos procedentes de mi casa y de las calles por las que caminé están llamándome a voces la atención. ¿Qué ocurre con los objetos y con los adoquines que nos rodean en la infancia para que nos resulten tan mágicos e irremplazables? ¿Desde dónde viene su voz para que dé fe de su existencia después de haber sido destruidos en la guerra y apilados en montones de basura? No mucho después de la época idílica que he presentado en estas páginas, los objetos inanimados fueron envidiados por su permanencia, puesto que día tras día la gente se fue yendo y de pronto todas aquellas cosas se quedaron huérfanas.

Y la memoria sigue mostrando sus limitaciones, sus resistencias, su vida propia:

Y la memoria sigue negándome el acceso allá donde deseo ir, dejándome acceder únicamente a otros lugares y nunca a los que deseo. Estúpida puerta cerrada con llave. Máquina soberana estúpidamente preocupada con su función y su tarea: recordar, preservar indeleblemente, permanentemente. Aunque eso tampoco es cierto. Morirá conmigo, guardián fanático, mísero tirano, burlón, rebelde, duro de mollera, tan invariable y al mismo tiempo tan incierto, despiadado y a la vez sensible, como una masa de carbón con la delicada impronta de una hoja. ¿Cómo puedo entender la memoria? ¿Cómo puedo aceptarla? ¿Redes neuronales, sinapsis, circuitos de McCulloch? No, no hay explicación en este sabio y absurdamente científico sentido; es inútil, hay que dejar que la memoria siga siendo lo que es. La memoria y yo somos un par de caballos que se observan con suspicacia, que tiran del mismo carruaje. Así que vamos allá, inseparable y desconocido compañero mío, mi enemigo, mi amigo.

Así se cierra El castillo alto que era la localización del paraíso efímero de la adolescencia y que sigue representando todo lo perdido y todo lo que persiste todavía en la memoria o en la imaginación en un libro inolvidable, escrito con una extraña mirada, distante y fría. Sale el lector de aquí intranquilo y desasosegado, herido por la primera frase del epílogo, que resume la pudorosa elegía por un extraño en el que pese a todo aún nos reconocemos:

Cuando yo era niño, no murió nadie.


Santos Domínguez

17 diciembre 2006

De Keats a Bonnefoy





De Keats a Bonnefoy
(Versiones de poesía moderna)
Andrés Sánchez Robayna (ed.)
Pre – Textos. Valencia, 2006.

Este libro - las palabras son del responsable de la edición, Andrés Sánchez Robayna- recoge un amplio conjunto de versiones de poesía moderna realizadas en el seno del Taller de Traducción Literaria de la Universidad de La Laguna. Fundado en 1995, el Taller se ocupa de cuestiones de traducción y lleva a cabo traducciones de textos definidos por su dificultad o su complejidad estética. Ha traducido, entre otros, libros de William Wordsworth, John Keats, Gustave Flaubert, Samuel Johnson o Paul Valéry mediante nuevos métodos de traducción colectiva, comparada y revisada. Con la edición del presente volumen el Taller celebra diez años de actividad y ofrece al lector un recorrido por algunas obras fundamentales de la modernidad en poesía.

Debería leerse este libro mirando por encima de los debates sobre la vinculación de estas versiones a una determinada concepción poética o sobre la pertenencia de los poetas traducidos a una opción: la de la modernidad frente a la poesía posmoderna. La verdad es que son debates que aburren mucho y aportan poco, más que nada argumentos para espantar al lector.

Los veinticuatro poetas son los que son (podrían haber sido otros veinticuatro) y las traducciones son espléndidas. ¿Qué quiere decir que una traducción es buena? Pues no sólo, ni siquiera en primer lugar, que guarde un respeto irreprochable al original, que eso se da por supuesto, sino que el texto traducido mantenga la consistencia estética del modelo y la fuerza expresiva que se debe exigir a cualquier poema de alto nivel.

El esfuerzo se ha dirigido a ir más allá de la mera versión literal. Si sólo se aspirase a eso, sería mejor hacer las traducciones en prosa, como las que perpetraba Astrana Marín con los Sonetos de Shakespeare. Eso sería, claro está, una mutilación culposa que ignoraría el material sonoro que es un poema. No es sólo una cuestión de ritmo o de sonoridad: la lógica de la prosa y su canalización sintáctica son muy distintas ( ni mejores ni peores: otras) de las que exige el verso.

Esas cuestiones técnicas, que están muy bien, como las peleas de gallos de corral, les son por completo indiferentes a los lectores de este libro, que lo disfrutarán como se disfruta la alta poesía que contiene, vertida en la mejor de las copas posibles.

