13/9/24

Miguel Primo de Rivera. Dictadura, populismo y nación

  



Alejandro Quiroga.
Miguel Primo de Rivera. 
Dictadura, populismo y nación.
Crítica. Barcelona, 2022.

“Cuando en febrero de 1930 Primo de Rivera se sentó a escribir sus recuerdos sobre la Dictadura en París, el general jerezano comenzó una batalla sobre la memoria de su régimen que, casi un siglo más tarde, continúa librándose. Como no podía ser de otro modo, la pregunta planteada por Francisco Villanueva en ese mismo año de 1930, ¿Qué ha pasado aquí?, ha tenido diversas respuestas según el momento histórico en el que se han producido”, escribe Alejandro Quiroga en el capítulo que cierra con esa pregunta -“¿Qué ha pasado aquí?”- Miguel Primo de Rivera. Dictadura, populismo y nación, su espléndido estudio que publica Editorial Crítica sobre “un personaje complejo y contradictorio” cuya figura, como la de otros dictadores de la Europa de entreguerras, “no se pliega a una lectura lineal y está llena de incoherencias.”

Y a responder a esa pregunta se orienta este ensayo que desborda los limites de una simple biografía de Miguel Primo de Rivera (Jerez, 1870-París, 1930) para enmarcar su figura histórica y su controvertida dictadura en el contexto de un conjunto amplio de regímenes dictatoriales que se instalaron en la Europa de entreguerras, agravado en España por las consecuencias del Desastre de Annual. Como la figura compleja del dictador que lo encarna, ese periodo histórico está rodeado de luces y sombras, de contrastes y polémicas historiográficas. 

Ejercida desde mediados de septiembre de 1923 hasta finales de enero de 1930, la dictadura de Primo de Rivera supuso la caída del modelo político de la Restauración e impuso un modelo autoritario y populista de regeneracionismo y modernización que, más allá de su dimensión política, provocó cambios profundos en todas las esferas sociales y culturales del país.

“Quién y cuándo” titula significativamente Alejandro Quiroga la introducción de su estudio. Porque resulta esencial que el ensayo aborde tanto el quién de su biografía como el cuándo que enmarca su actividad política en un contexto histórico inestable que le permitió acceder al poder sin oposición y obtener el apoyo no sólo de la clase alta y la oligarquía económica, sino también de los sindicatos de clase, para acometer una modernización nacional de la industria y la electricidad, de las redes de saneamiento y el agua corriente, de las carreteras y el ferrocarril, de obras públicas y creación de escuelas.  

Populismo y nacionalismo fueron los ejes vertebrales de una acción política en la que desempeñó un papel fundamental la imagen del dictador como salvador de la patria. Y así Alejandro Quiroga desmonta esa imagen propagandística que mitifica al hombre providencial como una construcción política y cultural y reconstruye un retrato complejo del dictador. Un retrato en el que se entrelazan la vida personal, la imagen pública del dictador y su actividad política y en el que quizá estén de sobra los constantes juicios críticos de valor sobre la figura de Primo de Rivera:

El estudio de la vida de Primo de Rivera -se lee en la introducción-, como el de cualquier otro personaje, nos obliga a hacer un esfuerzo de contextualización histórica, a la vez que establecemos un diálogo entre el sujeto histórico estudiado y el presente desde el que lo analizamos. En las siguientes páginas adoptamos una perspectiva poliédrica que combina el estudio de la vida del general Primo de Rivera, su dictadura y la cuestión nacional. Frente a las interpretaciones tradicionales de nuestro personaje como un hombre ingenuo, sin una ideología clara e impulsor de una dictadura paternalista muy alejada del fascismo italiano, esta obra presenta al dictador como un político astuto, ambicioso y con muy pocos escrúpulos, que instauró en España un régimen nacionalista autoritario profundamente represivo y hondamente corrupto en la misma línea que otras dictaduras europeas de la década de los veinte. Es más, el libro muestra a Primo de Rivera como el inventor del populismo de derechas en España. El dictador fue el primer mandatario en presentarse como el líder mesiánico que llevaría a cabo la voluntad del pueblo, denunció a los políticos profesionales como élites corruptas que parasitaban la nación y utilizó historias inventadas como parte de su propaganda. Este libro es un estudio sobre un hombre, un tiempo y un lugar contradictorios, convulsos y complejos. Pero, junto a la España de hace cien años, este volumen también es un análisis del desarrollo histórico de varios factores clave de nuestra política contemporánea: el populismo, el nacionalismo y la corrupción.

Cimentada en una sólida documentación que se refleja en las cien páginas de notas y bibliografía, el ensayo organiza sus ocho capítulos en varios bloques temáticos:

Un primer bloque, que abarca los dos capítulos iniciales -“La forja de un rebelde sin causa (1870-1920)” y “La forja de un golpista (1920-1923)”-, propone un recorrido por la vida de Primo de Rivera desde su nacimiento hasta el pronunciamiento de 1923: sus circunstancias familiares, su trayectoria militar, la forja de su carácter y los acontecimientos bélicos y políticos que propiciaron su llegada al poder.

