Antonio Luque.
Socorrismo.
Alpha Decay. Barcelona, 2009.
Un día Madrid amaneció llena de carteles. No era época de elecciones pero de todas las farolas del Paseo del Prado colgaba un retrato, aunque esta vez el retrato era de otro desconocido. Un primer plano de un hombre fornido, de aire nórdico, con cinta en el pelo y una camisa de cuadros. El retrato estaba marcado con una V y una E amarillas, cuyo significado nunca supe y, como de costumbre, tampoco me atreví a preguntar. Los carteles anunciaban la llegada de un fiesta, pero nada de luces parpadeantes y confetis de colores. Esta vez eran sólo fotografías que invadieron, silenciosas, casi todos los lugares emblemáticos de la ciudad bajo la desconcertante permisiva mirada de las autoridades.
Cada año la fiesta tiene un lema, un objetivo, esa frase ansiada para definir lo que se verá o para entender lo que será. “Hay que buscar siempre el motivo, la razón, de todo lo que nos rodea”, creí leer en algún sitio. Este año la justificación era lo cotidiano. Lo cotidiano que, en palabras de Sergio Mah, nombre de aquí, apellido de fuera y comisario de la exposición, adquiere una nueva dimensión. Lo presentaba así: “En un mundo inevitablemente marcado (y tendencialmente homogeneizado) por los efectos de la globalización económica y cultural, así como por formas avanzadas de comunicación espectacular, resulta significativo y revelador asistir a la creciente presencia de artistas que optan claramente por recurrir a lenguajes simples e inmediatos para abordar la realidad. Un eficaz back to the basics.”
Me acuerdo de este cartel justo ahora que acabo de terminar de leer Socorrismo, de Antonio Luque, publicado por Alpha Decay.
Antonio Luque, después de más de quince años, diez discos, decenas de canciones, artículos y conciertos, siempre me ha parecido un abanderado de lo cotidiano. De personajes e historias sacadas de titulares sensacionalistas que dejaron periódicos de pago en su huída decidida hacia los extremos. Testigo oculto de conversaciones sinceras, que aparecen resplandecientes justo cuando los vasos sucios se agolpan en la barra del bar. En ese momento, cuando el agotado camarero invierte su papel y acompaña a los de siempre, intentando poner la coherencia que sólo el alcohol parece que puede dotar a sus vidas. Bares que inscribieron su nombre en letreros con el logotipo de una marca de cerveza que nadie recuerda.
Conversaciones robadas que aparecen escritas en servilletas de papel a la mañana siguiente, con el nombre del bar, la dirección y un teléfono de sólo seis cifras. Un papel casi transparente, a modo de instantánea, con letra prácticamente ilegible, que debería ser la suya y que alienta la próxima ilusión cotidiana que da un poco de sentido a esta realidad, a la suya, a la nuestra. Componentes básicos que más tarde formarán parte de alguna canción enmascarada con el antifaz de Sr. Chinarro o quizás desnudas, en alguna otra cápsula con su nombre propio. Esta vez no hay versos encarcelados entre barras invertidas, justo ahí donde subrayaba en rojo cuándo coger aliento. Los mismos versos, ahora liberados, se enlazan en frases que no quieren terminar y que sólo alguna coma dispersa nos advierte acerca de cuándo respirar. Aunque no sea cierto y resulte raro. Aunque no sea una historia, sino decenas de ellas mezcladas con la arbitrariedad de un recuerdo fragmentado. Aunque ya la fotografía haya dejado de ser una instantánea y la realidad no tenga más testigos.
Javier García