Mary Beard.
Emperador de Roma.
Traducción de Silvia Furió.
Crítica. Barcelona, 2023.
“Creo que me estoy convirtiendo en un dios.” Con esa frase burlona que pronunció el emperador Vespasiano poco antes de morir titula Mary Beard el capítulo con el que cierra su Emperador de Roma, la espectacular continuación de SPQR que publica Crítica con traducción de Silvia Furió.
Tras el prólogo de una cena con Heliogábalo, “el anfitrión letal”, lo abre otro capítulo -‘Gobierno de un solo hombre: conceptos básicos’- en el que Mary Beard describe las precuelas de la autocracia y señala que “el punto de inflexión llegó a mediados del siglo I a. e. c. con Julio César, que estuvo en la cúspide entre la especie de democracia de Roma y el gobierno de los emperadores.
[…] Ya en el siglo II e. c., el biógrafo Suetonio (de nombre completo, Cayo Suetonio Tranquilo), que estaba redactando las Vidas de los primeros doce emperadores romanos, decidió empezar con Julio César, el principal fundador de la dinastía imperial. Y no le faltaba razón, porque todos los gobernantes romanos que le siguieron adoptaron el nombre de “César”, hasta entonces un apellido romano corriente, como parte de su propia titulatura oficial (una tradición que se ha perpetuado hasta los modernos káiseres y zares). […]
Es fácil comprender por qué a César se le adjudicó este papel de fundador. Aunque no transcurrieron ni cuatro años entre su victoria sobre Pompeyo y su propia muerte en el año 44 a. e. c. (y aunque apenas permanecía más de un mes seguido en la ciudad porque tenía que aplacar otros focos de la guerra civil en el exterior), César consiguió cambiar el rostro de la política romana de forma tan radical y polémica que sentó las bases para los emperadores posteriores. Como ellos, controlaba las elecciones de los altos cargos y nombraba a candidatos que, después, simplemente recibían el visto bueno de los votantes. Si Pompeyo se había conformado con que su efigie apareciera en las monedas acuñadas en el extranjero, César quiso que también apareciera en las acuñadas en Roma (fue el primer romano vivo que lo consiguió), y se lanzó a inundar la ciudad y el mundo exterior con su imagen en cantidades nunca vistas antes: se elaboraron cientos de retratos, si no miles. Además, ejerció un poder sin precedentes en nuevos ámbitos, al parecer con desenfreno. El irónico chiste de Cicerón de que las estrellas del firmamento estaban obligadas a obedecerle era una referencia a su osada reforma del calendario romano, que modificaba la duración del año y de los meses, y, en efecto, introducía el “año bisiesto”, tal como hoy lo conocemos. Solo los autócratas todopoderosos -o, como en la Francia del siglo XVIII, las camarillas revolucionaria- pretenden controlar el tiempo.
César estableció también una pauta para el futuro por la forma en que murió, asesinado en el año 44 a. e. c., poco después de haber sido nombrado “dictador a perpetuidad”. Su muerte se convirtió en una advertencia para sus sucesores y en un modelo para el asesinato político que ha durado hasta nuestros días.”
Y así, Mary Beard recorre por dentro, con su acostumbrada agilidad narrativa, tres siglos de genealogías imperiales y vida laboral de treinta emperadores, desde Julio César (asesinado en el 44 a.C.) hasta Alejandro Severo (asesinado en el 235 d.C.). Trescientos años de autocracia en los que cabe todo: desde la altura de miras de Augusto o Tiberio a la pequeñez del olvidado Vitelio, desde la brutalidad de Nerón o el mismo Heliogábalo a la contención filosófica de Marco Aurelio.
Se abordan en este volumen los diferentes aspectos relacionados con el ejercicio del poder omnímodo por parte de los emperadores y las diferentes representaciones externas de ese poder, la diversidad de su procedencia geográfica, las traiciones y las venganzas, el arte de la sucesión, la carrera hacia el trono, las intrigas y la cultura de la sospecha, los banquetes imperiales y la cueva de Sperlonga, el sistema económico y los diseños arquitectónicos de los palacios, la cultura cortesana y las genéricas representaciones escultóricas, la deificación del emperador, las pompas fúnebres y los monumentos funerarios.
