Víctor Casanova Abós.
Marcelino.
Muerte y vida de un
payaso.
Pregunta ediciones. Zaragoza, 2018.
Los vecinos declararon haber oído un ruido en la noche, pero no le dieron
más importancia. Su cuerpo fue llevado a la funeraria Frank E. Campbell donde
Ada Holt, su viuda, reconoció el cadáver. Ada comentó a la prensa que,
aunque se habían separado en 1925, mantenían una buena relación, solían
cenar juntos los domingos. «El mundo olvida pronto», declaró a Los
Angeles Times. Ella lo veía abatido por la pérdida de la fama. No tenía
dinero: el lunes de la semana que murió pensaba firmar un contrato con un
conocido empresario teatral llamado Roxy que al final no se materializó. Wieder
dijo de él a la prensa que era un hombre callado, que no recibía llamadas de
teléfono ni correo, que ni sonreía ni se quejaba.
La última victoria de Marcelino tuvo lugar el día siguiente, cuando The
New York Times publicó la noticia en portada: «Marceline,
payaso, se quita la vida de un disparo». Un escalofrío recorrió a muchos de
los niños, ya
mayores, a los que había hecho reír. No lo habían olvidado.
Con esos párrafos evoca Víctor Casanova el suicidio del payaso Marceline en
un hotel modesto de Manhattan el 5 de noviembre de 1927 en el capítulo que abre su Marcelino. Muerte y vida de un payaso.
Escrito con una técnica
contrapuntística en la que se alternan la figura del biógrafo y el biografiado,
este libro es un documentado recorrido que reconstruye la muerte y la vida del
personaje y de la persona de Marcelino Orbés (Jaca, 1873- Nueva York, 1927), pero
es también el relato vibrante de esa búsqueda por parte del autor desde Nueva
York.
Espléndidamente editado y apoyado en un abundante material gráfico, es
también una reflexión sobre el triunfo y el fracaso a través de una estrella
fugaz que obtuvo un enorme éxito en el Hippodrome de Nueva York, el teatro-circo
más grande del mundo con más de cinco mil localidades, perdió el favor del
público, inspiró a Chaplin para perfilar la figura del payaso fracasado de
Candilejas y murió con seis dólares en el bolsillo. Desde entonces yace en una
tumba sin nombre en el cementerio de Kensico donde estuvo también enterrado
Fernando de los Ríos.
Encarnó la figura del payaso torpe y vulnerable que no
hablaba y sólo se expresaba con silbidos. Chaplin, Buster Keaton y Cary Grant
reconocieron su importancia del personaje que fue ídolo de los niños en Nueva
York y acabó sobrepasado por la época del cine mudo.
En la construcción de su relato Víctor Casanova empieza
por el final del suicida y en ese contrapunto con que estructura los capítulos
del libro se remite también al comienzo
de su búsqueda y a los orígenes humildes del personaje, a su salida de niño con
los Martini, una familia de acróbatas que actuaba a finales del siglo XIX en el
Circo Ecuestre de Barcelona. Se sucedieron luego las giras por Ámsterdam, Manchester,
Glasgow y Londres hasta su máximo esplendor en Nueva York, antes de la decadencia
de sus actuaciones por distintas ciudades de Estados Unidos, de su sonado fracaso
en La Habana y de una supervivencia dura y orgullosa.
Pero más allá de su trayectoria artística, más allá de las
luces del éxito y de las sombras del fracaso del personaje público, Casanova
indaga también en las circunstancias de la persona que se esconde detrás de la
máscara y del maquillaje: su desarraigo y sus problemas matrimoniales, sus
reveses económicos y su crueldad privada o sus negocios fracasados.
Un panorama con más sombras que luces que se cerró la
madrugada en que decidió desaparecer de verdad, no como hacía su amigo, el
ilusionista Houdini:
En su última noche, puso sobre una maleta las
fotografías de toda una vida. Ahí estaban Los Martini, Ventura era el primero
que le había enseñado a dar volteretas y a erguirse
sobre los hombros de uno de sus compañeros. Por su cabeza pasaron Teddy
Huxter y Alice, hacía tiempo que les había perdido la pista, y quizá pensara
en el pequeño Sid. Posiblemente, y quién sabe si con remordimiento,
pensó en Louisa, que había sido su compañera durante casi una década, y en Ada, el último amor, a la que había seguido
viendo semanalmente. Debió de acordarse de Slivers y su final, y de los otros
compañeros (Alfredo, Van Cleve) con los que había compartido
noches de aplausos y música. Pensó en los niños para los que había actuado. Muchos eran ya padres y traían a sus hijos a
verlo, al menos cuando estaba en el Hippodrome. Ahora hacía tiempo que no
había sentido ese cariño y ese calor. El mundo parecía
haberle olvidado.
Tomó aire, se armó de valor y bajó el telón.