El segundo bloque se ocupa de la dictadura en dos capítulos -“El Directorio Militar (1923-1925)” y “El Directorio Civil (1925-1930)”- que diseccionan la política antiliberal, militarizadora y represiva, reformista y nacionalizadora de la dictadura primorriverista, que en principio se planteaba como un breve paréntesis constitucional de alcance temporal limitado que evitara la corrupción que acabó engendrando el sistema:

La mención en uno de los reales decretos redactados por Primo ese día 15 a que la Dictadura iba a «constituir un breve paréntesis en la marcha constitucional de España» y las declaraciones del marqués de Estella recalcando el carácter temporal de su régimen han llevado a muchos analistas a considerar que Primo dio el golpe de Estado pensando en una dictadura provisional. No obstante, en los momentos iniciales de su mandato, Primo fue intencionadamente ambiguo sobre cuál sería la duración del nuevo régimen y se reservó la posibilidad de seguir él al mando del «gobierno definitivo», una vez el Directorio Militar hubiera cumplido su función de acabar con la vieja política y que el país le hubiera dado los «hombres no contagiados de los vicios» del sistema de la Restauración con los cuales dirigir la nación.

Los capítulos siguientes abordan los rasgos más sobresalientes del régimen dictatorial: el caudillismo, la propaganda y el culto al líder como modelo de masculinidad nacional o la nacionalización de las masas, mientras que la caída y la muerte del dictador son los ejes del penúltimo capítulo, que relata el proceso de pérdida de confianza de Primo ante el rey y la creciente oposición de una parte importante del ejército, su dimisión el 28 de enero de 1930 y su exilio desde febrero en París, donde empeoró rápidamente su salud hasta su muerte el 16 de marzo.

Cierra el ensayo el capítulo titulado “¿Qué ha pasado aquí? Historia y memoria del dictador y la Dictadura”, que repasa el tratamiento dado por la historiografía a la figura de Primo de Rivera, el frustrado cirujano de hierro que reclamaba el regeneracionismo, y al sistema político derivado del golpe del 13 de septiembre de 1923. Así concluye ese capítulo:

La «revolución nacional» que prometió el jerezano se intentó conseguir con una retórica y unas políticas populistas innovadoras y modernizadoras que buscaban la integración de diversas clases en el ámbito discursivo y emocional, a la vez que se mantenían los privilegios de las élites socioeconómicas del país. Este populismo de extrema derecha estuvo encarnado en un personaje profundamente demagogo, que hizo de la mentira, la doble moral y la falta de escrúpulos elementos claves de su modus operandi político. Primo fue un hombre inteligente, afable, con una gran capacidad para leer correctamente el momento histórico y político en el que vivía, decidido a asumir riesgos en la vida y en el juego y capaz de mostrar compasión con sus enemigos. Primo fue, al mismo tiempo, un general vengativo, caprichoso y corrupto, un autócrata, con un profundo desprecio por la ley, dispuesto a ordenar el asesinato de enemigos políticos y decretar el bombardeo de civiles con armas químicas. Como bien sabía Primo, su dictadura fue fruto del contexto histórico de la Europa de entreguerras. El nacionalismo como elemento de integración social destinado a superar la conflictividad social, el ataque a las élites liberales, la represión del movimiento obrero y de los postulados democráticos y la adopción de discursos populistas fueron elementos comunes en las dictaduras contrarrevolucionarias de España, Italia, Polonia, Portugal, Bulgaria, Grecia y Yugoslavia en la década de los veinte.

Santos Domínguez 



 

11/9/24

José Avello. Jugadores de billar

  


José Avello.
Jugadores de billar.
Alianza. Madrid, 2024.


El mejor amigo de Álvaro Atienza siempre fue Floro Santerbás, pero ninguno de los dos sabía por qué. En realidad nunca se lo preguntaron. Su amistad era una costumbre adquirida en la infancia y la seguían manteniendo por las mismas razones que uno se pone unos zapatos durante mucho tiempo: por comodidad. Naturalmente, tras la comodidad se escondía el apego afectivo y el bienestar emocional propios de la amistad, pero en general uno no se pregunta esas cosas cada vez que se pone los zapatos. Además, los dos jugaban muy bien al billar. Jugaban con viejos amigos del colegio, como Rodrigo de Almar, o de la universidad, como Manolo Arbeyo, y además con otros que se fueron sumando al juego y a la amistad a lo largo de los años, pero la partida estelar del café Mercurio siempre fue entre Álvaro Atienza y Floro Santerbás. A partir de las ocho, se reunía allí mucha gente: Mari la Gorda y otros profesores y profesoras de la facultad de Matemáticas, Carmina la de Arbeyo,  Aníbal Rico con alguna de sus novias, Prieto con su taco desarmable y varios habituales más. Yo solía ir todos los días, pero de mí prefiero no hablar. Ya sé que no tengo por qué dar razones ni explicaciones de ningún tipo (porque además nadie me las pide), pero si quiero ser sincero conmigo mismo debo decir que no hablaré de mí porque no me atrevo y porque no sabría hacerlo sin mentir. Aunque, bien mirado, quizás los dos motivos sean el mismo. No estoy seguro. En todo caso, no diré quién soy, sea porque no puedo, porque no quiero o porque no lo sé, da igual.
El juego del billar consiste en darle con un taco a una bola para que ésta toque las otras dos; eso se llama hacer una carambola. Lo digo por si alguien no lo sabe, porque en los bares de moda se juega sobre todo al pool o al snooker, sobre mesas con agujeros, y eso es otra cosa. En el Mercurio se jugaba al billar de carambolas de toda la vida y se jugaba bien, incluso muy bien, y sin embargo esta historia comienza una tarde en que los tres amigos, Álvaro Atienza, Rodrigo de Almar y Floro Santerbás, por distintos motivos, lo estaban haciendo mal.