Y es que desde el primer poema del libro, Ante los mármoles Elgin, de Keats, hasta el último, El libro, para envejecer, de Bonnefoy, la preocupación de los traductores ha sido que el texto desarrolle su música y su construcción verbal.

Con eso debería bastar para que el lector sepa lo que le espera en estas páginas, en las páginas impares en las que se coloca el texto en versión castellana: un centenar de poemas de la modernidad, de Keats a Bonnefoy pasando por Carles Riba, Valéry, Sophia de Mello o Giorgios Sepheris.

Lo demás, peleas de vecindonas y ruido de fondo de una moto que carraspea, queda muy lejos, muy por debajo de la altura de este libro, que desmiente aquella ingeniosa afirmación, no sé si de Monterroso o de Rulfo, de que un dromedario es un camello diseñado en equipo.

Esta vez no, quizá por excepción. Las traducciones, alguna vez colectivas y la mayoría individuales y revisadas por el grupo, han evitado además ese raro efecto de acoplamiento que se produce en algunas traducciones de Octavio Paz o de José Ángel Valente, que sonaban demasiado a la voz o al tono del poeta traductor.

Esta vez el trabajo colectivo muestra sus resultados indiscutibles en la intensidad de las versiones, en la percepción del tono y en la captación del espíritu del texto, de sus hallazgos y sus oscuridades, de sus perplejidades y sus desequilibrios.

El siguiente es sólo un ejemplo, la traducción, ajustada de Bonnefoy que hace Sánchez Robayna, que nos pone el texto, indemne, en castellano:

LE SOIR
Rayures bleues et noires.
Un labour qui dévie vers le bas du ciel.
Le lit, vaste et brisé comme le fleuve en crue.
— Vois, c'est dejà le soir,
Et le feu parle auprès de nous dans l'éternité de la sauge.


ATARDECER
Rayas azules, negras.
Los surcos que se encaran a la base del cielo.
La cama, vasta y rota como el río crecido.
- Mira, se hace de noche,
Y el fuego a nuestro lado habla en la salvia eterna.

El epílogo de Antonio Ramos Rosa (La relación poética en la poesía moderna) es una interesante reflexión sobre la poesía moderna como una experiencia de la palabra y de la realidad, como calcinación de la realidad inexpresable mediante la palabra poética, oscura, órfica y misteriosa.

Un libro irreprochable, editado impecablemente, como es norma en Pre-Textos.

Santos Domínguez

15 diciembre 2006

Dibujando la tormenta





Pedro Sorela.
Dibujando la tormenta.
Faulkner, Borges, Stendhal, Shakespeare, Saint-Exupéry.
Inventores de la escritura moderna.
Alianza Literaria. Madrid, 2006.


En Dibujando la tormenta, que publica Alianza Literaria, Pedro Sorela recorre la vida y la obra de cinco inventores de la escritura moderna: Faulkner, Borges, Stendhal, Shakespeare y Saint-Exupéry.

La vida, la obra y la muerte, porque alguien dijo alguna vez que en la muerte de una persona hay más verdad que en todos los minutos de su vida. Probablemente no sea más que una frase algo tremendista, pero parece pensada para las muertes de algunos de estos escritores: olvidados, como un Faulkner que murió solo, desconocidos como Stendhal o segregados de su entorno como Borges.

Seguramente son, y eso es lo que importa de verdad, sus escritores favoritos. Y son, por ese orden, no por el de la cronología, aquellos que han dejado una huella más profunda en su memoria y siguen actuando con fuerza en su presente de lector y de profesor de escritura.

Porque este es un libro que nace del entusiasmo propio tanto como de las carencias ajenas:

El libro nació el día en que descubrí que ninguno de mis alumnos de escritura sabía quién era Stendhal. No es que no lo hubiesen leído; es que no sabían quién era.

El enfoque globalizador con el que Pedro Sorela integra vida privada y obra literaria debe mucho a la teoría de los polisistemas, al concepto de inserciones temáticas y a la estética de la transmisión y de la recepción. Pero que nadie se asuste: de lo que hablo es del sentido común que huye por igual del formalismo estructuralista y de la hagiografía de las vidas de escritores.

Por eso, porque lo que importa en este libro es el sentido común y el gusto de la lectura, no hay ambiciones analíticas ni términos inasequibles ni pujos academicistas. Al contrario, los lectores de Dibujando la tormenta repasarán la vida y la obra de estos escritores como quien vuelve a un paisaje recordado y vivido.

O como quien tiene la suerte de visitar por primera vez esta escritura de tormenta, la que cambia el paisaje literario y la vida de quienes han leído con algún provecho a Shakespeare, a Borges a Faulkner, a Stendhal, a Saint-Exupéry.

