NAVIDADES DE LIBRO
NARRATIVA
Roberto Calasso.
El Cazador Celeste.
Traducción de Edgardo Dobry.
Anagrama. Barcelona, 2020.
¿Qué es dios y qué no es dios, y qué hay en medio?
EURÍPIDES, Helena
En
los tiempos del Gran Cuervo también lo invisible era visible y se
transformaba continuamente. Los animales, entonces, no eran
necesariamente animales. Podía darse el caso de que fueran animales,
pero también hombres, dioses, señores de una estirpe, demonios,
antepasados. De modo que los hombres no eran necesariamente hombres;
podían ser también la forma transitoria de otra cosa. No había
intuiciones que permitieran reconocer lo que aparecía. Era necesario
haberlo ya conocido, como se conoce a un amigo o a un adversario. Todo
sucedía en el interior de un único flujo de formas, desde las arañas a
los muertos. Era el reino de la metamorfosis.EURÍPIDES, Helena
El cambio era continuo, como, más tarde, solo sucedería en la caverna de la mente. Cosas, animales, hombres: distinciones nunca claras, siempre provisorias. Cuando una gran parte de lo existente se retiró hacia lo invisible, no por eso dejó de suceder. Pero se volvió más fácil pensar que no sucedía.
¿Cómo podía lo invisible volver a ser visible? Golpeando el tambor. Esa piel tensa de un animal muerto era la cabalgadura, era el viaje, el torbellino dorado. Conducía hasta allí donde la hierba ruge, donde los juncos gimen, donde ni siquiera una aguja podría clavarse en la espesura gris.
Cuando empezó la caza no había un hombre que perseguía a un animal. Había un ser que perseguía a otro ser. Nadie habría podido decir con certeza cuál era cuál. El animal perseguido podía ser un hombre transformado o un dios o simplemente un animal o un espíritu o un muerto. Un día, a las muchas invenciones los hombres agregaron otra: empezaron a rodearse de animales que se adaptaban a los hombres, en tanto que durante un tiempo muy largo habían sido los hombres los que imitaban a los animales. Se volvieron sedentarios –y ya un tanto envejecidos.
Así comienza El Cazador Celeste, de Roberto Calasso, que acaba de publicar Anagrama con una espléndida traducción de Edgardo Dobry.
Tomando como referencia un lugar del firmamento entre la constelación de Orión, el cazador celeste, y su perro Sirio, un lugar donde se cruzan lo visible y lo invisible, lo humano y lo divino, Calasso propone un viaje por siglos, culturas y transformaciones, por la relación del hombre con la divinidad, el misterio y el animal.
Desde
los orígenes paleolíticos, desde el día de veinticinco mil años en que
el hombre empezó a pintar en las piedras de las cuevas a la actualidad,
pasando por su relación con el mito, fundador de civilizaciones, por los
misterios de Eleusis y el bosque de Artemisa, la diosa cazadora, por el
culto a los animales en el antiguo Egipto, las Enéadas de
Plotino o la persistencia de los mitos en el mundo contemporáneo,
conviven conflictivamente en estas páginas el animal y el hombre, los
dioses y los demonios.
Entre el ensayo y la narración, entre la erudición y la poesía, entre revelaciones y destellos, entre la cultura clásica y el misticismo védico, Calasso combina filología y mitología, antropología y filosofía para recrear en los catorce capítulos de El Cazador Celeste el proceso de transformación del hombre en un ser civilizado, su evolución desde lo animal a lo humano, desde presa a depredador, desde la caza al sacrificio, desde el arco y la flecha a la tecnología, desde los mitos griegos a la máquina Enigma, desde Lucrecio a Proust, desde Plutarco a Henry James, desde Ovidio a Simone Weil.
Entre el ensayo y la narración, entre la erudición y la poesía, entre revelaciones y destellos, entre la cultura clásica y el misticismo védico, Calasso combina filología y mitología, antropología y filosofía para recrear en los catorce capítulos de El Cazador Celeste el proceso de transformación del hombre en un ser civilizado, su evolución desde lo animal a lo humano, desde presa a depredador, desde la caza al sacrificio, desde el arco y la flecha a la tecnología, desde los mitos griegos a la máquina Enigma, desde Lucrecio a Proust, desde Plutarco a Henry James, desde Ovidio a Simone Weil.