Así comienza Primavera. Espejos y cristales, la primera de las cuatro partes en las que José Avello organiza su asombrosa novela Jugadores de billar, una obra imprescindible en la historia literaria de la España del siglo XXI que rescata Alianza Editorial en su colección de bolsillo, donde apareció recientemente su anterior novela, La subversión de Beti García.

José Avello Flórez (Cangas del Narcea, 1943-Madrid, 2015), que había sido finalista del Nadal con La subversión de Beti García en 1983, presentó en 2001 Jugadores de billar al premio Alfaguara/BBVA, que ese año ganaría Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo. Juan José Millás, miembro del jurado, recomendó publicarla a la editora de Alfaguara. Y poco después de su aparición ganó el Premio de la Crítica en Asturias y el Villa de Madrid y fue además finalista del Nacional de Narrativa en 2002, pero aun así pasó injustamente desapercibida.

Desde esos primeros párrafos, Jugadores de billar atrapa al lector con una narración vertiginosa y absorbente, de fácil lectura -por momentos divertida- con una sólida estructura y con una escritura diáfana y brillante que, además de su altura literaria, tiene la virtud de reflejar en su diseño coral con una mirada crítica el panorama social de una época y el paisaje humano, sentimental y moral de quienes la construyeron y la padecieron, de quienes la protagonizaron y la sufrieron.

Jugadores de billar se convierte así en una ambiciosa y densa novela de personajes que traza la cartografía social del desencanto y tiene su centro en el Oviedo de los años noventa. Desde ese tiempo actual se genera un constante viaje de ida y vuelta a un pasado que explica las claves del presente en un movimiento sugerido por el de las bolas del billar del deteriorado café Mercurio:

El café Mercurio era un viejo cafetón de mesas de mármol que pasó milagrosamente los devastadores años sesenta sin plastificarse en cafetería americana (por ejemplo, bajo el atractivo nombre de Mercury). Después logró mantenerse en su gloriosa decrepitud gracias al amable carácter de sus dos socios propietarios, cuñados entre sí, cuya feroz inquina mutua paralizaba cualquier iniciativa de reforma e incluso la simple y clamorosa necesidad de darle una mano de pintura.

Estructurada en cuatro partes -Primavera: Espejos y cristales; Verano: El lado oscuro de la calle; Otoño: El cuarto jugador; Invierno: Nieve sobre la ciudad- y articulada en veintiséis capítulos que se sitúan en las cuatro estaciones del año, el juego de billar se convierte en la clave metafórica del desarrollo de esta novela excepcional, de sus claves simbólicas y de su progreso narrativo a partir de una serie de carambolas que van llevando la acción de un lado a otro del tiempo, de sus tramas argumentales y sus redes de personajes a través de un tablero que es una imagen del mundo y de la vida. Ante esa mesa cada jugador, cada personaje, profunda y sabiamente trazado por Avello, deja con sus maneras billarísticas las claves de su personalidad, de su comportamiento y sus fracasos en un viaje al “corazón de la tristeza”. 

Así lo resume el narrador, que mantiene oculta su identidad hasta bien avanzada la obra:

Rodrigo de Almar enlazaba habitualmente diez o doce carambolas en cada tacada, pero a juicio de Floro le faltaba fantasía para llegar a ser un jugador brillante; aunque su visión de la jugada solía ser acertada, elegía siempre la opción más fácil, asegurando la carambola presente antes que arriesgarse para preparar una serie; resultaba eficiente y seguro, pero poco elegante, al contrario que Floro, capaz de fallos estrepitosos por jugar en función de un proyecto más amplio, como si el mérito estuviese más en el futuro que en la solución de la inmediata tirada. Cada una de sus carambolas constituía una indicación, un signo hacia un camino más fecundo, una puerta que se abría a carambolas sucesivas que ya estaban contenidas en la carambola presente; y en eso, y sólo en eso, consistía para él la belleza del billar. Cuando a veces ese riesgo le llevaba a perder con sus amigos, Floro se escudaba en la gloria de hacerlo por motivos artísticos y no, como bromeaba con Rodrigo, por desarrollar un juego reservón.
El juego menos revelador del carácter, el más neutro y escondido, era el de Álvaro Atienza. A veces se mostraba brillante, pero otras muchas, como hoy, resultaba inescrutable y confuso, sin que nadie fuese capaz de entender la finalidad de sus tiradas absurdas (y fallidas), que parecían responder a la torcida intención de quien pretende el engaño o lo imposible. Si entonces las bolas quedaban en posición difícil para el contrario, Floro le decía: «Me estás jugando a la contra, Alvarito, y eso no es nobleza baturra». Pero en otras ocasiones similares la posición le resultaba ventajosa y Álvaro Atienza, como se suele decir, quedaba «vendido» o «expuesto». De aquellas jugadas estrafalarias y sin sentido apenas se podría adivinar otra cosa que una desmedida ambición (falta de todo realismo) o un oscuro descontento, el rencor impotente de quien no acepta plegar su voluntad a los estrechos límites de la física que presiden el juego del billar.


