“La escritura de Rulfo es tejido verbal con trasfondo de ausencias. Ante todo, una ausencia clave que es a veces física y otras afectiva: la del padre, que recorre línea por línea sus cuentos y novela”, escribe Jorge Ruffinelli en el
espléndido prólogo que abre la Antología personal de Juan Rulfo que publica Alianza Editorial.
Rulfo hizo en 1977 esta selección que incluye ocho cuentos intensos e imprescindibles de El Llano en llamas, que
inauguraron un territorio literario inconfundible y un nuevo tono
narrativo, intermedio en su estilización entre lo coloquial y lo
poético, para elevar lo regional al nivel de la tragedia griega.
Un territorio inhóspito que dos años después, en 1955, daría cabida a su novela Pedro Páramo,
de la que Rulfo seleccionó dos fragmentos muy significativos,
relacionados con dos personajes fundamentales de la novela, el padre
Rentería y Susana San Juan, que enloquece soñando con el mar, el amor
inaccesible cuya muerte acaba provocando la destrucción de Comala como
venganza del cacique porque el pueblo no respetó el duelo. Y si Pedro
Páramo es el causante de la ruina material de Comala, el padre Rentería
es el responsable de su ruina moral por no enfrentarse al tirano y haber
traicionado al pueblo cediendo al soborno.
Habitada
por un coro de voces y sombras que sirven de fondo a la bajada a los
infiernos de Juan Preciado, el narrador que habla desde su comienzo
memorable, todo desmiente en esta novela la fama de creador intuitivo
que injustamente le atribuyó a Rulfo una parte de la crítica. Todo está
medido en ella: desde la estructura caleidoscópica -aparentemente
anárquica- que traba la novela y sostiene su construcción en una
meticulosa organización circular, hasta el nombre del pueblo -que evoca
el de la sartén sobre las brasas- o los nombres simbólicos de los
personajes, habitantes de un territorio intermedio entre la vida y la
muerte, de un espacio vacío y calcinado en un tiempo que es el de la
ucronía, el no-tiempo del mito.
Y es que Pedro Páramo
es una novela de fantasmas, anclada no en lo gótico sino en las
tradiciones precolombinas, en la hondura telúrica de los pedregales
estériles y desolados en los que no transcurre el tiempo ni se define la
frontera entre los vivos y los muertos, que habitan un lugar de
transición entre la vida y la muerte, desterrados del tiempo como
sombras errantes.
En
ese lugar sin árboles ni perros, de voces sin cuerpos y nombres sin
rostro, en ese pueblo lleno de ecos y de sombras que se habían
prefigurado en Luvina, uno de los cuentos que Rulfo seleccionó para esta antología, giran los personajes presos de un tiempo circular, como los remolinos sobre el espacio de silencio erosionado de Comala.
Cierran la selección Un pedazo de noche y La vida no es muy seria en sus cosas,
dos textos publicados en revistas y no recogidos en libro. El primero
es el único fragmento conocido de la frustrada y autobiográfica primera novela de Rulfo, El hijo del desaliento, de ambiente urbano, como el relato primerizo La vida no es muy seria en sus cosas, en el que está prefigurada la atmósfera interior de los cuentos posteriores y la contención narrativa de toda su obra, porque “el
modo narrativo de Rulfo es el del «murmullo», no el de la viva voz; el
decir callando y no la explosión verbal”, como afirma Jorge Ruffinelli en el prólogo.
Decía
el crítico Chris Powell que “se puede leer la breve pero densa obra de
Rulfo en un par de días, aunque eso sólo significa dar el primer paso
dentro de un territorio todavía por conocer. Su exploración es uno de
los viajes más extraordinarios de la literatura.”
Y
además de todo eso, que ya es mucho, una prosa cuyo sentido del ritmo y
cuya capacidad de sugerencia y altura poética sitúan a Rulfo en el
terreno de la mejor poesía mexicana del siglo XX, como ha señalado Juan
Villoro.
Santos Domínguez