Thomas de Quincey.
Memoria de los poetas de los lagos.
Selección, traducción y notas de Jordi Doce.
Pre-Textos. Valencia, 2003.
Evocando este libro, escribía Bioy Casares de Thomas de Quincey: “Fue amigo personal de Wordsworth, de Coleridge, de Charles Lamb y de Southey, hombres de letras cuya fama contemporánea excedía en mucho a la suya. Al describirlos, no vaciló en registrar sus pequeñas vanidades, sus flaquezas y aun el rasgo íntimo que puede parecer indiscreto o irrespetuoso, pero que nos permiten conocerlos con vividez. Las reminiscencias de De Quincey son parte integral de la imagen que tenemos de ellos ahora. Si no fuera por él los veríamos con menos precisión y menos encanto.”
Y añadía Bioy que, como en ningún otro autor, la producción de De Quincey seguía creciendo desde su muerte en 1859. No es solamente una cuestión de cantidad, de textos dispersos recuperados y de sucesivas ediciones. Se trata sobre todo de que pocos escritores del XIX han soportado el paso del tiempo como este autor anárquico y torrencial, cuya obra ha ido creciendo imparable en prestigio y en lectores.
Los últimos días de Enmanuel Kant, Confesiones de un inglés comedor de opio, El asesinato considerado como una de las bellas artes, La rebelión de los tártaros o Suspiria de profundis son algunos de los textos memorables de un autor que influyó decisivamente sobre Baudelaire en Los paraísos artificiales y al que se sigue editando y traduciendo con asombrosa regularidad como uno de los autores más actuales del siglo XIX.
La Memoria de los poetas de los lagos forma parte imprescindible del catálogo de Pre-Textos desde hace diez años, cuando apareció en una cuidadísima edición preparada por Jordi Doce. Y aunque quizá sea un título menos conocido, es uno de sus libros más importantes, una obra central en la historia de la literatura europea, aunque no se publicó exento hasta comienzos del siglo pasado.
Lo forman los artículos en los que De Quincey evoca a tres poetas de los lagos -Coleridge, Wordsworth y Southey- a los que admiró y conoció de cerca. Tan de cerca que dejó de admirarlos como personas aunque mantuvo –ciertamente mermada- la devoción por su poesía. Los publicó en la revista escocesa Tait's Edinburgh Magazine entre 1834, a la muerte de Coleridge, y 1839, y provocaron el escándalo que De Quincey podía prever al dar detalles de las vidas privadas de aquellos poetas admirables.
Eso hace de esta obra un libro irrepetible, no sólo por la altura de los poetas que son sometidos a la agudeza crítica del autor, sino por su peculiar mirada, lúcida e indiscreta, que provocó la indignación de un Wordsworth que hasta entonces había tolerado al admirador desde la altura despectiva de su prestigio.
“Estas memorias episódicas –explica Jordi Doce en el prólogo- aúnan biografía, autobiografía, crítica literaria, topografía, sociología y cotilleo en una prosa nerviosa y saltarina.”
Esos dos adjetivos resumen no sólo las características de la prosa de De Quincey. Son también una caracterización extensiva a la actitud del autor ante la vida y ante la literatura, a su propensión a dispersarse y a hacer excursos y excursiones que le alejan del tema central. Pero eso, que en un escritor con menos talento que De Quincey podría ser un enfadoso defecto, en él es un rasgo de estilo y una tendencia narrativa que sus lectores aprecian y agradecen.
Este es sin duda y en conjunto uno de los mejores libros de crítica literaria sobre el primer Romanticismo inglés, pero es mucho más que eso: es el relato de un deslumbramiento y de un desencanto, una exploración sobre la distancia que hay entre la literatura y la vida, entre el poeta y su fama, entre el escritor y el hombre.
“En toda esta historia –escribe el traductor en el prólogo-, con sus recovecos y dobles fondos profusamente explorados por los biógrafos, nadie sale muy bien parado.” Y ese nadie incluye no sólo a los poetas de los lagos, sino al propio De Quincey, que pasó de dirigirse a ellos –especialmente a Wordsworth- con un deslumbrado servilismo a desacreditar su imagen privada en unos artículos que provocaron su destierro del Parnaso lakista, su expulsión de un Paraíso habitado por unos dioses homéricos en su altura poética y en su deleznable y poco edificante vida diaria.
Porque De Quincey, que pudo haber sido el Boswell de Wordsworth o el Eckermann de Coleridge, prefirió hablar de los desarreglos mentales de este último, de la debilidad de su voluntad, de sus conferencias lamentables y de su destructiva adicción al opio; de las rústicas costumbres de Wordsworth, de su tosquedad, su pereza y sus escasas lecturas, de su egocentrismo insoportable y su indiferencia despectiva ante los demás, una mezcla tan explosiva que el lector se pone inevitablemente de parte del admirador decepcionado que escribe estos artículos.
Unos artículos en los que además no se privó de expresar su admiración literaria y su desprecio personal por Southey, el menos potente de los tres, al que De Quincey trató menos y el que -quizá por eso mismo, por más plano- sale mejor parado de estas páginas.
Habrá quien vea en estas páginas imprescindibles sólo el cotilleo, la anécdota o la indiscreción del voyeur desinhibido y chismoso que es a veces De Quincey, mucho más convincente cuando ironiza que cuando elogia.
Y aunque sólo por eso ya se justificaría su lectura, esta Memoria de los poetas de los lagos es además un magnífica obra de crítica literaria en la que el talento desordenado y brillante de De Quincey traza desde dentro -con la excelencia de su estilo y sus digresiones y meandros trasladados al español por Jordi Doce- el panorama global de un movimiento fundamental en la configuración de la modernidad.
Santos Domínguez