Santos Domínguez 

9/9/24

Luke Stegemann. Madrid

  


Luke Stegemann.
Madrid.
Historia de una ciudad de éxito.
Traducción de Ana Bustelo.
Espasa. Barcelona, 2024.

“Madrid es la capital del mundo más difícil de comprender, según uno de sus hijos ilustres, el escritor modernista Ramón Gómez de la Serna. ¿Por qué será? La ciudad es engañosa: los tesoros de Madrid son más amplios y profundos, su historia más abundante, su cultura más sofisticada, con más matices de lo que se ve a primera vista. Poca gente, por ejemplo, reconoce que es la única capital europea de fundación islámica. La ciudad es magnífica, pero no hace ostentación”, escribe el historiador australiano Luke Stegemann en “Una ciudad recordada, una ciudad imaginada”, que sirve de introducción a su magnífico Madrid. Historia de una ciudad de éxito, que publica Espasa con traducción de Ana Bustelo.

Su medio millar de páginas admirables y sus cuatro cuadernillos de ilustraciones proponen un intenso recorrido por tiempos y lugares del pasado y el presente que configuran la identidad histórica y cultural de una de las grandes capitales del mundo en el siglo XXI.

Porque una mirada extranjera y distante es a menudo la más adecuada para hacernos contemplar a nueva luz una realidad tan cercana que nos aleja del matiz y nos empobrece los colores potentes de lo próximo con el velo de la costumbre.

Pueblo. Imperio. Ciudad. Mundo. Esas son las cuatro partes en las que se organiza esta guía histórica y cultural, arquitectónica y literaria, social y pictórica cuya existencia se remonta a la prehistoria y a la Carpetania ibérica, un lugar donde “abundan la vida y el cobijo”, el animal y el agua, porque “una serie de ríos riegan esta región de forma abundante: unos nacen en las lejanas sierras del este, otros en las cercanas e imponentes montañas del norte. Aún no llevan nombres que conozcamos y reconozcamos, pero les aguardan nombres musicales: Manzanares, Jarama, Henares, Lozoya, Guadarrama, Guadalix, Tajo y Tajuña. Por el lugar que hoy es el centro de Madrid fluyen arroyos de menor caudal. Sus nombres futuros son igual de hermosos: Abroñigal, Fuente Castellana, Arenal, Butarque, Meaques, Cantarranas, San Pedro y Leganitos. El agua -en la superficie y en el subsuelo- será clave en el desarrollo de Madrid, tanto en el pueblo medieval como en la ciudad moderna.”

Apoyado en una sólida bibliografía bien seleccionada en la que conviven diversos tratados históricos con novelas como Tiempo de silencio, el Quijote, La busca, Tomás Nevinson o Fortunata y Jacinta, este ensayo describe el desarrollo de una ciudad irrepetible desde la Edad de Hierro al Madrid medieval (de 1194 es el primer uso documentado del topónimo actual), desde el amurallado Mayrit islámico a la compleja y poliédrica realidad de los Madriles, de la leyenda de la Almudena a las Cuatro Torres con las nieves velazqueñas del Guadarrama al fondo, del Madrid renacentista convertido por Felipe II en capital del imperio en 1561, de la medieval Santa María la Antigua al renacentista San Jerónimo el Real, de San Lorenzo de El Escorial, que “albergaba tanto a Dios como a la sabiduría humana”, a Aranjuez, de El Pardo a Valsaín, el Madrid a vista de pájaro en el magnífico plano que hizo Pedro de Teixeira en 1656 por encargo de Felipe IV, impulsor del Palacio del Buen Retiro, “la pieza central de una renovación cultural más amplia“, cuando “Madrid era una cosmovisión, un orden establecido, una dinastía, una estructura de poder estatal, una administración y un proyecto estético y cultural.” 

Del catastrófico incendio del Alcázar en la Nochebuena de 1734 al que asoló el lado oeste de la Plaza Mayor, de los Habsburgo (“erráticos, brillantes, desconcertantes”) a los Borbones, que, con un modelo fuertemente centralizador, querían “reformar Madrid y crear una Corte española siguiendo las líneas administrativas y estéticas de Versalles”, bullen en estas páginas Velázquez y Goya, Cervantes y Lope, Quevedo y Galdós, Mesonero Romanos y Martínez de Pisón, Umbral y Trapiello, Julio Llamazares y Muñoz Molina, Olivares y Godoy, los corrales de comedias y los Jardines del Campo del Moro, San Antonio de la Florida y el Palacio Real.

De la Corte del Rey Planeta a la del Hechizado y de ahí a los nuevos absolutismos, de la primavera de la esperanza ilustrada al invierno de la desesperación de la invasión napoleónica, del crecimiento de las la ciudad moderna entre el Madrid de 1759 al que llega Carlos III desde Nápoles al de 1975 que entierra una dictadura, de sus parques y jardines, del Manzanares a la pradera de San Isidro, de los modelos urbanísticos y arquitectónicos de Sabatini, Ventura Rodríguez y Juan de Villanueva al diseño de la ciudad lineal de Arturo Soria o la pintura urbana de Antonio López, de la metrópoli emergente de finales del XIX y el ensanche de los años veinte a la ciudad sitiada de noviembre de 1936, de Luis Candelas a los cafés de tertulia, del grupo del 27 a Madrid Río, de la Casa de Campo al Rastro, de la movida al mercado de San Miguel, del Paseo del Prado a la Galería de las Colecciones Reales, la historia de Madrid, una “hermosa Babilonia” en palabras de Luke Stegemann, es un paradigma y un resumen de la historia de España.
                                              
