Julio Martínez Mesanza.
Soy en mayo.
Antología 1982-2016.
Selección y prólogo de
Enrique Andrés Ruiz.
Renacimiento. Sevilla, 2017.
VÍCTIMA Y VERDUGO
Soy el que cae en el primer asalto
entre el agua y la arena en Normandía.
Soy el que elige un hombre y le dispara.
Mi caballo ha pisado en el saqueo
el rostro inexpresivo de un anciano.
Soy quien mantiene en alto el crucifijo
frente a la carga de los invasores.
Soy el perro y la mano que lo lleva.
Soy Egisto y Orestes y las Furias.
Soy el que se echa al suelo y me suplica.
Ese poema, uno de los más significativos de Julio Martínez Mesanza, porque resume su mundo moral y su tonalidad poética, apareció en una de las ediciones crecientes de su libro más emblemático, Europa, en 1988, y se recoge también en Soy en mayo, la antología que reúne en Renacimiento una abundante muestra de su obra con selección y prólogo de Enrique Andrés Ruiz.
Cuarenta años de escritura que, entre Europa y el reciente Gloria, han ido matizando la voz inconfundible de un poeta dueño de un mundo personal y de un canon al que esta segunda edición incorpora quince poemas nuevos, entre ellos este:
TODO EL CIELO DE ESPAÑATodo el cielo de España inmaculado
sobre las torres frías de la tarde;
sobre las torres mudas de la tarde,
todo el cielo de España inmaculado.
Para la patria que perdió la gracia,
el cielo inmaculado inmerecido;
el insultado cielo inmerecido,
para la patria que perdió la gracia.
De nada te sirvió vencer los mares
ni adentrarte en las selvas pavorosas.
No te sirvió avanzar en el desierto
ni defender la brecha en la muralla.
Lo que había que hacer y más hiciste
y a ti misma te pagas con desprecio.
Sobre la antigua casa de María,
todo el cielo de España inmerecido.
Entre los poemas paganos de Europa y los cristianos de Las trincheras, de los poemas amorosos de Entre el muro y el foso y el cántico de los dones de Gloria, Martínez Mesanza ha construido un mundo poético que con la música solemne de sus endecasílabos blancos cincela bajorrelieves en los que evoca ciudades y desiertos, pérdidas y esperanzas, torres caídas y caballos muertos en medio del humo de las batallas.
Con un tono oscilante entre lo lírico y lo épico, lo epigramático y lo narrativo, conviven en esta poesía la reflexión moral y la emoción de un yo que se ha ido erigiendo para meditar sobre el hombre y la historia. Y como un “poeta de la historia”, de alma antigua y obediente, define Enrique Andrés Ruiz a Martínez Mesanza en el prólogo de este Soy en mayo, donde escribe:
“El poeta obediente obedece a los significados. Cree que la historia significa. Y que la pérdida del significado merece el dolor. Cree también que, en ella, en la historia, se le ha entregado algo que no es suyo y algo por lo que se le van a pedir cuentas. Cree, en fin, que los actos de aquí hacen muesca también en otra habitación lejana y distinta. Esta es la creencia o la fe en la que se encuentra el origen de toda liturgia. La poesía de Julio Mesanza, nada más disparar su arco, nos deja entrever el significado, a fin de cuentas litúrgico, que tiene la historia para un poeta obediente.”
Ese era el centro, el núcleo de sentido del poema que cerraba Las trincheras, un libro en el que la esperanza se proyecta sobre un mundo sombrío que toma la forma de una lluvia oscura sobre los laberintos que van hacia la nada del desierto:
Han caído las torres, y el desierto
es ahora tan grande como el alma:
esas torres que alcé y ese desierto
que quise mantener lejos del alma.
Los enemigos que inventé murieron
y si hay otros no quiero imaginarlos:
así que no vendrán los enemigos.
Y los amigos no vendrán tampoco,
igual que yo no iré a ninguna parte:
han quedado atrapados en sus reinos,
perplejos como yo, sin esperanza,
y miran las desmoronadas torres
que fueron su pasión y su defensa,
y el desierto es el dueño de sus almas.
Entre el muro y el foso, su tercer libro de poemas, se encomienda a una cita del trovador Gui de Cavaillon, en la que alude a una guardia nocturna y solitaria en ese espacio estrecho que hay entre un muro y un foso. Y así comienza también uno de los textos más representativos del libro:
Entre el muro y el foso, largas noches.
Negras noches de guardia junto a nadie.
El muro, la ansiedad y el negro foso
que no puedo mirar y el cielo negro.
Un libro serio, seco y grave, ocupado por las torres caídas y los laberintos, el desierto y los puentes derribados, las noches y las rosas mortales, con una oscura tonalidad reflexiva en la que se conjuran lo moral y lo épico para construir una poesía sin preguntas, como toda la de su autor, una poesía elegiaca y un lamento del tiempo:
Lirio en el agua, inaccesible lirio,
y agua que escapa, luz inaccesible.
Me llevaré a la oscuridad tus ojos,
la hermosura terrible de este mundo,
la culpable hermosura de esta tarde,
la luz inaccesible de tus ojos.
Porque la tarde es última y oscura,
una hermosura sin después, un pozo
en el que va a ahogarse un niño, un pozo
con un lirio en su fondo inaccesible.
Todo se apaga alrededor y queda
sólo un pozo en el centro de la tarde
y un lirio inaccesible y, en mis ojos,
la luz que mataré cuando me vaya.
Un tono bien distinto del que aparece en La merecían, uno de los poemas celebratorios de Gloria:
La lluvia que ha lavado las naranjas,
las últimas naranjas perezosas,
la limpia, la que viene ya sin barro.
Y esas naranjas que la merecían
sólo por esperar hasta el invierno,
como merecen todos los que esperan.
Santos Domínguez