Se conmoverá el lector ante los padres de Faulkner, partidarios de que su hijo se exiliara para paliar la deshonra de La paga de los soldados, su primera novela. O con quienes cincuenta años después creen que Yoknapatawpha es una marca de pudding o una palabra técnica para designar el mal de las vacas locas.

No se sorprenderá demasiado con uno de los oficinistas que trabajaban en la misma biblioteca que Borges, maravillado de ver lo que son las casualidades que hacían que un sujeto del mismo nombre y nacido en la misma fecha y en el mismo lugar figurase en una enciclopedia que había abierto, claro está, por casualidad.

Verá el lector cómo del misterio que es Shakespeare, sobre cuya memoria escribió Borges su último cuento, emerge lo que importa: por encima de su biografía invisible, el enigma de una obra tan poderosa y ambigua como el amor de sus Sonetos.

O a un Stendhal que escribía novelas porque intuía que la condición para escribir una obra maestra es haberla vivido antes. Novelas para una minoría, para aquellos happy few con los que recordaba a Shakespeare. Por cierto, esa minoría (we happy few) la mencionaba Enrique V en Agincourt, no Agincourt (que es una ciudad y una batalla) en el Enrique V.

Y a un Saint-Exupéry que cumplió un siglo después esa profecía y fundió vida y literatura en una sola obra, escrita con el propio cuerpo de gigantón frágil.

Con concepciones literarias muy distintas, aunque comunes en su altura, estos cinco escritores usan de manera muy distinta su experiencia vital. Algunos, como Stendhal o Saint-Exupéry, incorporaban ese material biográfico a su obra; otros, con mejor intención que resultado, intentan ocultarse detrás de su mundo narrativo o recrean en una máscara su imagen literaria. Sea como sea, tiene uno derecho a plantearse algunas preguntas: ¿Hubiera escrito Faulkner lo que escribió y como lo escribió sin su adicción al bourbon? ¿Y Borges, sin sus inhibiciones sexuales y sus bloqueos emocionales? Si Stendhal no hubiera sido un barrigón acomplejado, ¿hubiera escrito el Henry Brulard?

Puede que sí, pero muy probablemente no. Lo razonable es que, de haber sido otros, hubieran sido otros sus asuntos, y los habrían escrito con otro tono y con otro estilo. Y quién sabe si hubieran escrito con vidas más felices. Porque se escribe con la vida y con el cuerpo, mucho más de lo que nos hicieron creer los padres de la estilística.

En Los privilegios, un texto que se suele publicar con sus Recuerdos de egotismo, Stendhal expresa tres deseos, como en los cuentos mágicos:

En primer lugar pide una avanzada longevidad, sin achaques ni sufrimiento; una muerte repentina por apoplejía durante el sueño y sin dolor moral o físico. Y en tercer lugar, movilidad y dureza de dedo índice en la méntula, que deberá ser dos pulgadas mayor que el pulgar y con su mismo grosor, y con capacidad de cumplir dos veces a la semana.

De los tres deseos, que se sepa, sólo se cumplió uno. Stendhal murió a los 59 años, de un derrame cerebral que le dio en la calle. Al parecer, como quería, ni se enteró. De la movilidad y consistencia de la méntula no hay testimonios. O un tiempo pudoroso los ha borrado.

Son los deseos de alguien que vive instalado en la fantasía de la literatura. Y es que este es un libro de literatura y sobre la literatura, no sobre ese sucedáneo que se llama historia de la literatura, que suele oscurecer su verdadero objeto. ¿O es que a alguien en su sano juicio se le ocurriría confundir la medicina con la historia de la medicina o una bicicleta con la historia del transporte?

Si este libro sirve, como debiera, para incitar a la lectura o para provocar la relectura, se habrá justificado el trabajo gustoso que lo sostiene. Si no consigue ese propósito, si no dejara de ser otro sucedáneo, otra reproducción que sustituye a su objeto, al menos le habrá proporcionado a su autor el gusto prolongado de escribirlo.

Y a algunos lectores, unas horas bien agradables, no demasiadas, porque sus casi quinientas páginas se leen con fluida amenidad.

Santos Domínguez

14 diciembre 2006

Flor de farola




José Antonio Millán.
Flor de farola. Los textos del margen.
Melusina. Barcelona, 2006.


En el principio fue el verbo. Por decirlo de algún modo y para entendernos, claro, porque la formalización verbal de estos textos activa todas las alarmas de la norma o de lo comprensible.

¿Qué pasa en la vida o por la cabeza de un hombre para que redacte y mande imprimir una octavilla como esta que copio abajo, con Depósito Legal y fotocopia de DNI, y salga a pegarla por la noche madrileña de la Gran Vía, esquina San Bernardo?