Y el intenso recorrido histórico y urbanístico, artístico, literario y gráfico que propone esta Historia de una ciudad de éxito rebasa los límites urbanos de un espacio en que conviven el orden y el desorden para mirar también a su entorno natural:

Desde sus cumbres nevadas del norte hasta las llanuras semidesérticas del sur, la provincia de Madrid contiene gran parte de la diversidad geográfica que se puede encontrar en la Península. Para el ojo moderno, parte de esta belleza natural se ha visto transformada por la intensa urbanización, la industrialización y la creación de las enormes extensiones de naves para las redes de distribución del comercio mundial. Sin embargo, a pesar de la compleja logística del transporte y del comercio modernos, y de la necesidad de albergar a cerca de siete millones de personas, Madrid sigue disfrutando de un rico entorno natural, con zonas silvestres que se ciernen sobre la provincia desde el norte y el noroeste. Y en dirección sur desde la capital sigue siendo posible, en apenas veinte minutos de viaje en tren, verse rodeado por el silencio largo y seco de las llanuras.

Santos Domínguez 



6/9/24

La lentitud de los bueyes. Memoria de la nieve



 Julio Llamazares.
La lentitud de los bueyes.
Memoria de la nieve.
Edición de Raúl Molina Gil.
Cátedra Letras Hispánicas. Madrid, 2024.

Nuestra quietud es dulce y azul y torturada en esta hora.

Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo.

Nuestro abandono es grande como la existencia, profundo como el sabor de las frutas machacadas. Nuestro abandono no termina con el cansancio.

No es un error la lentitud, ni habitan nuestra alma las oquedades del conocimiento.

En algún zarzal lejano anida un pájaro de aceite que nace con el día. Siento su sed granate algunas veces. Su abandono es tan dulce como el nuestro.

Su lentitud no está desposeída de costumbre.

Ese es el primero de los veinte fragmentos en los que Julio Llamazares articulaba La lentitud de los bueyes, que publicó en 1979 y que ahora, junto con Memoria de la nieve (1982), reúne Cátedra Letras Hispánicas en un volumen con edición de Raúl Molina Gil, que en su espléndido estudio introductorio define estos libros como “la aventura lírica de un narrador poético”. Una aventura que repasa la introducción desde su formación literaria hasta los tres poemas del inacabado Retrato de bañista y los más recientes de Las ortigas.

Esa introducción orienta al lector cuando aborda las claves interpretativas de La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve: sus aspectos formales, la importancia de la memoria y el olvido en la espiral del tiempo o la función vertebral del paisaje rural de la montaña leonesa y el aparataje simbólico de una obra poética atravesada por la quietud, el silencio y la historia, como en este otro fragmento de La lentitud de los bueyes:

Nada trasciende la densa mansedumbre de esta tarde.

Todo está en calma delante de mis ojos: las cigüeñas varadas sobre el silencio, y los frutales florecidos más allá del tendido del ferrocarril.

En odres muy antiguos, tan antiguos que ni siquiera el dolor puede alcanzarles, está guardado el tiempo. Y su costumbre deja posos más ácidos y azules que el olvido.

Como hierba crecida entre ruinas, la soledad es su único alimento y, sin embargo, su sustancia es tan dulce como nata crecida.

Absteneos, no obstante, de ponerle interrogantes amarillas o de buscar dioses de trapo allí donde existen solamente aguas absurdas.

De todos es sabido que el tiempo no posee otra grandeza que su propia mansedumbre.

Narrador excepcional en libros tan relevantes como Luna de lobos o La lluvia amarilla, Julio Llamazares inició su trayectoria literaria en el campo de la poesía con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve, unidos por una misma voz poética, por una misma tonalidad salmódica y lapidaria, y en los que se prefigura no sólo la vocación narrativa de su obra posterior sino también los temas que la recorren y la mirada que el autor proyecta sobre ellos. Así ha explicado él mismo la continuidad que vincula toda su obra y la transición natural desde la poesía a la novela:  

“Yo creo que sigo haciendo poesía en todo lo que escribo, porque mi visión de la realidad es poética. Mejor o peor, pero poética en el sentido de aplicar una cierta subjetividad límite a la contemplación.”
“Uno de los puentes que existen entre la poesía que escribí y la novela es el estilo, la manera de escribir. […] Yo no tengo conciencia de haberme pasado a la novela, ni de que existan diferencias entre una y otra. La lentitud de los bueyes y La lluvia amarilla es lo mismo. Memoria de la nieve y El río del olvido es lo mismo.”

Desde la búsqueda de las raíces y la elegía de un tiempo y un espacio perdidos para siempre, Julio Llamazares levanta con La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve una imagen mítica del paraíso perdido y la edad de oro. Y lo hace con unidad de tono y de recursos, de espacio y atmósfera existencial, de visión del mundo para fundir memoria y paisaje, naturaleza y sentimiento, como en el fragmento final de La lentitud de los bueyes:

Miro hacia atrás, hacia el árbol podrido que repentinamente se quedó sin sombra, y encuentro solamente un charco ensangrentado de silencio y una vía muerta por la que nunca pasó nadie.

Cruzo los soportales del mercado donde se exponen los despojos chorreantes del recuerdo.

