Gay Talese.
El motel del voyeur.
Traducción de Damià Alou.
Alfaguara. Barcelona, 2016.
“Compré este motel para satisfacer mis tendencias de voyeur y mi irresistible interés por todas las fases de la vida de la gente, tanto social como sexualmente, y para responder a la antiquísima pregunta de «cómo la gente se comporta sexualmente en la intimidad de su dormitorio».
A fin de lograr ese objetivo, compré este motel y lo dirigí yo mismo, desarrollando un método infalible para poder observar y escuchar las interacciones de las vidas de diferentes personas sin que se enteraran de que eran observadas. Lo hice tan solo por mi ilimitada curiosidad acerca de la gente, y no únicamente como si fuera un voyeur perturbado. Es algo que he hecho durante los últimos quince años, y he llevado un diario escrupuloso de la mayoría de individuos que he observado, compilando interesantes estadísticas sobre cada uno: qué hacían, qué decían, sus características individuales; edad y complexión; región de procedencia, y comportamiento sexual.”
Todo empezó con esa carta anónima que Gerald Foos dirigía desde Denver el 7 de enero de 1980 a Gay Talese, fundador del Nuevo Periodismo norteamericano junto con Thomas Wolfe. Talese estaba a punto de publicar La mujer de tu prójimo cuando se desplazó a Denver para ver con sus propios ojos el laborioso sistema de observación que estaba usando aquel hombre desde 1966, el año que Truman Capote abrió un nuevo camino en la narrativa con A sangre fría, que inauguraba la Non fiction novel.
Y confluyendo con ella, a mediados de aquellos años 60 se producía la aparición del nuevo periodismo. Precisamente en 1966, en abril, Talese publicaba en Esquire su memorable perfil 'Frank Sinatra está resfriado' -“Sinatra con un resfriado es Picasso sin pintura, Ferrari sin gasolina—pero peor.”-, que para muchos especialistas es el punto de partida del Nuevo Periodismo, un modelo de la renovadora forma de escribir reportajes.
A partir de ese momento se busca un espacio de comunicación entre esas dos orillas, la de la narrativa y la del periodismo, que afirma su voluntad de estilo, otorga profundidad a la mirada de la primera persona y reivindica el uso de las técnicas narrativas en el reportaje.
A partir de ese momento se busca un espacio de comunicación entre esas dos orillas, la de la narrativa y la del periodismo, que afirma su voluntad de estilo, otorga profundidad a la mirada de la primera persona y reivindica el uso de las técnicas narrativas en el reportaje.
La confluencia de ambas modalidades en ese espacio común deja un hueco propicio a la indefinición entre la realidad y la ficción. Indefinición que flota sobre El motel del voyeur, de Gay Talese, que arranca con este párrafo: “Conozco a un hombre casado y con dos hijos que hace muchos años se compró un motel de veintiuna habitaciones cerca de Denver a fin de convertirse en su voyeur residente.”
Treinta y seis años después de aquella carta y aquella visita a Gerald Foos y al motel, Talese publicó el año pasado este libro que acaba de editar Alfaguara con traducción de Damià Alou.
El motel del voyeur es una obra periodística que maneja en su construcción recursos característicos de la ficción narrativa, huellas de la técnica novelística de inserción del manuscrito encontrado, porque Talese reproduce y comenta el Diario de un voyeur, “un fajo de páginas manuscritas de diez centímetros de grosor".
Y su protagonista, que espía a sus clientes a través de las rejillas de ventilación instaladas en un falso techo, convoca en el lector el recuerdo del protagonista de El infierno, de Henry Barbusse, o de Norman Bates, el dueño del motel de Psicosis.
Y Talese se plantea antes que nada las razones de la escritura de ese diario: “¿por qué ha puesto todo esto por escrito? ¿No le basta a un voyeur con el placer y la sensación de poder que experimenta sin tener que anotarlo? ¿Es que los voyeurs a veces necesitan escapar de la soledad prolongada delatándose ante los demás (como había hecho Foos primero con su mujer y luego conmigo), y después buscan un público más amplio para revelarse como escribas anónimos de lo que han presenciado?”
La curiosidad obsesiva del personaje, que crea un laborioso sistema de observación, tiene un primer origen en su adolescencia de mirón y en sus fijaciones onanistas, pero se funda también en la sensación de poder que le dan esas observaciones secretas que Talese va reproduciendo en cursiva.
Desde un desván convertido en “laboratorio de observación”, Foos anotó entre 1966 y 1980 lo que ocurría en las habitaciones del motel: sexo oral, masturbaciones, homosexualidad, tríos, sexo en grupo, intercambio de parejas...
Y tras la minuciosa descripción de lo que ve, siempre hay una conclusión que disfraza de investigación sociológica acerca de las costumbres sexuales de sus clientes, porque –escribe Talese- “Foos era un narrador inexacto y poco fiable, pero sin duda fue un voyeur épico.”
Hace más de un siglo, en 1908, Henri Barbusse publicaba El infierno, una novela escandalosa que tuvo una acogida espectacular entre los lectores. Se vendieron 200.000 ejemplares de la primera edición de aquella obra que reeditó en España Rey Lear hace diez años con traducción de Juan Victorio.
El infierno era el relato de un mirón que escrutaba por un agujero en la pared de una destartalada pensión lo que hacían los huéspedes de la habitación vecina.
La semejanza con El motel del voyeur es más que notable, aunque no es necesario ni probable que Talese haya leído El infierno.
El hilo que relaciona los dos títulos no es la lectura, sino algo más profundo: la instintiva tendencia a ejercer el voyeurismo, y no sólo en el terreno morboso de las relaciones sexuales, como ya demostró Vélez de Guevara con su diablo cojuelo que levantaba los tejados de las casas madrileñas.
Mirar secretamente al otro, escuchar sus conversaciones, entrar en su vida, invadir furtivamente su espacio privado sin que él lo sepa es un atavismo que seguramente explica también la afición a leer novelas, diarios o la correspondencia personal en un juego de espejos en el que el lector se hace inevitablemente cómplice y se convierte él mismo en un mirón, a medio camino entre el deseo y la vergüenza.
En la perspectiva de ese atavismo fisgón al que responden los diarios que le sirven de base a Talese, importa poco que haya dosis considerables de imaginación. O que el dueño del motel disimule sus propósitos masturbatorios con un interés sociológico o los recubra de una capa de estadística sexológica sobre la frecuencia del uso de consoladores o del sexo oral.
Lo verdaderamente significativo es que bajo esa superficie morbosa, como en El infierno, lo que acaba por emerger es la soledad y la sordidez de los personajes que miran y de los que son mirados.
Santos Domínguez