Una peregrinación desde lo cercano a lo cósmico, desde lo onírico a lo académico, desde lo visible a lo invisible, el espacio de confluencia que comparten los muertos y los dioses, un recorrido por las distintas tradiciones orientales y occidentales y las metamorfosis humanas, un cruce de historias y tiempos que confluyen en un centro con luces y sombras donde se reúnen la literatura y el arte, la filosofía y la ciencia, el mito y la historia.
Con esta octava entrega de su obra en marcha sobre las fuerzas de la civilización, tras títulos como La ruina de Kasch, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka, K., El rosa Tiepolo, La Folie Baudelaire y El ardor, Calasso sigue completando una monumental construcción intelectual, una de las empresas literarias más ambiciosas, profundas y brillantes que se han levantado en lo que llevamos de siglo.
Del primer libro de la serie, La ruina de Kasch, dijo Italo Calvino que su trama abarcaba todas las cosas que han sucedido en la historia de la humanidad. Algo parecido ocurre en estas páginas luminosas de El Cazador Celeste. Un libro asombroso en el que cabe el mundo, porque -escribe Calasso- “en el mito acontece todo lo que, después, se repite en la historia.”
Michel Cunningham.
Las horas.
Traducción del inglés de Jaime Zulaika.
Tusquets. Barcelona, 2020.
La señora Dalloway
Todavía hay que comprar las flores. Clarissa finge exasperación (aunque adora hacer recados así), deja a Sally limpiando el cuarto de baño y sale corriendo, prome tiendo que volverá dentro de media hora.
Estamos en la ciudad de Nueva York. Estamos a finales del siglo XX.
La puerta del vestíbulo se abre a una mañana de junio tan hermosa y limpia que Clarissa hace un alto en el umbral como lo haría en el borde de una piscina, y contempla el agua turquesa que lame los azulejos, las líquidas redecillas de sol que oscilan en las profundidades azules. Como si estuviera al borde de una piscina, posterga un momento la zambullida, la rápida membrana del escalofrío, el puro sobresalto de la inmersión. Nueva York, con su bullicio y su decrepitud severa y parda, su declive insondable, produce siempre unas pocas mañanas de verano como esta; mañanas invadidas en todas partes por una afirmación de vida tan resuelta que casi parece cómica, como un personaje de dibujos animados que sufre atroces castigos sin fin y siempre sale ileso, intacto, dispuesto a sufrir más. Este junio, de nuevo, han brotado unas hojitas perfectas de los árboles que flanquean la calle Diez Oeste y que crecen en los cuadrados de tierra de la acera llenos de caca de perro y de desechos. De nuevo, en el tiesto del alféizar de la anciana que vive en la casa de al lado, lleno como siempre de mustios geranios rojos de plástico insertados en la tierra, ha brotado un pícaro diente de león.
Qué emoción, qué conmoción estar viva una mañana de junio, próspero, casi un escandaloso privilegio, y con un solo recado que hacer. Ella, Clarissa Vaughan, una persona corriente (a su edad, ¿para qué molestarse en negarlo?), tiene que comprar flores y dar una fiesta.
Así comienza el primer capítulo de Las horas, la novela en la que Michel Cunningham visita el universo literario de Virginia Woolf, de cuyo diario es la nota del 30 de agosto de 1923 que figura al frente del libro. Alude allí a Las horas -se refiere a lo que acabará siendo La señora Dalloway- como título de la obra que está escribiendo.
Y ese es el título elegido por Michel Cunningham para su novela, que Tusquets recupera ahora en español con la traducción del inglés de Jaime Zulaika.