Levemente descorro la cortina de niebla que levanté día a día en torno a mi memoria, y encuentro solamente los pájaros de invierno que se han quedado helados sobre los hilos del telégrafo.

Tras las choperas blancas, asciende lentamente el vaho dulce y tibio de un establo que espera en la distancia la vuelta ya imposible de los bueyes suicidados en el río.

Miro hacia atrás y sólo encuentro un lejano y dolorido olor a brezo.

En 1985, el año en que Luna de lobos inauguraba su obra narrativa, Llamazares puso al frente de la edición conjunta de ambos libros en un volumen un texto, “Como dos fotos viejas”, en el que escribía: “Así, desolados y sepias, como dos fotos viejas que el olvido ha sobado cuando las encuentras, encuentro yo estos libros que el tiempo ha abandonado y el polvo del silencio comienza ya a borrar. […] Yo sé muy bien qué tiempo se llevó el viento y las cenizas, la hierba que sepulta recuerdos y bueyes como el recuerdo sepulta lo que nunca existió.”

¿Qué espero aún de la espiral del tiempo, de esos cuernos epílogos que suenan en los bosques?

¿Quién atardece junto a mi corazón helado?

Por el paisaje gris de mi memoria, cruzan arrieros sin retorno, pastores y alfareros olvidados, bardos ahogados en el miedo lacustre de sus propias leyendas.

Solo estoy, en esta noche última, coronado de cierzo y flores muertas.

Solo estoy, en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas.

Con ese poema cerraba en 1982 Julio Llamazares Memoria de la nieve, un poema narrativo y de tono épico, articulado con el lento ritmo salmódico de sus largos y solemnes versículos en torno al tiempo, el olvido, la soledad, el desarraigo y la muerte.

Lo abría este texto:

Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco como un campo de urces.

En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal donde habita el invierno.

Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir los guerreros más viejos.

En un mismo exterior se deshacen los días y la desolación corroe los signos del suicidio: 

globos entre las ramas del silencio y un animal sin nombre que se espesa en mi rostro.

La emoción y las pérdidas, la escritura y el paisaje, la memoria colectiva y la personal se dan cita en un conjunto de treinta intensos fragmentos que, en palabras del autor, “resume muy bien no sólo la poesía sino toda mi obra. [...] La memoria es como la nieve, escribes sobre ella y mientras escribes se va derritiendo. Es como si siempre escribiera sobre la nieve, no sobre el papel.”

“La nieve está en mi corazón como la hiedra de la muerte en las habitaciones donde nacimos”, escribe Llamazares en uno de los poemas del libro. Y, desde ahí, desde el frío y la melancolía, Memoria de la nieve se levanta sobre la escarcha y la tristeza, sobre el olvido y la herrumbre, sobre el silencio y el invierno para dejar fijada esa realidad desaparecida y para recrearla con la palabra “como si todo fuera igual. Como si no hubieran pasado tantos años.”

“La obra de Llamazares -escribe Raúl Molina Gil- trabaja por la recuperación de las raíces culturales del universo rural, mítico y atemporal a través de la descripción épica y romántica del paisaje, de sus costumbres, de sus leyendas y de sus pobladores. Sobre todos ellos, el hablante lírico imprimió su propia proyección sentimental y existencial para mostrar un paraíso perdido, colmado de una tristeza telúrica y de un fatalismo insuperable y desesperanzador.”


Santos Domínguez 

4/9/24

El espejo de lo maravilloso



Pierre Mabille.
El espejo de lo maravilloso.
Prólogo de André Bretón.
Traducción de Adrià Pujol Cruells.
Atalanta. Gerona, 2024.  


“Frente al espejo, nos vemos abocados a interrogarnos sobre la naturaleza exacta de la realidad, sobre los vínculos que unen las representaciones mentales con los objetos que las suscitan. […] Más allá de su encanto, de la curiosidad y las emociones que nos despiertan las historias, los cuentos y las leyendas, más allá de nuestra necesidad de que nos procuran distracción y olvido, sensaciones agradables o aterradoras, el verdadero propósito del viaje maravilloso, como ya podemos comprender, es la profunda exploración de la realidad universal”, escribe Pierre Mabille en la Introducción de su monumental El espejo de lo maravilloso, que publica Atalanta con un prólogo de André Bretón y traducción de Adrià Pujol Cruells.

En esa misma Introducción en la que delimita el objetivo y el contenido de su libro, Mabille define su obra como “una colección de mapas, desde la cartografía de los sentimientos apasionados hasta el planisferio celeste, pasando por los diagramas en los que los piratas representaban la ubicación de su tesoro enterrado.”

Se aborda así a través de una antología textual una novedosa indagación en lo maravilloso colectivo, en la tradición culta o en el folclore, y una sugerente exploración del universo poético a partir de sus temas esenciales: la creación, la destrucción y el fin del mundo, el miedo a la muerte, las catástrofes naturales y las pruebas purificadoras del héroe, la lucha contra la muerte, la travesía desde el más allá y el mito de la resurrección, los viajes por el camino de lo maravilloso, que “va desde las profundidades del abismo hasta las cumbres escarpadas”, la predestinación y los sueños o la búsqueda del Grial.