LIBRO POR EL BIEN DE LA HUMANIDAD. Día 8 de mayo, pasado por cámara de gas, sabedor Mesie Pavidiña Prefet de Mutua y las oficinas del ministerio del trabajo por encontrar tres firmas falsas de la Mutua, la firma de Mesie Pavidiña y Mesie Pompidu que a dicha casa de Mesie Pavidiña no habia llegado ninguna carta gases en el pueblo de P*, pagados por franceses. Sonido de España de Betera y de Jesús, hijos de la noche del mismo campo.
LLEVAN EN EL AIRE; AL REY, PAPA, PARTE DEL GOBIERNO LOS CABEZILLAS Y EL CURA DE LA IGLESIA DE SAN CRISTOBAL.

Otras veces, un corazón solitario arenga desde una cabina de teléfonos: De vosotras, las chicas, opino que nos sois personas ( ...), estáis amaneradas y embrutecidas...

A veces se encuentra uno con la sorpresa de un texto como este otro, que parece el comienzo de un cuento de cronopios y famas:

LO que pasa es que los cloros le empezaron a robar a la municipal borrándomelo a mí.

Son las flores de farola que viene agavillando José Antonio Millán desde hace tiempo en una página web y que ahora edita en un divertido libro Melusina.

La razón de ser de estas raras especies la aventura el cuidador de estos jardines:

Nunca una sociedad abierta ha sido más estanca, nunca la transparencia ha resultado más opaca, nunca hemos estado más solos en medio de más cantidad de otros. Los libros se escriben sobre los libros, los medios se alimentan de los medios, y los juzgados y tribunales viven de tribunales y juzgados. Las mediaciones con el Poder exigen el dominio de la comunicación (ya sean denuncias, «cartas al director» o simples explicaciones), y la comunicación la detentamos unos cuantos. O uno está dentro o está fuera. Casi todos están fuera.

¿Qué queda, entonces? Hay quien, sencillamente, se vuelve loco. Pero alguno empuña el bolígrafo, la máquina o la imprenta y vomita sus iras, sus esperanzas. Sale de madrugada y lanza los pasquines por las calles, los pega en las farolas, para que el mundo entero los vea.

Textos del margen, herederos de aquellas otras flores de corralón que elogiaba Borges en el Evaristo Carriego. Textos o artefactos que admiten enfoques multidisciplinares y tranversalidades diversas: desde los puramente lingüísticos hasta los análisis semiológicos pasando por las posibilidades narratológicas o una patología que excede de lo puramente ortográfico o lo políticamente correcto, como en carteles tan persuasivos como estos. La transcripción, casi paleográfica, es de J. A. Millán:

EL que SALTE ESTA / BALLA ME CAgo EN / Su puTA MAdRE Y ES / UNA MARICONA y / NE CAgo EN SUS MUERTOS / PISOTEAOS

EL que X SALTE / ESTAVALLA Y LLO- / LopiLLE EN dENTRO SEBA / AREPENTIR dE ABERNACIO / Yjo dE PUTA EL que / SALTE ESTA BALLA / Y MARICONA

Arte suasoria, que decía el clásico.

Santos Domínguez

12 diciembre 2006

Estambul

Orhan Pamuk.
Estambul. Ciudad y recuerdos.
Literatura Mondadori. Barcelona, 2006.


– No voy a ser pintor-dije-. Seré escritor.

Veinte años antes de que Orhan Pamuk cerrara así este Estambul. Ciudad y recuerdos que publica Mondadori sobre sus primeros veinte años de vida, Joseph Brodsky, otro Nobel que todavía no lo era y que como el Pamuk de este libro estaba a punto de serlo, visitaba Estambul y escribía sobre esa ciudad un texto clarividente, Huir de Bizancio.

Buscaba allí Brodsky lo que otros viajeros, escritores y pintores, decían haber encontrado desde el siglo XVIII: el antiguo espíritu de una ciudad que es también encrucijada geoestratégica y de civilizaciones, suma y encuentro de Oriente y Occidente. Una imagen que levantaron los escritores franceses del XIX con Nerval y Flaubert a la cabeza y que no tiene nada que ver con la de los diarios de Gide, que ve en Estambul una ciudad desagradable.

Como Brodsky, también Gide huyó de aquella decepción de la utopía, convencido de que esa idea de Estambul probablemente no existe más que en el imaginario cultural como una esperanza tan infundada como la que alienta el narrador autobiográfico de Estambul: la búsqueda de un gemelo exacto, de un clon.