Las horas, que se inicia con un prólogo-obertura que evoca el día de 1941 en que Virginia Woolf decide suicidarse en el río Ouse, se sostiene sobre el relato de un día en la vida de sus tres protagonistas femeninos, la señora Dalloway, la señora Woolf, la señora Brown:
Clarissa Vaughan, editora de 51 años, a la que se identifica en el libro con su homónima Clarissa Dalloway, que compra flores una mañana de junio -como la señora Dalloway al principio de la novela de Virginia Woolf- en el Nueva York de los noventa para la fiesta que ha organizado en honor de su antiguo amante Richard Brown, poeta enfermo de sida, que vive solo y aislado y la llama Señora Dalloway.
Virginia Woolf en Londres, una mañana de 1923 en la que empieza a elaborar la que sería una de sus mejores novelas, La señora Dalloway. Esa mañana escribe la primera línea: “La Señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.” También para una fiesta.
Esa primera línea la lee al inicio del capítulo siguiente Laura Brown, una joven ama de casa que veinticinco años después, en 1949, en Los Ángeles, prepara una tarta mientras piensa en la novela de Virginia Woolf y en la literatura y la imaginación como instrumentos para huir de una realidad mediocre. Es la madre de Richard Brown, con lo que se conecta su historia con la de la señora Dalloway y con la de Virginia Woolf, las otras dos protagonistas femeninas de Las horas.
En torno a esas tres mujeres se suceden en una elaborada estructura alternante los capítulos de Las horas, una demostración de inteligencia narrativa y delicadeza que se publicó en 1998 y ganó el Pulitzer a la mejor novela unos años antes de su espléndida adaptación al cine en una película protagonizada por Meryl Streep, Nicole Kidman y Julianne Moore.
El 29 de abril de 1942, el tren del dictador de la Italia fascista, Benito Mussolini, hizo su entrada en la estación de Salzburgo, engalanada para la ocasión con banderas italianas y alemanas.
Tras una ceremonia protocolaria, Mussolini y su séquito se desplazaron hasta el antiguo castillo de Klessheim, edificado bajo el auspicio de los obispos de Salzburgo. Allí, en sus amplias y frías salas recién decoradas con muebles traídos ex profeso de Francia, se celebraría una sesión de reuniones ordinaria entre Hitler y Mussolini. Ribbentrop, Keitel, Jodl y otros jerarcas alemanes mantendrían, por su parte, conversaciones con dos de los ministros italianos, Ciano y el general Cavallero, quienes, junto con Alfieri, el embajador italiano en Berlín, integraban la comitiva del Duce.
Aquellos dos hombres, que se creían dueños de Europa, se reunían cada vez que Hitler conjugaba sus fuerzas para desatar otra catástrofe en Europa o África. Sus reuniones privadas en la frontera alpina entre Austria e Italia solían desembocar en invasiones militares, actos de sabotaje y ofensivas de ejércitos motorizados de millones de hombres por todo el continente. Los breves comunicados de prensa que informaban sobre las reuniones entre los dictadores mantenían en vilo los corazones, acongojados y expectantes.
Así comienza Stalingrado, de Vasili Grossman, en la traducción de Andréi Kozinets que acaba de publicar Galaxia Gutenberg.
Fue la primera de las dos novelas -la segunda es Vida y destino- de un ciclo en el que Grossman reflejó su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial, que vivió de cerca como corresponsal de guerra.
Stalingrado la empezó a escribir en 1943, la terminó en 1949 y la publicó en 1952 con el título Por una causa justa y con mutilaciones muy severas de la censura estalinista y los editores, que le obligaron a cambiar el título y a modificar más de cien fragmentos de diversa entidad que se restituyen en esta edición que devuelve la obra a una redacción cercana a la original, lo que supone no sólo una restitución de su sentido desde una incipiente disidencia contra la maquinaria burocrática, sino también una reconstrucción de la novela en su verdadero tamaño estético y narrativo.