Temas esenciales presentes en cuentos y leyendas de diversas tradiciones y de muy variada procedencia: de la Alicia de Lewis Carroll al Matrimonio del Cielo y el Infierno de William Blake, de El asno de oro de Apuleyo a las Iluminaciones de Rimbaud, del Fausto de Goethe a Un médico rural de Kafka, de las Metamorfosis de Ovidio a la Atlántida de Platón, de las leyendas tibetanas o egipcias al Metzergenstein de Poe, de las historias finlandesas del Kalevala a las nórdicas de Sigfrido, de los Veda a los cuentos australianos sobre la creación del mundo y al Apocalipsis de San Juan, de la mitología mesopotámica de Ishtar y su descenso a los infiernos a los mitos precolombinos del Popol Vuh, de Chrétien de Troyes a René Char, de los conjuros mexicanos a los cuentos árabes y los relatos chinos, del África subsahariana a los tratados herméticos de alquimia, de Paul Éluard al viaje de Gilgamesh, de Los Cantos de Maldoror de  Lautréamont a la leyenda de Osiris o de Tasso a Shakespeare. 

Cuentos y leyendas en los que se cruzan lo místico y lo onírico, los ritos y los lugares sagrados, la imaginación y el mito, la tradición popular y la culta para invocar los bosques y el fuego, los misterios del amor de la Sulamita en el Cantar de los Cantares y las joyas milagrosas, los objetos mágicos y las búsquedas, los encuentros y los regresos, las islas encantadas y la raíz de la mandrágora, los viajes iniciáticos y el ámbito del sueño, los conjuros y las apariciones.

Y por debajo de la superficie diversa de esos relatos y leyendas tan distantes en apariencia, transcurre una misma corriente espiritual que refleja la unidad de conciencia y la persistencia en todas las tradiciones y en todas las épocas de las mismas preguntas y las mismas respuestas por medio de los mitos propios de cada cultura.

Mabille publicó en 1940 El espejo de lo maravilloso, que se convirtió muy pronto en una obra de referencia, en un clásico del que en el prólogo de la reedición de 1962 escribía Breton: “El espejo de lo maravilloso... Que no quepa duda de que Pierre Mabille hizo pesar –en polvo de oro– los dos términos de este título. Nada define mejor lo maravilloso que su oposición a «lo fantástico», que, por desgracia, nuestros contemporáneos tienden cada vez más a utilizar como su sustituto. El problema es que lo fantástico casi siempre cae en el orden de la ficción intrascendente, mientras que lo maravilloso ilumina el extremo más alejado del movimiento vital y comprende todo el ámbito de las emociones. En cuanto al espejo, nos hace saber que, si es posible encontrar en él una comparación con nuestro espíritu, debemos reconocer que «su plateado consiste en el rojo fluir del deseo».”

Antes que muchas otras cosas, esta antología que alimenta el imaginario poético universal a partir de la imagen del espejo como metáfora de lo maravilloso es el aleph del surrealismo. Y la vinculación entre la poética  surrealista y el impulso de lo maravilloso la explica de esta manera Pierre Mabille:

El surrealismo ha tenido la virtud de aclarar el problema de la inspiración, que hasta ahora se consideraba un don divino, misterioso y personal. El uso sistemático de los sueños y de la escritura automática, el rechazo del control consciente y la abolición de las clasificaciones artísticas han permitido el regreso a las fuentes de lo maravilloso.

“¿Dónde reside lo maravilloso?”, se pregunta Pierre Mabille en uno de los párrafos de su introducción. Esta magnífica antología comentada de textos que se reflejan en el espejo de lo maravilloso es no solo una respuesta a esa pregunta -“Lo maravilloso está en todas partes”-, sino sobre todo una invitación a penetrar en su ámbito a través de la palabra imaginativa y creadora.


Santos Domínguez 


2/9/24

Harold Bloom. Genios



Harold Bloom.  
Genios.
Un mosaico de cien mentes 
creativas y ejemplares.
Traducción de Margarita Valencia.
Anagrama. Barcelona, 2005. 

Los lectores que conocen El canon occidentalCómo leer y por qué Shakespeare, la invención de lo humano, saben que de Harold Bloom se puede esperar todo, el capricho, la agudeza, la salida de tono y el chispazo, y saben también que nunca defrauda las expectativas. Esas obras están escritas desde la posición  del francotirador que debe ser cualquier buen lector. Y es que Bloom es más un lector -un lector inteligente y libre, inicuo y caprichoso- que un crítico al uso.

Un lector capaz de transmitir su pasión desbordada por la lectura y de contagiársela a sus propios lectores. Su universo literario es tan amplio como definido y está inspirado por sus gustos antes que por valores de más prestigio intelectual.

Ese mundo de lecturas queda seguramente cerrado con los cien nombres que Bloom propone en este volumen titulado Genios, que Anagrama reedita, siete años después de su publicación en la colección Argumentos en su imprescindible serie Otra vuelta de tuerca.

Cien asedios sistematizados según una organización peculiar que no procede de criterios cronológicos, sino de la estructura cabalística y del gnosticismo, para adentrarse en las apaortaciones del genio a la literatura:

El genio literario es difícil de definir y depende de una lectura profunda para su verificación. El lector aprende a identificar lo que él o ella sienten como una grandeza que se puede agregar al yo sin violar su integridad. (...) La invasión de nuestra realidad por parte de los personajes principales de Shakespeare es prueba de la vitalidad de los personajes literarios cuando son el producto del genio. Todos hemos experimentado la sensación de vacío que nos deja la lectura de literatura popular, en la que encontramos nombres sobre una página pero no personas. Con el tiempo, sin importar cuántas alabanzas haya recibido, este tipo de literatura se vuelve anticuada y finalmente se convierte en basura.

