Eduardo Mendoza.
El rey recibe.
Seix Barral. Barcelona, 2018.
En Barcelona faltaba poco para las doce. En Nueva York faltaban unas horas, pero en el edificio se notaba una actividad inusual. Por la ventana vi a una pareja de mediana edad salir a la calle y entrar en una limusina. Él parecía ir de esmoquin y ella de largo bajo el abrigo de visón. Por el pasillo se oían voces y risas. En un apartamento alguien puso música. Había empezado la celebración y el mundo parecía haberse conjurado para dejarme fuera de la fiesta.
Esa es la perspectiva que elige Eduardo Mendoza para que el narrador de El rey recibe, Rufo Batalla, rememore desde una posición marginal, pero de espectador cercano a los hechos, la crónica de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, unos años cruciales en los que cambiaron el mundo y las costumbres.
Porque eso es la última novela de Eduardo Mendoza, que publica Seix Barral: una crónica personal de aquellos años, a través de ese protagonista narrador, cuyo recorrido vital es semejante en lo cronológico y en lo espacial al del autor.
Anunciada como la primera entrega de una trilogía -Las Tres Leyes del Movimiento- que propone un recorrido por el último tercio del siglo pasado, El rey recibe arranca hace medio siglo, en la Barcelona de 1968, con una peripecia centrada en Rufo Batalla, narrador y protagonista, gacetillero principiante y contradictorio al que le encargan la crónica rosa de la boda en Mallorca de un príncipe en el exilio, Tadeusz Maria Clementij Tukuulo, Bobby para los amigos, príncipe de Livonia, un pequeño país a orillas del Mar Báltico convertido en República Socialista controlada por el Kremlin.
Por una circunstancia trivial y azarosa que acaba siendo el detonante de la acción, esa crónica no llega a escribirla, pero a cambio Rufo consigue una entrevista en exclusiva con el príncipe y a partir de ahí se encadenan una serie de peripecias que le llevarán a la dirección de una revista de moda, cotilleos y entrevistas a famosos y a trabajar como funcionario de comercio exterior en la Nueva York en transformación de comienzos de los años 70, una ciudad caótica y peligrosa pero perfilada cada vez más claramente como centro cultural del mundo.
De Londres a Barcelona, de Berlín a Praga, los espacios se suceden con un ritmo narrativo sostenido sobre el telón de fondo de los cambios que se estaban produciendo en España -entre la tecnocracia y el asesinato de Carrero Blanco- y en el mundo en los años sesenta, de los que Rufo Batalla, observador pasivo y curioso, inseguro y atrevido, será testigo en compañía de personajes extravagantes que cruzan la novela a la manera barojiana: Mónica Coover, el staretz Porfirio, Gustavo Alfaro, Claudia Centellas, la negacionista Gudrun, China Higgins o su amiga Valentina.
Inercia, aceleración y simultaneidad son las tres leyes del movimiento que señaló Newton y que Mendoza ha elegido para resumir la trilogía. Y por eso la sucesión acelerada de espacios y de personajes simultáneos son la excusa para reconstruir la crónica de aquellos años: la guerra en Vietnam, la muerte del Che y de Martin Luther King, el primer trasplante de corazón y el movimiento hippie, el mayo francés del 68 o la muerte de Janes Joplin por sobredosis, el movimiento feminista y el orgullo gay, Nixon y el Watergate, las performances y la contracultura urbana que bien podría simbolizar el gato Fritz del cómic de Robert Crumb, cuya imagen se ha elegido significativamente para la portada.
En lugar de en capítulos, Eduardo Mendoza articula las dos partes de la novela en secuencias encabezadas por todo tipo de citas: de Tarzán a Baudelaire pasando por Alicia o por Tennesee Williams.
Algunos de los autores ocultos de esas citas figuraban en la portada de Sargent Peppers Lonely Hearts Club Band, el LP de 1967 de los Beatles que refleja el nuevo concepto de cultura pop que se evoca en algunas de las páginas de El rey recibe, una obra en la que la agilidad narrativa, la fluidez de los diálogos, la caracterización de los personajes, el sentido del humor y la memoria personal y colectiva se ponen al servicio de una excelente narración.
Una novela llena de guiños y de maestría en la que un Mendoza en plenitud vuelve a demostrar que la diversión y la calidad, como la seriedad y el humor, no son solo compatibles sino muy aconsejables, por separado y en confluencia.
Santos Domínguez