Tras haber sido testigo directo de la batalla de Stalingrado -de la que dejó una excelente descripción en Años de guerra, publicada en esta misma editorial-, que supuso un serio revés para la Alemania nazi en febrero de 1943, un Grossman muy afectado por la muerte de su madre y su hijastro empezó a escribir esta novela, que se remonta hasta el 22 de junio de 1941, cuando comienza la Operación Barbarroja, la invasión alemana del territorio soviético, y que recuerda en su diseño ambicioso y en su planteamiento coral a Guerra y paz, con un multitudinario fresco que aspira a representar a toda la sociedad soviética. Por eso resultan muy útiles para el lector las ocho páginas que se añaden al final de la novela, sobre los personajes principales, como en Vida y destino, como en Guerra y paz, que para Grossman fue siempre una obra de referencia.
Esta edición íntegra de Stalingrado va precedida de una nota de los editores en la que explican que “para Vasili Grossman, la Segunda Guerra Mundial tuvo consecuencias particularmente dolorosas. Su madre fue asesinada por los nazis junto a centenares de miles de judíos en Ucrania. Y su hijastro murió como soldado del Ejército Rojo.”
A esta devastación particular se sumaba lo que él mismo había vivido como corresponsal de guerra en primera línea del frente, especialmente durante la batalla de Stalingrado y, después, durante el avance de las tropas soviéticas hacia Berlín, incluido el macabro descubrimiento de los campos de exterminio en tierras polacas.
Vasili Grossman se propuso dejar constancia de todo ello en un ambicioso ciclo novelístico en dos partes. La primera, iniciada en 1943 y publicada en 1952 con el título Por una causa justa, se tenía que titular Stalingrado. La segunda, escrita a partir de 1949, con los mismos protagonistas, sería Vida y destino.”
Todavía hay que comprar las flores. Clarissa finge exasperación (aunque adora hacer recados así), deja a Sally limpiando el cuarto de baño y sale corriendo, prome tiendo que volverá dentro de media hora.
Estamos en la ciudad de Nueva York. Estamos a finales del siglo XX.
La puerta del vestíbulo se abre a una mañana de junio tan hermosa y limpia que Clarissa hace un alto en el umbral como lo haría en el borde de una piscina, y contempla el agua turquesa que lame los azulejos, las líquidas redecillas de sol que oscilan en las profundidades azules. Como si estuviera al borde de una piscina, posterga un momento la zambullida, la rápida membrana del escalofrío, el puro sobresalto de la inmersión. Nueva York, con su bullicio y su decrepitud severa y parda, su declive insondable, produce siempre unas pocas mañanas de verano como esta; mañanas invadidas en todas partes por una afirmación de vida tan resuelta que casi parece cómica, como un personaje de dibujos animados que sufre atroces castigos sin fin y siempre sale ileso, intacto, dispuesto a sufrir más. Este junio, de nuevo, han brotado unas hojitas perfectas de los árboles que flanquean la calle Diez Oeste y que crecen en los cuadrados de tierra de la acera llenos de caca de perro y de desechos. De nuevo, en el tiesto del alféizar de la anciana que vive en la casa de al lado, lleno como siempre de mustios geranios rojos de plástico insertados en la tierra, ha brotado un pícaro diente de león.
Qué emoción, qué conmoción estar viva una mañana de junio, próspero, casi un escandaloso privilegio, y con un solo recado que hacer. Ella, Clarissa Vaughan, una persona corriente (a su edad, ¿para qué molestarse en negarlo?), tiene que comprar flores y dar una fiesta.
Así comienza el primer capítulo de Las horas, la novela en la que Michel Cunningham visita el universo literario de Virginia Woolf, de cuyo diario es la nota del 30 de agosto de 1923 que figura al frente del libro. Alude allí a Las horas -se refiere a lo que acabará siendo La señora Dalloway- como título de la obra que está escribiendo.
Y ese es el título elegido por Michel Cunningham para su novela, que Tusquets recupera ahora en español con la traducción del inglés de Jaime Zulaika.