Con su habitual tono directo, Bloom avisa y afirma provocativamente:

El estudio de la mediocridad, cualquiera que sea su origen, genera mediocridad. Thomas Mann, descendiente de fabricantes de muebles, profetizó que su tetralogía de José perduraría porque estaba bien hecha. No toleramos mesas y asientos a los que se les caen las patas, sin importar quién los haya hecho, pero pretendemos que los jóvenes estudien textos mediocres, sin patas que los sostengan.

Ese es el punto de partida de esta selección. A Jardiel Poncela once mil vírgenes le parecían demasiadas vírgenes. Nunca creyó que hubiera habido tantas. Es posible que a más de uno le parezca también excesivo el centenar de genios, pero en fin.

En esa prevención parece haber pensado Bloom cuando escribe:

¿Por qué estos cien? Había planeado incluir muchos más, pero después me pareció que cien era suficiente. Aparte de aquellos que no se pueden omitir —Shakespeare, Dante, Cervantes, Homero, Virgilio, Platón y sus pares—, mi selección es completamente arbitraria e idiosincrática. Ciertamente no se trata de la "lista de los cien mejores" ni a mi juicio ni al de nadie más. Yo quería escribir sobre ellos.

Aun sabiendo que el genio es inclasificable y solitario por definición, Bloom, bardólatra en jefe, como él mismo se define, agrupa en las diez secciones del libro, subdivididas en dos lustros de cinco autores cada una, a los cien autores por afinidades temáticas, formales, por actitudes o relaciones genéticas para completar un mosaico movible en el que cada artículo va precedido de un frontispicio. Estos criterios de afinidad para relacionar lo que es esencialmente individual le permiten colocar en la corona de la cabala a Shakespeare, a Cervantes, a Montaigne, a Milton, a Tolstoi con argumentos como los de este párrafo:

Shakespeare, Cervantes y Montaigne fueron contemporáneos, pero Shakespeare, abierto a cualquier influencia, se sirve en su trabajo tanto de Montaigne como de Cervantes (aunque Cardenio, la adaptación que de la obra cervantina hicieron Shakespeare y John Fletcher, se ha perdido). La influencia de Shakespeare en Milton es tan profunda como desasosegante: en Satanás se mezclan características de Yago, Macbeth, e incluso Hamlet. Tolstoi odiaba a Shakespeare y lo condenó por inmoral; sin embargo sentía un cierto afecto por Falstaff, además de lo cual Hadji Murad, la soberbia novela de su vejez, es shakespeariana en sus muy variadas caracterizaciones.

O unir en un lustro coherente a Wordsworth, Shelley, Keats, Tennyson y Leopardi. Y en otro a Walt Whitman, Pessoa, Hart Crane, García Lorca y Cernuda, al que valora como uno de los grandes poetas del siglo XX.

Sorpresas, iluminaciones, juicios agudos alejados por igual del prejuicio académico y de la superficialidad de la crítica mundana, es lo que puede esperar de un libro como este el lector al que se dirige: un lector corriente en el mejor sentido de la palabra al que se le propone una guía de lectura ordenada y coherente.

Harold Bloom sabe que pocos especialistas, pocos críticos, pocos profesores y pocos académicos siguen leyendo por gusto, por amor a la lectura. Y por eso ni este ni ninguno de sus libros están escritos para especialistas ni para estudiosos, sino para lectores receptivos y dispuestos a que se les abran nuevas sugerencias y a leer a nueva luz a los autores conocidos, que mantienen toda su fuerza en la lectura de Bloom:

El genio muerto está más vivo que nosotros, así como Falstaff y Hamlet son mucho más vitales que muchas personas que conozco. La vitalidad es la medida del genio literario. Leemos en busca de más vida y sólo el genio nos la puede proveer.

En Deconstrucción y crítica Bloom se hacía esta pregunta: ¿Es posible desarrollar una teoría lo suficientemente descriptiva y expositiva como para iluminar, en vez de entorpecer, las obras artísticas?

No me atrevería a decir que hay en Bloom un método sistematizado. Ha ido cambiando de sistema para hablar de la ansiedad de la influencia, del concepto de canon, del genio. En todo caso, con apoyo en una base teórica o sin ella, lo que hay en los libros de Bloom son las intuiciones y las razones de un lector genial que, en este y otros libros anteriores, ilumina y no entorpece el acceso a las obras, que no son ni templos para sacerdotes ni museos para diletantes.

Y lo que tampoco falta, como era previsible, son las viejas manías de cascarrabias, de lector impune: su indisimulada tirria hacia T. S. Eliot, "el abominable", su fijación más jocosa, o la veneración desmedida por el Dr. Samuel Johnson. Exageraciones que humanizan la lectura y la hacen viva y cercana, hasta cuando Bloom no pasa de ser un chismoso o un analista previsible.

Y, como siempre en Bloom, el Falstaff de la crítica, la celebración de la literatura como goce, el descaro compatible con el rigor intelectual de las propuestas, la alegría de la literatura y de la inteligencia contagiada a sus lectores, esos happy fews que empiezan a contarse por miles en todo el  mundo.

Santos Domínguez