Pamuk no huye de Estambul, porque esa ciudad es su destino y forma parte de su historia personal. Estambul ha formado el carácter del personaje porque a esa ciudad, a la misma calle, a la misma casa ha permanecido ligado durante toda su vida. Estambul forma parte esencial del destino de Pamuk y este es un libro sobre ese destino que comparten paisaje y personaje, la autobiografía del soñador dichoso que fue Pamuk en su infancia de niño rico e imaginativo.

Una agradable lectura que aporta, además del acercamiento de primera mano a la biografía del autor, muchas claves para entrar en su mundo narrativo. Estambul es una obra que no está demasiado lejos de las novelas de Pamuk, que suelen tener una importante carga autobiográfica. Y es aquí también lo que olvida la memoria lo reconstruye o lo inventa la imaginación. Se lee como una novela de formación más que como unas memorias, o además de eso.

O como pies de fotos desarrollados para explicar imágenes de las calles de Estambul en los años cincuenta y sesenta o para evocar la vida familiar, las reuniones, los paseos. Porque el libro contiene decenas de fotos que lo convierten en un album de recuerdos o en una guía sentimental que orienta al lector por un tiempo más que por un espacio, en una autobiografía con imágenes de tiempos y espacios que ya no existen.

Una autobiografía plasmada en fotografías en blanco y negro, porque ese es el recuerdo de la ciudad en su infancia, un recuerdo en blanco y negro, con sentimientos encontrados de alegría y tristeza, el blanco de la nieve en la ciudad y el humo negro de los barcos del Bósforo.

Fotografías en las que, a diferencia de lo que ocurre en el texto, alternan y casi nunca se funden el autor y Estambul, lo familiar y lo urbano, lo privado y lo público. No hay apenas fotos del personaje en un lugar de la ciudad más allá del interior de la casa o del balcón que da a la calle, porque la de Pamuk fue una infancia de interiores y sólo en su adolescencia de paseante solitario se integran de verdad la ciudad y el recuerdo.

Un recuerdo imaginario en el que la nostalgia del paraíso perdido de la infancia se funde con la nostalgia de una ciudad entrevista, desaparecida o tal vez inventada, de un Estambul que Pamuk no conoció tampoco y que seguramente existe más en la leyenda que en la historia.

Una ciudad que se pudre y se desploma, un Estambul en el que todo está viejo, dice Pamuk (y coincide en la impresión y en la expresión con Brodsky) y que se enfoca con detallada mirada del pintor que Pamuk fue entre los quince y los veinte años, que mira los dibujos de Melling (1819) con sensación de pérdida, de mirar algo que ya no existe, como los palacetes levantados en las orillas del Bósforo, un mundo perdido que remite al viejo mito de la edad de oro. Melling, nos dice el narrador, pensando quizá más en sí mismo que en el pintor, veía la ciudad como un estambulí, pero la pintó como un occidental de mirada avispada.

La amargura de sus habitantes es el efecto que provoca en el ánimo de sus habitantes esa sensación de carencia, de pérdida. Un sentimiento el de la amargura que no es individual, sino cultural y colectivo ante la decadencia, la destrucción, el descuido y la pobreza.

Al contrario que en las ciudades occidentales que han formado parte de grandes imperios hundidos –escribe Pamuk–, en Estambul los monumentos históricos no son cosas que se protejan como si estuvieran en un museo, que se expongan, ni de las que se presuma con orgullo. Simplemente, se vive entre ellos.

Y Estambul es también, y sobre todo, la historia de una decadencia familiar paralela a la decadencia de la ciudad, de una descomposición que refleja en lo privado la descomposición del imperio otomano, de unos conflictos matrimoniales que parecen reproducir la realidad conflictiva de la Turquía contemporánea. Porque cuando Pamuk habla de él, acaba hablando de Estambul y cuando escribe sobre Estambul termina escribiendo sobre sí mismo. El libro lo dice de otra manera: la infelicidad es odiar a la ciudad y odiarse a sí mismo.