Las horas, que se inicia con un prólogo-obertura que evoca el día de 1941 en que Virginia Woolf decide suicidarse en el río Ouse, se sostiene sobre el relato de un día en la vida de sus tres protagonistas femeninos, la señora Dalloway, la señora Woolf, la señora Brown:
Clarissa Vaughan, editora de 51 años, a la que se identifica en el libro con su homónima Clarissa Dalloway, que compra flores una mañana de junio -como la señora Dalloway al principio de la novela de Virginia Woolf- en el Nueva York de los noventa para la fiesta que ha organizado en honor de su antiguo amante Richard Brown, poeta enfermo de sida, que vive solo y aislado y la llama Señora Dalloway.
Virginia Woolf en Londres, una mañana de 1923 en la que empieza a elaborar la que sería una de sus mejores novelas, La señora Dalloway. Esa mañana escribe la primera línea: “La Señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.” También para una fiesta.
Esa primera línea la lee al inicio del capítulo siguiente Laura Brown, una joven ama de casa que veinticinco años después, en 1949, en Los Ángeles, prepara una tarta mientras piensa en la novela de Virginia Woolf y en la literatura y la imaginación como instrumentos para huir de una realidad mediocre. Es la madre de Richard Brown, con lo que se conecta su historia con la de la señora Dalloway y con la de Virginia Woolf, las otras dos protagonistas femeninas de Las horas.
En torno a esas tres mujeres se suceden en una elaborada estructura alternante los capítulos de Las horas, una demostración de inteligencia narrativa y delicadeza que se publicó en 1998 y ganó el Pulitzer a la mejor novela unos años antes de su espléndida adaptación al cine en una película protagonizada por Meryl Streep, Nicole Kidman y Julianne Moore.
Arturo Pérez-Reverte.
Línea de fuego.
Alfaguara. Barcelona, 2020.
Son las 00:15 y no hay luna.
Agachadas
en la oscuridad, inmóviles y en silencio, las dieciocho mujeres de la
sección de transmisiones observan el denso desfile de sombras que se
dirige a la orilla del río.
No
se oye ni una voz, ni un susurro. Sólo el sonido de los pasos, cientos
de ellos, en la tierra mojada por el relente nocturno; y a veces, el
leve entrechocar metálico de fusiles, bayonetas, cascos de acero y
cantimploras. El discurrir de sombras parece interminable.
Con esas sombras en la orilla del Ebro comienza La línea de fuego, la novela de Arturo Pérez-Reverte que publica Alfaguara
en una espléndida edición ilustrada por Augusto Ferrer-Dalmau.
No
por casualidad ha elegido Pérez-Reverte para ese arranque la noche del
24 al 25 de julio de 1938, cuando casi tres mil miembros del ejército
republicano -entre ellos dieciocho mujeres- cruzaron el Ebro. Comenzó
así la batalla más larga, más intensa y más cruenta -veinte mil muertos y
decenas de miles de heridos- de la guerra civil. Fue un “choque de
carneros”, como indica el título de la parte central de las tres en que
se organiza la estructura de la novela.
Esa
incursión inicial que se describe al comienzo de la novela pretendía
crear una cabeza de puente en la localidad imaginaria de Castellets del
Segre. Además de los personajes y las situaciones, esa es una de las
pocas licencias imaginativas que se toma Pérez-Reverte -que había
utilizado ya la guerra civil como telón de fondo para ambientar El tango
de la guardia vieja y la serie sobre Falcó- en esta novela, sólidamente
afianzada en la documentación histórica, en aportaciones testimoniales
de los combatientes y en su experiencia personal como reportero de
guerra.
El
resultado es un relato coral, potente y creíble, contado desde dentro,
desde la perspectiva alternante de los soldados a un lado y otro del
río, y escrito con el propósito de situar al lector en el campo de
batalla, de introducirlo en la experiencia de las trincheras para que
viva de cerca las sensaciones de los personajes.
En Línea de fuego Pérez-Reverte concentra el tiempo en diez días de batalla y el espacio en ese pequeño pueblo imaginario, lo que produce un efecto de enorme intensidad que se refuerza con su carácter polifónico, con una alternancia de voces y de perspectivas que evita el maniqueísmo y las banderías y dota a la novela de un ritmo y una verosimilitud admirables.
