Marie Luise Kaschnitz.
La Casa de la Infancia.
Traducción de Rosa Pilar Blanco.
Posfacio de Cecilia Dreymüller.
Minúscula. Barcelona, 2009.
La Casa de la Infancia.
Traducción de Rosa Pilar Blanco.
Posfacio de Cecilia Dreymüller.
Minúscula. Barcelona, 2009.
Todo empezó cuando un desconocido se detuvo en la calle para preguntarme si conocía bien la ciudad y podía decirle dónde estaba la Casa de la Infancia. ¿Qué es eso, un museo?, pregunté sorprendida. Seguramente no, contestó el hombre. ¿Una escuela quizá, añadí, o un jardín de infancia? El desconocido se encogió de hombros. No lo sé, repuso. Tenía el pelo gris y pinta de provinciano. Me puse las gafas y para ayudarle leí algunos letreros colocados en los edificios cercanos. Conservatorio, Cine, Allianz Seguros, decían. No se veía ni rastro de nada parecido a una Casa de la Infancia, y yo tampoco había oído nunca una palabra al respecto. ¿Por qué busca usted esa Casa?, inquirí intentando obtener alguna pista. Tengo cosas que hacer allí, respondió el desconocido. Me estoy haciendo viejo. Y, alzando el sombrero en un gesto de cortesía, se alejó. Yo proseguí mi andadura mientras meditaba sobre sus últimas palabras, un tanto enigmáticas, y por pura distracción me metí en una calle equivocada. Había dado unos centenares de pasos cuando vi la Casa.
Así comienza Marie Luise Kaschnitz (Karlsruhe 1901-Roma 1974) La Casa de la Infancia, que publica la editorial Minúscula con traducción de Rosa Pilar Blanco y posfacio de Cecilia Dreymüller.
A partir de ese primer párrafo, una sucesión de secuencias breves, como anotaciones de un diario, van transformando el tiempo en espacio, convierten esa Casa de la Infancia en una casa misteriosa, en un extraño museo de la memoria, en un juego de espejos.
Como el recuerdo de un sueño, como una alucinación, lo que anota la narradora - una escritora dedicada a la redacción de artículos periodísticos- es siempre posterior a la experiencia. Convencida de que lo importante es el presente y no el pasado, la infancia es para ella un agujero negro al que preferiría no asomarse desde la edad crítica en la que escribe.
En esa Casa de la Infancia, a través de una serie de proyecciones cinematográficas y en una atmósfera onírica, la narradora regresa a las aguas prenatales, revive el parto, regresa a las pesadillas infantiles, al miedo y a la furia en el patio escolar, al laberinto y a la gallina ciega, vuelve a ver -como Scrooge- las Nochebuenas de la niñez.
En la sucesión de experiencias agradables y desagradables, de sueño y realidad, de pasado y presente, en el juego de interiores y exteriores, la narradora se debate entre la alegría y el desasosiego y desmiente la idea de la niñez como un paraíso:
Acabo de ver confirmada nuevamente una sospecha que albergaba desde hace tiempo: la llamada edad de oro de mi infancia fue una patraña.
Y en último extremo, lo que podría parecer a primera vista una conclusión desalentadora se convierte en consuelo para esa narradora que vuelve de la Casa de la Infancia para asumir el presente de sus más de cincuenta años sin mirar atrás, sin volver la cabeza para intentar ver en la noche un edificio ya invisible.
Es una de esas agradables sorpresas a las que nos ha acostumbrado Valeria Bergalli desde Minúscula. La Casa de la Infancia apareció en 1956 y es una narración sorprendente por su potencia imaginativa, emparentada con el ímpetu simbólico del superrealismo, y por la magnífica prosa de una autora conocida por la fuerza estilística de sus obras.
Santos Domínguez