25/9/24

Robert Graves. Adiós a todo aquello

  


Robert Graves.
 Adiós a todo aquello.
Traducción de Alejandro Pradera.
Alianza Editorial. Madrid, 2024.

“Como albacea literario de mi padre, Robert Graves, es para mí un orgullo presentar una nueva traducción (correctamente titulada Adiós a todo aquello, y no «a todo eso») de su libro Good-bye to All That, en la edición revisada de 1957”, escribe William Graves en la nota que cierra la nueva traducción íntegra de Alejandro Pradera en Alianza de la autobiografía que escribió su padre en 1929 su padre.

Robert Graves (Londres, 1895-Deià, 1985) escribió esta autobiografía temprana con poco más de treinta años, aunque la revisó y le dio su forma definitiva en 1957 en una edición muy mejorada tanto en el contenido como en la prosa.

Y añade: “El «adiós» del título fue el adiós de Robert Graves a Inglaterra, su país natal, y a toda su vida anterior cuando decidió instalarse en Mallorca llevando consigo el único bagaje que le interesaba: su poesía. En esta edición revisada de 1957, ofrece unos datos más contrastados y recupera los nombres de personas y lugares omitidos en la edición de 1929. En una carta de los años cincuenta, Graves dice que no había mirado el libro desde que lo escribió, que le parece una historia muy convincente y que, aunque reconoce y recuerda los sucesos, le resulta increíble que le ocurrieran a él. Y afirma que escribir su autobiografía a los treinta y tres años fue una buena manera de olvidarse de la primera parte de su vida y de asegurarse de que en la segunda parte no ocurriera nada que fuera de gran interés público.”

Adiós a todo aquello trazaba así una frontera en la trayectoria vital de Robert Graves, que a la vez que escribía esta obra decidía abandonar Inglaterra para instalarse en Mallorca:

“Fue -escribe en el prólogo de 1957- mi amarga despedida de Inglaterra, donde recientemente había quebrantado un buen número de convenciones; me había peleado con la mayoría de mis amigos, o ellos habían renegado de mí; la policía me había interrogado por considerarme sospechoso de un intento de asesinato, y había dejado de importarme lo que pensaran de mí.”

La memoria de aquellos años juveniles, conflictivos y dolorosos, constituye también una despedida definitiva y un conjuro de las experiencias amargas que habían marcado su existencia anterior, desde el traumático internado escolar hasta la experiencia devastadora de la Gran Guerra como oficial del regimiento de los Royal Welch Fusiliers o su no menos desolador matrimonio.

En uno de los párrafos iniciales del libro, Graves fija su autorretrato:

En mi pasaporte figuro como «profesor universitario». Eso resultaba muy cómodo en 1926, cuando me saqué el pasaporte por primera vez. Pensé en poner «escritor», pero los funcionarios de pasaportes a menudo tienen reacciones complicadas ante esa palabra. «Profesor universitario» provoca una reacción sencilla: un aburrido respeto. No hay preguntas. Y lo mismo con «capitán del Ejército (personal pensionado)».
Ahí consta que mido 1,88 metros, que tengo los ojos grises, y el cabello negro. A «negro» cabría añadirle «abundante y rizado». Se me describe falsamente como carente de peculiaridades especiales. Para empezar, está mi nariz, grande y antaño aguileña, que me rompí en Charterhouse mientras jugaba insensatamente al rugby con unos jugadores de fútbol. (Yo mismo le rompí la nariz a otro jugador en aquel partido.) Aquello la desestabilizó, y el boxeo me la desvió. Por último, me la operó un cirujano militar poco hábil, y ya no cumple la función de línea vertical de demarcación entre los lados izquierdo y derecho de mi cara, que son disparejos de nacimiento -mis ojos, mis cejas y mis orejas están visiblemente torcidos, y mis pómulos, que están bastante altos, están a distinto nivel. Mi boca es lo que se conoce como «carnosa», y sonrío apretando los labios: cuando tenía trece años me rompí dos dientes delanteros y me daba vergüenza que se me vieran. Tengo las manos y los pies grandes. Peso aproximadamente 78 kilos. Mi mejor truco cómico es que tengo una pelvis muy flexible; puedo sentarme encima de una mesa y emitir chasquidos con ella igual que las hermanas Fox. Tengo un hombro visiblemente más bajo que el otro por una herida en un pulmón. Nunca llevo reloj de pulsera porque siempre magnetizo el muelle real; durante la guerra, cuando dieron la orden de que los oficiales llevaran relojes de pulsera y los sincronizaran a diario, yo tenía que comprarme dos relojes nuevos cada mes. En el aspecto médico, soy una buena apuesta.

Elaborado con la terapéutica distancia emocional de la ironía que resalta el “todo aquello” del título, en ese ejercicio de memoria Graves rememora con admirable agilidad narrativa su infancia y su entorno familiar, las vacaciones en Alemania y Gales, su adolescencia en Wimbledon, sus lecturas y sus días infelices en el opresivo internado de Charterhouse, donde ingresó como becario a los catorce años. Conoció allí un ambiente poco propicio al estudio (“Todo el mundo despreciaba el estudio”) y proclive a “los deportes de equipo y las amistades románticas”:

En todos los colegios e institutos privados ingleses, el romanticismo es necesariamente homosexual. Se desprecia al sexo opuesto y se trata como algo obsceno. Muchos chicos nunca se recuperan de esa perversión. Por cada homosexual nato, el sistema de colegios privados crea por lo menos diez pseudohomosexuales permanentes: nueve de esos diez son tan honorablemente castos y sentimentales como lo era yo.