En Línea de fuego Pérez-Reverte concentra el tiempo en diez días de batalla y el espacio en ese pequeño pueblo imaginario, lo que produce un efecto de enorme intensidad que se refuerza con su carácter polifónico, con una alternancia de voces y de perspectivas que evita el maniqueísmo y las banderías y dota a la novela de un ritmo y una verosimilitud admirables.
Vasili Grossman.
Stalingrado.
Traducción de Andréi Kozinets.
Galaxia Gutenberg. Madrid, 2020.
El 29 de abril de 1942, el tren del dictador de la Italia fascista, Benito Mussolini, hizo su entrada en la estación de Salzburgo, engalanada para la ocasión con banderas italianas y alemanas.
Tras una ceremonia protocolaria, Mussolini y su séquito se desplazaron hasta el antiguo castillo de Klessheim, edificado bajo el auspicio de los obispos de Salzburgo. Allí, en sus amplias y frías salas recién decoradas con muebles traídos ex profeso de Francia, se celebraría una sesión de reuniones ordinaria entre Hitler y Mussolini. Ribbentrop, Keitel, Jodl y otros jerarcas alemanes mantendrían, por su parte, conversaciones con dos de los ministros italianos, Ciano y el general Cavallero, quienes, junto con Alfieri, el embajador italiano en Berlín, integraban la comitiva del Duce.
Aquellos dos hombres, que se creían dueños de Europa, se reunían cada vez que Hitler conjugaba sus fuerzas para desatar otra catástrofe en Europa o África. Sus reuniones privadas en la frontera alpina entre Austria e Italia solían desembocar en invasiones militares, actos de sabotaje y ofensivas de ejércitos motorizados de millones de hombres por todo el continente. Los breves comunicados de prensa que informaban sobre las reuniones entre los dictadores mantenían en vilo los corazones, acongojados y expectantes.
Así comienza Stalingrado, de Vasili Grossman, en la traducción de Andréi Kozinets que acaba de publicar Galaxia Gutenberg.
Fue la primera de las dos novelas -la segunda es Vida y destino- de un ciclo en el que Grossman reflejó su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial, que vivió de cerca como corresponsal de guerra.
Stalingrado la empezó a escribir en 1943, la terminó en 1949 y la publicó en 1952 con el título Por una causa justa y con mutilaciones muy severas de la censura estalinista y los editores, que le obligaron a cambiar el título y a modificar más de cien fragmentos de diversa entidad que se restituyen en esta edición que devuelve la obra a una redacción cercana a la original, lo que supone no sólo una restitución de su sentido desde una incipiente disidencia contra la maquinaria burocrática, sino también una reconstrucción de la novela en su verdadero tamaño estético y narrativo.
Tras haber sido testigo directo de la batalla de Stalingrado -de la que dejó una excelente descripción en Años de guerra, publicada en esta misma editorial-, que supuso un serio revés para la Alemania nazi en febrero de 1943, un Grossman muy afectado por la muerte de su madre y su hijastro empezó a escribir esta novela, que se remonta hasta el 22 de junio de 1941, cuando comienza la Operación Barbarroja, la invasión alemana del territorio soviético, y que recuerda en su diseño ambicioso y en su planteamiento coral a Guerra y paz, con un multitudinario fresco que aspira a representar a toda la sociedad soviética. Por eso resultan muy útiles para el lector las ocho páginas que se añaden al final de la novela, sobre los personajes principales, como en Vida y destino, como en Guerra y paz, que para Grossman fue siempre una obra de referencia.
Esta edición íntegra de Stalingrado va precedida de una nota de los editores en la que explican que “para Vasili Grossman, la Segunda Guerra Mundial tuvo consecuencias particularmente dolorosas. Su madre fue asesinada por los nazis junto a centenares de miles de judíos en Ucrania. Y su hijastro murió como soldado del Ejército Rojo.”
A esta devastación particular se sumaba lo que él mismo había vivido como corresponsal de guerra en primera línea del frente, especialmente durante la batalla de Stalingrado y, después, durante el avance de las tropas soviéticas hacia Berlín, incluido el macabro descubrimiento de los campos de exterminio en tierras polacas.