Hay en esta primera entrega de sus memorias un largo paseo por la literatura que ha generado la ciudad, por la imagen de Estambul a través de cuatro escritores que vivían en ella cuando nació Pamuk: un novelista, un poeta, un historiador y un memorialista. Cuatro autores amargos que poetizan la amargura producida por esa sensación de pérdida. De esa literatura trata uno de los párrafos más profundos del libro:

Cada vez que empiezo a hablar del Bósforo, de Estambul, de la belleza de sus calles oscuras o de su poesía, una voz interior me previene de que no debo exagerar la belleza de la ciudad en que vivo para no ocultarme a mí mismo las carencias de la vida que llevo en ella, tal y como les ocurría a los escritores de generaciones anteriores a la mía. Si la ciudad nos parece hermosa y mágica, así debe ser nuestra vida. Cada vez que uno de esos escritores de generaciones anteriores cuenta cómo le embriaga la belleza de la ciudad, mientras el ambiente mágico de sus historias y de su lengua me afecta profundamente por un lado, por otro recuerdo que ellos ya no vivían en la gran ciudad de la que hablaban y que preferían las comodidades modernas del Estambul ya occidentalizado. Aprendí de ellos que el precio que hay que pagar para poder elogiar Estambul sin límites y con un entusiasmo lírico es no vivir ya en ella u observar desde fuera aquello que se considera «hermoso». El escritor que sea capaz de notarlo en lo más profundo de su alma con una sensación de culpabilidad, cuando toque fondo por la amargura y el estado ruinoso de la ciudad, debe hablar de la luz misteriosa que proyectan en su vida; y cuando se deje llevar por la belleza de la ciudad y del Bósforo debe recordar la miseria de su propia vida y cómo no le atañe en lo más mínimo el ambiente feliz y victorioso de una ciudad que ha quedado en el pasado.

Santos Domínguez

11 diciembre 2006

Los dueños del vacío

Luis García Montero.
Los dueños del vacío.

Marginales Tusquets. Barcelona, 2006.


La conciencia poética, entre la identidad y los vínculos es el subtítulo del conjunto de ensayos que Luis García Montero ha incorporado a Los dueños del vacío (Marginales Tusquets), una lectura de los poetas más significativos de nuestra literatura contemporánea, una serie de reflexiones sobre autores como Lorca, Alberti, Neruda o Cernuda que tienen como objetivo común explicar su lección sobre la conciencia poética, sobre una identidad problemática que se mueve entre la intimidad poética y los vínculos sociales, entre la atención a uno mismo y la mirada a los demás, entre la soledad y la sociedad.

Entre la identidad extremada que encierra al poeta en su torre y los vínculos sociales que le diluyen en la comunidad hay un territorio intermedio: el de la conciencia individual que salvaguarda la independencia y la voz personal del creador.

En momentos de perplejidad, la de los poetas suele ser una buena compañía, no porque aporten soluciones sino porque hacen de esa perplejidad y de la desorientación la raíz de la que se alimenta su obra, la que en las palabras de Felipe Benítez Reyes que García Montero toma para el título, los hace dueños del vacío.

Un vacío que nace de un presente conflictivo que está en la encrucijada del pasado y el futuro, entre “el óxido de sus nostalgias y de sus utopías.”

De la crisis del sujeto moderno surge la poesía contemporánea, del descubrimiento del vacío surge el encuentro con la conciencia que habita la voz del hombre deshabitado del que hablaba Alberti, de los hombres huecos de Eliot o el remordimiento en el traje de noche vacío de Cernuda.

Entre la realidad y el deseo, en la desolación de la quimera, hay en todos estos poetas una postura común: la reivindicación de la conciencia poética individual. La historia de la poesía desde el romanticismo se resume en la peripecia del poeta que busca su lugar en el mundo o acercándose a las verdades colectivas o practicando el ensimismamiento individualista. Es la expresión de identidades en crisis que viven instaladas en la nostalgia de la ausencia, en los paraísos perdidos de la infancia, en la falsificación del recuerdo y acaban convirtiendo también la memoria en un lugar en crisis, en una región vacía e incierta como el futuro. O sea, dando tumbos y bandazos como aquel huésped de las nieblas que era Bécquer, recordado por Alberti en Sobre los ángeles, entre la insatisfacción del desarraigo y el acecho del abismo.

De esa manera, la memoria y el deseo, la evasión y el compromiso se convierten en las tendencias dispares que escinden la poesía contemporánea con la ciudad como un espacio poético nuevo y problemático.

Entre la insatisfacción y la búsqueda, el poeta contemporáneo tiene siempre algo de exiliado. No sólo de exiliado político, sino de desterrado del mundo, de evocador sin consuelo posible, porque el desterrado está siempre preso del pasado y tiene que sobrevivir en el presente, entre la lentitud de la nostalgia y las urgencias del compromiso.

En aquellos momentos cruciales del final de los años veinte, la lección decisiva del surrealismo aportó a la búsqueda del ser poético no sólo una forma de libertad creativa sino una propuesta moral: la moral poética y vital del disidente, del que, desde el Romanticismo, vive en las vastas regiones sin aurora, en los márgenes, sin miedo ni esperanza, como mucho después escribiría Antonio Gamoneda.