Allí, sin amigos y encerrado en sí mismo, Graves empieza a escribir poesía y a boxear con éxito y a través de un profesor joven, George Mallory, conoce la literatura más reciente y se inicia en el alpinismo, entabla una intensa relación amistosa con su condiscípulo Raymond y se enamora de Dick, su compañero en el coro.

Mi último recuerdo es la despedida del rector: «Bueno, adiós, Graves, y recuerde que su mejor amiga es la papelera». Ha resultado ser un buen consejo, aunque puede que no en el sentido que él pretendía: me parece que hay pocos escritores que hagan tantos borradores de sus obras como yo.

Pocos días después estalló el conflicto bélico y Graves se alistó en el ejército: 

Acababa de terminar en Charterhouse y de marcharme a Harlech, cuando Inglaterra le declaró la guerra a Alemania. Uno o dos días después decidí alistarme.
De mi generación del colegio murieron por lo menos uno de cada tres; porque todos consiguieron destinos como oficiales en cuanto pudieron, la mayoría de ellos en Infantería o en el Real Cuerpo Aéreo. La esperanza media de vida de un oficial subalterno de Infantería en el Frente Occidental fue, en algunas  fases de la guerra, de tan solo unos tres meses; para entonces ya había resultado herido o muerto. La proporción era aproximadamente cuatro heridos por cada muerto.

Las vivencias al límite en las trincheras de los campos de batalla de Francia le marcaron para siempre y fueron experiencias desoladoras a las que dedica la mayor parte de las páginas del libro. Con ironía y distancia recuerda que el mismo día que cumplía 21 años fue dado por muerto y el Times llegó a publicar un obituario que tuvo que desmentir, claro: “La única molestia que causó esa «muerte» fue que el Banco Cox’s dejó de pagarme el sueldo, y tuve dificultades para convencerles de que me abonaran mis cheques.”

Tras el final de la guerra, Graves evoca su ingreso en la Universidad de Oxford, “extraordinariamente silenciosa”, el tedioso curso de literatura inglesa, centrado en los poetas del siglo XVIII, su incipiente vocación literaria y sus recuerdos de escritores como Thomas Hardy o T. E. Lawrence. Ese tramo final del libro, y especialmente las páginas dedicadas a T. E. Lawrence, el deslumbrante Lawrence de Arabia, autor de Los siete pilares de la sabiduría, es probablemente la parte más brillante del libro:

El día que le vi por primera vez, el coronel T. E. Lawrence iba de etiqueta. Debió de ser en febrero o marzo de 1920 […] La formalidad del traje de etiqueta concentra la atención en los ojos, y los ojos de Lawrence me cautivaron de inmediato. Eran asombrosamente azules, incluso a la luz artificial, y nunca miraban a los ojos de la persona con la que estaba hablando, sino que la recorrían de arriba abajo, haciendo inventario de su ropa y sus extremidades.

Los últimos capítulos se centran en su fracasada vida matrimonial con Nancy Nicholson, que “estaba constantemente enferma, y a menudo yo tenía que encargarme de todo. […] Trabajaba con constantes interrupciones. Era capaz de reconocer las principales variedades de los gritos de los bebés: hambre, indigestión, pañal mojado, alfileres, aburrimiento, ganas de que jugaran con ellos; y aprendí a no hacer caso salvo a los más importantes. La mayoría de mis libros en prosa publicados en aquellos cuatro años dejan entrever las condiciones en las que escribía: son deshilvanados, no suficientemente meditados, y obviamente están escritos sin tener a mano una biblioteca de referencia. Tan solo la poesía no se resentía.”

De esa etapa final del libro y del final de “todo aquello” es el viaje a Egipto con su mujer y sus hijos para dar una clase semanal como profesor de Literatura inglesa en la Universidad de El Cairo.

“El resto de esta historia, desde 1926 hasta hoy -concluye Graves- es dramático pero impublicable. La salud y el dinero mejoraron, el matrimonio se diluyó. Aparecieron nuevos personajes en el escenario. Nancy y yo nos dijimos cosas imperdonables. Nos separamos el 6 de mayo de 1929. Ella, por supuesto, insistió en quedarse con los niños. Así que me marché al extranjero, decidido a que Inglaterra nunca volviera a ser mi hogar; lo que explica el Adiós a todo aquello del título.”

Completa la edición un cuadernillo central con quince fotografías fechadas entre 1895 y 1925. Fotografías como estas, que reflejan su ambiente familiar, la Charterhouse School, las imágenes de la guerra o el Saint John’s College de Oxford, donde por las circunstancias bélicas accedió tardíamente a los estudios universitarios, que desarrolló entre 1919 y 1926, pues había terminado los estudios secundarios en Charterhouse una semana antes de que empezase la guerra que lo cambiaría todo, no sólo su vida.

“Nancy y yo acabamos divorciándonos -escribe en el epílogo de 1957-. Yo volví a casarme, he tenido otros cuatro hijos, gozo de buena salud, viajo lo menos posible y sigo escribiendo libros. ¿Qué más puedo decir, salvo que mi mejor amiga siendo sigue siendo la papelera?”

Porque Adiós a todo aquello es también la despedida de un mundo que había desaparecido para siempre. Para Graves y para todos:

“Sin embargo -concluye Graves-, parece que yo no he cambiado mucho, ni mental ni físicamente, desde que me vine a vivir aquí, aunque ya no puedo leer el periódico sin gafas, ni subir de tres en tres los peldaños de las escaleras de mi casa, y tengo que vigilar mi peso. Y si me condenaran a volver a vivir aquellos años perdidos, probablemente volvería a comportarme de un modo muy parecido; un condicionante de la moral protestante de las clases gobernantes inglesas, aunque matizado por la mezcla de sangres, una naturaleza rebelde, y una obsesión poética primordial, no se deja atrás fácilmente.”

Santos Domínguez