Vasili Grossman se propuso dejar constancia de todo ello en un ambicioso ciclo novelístico en dos partes. La primera, iniciada en 1943 y publicada en 1952 con el título Por una causa justa, se tenía que titular Stalingrado. La segunda, escrita a partir de 1949, con los mismos protagonistas, sería Vida y destino.”
Poder del sueño.
Relatos antiguos y modernos
reunidos y presentados por Roger Caillois.
Traducción de Mauro Armiño.
Atalanta. Gerona, 2020.
“El misterio del sueño nace del hecho de que esta fantasmagoría, en la que
el durmiente no puede nada, ha salido sin embargo por entero de su imaginación”,
escribía Roger Caillois en el prólogo de Poder del sueño, la antología de
relatos antiguos y modernos en torno al tema del sueño que publicó en 1962 que
publicó en 1962 y que permanecía inédita en castellano hasta ahora.
Antaño, cuenta Zhuangzi, fui una noche una mariposa que revoloteaba
contenta con su destino. Luego me desperté siendo Zhuangzi. ¿Quién soy en
realidad? ¿Una mariposa que sueña que es Zhuangzi? ¿O Zhuangzi que imagina que
fue mariposa?
Ese relato -El filósofo-mariposa- de alcance metafísico, de Zhuangzi,
escritor taoísta que murió hacia el 275 a. C., es uno de los textos que forman
parte de la primera de las dos secciones -Dialécticas chinas- en
las que Roger
Caillois organizó su espléndida antología de relatos oníricos antiguos y
modernos que se abre con esos textos orientales porque “la inagotable
literatura china [..] parece haber explorado de forma sistemática los
problemas planteados por el sueño.”
Aunque no forman parte de la antología, Caillois reproduce en el prólogo
textos como la Historia de los dos que soñaron, de Las mil y una noches, otros
de carácter profético como el sueño mesopotámico de Asurbanipal o sueños
hipnóticos, como el del Deán de Santiago y don Illán de Toledo, el magistral cuento de don
Juan Manuel.
En muchos de esos relatos conviven el sueño y lo fantástico, que comparten
un territorio común de irracionalidad y misterio, de solitaria experiencia
intransitiva, porque “nada más personal que un sueño, nada que encierre más a un
ser en la soledad irremediable, nada más reacio a ser compartido. En la
realidad, todo es experimentado en común. El sueño, por el contrario, es una
aventura que el soñador ha vivido solo y del que únicamente él puede acordarse:
mundo estanco, impermeable, que excluye la menor comprobación. De ahí la
tentación de imaginar a dos o a varias personas, o incluso a una multitud,
soñando el mismo sueño, o sueños paralelos, o sueños complementarios. Entonces
los sueños se corroboran, se ajustan como piezas de un puzle, adquieren así la
misma densidad, la misma estabilidad que las percepciones de la vigilia, son
verificables como éstas, mejor que éstas, crean vínculos entre los seres, unos
vínculos extraños, secretos y estrechos, decisivos.”
Casi sesenta años después de su primera edición en 1962, cuidada por Roger
Caillois, Atalanta rescata este Poder del sueño y lo publica por primera vez en
castellano con traducción de Mauro Armiño.
Moisés Pascual Pozas.
Carrusel de sombras.
Atticus. Burgos, 2020.
En 1993 Moisés Pascual Pozas publicaba en español e italiano El laberinto de los rostros, su segunda novela, que era el resultado de la reescritura de El libro de las sombras. Con ella fue finalista del premio Elio Vittorini.
De la reescritura de aquella reescritura (“El autor [...] ha corregido en profundidad el estilo y cerrado la obra, quizá, pero sólo quizá, con una mirada menos unívoca”, según explica en la nota inicial) surge Carrusel de sombras, que publica Atticus y que Moisés Pascual define como la construcción de un nuevo edificio narrativo a partir del anterior, como una “transformación que respeta en lo posible la estructura, reutilizan la sillería en buen estado, completa la piedra inservible con otra semejante, refuerza los cimientos, sustituye la cubierta, los dinteles y ventanas y reparte los espacios de otra manera.”