Santos Domínguez

10 diciembre 2006

Menos que uno



Joseph Brodsky.
Menos que uno. Ensayos escogidos.
Traducción de Carlos Manzano.
Siruela. Madrid, 2006.


Cuando en 1987 la Academia sueca justificaba la concesión del Nobel de Literatura al poeta norteamericano de origen ruso Joseph Brodsky, explicaba que se reconocía una producción literaria de excepcional envergadura, dotada a partes iguales de valor intelectual e intensidad poética, la obra de un escritor en cuya biografía personal y estética convergían dos tradiciones culturales de gran importancia en la configuración de la literatura contemporánea: la rusa y la anglosajona.

El Brodsky poeta y el que escribe en prosa son inseparables, en las dos facetas conviven impulso lírico e inteligencia reflexiva, la poesía como medio de conocimiento de la realidad y la prosa como instrumento de análisis del poema.

Menos que uno, que acaba de reeditar en castellano Siruela con traducción de Carlos Manzano, es la primera recopilación de sus ensayos, una autobiografía privada e intelectual en la que Brodsky pasa revista a sus recuerdos y a sus afinidades culturales.

Se suma así Brodsky a una serie de poetas anglosajones como Eliot, Pound, Graves o Auden que han practicado con brillantez la crítica o la reflexión sobre la escritura. No es una casualidad que entre nosotros el mejor representante de esa tendencia sea alguien tan familiarizado con esa tradición como Jaime Gil de Biedma.

Cuando Brodsky llegó a Viena en 1972 expulsado de la URSS llevaba un equipaje ligero pero lleno de posibilidades como la maleta de un ilusionista: un tomo con las obras de John Donne, una máquina de escribir y una botella de vodka para Auden.

Auden, que vivía en los Estados Unidos, pasaba temporadas en Kirschtetten, un pueblo austríaco en el que tuvo lugar un encuentro que iba más allá de lo personal: simbolizaba también el abrazo de dos espacios, dos tradiciones encarnadas en dos poetas, y de dos tiempos: el del viejo Auden y el del joven Brodsky.

La botella de vodka duró, presumiblemente, muy poco. La transcendencia de aquella relación fue mucho menos efímera. Auden, que murió un año después, le ayudó a instalarse en los Estados Unidos y dejó una marca imborrable en el joven exiliado. Una marca que es muy perceptible en la poesía de Brodsky y en este Menos que uno: dos de los mejores textos del libro tienen como tema la vida y la obra de Auden.

Vida y obra que se funden también en el resto de los ensayos en los que sus intereses poéticos se cruzan con los recuerdos de Leningrado/San Petersburgo (Guía para una ciudad rebautizada), la ciudad más literaria de Rusia, la de las noches blancas, y el homenaje a sus padres en Una habitación y media con el tributo a sus devociones literarias: Ajmátova y Montale, Tsvietáieva y Cavafis, Mandelstam y Auden.

Hay en estas páginas, escritas en los años setenta y ochenta y publicadas por primera vez en 1986, un retrato de Ana Ajmátova y una excelente lectura de su Requiem; una reflexión sobre el sentido de la historia en Cavafis; un ensayo iluminador sobre la poesía de Montale, otro sobre las relaciones entre poesía y prosa en Marina Tsvietáieva o un análisis del mestizaje poético en Derek Walcott.

Después del último verso de un poema nada sigue, exceptuada la crítica literaria, dice Brodsky.

Para demostrarlo, Menos que uno contiene dos comentarios pasmosos de dos poemas: sobre Felicitación de Año Nuevo, de Marina Tsvietáieva, sesenta páginas inolvidables, intutitivas, sensibles e inteligentes que titula Nota al pie de un poema.

El otro análisis se centra en un famoso poema de Auden, 1 de septiembre de 1939, y en las estrategias lingüísticas de uno de los maestros de la poesía contemporánea, cincuenta páginas que se completan con el ensayo Para agradar a una sombra, un elogio de Auden, que para Brodsky es la mayor inteligencia del siglo XX.

Uno de los últimos ensayos del libro es Huida de Bizancio, la evocación de lo que representó aquel lugar (Vine a Estambul para mirar el pasado...) como lugar inevitable de la historia, como encrucijada de culturas y de rutas comerciales, un cruce de caminos con escala en Virgilio.

Las biografías reales de los poetas son como las de los pájaros, casi idénticas: sus datos reales radican en su forma de sonar, escribe Brodsky en Menos que uno.

Y sin embargo, varios ensayos tienen como tema la experiencia biográfica, son una reivindicación de la memoria personal y de la mirada retrospectiva como material poético: La memoria es, creo yo, un sustituto de la cola que perdimos para siempre en el afortunado proceso de la evolución.

