José Avello.
La subversión de Beti García.
Alianza. Madrid, 2024.
Es casi un desconocido, pero escribió dos de las mejores novelas que se han publicado en los últimos cuarenta años. José Avello (Cangas del Narcea, 1943-Madrid, 2015) publicó en 1984 la espléndida La subversión de Beti García y casi veinte años después, en 2002, la aún mejor Jugadores de billar.
Lo que asombra no es que novelistas mediocres, de prosa manifiestamente mejorable, hayan conseguido un prestigio inexplicable. Lo asombroso es que hayan llegado a esa cima de papel y suplementos venales a costa de oscurecer a quienes, como Avello, están a años luz de ellos desde cualquier punto de vista formal, temático, estilístico y hasta ético.
José Avello fue un raro admirable, un escritor de raza cuya exigencia le llevó a publicar sólo esas dos novelas imprescindibles. Fue finalista del Nadal en 1983 con La subversión de Beti García y en 2001 presentó Jugadores de billar al premio Alfaguara/BBVA, que ese año ganaría Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo.
Juan José Millás, miembro del jurado, recomendó publicarla a la editora de Alfaguara. Recuerdo que por entonces José María Merino me habló de esa novela como una de las mejores que había leído nunca. Poco después ganó el Premio de la Crítica de Asturias y el Villa de Madrid, y fue finalista del Nacional de Narrativa en 2002, pero aun así pasó injustamente desapercibida.
Y si eso ocurrió con Jugadores de billar, lo de La subversión de Beti García fue aún peor. Publicada por Destino y recuperada en 2019 por Trea, circuló casi secretamente después de haber sido finalista del Nadal cuando lo ganó Salvador García Aguilar con Regocijo en el hombre, una novela ilegible que empieza en la época de los vikingos.
Cuarenta años después, Alianza Editorial incorpora a su catálogo La subversión de Beti García, una de esas pocas novelas extraordinarias que contienen un mundo tan potente que abduce al lector, una obra sólida y deslumbrante, de admirable densidad narrativa y alta calidad estilística, con la revolución de Asturias, la guerra y la posguerra como telón de fondo de tres generaciones de mujeres.
Estos son sus dos primeros párrafos:
No es necesario decir nada acerca de la época anterior, excepto que, aparentemente, todo marchaba bien. Mi hija nunca nos había dado ningún disgusto ni había mostrado apenas interés por lo que –según algunos de nuestros amigos con hijos de la misma edad– constituía el conjunto de vicios de la nueva juventud: el abandono en las drogas, el sexo precoz y las canciones en inglés (sin saber inglés) o con letras carentes por completo de sentido. No teníamos con ella ese género de problemas.
Pero hubo un día, poco después de que Beti cumpliese los quince años, en que sentí cómo se abría entre nosotros un pozo de miedo, un espacio cargado de repulsiva confusión que nos englutía sin dejarnos pensar y dominaba en nuestros actos inexplicables como si estuviésemos sometidos a una entidad superior, un tótem temido y deseado que nos conducía hacia el horror. Solo porque existió ese día he aceptado estar aquí recluido.
Esa peculiar voz narrativa de José Manuel, recluida y envuelta en el misterio y el secreto, se propone contar “una historia antigua y sórdida cuyo sentido apenas puedo apresar (y así es, creo, la historia de todos los hombres)”
Su verdadera identidad no se revela hasta el final de la compleja trama de la novela, cuando explica que “la historia de Beti García es mi historia y he vivido todos estos años para contarla, para contar mi parte, para decir que yo aún tengo memoria.”
Y eso es, entre muchas otras cosas, La subversión de Beti García: una rebelión de la protagonista contra la mentira y la opresión y una reivindicación de la memoria de los vencidos frente a la amnesia colectiva, una subversión de la versión oficial de la historia construida por los vencedores y comúnmente aceptada incluso por los derrotados, una lucha por la libertad frente al encierro.
Una potente novela familiar narrada con una prosa diáfana y un ritmo fluido, cargada de tramas y personajes que alcanza su más alto nivel en las magistrales secuencias finales que aportan las claves de la novela, una indagación narrativa en la condición humana y en la intrahistoria contemporánea, a través de un cruce de miradas, planos temporales y perspectivas que no excluyen lo fantástico.
Según decían, en el interior las moscas se adensaban por millares entre las largas sayas negras de la Muda y cuando se encabritaban por la presencia de un extraño, la hacían levitar.
Y una incursión en el horror cotidiano, el odio y la locura, en una atmósfera opresiva de reclusiones y pérdidas, de huidas y exilios, en un mundo de supervivientes y silencios, de puertas cerradas y años de fuga, en espacios como Ambasaguas y el bosque de helechos del Molino de la Veguina y en personajes como Betsabé (Beti García), su padre Baltasar, Eulalia la Muda, Don Leandro y su hija Rosario. Ramón el zapatero, el Boticario, Volga, Nachito Río y su mujer Beatriz, su hermana Berta o Acebal. Lugares y personajes que permanecerán imborrables en la memoria del lector que tenga el privilegio de leer esta magnífica novela, que tiene como final esta línea inolvidable:
Mañana salgo del sanatorio. Y no sé qué hacer.
Santos Domínguez