Se plantea como la transcripción del cuaderno en el que escribe su diario Giovanni J. M., o sea Juan José Murúa, narrador-protagonista de este Carrusel de sombras, el diario sentimental y existencial del personaje que desde su presente de sombras en Estrasburgo se remonta a tiempos y lugares del pasado a través de la voz narradora de uno de esos espejos de tinta habituales en el diseño de las novelas del autor.
Más cerca de Sartre y de Sábato que de Dante, Carrusel de sombras es una bajada a los infiernos existenciales por la que transita una variada fauna de personajes y una sucesión de voces, entre las que destaca la de la siciliana Claudia, la imagen del desamor de una relación sentimental frustrada que es el motor de la venganza y asume en sus monólogos la función de narradora de una parte de los hechos.
Entre Eros y Tánatos, entre la realidad cambiante y dudosa y las visiones provocadas por la ingestión de unas hierbas alucinógenas suministradas por la voz casi oracular de una profesora jubilada de Italiano y Literatura, la escritura se levanta, igual que esas plantas, como una conjura del pasado para exorcizarlo, como una forma de huida desde las sombras del presente, como venganza frente a la realidad, como alternativa al olvido y a la existencia cotidiana del desconcertado narrador-protagonista, como una reconstrucción que aprovecha los materiales de la experiencia y los recompone desde el paisaje de escombros que dibuja la memoria:
De la reescritura de aquella reescritura (“El autor [...] ha corregido en profundidad el estilo y cerrado la obra, quizá, pero sólo quizá, con una mirada menos unívoca”, según explica en la nota inicial) surge Carrusel de sombras, que publica Atticus y que Moisés Pascual define como la construcción de un nuevo edificio narrativo a partir del anterior, como una “transformación que respeta en lo posible la estructura, reutilizan la sillería en buen estado, completa la piedra inservible con otra semejante, refuerza los cimientos, sustituye la cubierta, los dinteles y ventanas y reparte los espacios de otra manera.”
Se plantea como la transcripción del cuaderno en el que escribe su diario Giovanni J. M., o sea Juan José Murúa, narrador-protagonista de este Carrusel de sombras, el diario sentimental y existencial del personaje que desde su presente de sombras en Estrasburgo se remonta a tiempos y lugares del pasado a través de la voz narradora de uno de esos espejos de tinta habituales en el diseño de las novelas del autor.
Más cerca de Sartre y de Sábato que de Dante, Carrusel de sombras es una bajada a los infiernos existenciales por la que transita una variada fauna de personajes y una sucesión de voces, entre las que destaca la de la siciliana Claudia, la imagen del desamor de una relación sentimental frustrada que es el motor de la venganza y asume en sus monólogos la función de narradora de una parte de los hechos.
Entre Eros y Tánatos, entre la realidad cambiante y dudosa y las visiones provocadas por la ingestión de unas hierbas alucinógenas suministradas por la voz casi oracular de una profesora jubilada de Italiano y Literatura, la escritura se levanta, igual que esas plantas, como una conjura del pasado para exorcizarlo, como una forma de huida desde las sombras del presente, como venganza frente a la realidad, como alternativa al olvido y a la existencia cotidiana del desconcertado narrador-protagonista, como una reconstrucción que aprovecha los materiales de la experiencia y los recompone desde el paisaje de escombros que dibuja la memoria:
Solo a la memoria debemos nuestra identidad, aunque a veces resulta difícil reconocernos en sus cambiantes y engañosas aguas. La memoria...almazuela de puntadas vacilantes, pasos en un tremedal de recuerdos inventores…
En su construcción, tan compleja y fragmentaria como esa realidad frágil y huidiza, el tiempo y el recuerdo, el amor y el desarraigo, la venganza y el deseo, la muerte y la búsqueda de la identidad propia aparecen como claves temáticas sobre las que se sostiene una novela escrita con una prosa cuidada y potente, organizada con una meditada estructura y dotada de una admirable fluidez narrativa.
Santos Domínguez