Memoria que sirve para explicarse como persona y como escritor. O para evocar su formación juvenil en el primero de los ensayos del libro, ese Menos que uno que le da título:

Aquella generación fue de las más librescas de la historia de Rusia y debemos dar gracias a Dios por ello. Se podía romper para siempre una relación porque alguien prefiriera a Hemingway frente a Faulkner; la jerarquía en aquel panteón era nuestro auténtico Comité Central. Comenzaba como una normal acumulación de conocimientos, pero no tardaba en convertirse en nuestra ocupación más importante, por la que se podía sacrificarlo todo. Los libros pasaban a ser la realidad primordial y única, mientras que considerábamos la propia realidad un absurdo o una molestia. Comparados con otros, estábamos suspendiendo o fingiendo nuestras vidas ostensiblemente, pero, ahora que lo pienso, una existencia que desconozca los cánones literarios profesados es pésima y no vale la pena. Así lo creíamos y creo que estábamos en lo cierto.

Santos Domínguez

09 diciembre 2006

Treinta minutos de libertad


José Antonio Zambrano.
Treinta minutos de libertad.
Calambur. Madrid, 2006.


El canto del péndulo titulaba Joseph Brodsky un agudo ensayo sobre la poesía de su maestro, Cavafis. Forma parte de Menos que uno, el libro que acaba de recuperar en español la editorial Siruela, y me he acordado de esa imagen del péndulo mientras leía estos Treinta minutos de libertad que José Antonio Zambrano acaba de publicar en Calambur.

Entre el "Nada es extraño hoy" que abre el libro y "el origen de una rara victoria" que lo cierra, el poeta recorre en estos Treinta minutos de libertad un itinerario secreto y purgativo, una búsqueda nocturna de claridad y de aire, un ascético camino de perfección que el autor recorre dolorosa y dulcemente, para completar un itinerario vital centrado en la poesía. Una incierta aventura que es el también un camino de reflexión (cuánta reflexión sutil y sosegada esconde la delicadeza contenida de estos versos) sobre la poesía que ha destacado José Luis Bernal en el prólogo del libro.

Un camino de ida y vuelta que se anuncia en la cita de María Zambrano ( Hay ciertos viajes de los que sólo a la vuelta se comienza a saber) que se coloca al comienzo de ese viaje, una propuesta de circularidad que se confirma cuando en el último verso aparece el origen, porque los treinta minutos del título y del trayecto exigen al menos otros treinta de libertad condicional:

Otros treinta minutos bastarían
para intentar levantar la casa
quemada por la vida.

Treinta minutos para completar el círculo que el poeta, menos Sísifo que Ave Fénix, solicita para renacer en la media hora de lo incompleto, de lo que necesita repetirse (cuántas veces dos veces en el libro) para cumplirse en la perfecta circularidad de la esfera completa del reloj.

Treinta minutos que el poeta afronta con comedimiento y sujeción emotiva, en una búsqueda que tiene mucho de experiencia con los límites de la palabra, con un despojamiento expresivo que va hacia lo esencial, hacia lo sustantivo, hacia la palabra verdadera. Hay en esa propuesta verbal una actitud ética que recuerda en su temporalidad la poética de Antonio Machado, en su ofrecimiento al mejor Claudio Rodríguez, con su alma tendida en la cuerda de la ropa, y en su tono de voz al Gamoneda del Libro del frío. Y al fondo, orientando siempre la aventura extrema que es vivir y escribir, la guía nocturna de San Juan y Paul Celan.

La arquitectura del libro, el andamiaje imaginativo de estos Treinta minutos de libertad lo van levantando las metáforas y las imágenes en las que se sustenta la constante actitud sinestésica del poeta, con sus sentidos abiertos a la revelación total del mundo en estos treinta textos para treinta minutos que son el símbolo exacto de lo incompleto, de lo que es sólo parte, una mitad de luz o de sombra.

Y ahí aparece contundente el hallazgo de la imagen del faro, con su destello y su silencio, con su ritmo binario semejante al del péndulo para expresar el recuerdo y el olvido, el presente y el pasado, la claridad y la oscuridad, el sueño y la vigilia, el canto de alabanza y el lamento elegiaco que conviven también en estos poemas conmovedores.

Lo que nos conmueve en estos Treinta minutos de libertad es lo que nos habla de nosotros mismos desde el fondo de esa voz poética con la que es tan fácil identificarse, una voz que reconocemos como propia, como una de las voces que viven en la conciencia moral y temporal de lo que somos. De lo que fuimos.

Gracias, poeta, por un libro como este en el que nos hablas con tu propia voz, madura y joven, y con nuestra propia voz.

Santos Domínguez