Arturo Úslar Pietri.
La visita en el tiempo.
Prólogo de Joseph Pérez.
Editorial Drácena. Madrid, 2017.
Subía por la cuesta. La reconocía, tan distinta. A un lado, los árboles del huerto y el estanque de los peces. Sólo viento y ruido de hojas. Al otro, la mole inerte del convento y la iglesia cerrada y sin vida.
Subía hacia la terraza vacilando sobre las piedras desiguales. No se oía ni el ruido de sus pisadas sin peso. Cada paso era un esfuerzo de asfixia. No veía claro. Todo parecía solo, abierto, quieto, lleno de aire lento y sin eco.
Había llegado a la terraza vacía. Ni un mueble, ni un ruido en el espacio hueco. Puertas y ventanas abiertas hacia ámbitos desnudos y lejanos. No se oía otra cosa que aquella gruesa respiración de ahogo que lo sacudía. Cada paso era más lento. Ni vida, ni movimiento, ni forma, apenas la apagada luz que lo iba cubriendo. Exhausto, ya para caer, logró alzar una voz que era un grito de angustia: «¡Soy yo!». La voz se iba de él y resonaba a lo lejos. «Soy yo… yo… yo».
Así termina La visita en el tiempo, una consistente novela histórica en la que Arturo Úslar Pietri se acerca a la figura de don Juan de Austria, el hijo bastardo del Emperador Carlos V. La vida breve e intensa del hijo del rayo de la guerra, bajo cuyas banderas vencedoras combatió en Lepanto Cervantes -que lo evocó con orgullo en el prólogo de las Novelas ejemplares- terminó a los 31 años.
Y la novela es una reconstrucción de la acción exterior del personaje, desde su infancia como Jeromín a su adolescencia en la corte entre intrigas políticas hasta llegar a la fama por su actuación militar en Las Alpujarras, Lepanto y Flandes. Una reconstrucción hecha con rigor documental y con una gran capacidad evocadora, como en esta plástica descripción de la salida de la flota desde el puerto de Cartagena:
Sonaron los silbatos, desamarró la Capitana, los remeros se pusieron en posición de boga. Se ordenó remar parejo a toda la borda. Los sesenta remos, con sus tres hombres por guión, hundieron sus palas en el agua, se oyó el inmenso rujido del esfuerzo con que los hombres empujaban el remo. Se alzó el canto sordo que marcaba el impulso, iban y venían parejas las cabezas de los remeros y se oía el tintineo de las cadenas que los ataban al banco. La Galera Real enfiló mar afuera. Las otras fueron tomando su formación. Por grupos de cuatro se organizaba el séquito bajo el mando de su respectivo cuatralbo. Se fundían los ecos de la cadencia del remo y el resuello de los forzados.
Ya mar afuera largaron las velas, alzaron los remos, los fijaron en la borda y comenzó la silenciosa navegación a vela. Lo más presente era la chusma, aquel montón de cabezas rapadas y torsos desnudos atados al banco por la muñeca o por el tobillo. Cuerpos, alimentos y defecaciones se mezclaban. Hablaban entre sí y miraban de reojo hacia los cómitres que ahora descansaban, sin dejar de vigilar. Se iniciaban pleitos y a látigo los ponían en paz. Otros dormían en el remiche, entre los pies y las horruras de los otros. Los pocos buenas boyas, sin cadenas, podían ponerse de pie, moverse y acercarse al fogón en busca de alguna sobra.
«Buenos remeros llevamos, Alteza», le dijo Bazán, «es con esa gente con la que más hay que contar para la guerra en el mar. No hay maniobra posible sin los treinta pares de remos moviéndose como bajo una sola mano».
Pero el verdadero eje de La visita en el tiempo, su clave argumental y constructiva, es la acción interior en torno a la figura del protagonista, un personaje desgarrado que se plantea constantemente su identidad desde que muere el Emperador tres semanas después de haberlo reconocido como hijo. Desde entonces, después de volver de Yuste, ya no lo veían ni le hablaban de la misma manera. Como si fuera otro.(...)
Cuando se quedó a solas en la cama sentía una agitación de ahogo. ¿Qué era ahora? ¿Quién era? ¿Quién había sido durante todo el tiempo pasado? ¿Lo habían engañado o lo estaban engañando ahora? Todo lo que había creído ser no era cierto, todo lo que iba a ser desde ahora no lo podía imaginar. Durmió mal, con despertares de pesadilla. ¿Todo hasta entonces había sido un sueño o era un sueño lo que estaba comenzando ahora? Si lo de antes había sido mentira y lo de ahora era un sueño el despertar que tendría que llegar sería terrible.”
Publicada por primera vez en 1990, obtuvo el Premio Rómulo Gallegos y ahora la rescata Drácena en una cuidada edición presentada por un prólogo en el que el historiador Joseph Pérez destaca que “Úslar Pietri ha sabido reconstruir el drama de aquella personalidad quebrada, sin identidad propia durante los diez primeros años de su vida, luego celebrado como hijo del emperador pero arrinconado por su hermanastro Felipe, tal vez celoso de sus éxitos militares.”
Esa búsqueda y afirmación de la problemática identidad del protagonista es la que explica la última frase de La visita en el tiempo: «Soy yo… yo… yo».
Santos Domínguez