Pero también su vida cotidiana, lo que comían los emperadores, con quién se acostaban, cómo viajaban, el papel de las madres y las esposas como Livia y Mesalina, Agripina o Julia Domna, su atuendo y su conducta privada, el tiempo libre y el miedo escénico, sus últimas palabras o su intimidad sentimental y amorosa.
Este fragmento evoca la figura de Antínoo, el esclavo al que Adriano convirtió en su amante: “También eran esclavos algunos de los que compartían, o estaban obligados a compartir, la cama del emperador. El más famoso de todos fue el amante de Adriano, Antínoo, el joven esclavo que se ahogó en el Nilo antes de cumplir los veinte años. Aquí, el problema no residía en que, al emparejarse con Antínoo, el emperador estuviera siendo infiel a su esposa (a la mayoría de la élite romana le habría parecido muy raro que un hombre casado, tanto si era el emperador como si no, fuera sexualmente fiel). Tampoco la relación con personas del mismo sexo se consideraba algo espinoso (en el caso de un hombre, ser la pareja sexual activa de un joven de estatus social inferior estaba bien visto). El problema era el desmedido desconsuelo de Adriano -casi afeminado, en opinión de algunos- por la muerte de Antínoo. Trató al muchacho como a un dios, fundó ciudades enteras en su honor (Antinoópolis, “ciudad de Antínoo”) e inundó el mundo con sus estatuas, más allá de las conmemoraciones en Tívoli. Y cuando digo inundó, quiero decir exactamente eso: se han conservado más estatuas de Antínoo que de cualquier otro miembro de la familia imperial de todos los tiempos, aparte de Augusto y del propio Adriano. Esta era otra muestra de cómo un emperador podía quedar esclavizado por un esclavo.”
La locura, la crueldad y el exceso extravagante de Calígula se resumen en este otro párrafo: “La pasión de Calígula por su caballo de carreras favorito -Incitatus («Máxima velocidad»)- no se limitaba a todas las anécdotas que se contaban al respecto, como la de que había invitado a cenar al animal o amenazado con hacerlo cónsul. Era parte integrante del desmesurado fanatismo del emperador por las carreras de carros. Calígula, supuestamente, mimaba en exceso a Incitatus, tanto que enviaba soldados a los establos la noche antes de la carrera para asegurarse de que nadie perturbara el sueño del caballo, además de proporcionarle un establo de mármol, un pesebre de marfil, mantas púrpura (el color imperial) y toda una serie de lujos, entre ellos una casa, muebles y sus propios esclavos.”
Como en otros libros de Mary Beard, el secreto de este Emperador romano radica en la sabia combinación de la mirada a lo público y lo privado, en el difícil equilibrio que la autora sabe sostener entre el voyeurismo y la crónica, entre la cercanía cómplice del cotilleo intrahistórico acerca de lo casi secreto y la perspectiva historiográfica de conjunto sobre el mundo romano clásico y siempre con su característica capacidad narrativa y su voluntad divulgadora, pero con un rigor del que dan cuenta las cincuenta páginas de una amplísima bibliografía comentada que ha incorporado al final del libro.
Quienes disfrutaron con la historia milenaria de la antigua Roma que evocó Mary Beard en su monumental SPQR tienen en este Emperador de Roma, generosamente ilustrado con ciento veinticinco imágenes, un motivo inmejorable para renovar ese gozo lector con esta nueva mirada al Imperio Romano que resume así la autora:
He insistido a menudo en que la antigua Roma tiene muy poco que enseñarnos, en el sentido de que no podemos recurrir a ella en busca de soluciones a la carta para nuestros problemas. Los romanos no nos dará las respuestas, ni pueden hacerlo. No obstante, explorar su mundo sí nos ayuda a ver el nuestro de un modo distinto. Durante los últimos años, mientras escribía Emperador de Roma, he pensado mucho acerca de esta visión de la autocracia básicamente como una falsedad, una impostura, un espejo distorsionador. Eso me ha ayudado a comprender mejor la cultura política de la antigua Roma, y me ha abierto los ojos también a la política del mundo moderno.
Santos Domínguez