3/2/14

Virginia Woolf. Orlando



Virginia Woolf.
Orlando. 
Traducción de Jorge Luis Borges.
Lumen. Barcelona, 2014.

Aunque Virginia Woolf la escribió en 1928 como un divertimento, como a writer's holiday para descansar tras terminar la redacción de Al faro, Orlando es una de las obras mayores de su autora, “la más intensa de Virginia Woolf y una de las más singulares y desesperantes de nuestra época”, en palabras de Jorge Luis Borges, que la tradujo en 1937 por encargo de Silvina Ocampo.

Asequible y cercana, luminosa y fascinante, es la obra de Virginia Woolf más fácil para el lector y fue su obra más vendida. La planteó como una falsa biografía, inspirada en parte en la figura de su más que amiga Vita Sackville-West, a la que dedicó esta novela sobre un personaje que vive casi cuatro siglos ajeno al tiempo, a las convenciones sociales y a las diferencias entre sexos. 

Hombre hasta los treinta años, convertido luego en mujer, este andrógino contemporáneo de Shakespeare, favorito de la reina Isabel I, atraviesa las épocas –vive también en el reinado de Jacobo I, en el XVIII, en la época victoriana y en la Primera Guerra Mundial. 

No envejezcas, le pide la reina Isabel al personaje que protagoniza este juego vitalista e imaginativo, lleno de ambigüedad sexual y feliz de travestirse. A través de su biografía Virginia Woolf critica la sociedad patriarcal y reflexiona sobre la identidad personal de un personaje que cuando cambia de sexo al despertar de un largo sueño siente que sigue siendo la misma persona, sin ninguna diferencia más allá del cambio de sexo, una situación que modificaba su porvenir, no su identidad.

En su traducción, que es la que Lumen reedita en este volumen, Borges modificó la perspectiva del narrador, pero hizo algo peor, lo peor que puede hacer un traductor: tergiversó el espíritu del texto original al convertir la reivindicación feminista en una muestra de literatura fantástica. 

Y sin embargo, esta traducción tiene una importancia decisiva en la modernización de la narrativa hispanoamericana, que asimila el enfoque fantástico de descripciones tan espléndidas como esta inolvidable evocación de La Gran Helada, que parece presagiar, cuarenta años antes, algún episodio de Cien años de soledad:

La Gran Helada fue, los historiadores lo dicen, la más severa que ha afligido estas islas. Los pájaros se helaban en el aire y se venían al suelo como una piedra. En Norwich una aldeana rozagante quiso cruzar la calle y, al azotarla el viento helado en la esquina, varios testigos presenciales vieron que se hizo polvo y fue aventada sobre los techos. La mortandad de rebaños y de ganados fue enorme. Se congelaban los cadáveres y no los podían arrancar de las sábanas. No era raro encontrar una piara entera de cerdos helada en el camino. Los campos estaban llenos de pastores, labradores, yuntas de caballos y muchachos reducidos a espantapájaros paralizados en un acto preciso, uno con los dedos en la nariz, otro con la botella en los labios, un tercero con una piedra levantada para arrojarla a un cuervo que estaba como disecado en un cerco. Era tan extraordinario el rigor de la helada que a veces ocurría una especie de petrificación; y era general suponer que el notable aumento de rocas en determinados puntos de Derbyshire se debía, no a una erupción (porque no la hubo), sino a la solidificación de viandantes infortunados que habían sido convertidos literalmente en piedra. La Iglesia pudo prestar poca ayuda y, aunque algunos propietarios hicieron bendecir esas reliquias, la mayoría las habilitó para mojones, postes para rascarse las ovejas, o, cuando la forma de la piedra lo permitía, bebederos para las vacas, empleo que desempeñan, en general admirablemente, hasta el día de hoy.

Un día de hoy, añadiríamos, en el que Orlando y su ambiguo protagonista siguen sin envejecer, inmunes al tiempo, como los clásicos mejores.

Santos Domínguez